La honrada lujuria

junio 22, 2008

La honrada lujuria
Enrique Serna


(Sobre el libro Juegos de la imaginación de Marco Tulio Aguilera Garramuño, Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, México, 2000.) Publicado originalmente en La Jornada Semanal, 29 de abril de 2001.

Según la teoría de la recepción, toda obra literaria configura el tipo de lector al que va dirigida y establece con él una relación que puede ser informal o distanciada, según el temperamento y la ideología de cada escritor. En el siglo XIX se consideraba de buen tono hablarle de usted al lector, no tanto por respeto sino por higiene intelectual, pues la autonombrada “aristocracia del talento” condescendía a publicar sus obras, pero no a entablar con la masa una comunicación entre iguales. Aunque siempre se mantuvo a prudente distancia del vulgo, Baudelaire era un dandy dinamitero y configuró a sus lectores con brutal descortesía en el célebre comienzo de Las flores del mal: “Hipócrita, hermano mío, mi semejante...” Se había abierto una grieta en el marmóreo templo de la alta literatura, pero como la poesía derivó hacia el hermetismo a partir de Mallarmé, quienes heredaron la insolencia de Baudelaire fueron los narradores antisolemnes de la vanguardia contracultural de entreguerras, que por haber llevado una vida crapulosa compartían sin pudores intelectuales las fobias y los deseos del hombre común. Con las obras de Henry Miller y Ferdinand Céline se inaugura un agresivo y desenfadado tuteo literario que dejó una huella muy honda en la juventud de los años sesenta y setenta. A esa generación y a esa genealogía literaria pertenece el mexicano-colombiano Marco Tulio Aguilera.

Garramuño, autor de Los juegos de la imaginación, un delicioso libro de cuentos eróticos donde el narrador establece una inmediata y desfachatada intimidad con sus lectores, como si cada relato fuera una confidencia susurrada al oído de un cómplice.

Descubrí a Marco Tulio Aguilera Garramuño a mediados de los ochenta, cuando trataba de ponerme al día en las novedades de la narrativa mexicana, después de terminar la carrera de letras. Como los reseñistas empleaban las revistas y suplementos para hacer relaciones públicas, la única manera de cernir el trigo era leer a cerca de cuarenta autores que habían publicado regularmente en los últimos años. Fue una experiencia muy aleccionadora, pues me di cuenta de que el medio literario había caído en una autocomplacencia patética. Por fortuna, en medio de la bazofia encontré un diamante: los Cuentos para después de hacer el amor de Aguilera Garramuño, un extraordinario libro de relatos que va por la octava edición, y sin embargo ha tenido en México muy pocos comentadores. Me sorprendió, sobre todo, el ritmo y la desenvoltura de su prosa, una prosa pulida y trabajada al extremo de no parecerlo, que daba una sensación de naturalidad sin caer en el registro magnetofónico del habla coloquial. Junto a él, la mayoría de los autores que acababa de leer parecían dislálicos. Devoré entonces las dos novelas que Aguilera Garramuño había publicado en México: Paraísos hostiles y Mujeres amadas, y descubrí que el conjunto de su obra era una autobiografía picaresca. Pero más que un reflejo mimético de la realidad, la narrativa de Aguilera Garramuño es un recuento imaginario de experiencias vividas o soñadas, en que el autor utiliza distintos disfraces y máscaras para cumplir el anhelo borgiano de ser al mismo tiempo el mismo y otro.

En los Juegos de la imaginación, como en el resto de la obra de Aguilera Garramuño, el protagonista de casi todas las narraciones es un escritor o profesor universitario, sentimental y erotómano a la vez, con un sentido del humor demasiado feroz para tomarse en serio como seductor. El único personaje que se aparta de este modelo es el protagonista de “El llamado de la bestia”, un mojigato con el instinto atrofiado por las lecturas piadosas, que después de varios años de matrimonio descubre los órganos sexuales femeninos en un burlesque, cuando la vedette Norma Lee complace a la multitud excitada que le pide ¡oso!. En el díptico formado por “La mulata de La Habana” y “El masajiyo bayamés”, el protagonista no es exactamente un intelectual, sino un burócrata de medio pelo que se hace pasar por alto funcionario de una editorial universitaria para ser invitado a un encuentro de escritores en Cuba, donde lo acosa sexualmente una multitud de literatas dispuestas a acostarse con cualquier que pueda sacarlas de la isla, o cuando menos publicarlas en el extranjero.

Los demás cuentos del libro son variaciones sobre un tema que parece obsesionar al autor: la dificultad de conciliar la búsqueda de placer con la búsqueda de estabilidad. Para los personajes de Aguilera Garramuño la satisfacción sexual es inconcebible sin entrega amorosa. No se trata, pues, de libertinos sin escrúpulos, sino de hombres y mujeres comprometidos con sus parejas que no pueden sucumbir impunemente a la fuerza del deseo. Su conflicto es el de toda una generación educada en una cultura hedonista y libertaria que al llegar a la madurez debe preguntarse cuánto está dispuesta a sacrificar en aras de la plenitud erótica.

Cada cuento propone una alternativa distinta para resolver este dilema (o para complicarlo más), ya sea el erotismo virtual de Aquiles, protagonista de “La noche de Aquiles y Virgen”, resignado a ver películas porno para escapar del tedio conyugal, o la verbalización de la cópula en el cuento que da título al libro, donde se narra el encuentro de un escritor maduro y una joven investigadora en un congreso literario de una universidad norteamericana, donde ambos ponen en práctica sus estrategias de seducción, coquetean con la posibilidad de hacer el amor y sin embargo, por fidelidad a sus respectivos cónyuges, cuando llegan a la alcoba prefieren hablar de sus fantasías sexuales en lugar de cumplirlas. A mi juicio, este cuento es el más logrado del libro, y el más complejo estructuralmente, pues hay una correspondencia de fondo y forma entre la reticencia de los personajes a cometer una infidelidad y la imprecisión de la voz narrativa (nunca se sabe si narra el cuento la mujer, el hombre o un tercero en discordia) que describe la aventura imaginaria como una ficción dentro de la ficción.

El erotismo sublimado que aceptan con estoica renunciación algunos personajes del libro quizá pueda resultar decepcionante para un aficionado a las orgías literarias y, de hecho, el propio Aguilera Garramuño reproduce en “La historia de Sally Random”, la crítica de un reseñista jalapeño que lo llama “fundador del erotismo mandilón”. Sin tomar partido por la fidelidad o la infidelidad conyugal, me parece que en el fondo de esta polémica hay un desacuerdo sobre la función de la literatura erótica. El reseñista piensa que un cuento erótico vale en la medida en que transgrede todas las reglas morales y sociales, mientras Aguilera Garramuño cree que la literatura erótica se enriquece al explorar la tensión entre el impulso transgresor del deseo y los límites que el amor le impone. Si juzgamos el potencial literario de ambas posturas, creo que Aguilera Garramuño ha encontrado una veta fértil: probablemente sea más difícil explorar con humor los conflictos de la honrada lujuria que describir el desenfreno sexual con una actitud provocadora y cínica. La generación X ha popularizado el estereotipo del chavo nihilista y promiscuo, que a los veinte años ya viene de regreso de todo.

Si en otras épocas los autores de literatura piadosa se presentaba ante sus lectores como un espejo de virtudes, ahora es más redituable adoptar la falsa personalidad de un obseso sexual con el alma vacía. Cuando leo novelas juveniles en las que los protagonistas practican el sadomasoquismo, se acuestan por dinero o cometen incesto sin ninguna consecuencia emocional, pienso en la madre de familia de “Vidas cruzadas” (la película de Robert Altman basada en los cuentos de Raymond Carver) que atiende al cliente de una hot line mientras da el biberón a su hija. Muchos escritores fascinados por la crudeza del realismo sucio han caído en la misma impostura, escamoteando la verdad literaria, es decir, el biberón, en favor de un estridentismo indolente.

Pero si bien Aguilera Garramuño se sitúa a contrapelo de esta tendencia, sus cuentos eróticos contienen la suficiente dosis de subversión para incomodar por igual a los impostores del libertinaje y a los impostores de la decencia. Así ocurre, por ejemplo, en “Sueños de buen cristiano”, la historia de un marido ejemplar y devoto que emplea las artimañas más sucias para seducir a una sirvienta de trece años. Aunque la conducta del personaje sea condenable desde diversos ángulos ideológicos (católico, feminista, marxista), el autor no sólo se abstiene de juzgar a su personaje, sino que procura entenderlo y hacernos simpatizar con él, contraviniendo todos los mandamientos de la corrección política. Ser sincero es ser potente, dijo Rubén Darío. Se refería, por supuesto, al poder expresivo, no a la potencia sexual.

Tal vez la sinceridad de Aguilera Garramuño sea un artificio literario, pero se trata de un artificio hábilmente escondido en el subtexto de sus narraciones. Cualquiera puede tutearse con sus posibles lectores; lo difícil es que ellos acepten ese abuso de confianza sin abandonar la lectura. Aguilera Garramuño lo consigue con admirable maestría y por ello sus Juegos de la imaginación son un placer literario de primer orden.

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1 comentarios

  1. Excelente reseña de Enrique Serna, uno de mis escritores favoritos.

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