QUÉ ES, CÓMO SE ESCRIBE, PARA QUÉ SE ESCRIBE... UN CUENTO

febrero 09, 2010


Marco Tulio Aguilera
PROLOGO
La tesis es la siguiente: cada cuento es una criatura nueva que se instala en el universo con el esplendor con que se instalaría un nuevo insecto, una nueva bestia creada por el azar genético o la mano misteriosa de un dios que juega a inventar especies. El cuentista será entonces, siguiendo nuestra tesis, y repitiendo lo que tantas veces se ha dicho sobre los que crean o hacen arte, un diosecillo ocupado en la labor de hacer más complejo el universo, llenarlo de nuevas entidades que hagan más divertido y rico el transcurso de los hombres por la vida. Si hay algo de lo que debe huir una persona que intente hacer arte, es precisamente de las definiciones. Se dirá que hay una gran diferencia entre crear un insecto y escribir un cuento. Nadie, que yo sepa, ha logrado crear un insecto; por el contrario, hay bastantes los buenos cuentistas: Poe, el maestro; Lovecraft, Bradbury, Ambrose Bierce, Katherine Mansfield, James Thurber, Julio Ramón Ribeyro, Julio Cortázar, Rubem Fonseca, Lord Dunsay, Chéjov y quizá otros veinte, son nombres perfectamente confiables de escritores que tuvieron la rara luz, la chispa sin la cual es imposible llegar a acrisolar esas extrañas criaturas llamadas cuentos. La definición del cuento es el cuento mismo y ninguna teoría nos va a enseñar cómo escribirlo. Para retornar a la analogía que sirve de hilo conductor a estas notas, diremos que cada cuento, como obra de arte que es, inaugura una nueva especie,
aunque conserve comparta ciertas similitudes, ciertas características, con textos preexistentes. Cada cuentista, quiéralo o no, imprime su sello en sus cuentos. Su arte es el resultado de una percepción particular y originalísima del mundo. Cortázar, por ejemplo, parecía estar escribiendo siempre el mismo cuento. Sus personajes masculinos y femeninos se repetían una y otra vez, y afrontaban situaciones aparentemente distintas, pero que resultaban ser en el fondo la misma: un mundo ordenado y cotidiano que súbitamente se quiebra y permite la entrada de lo fantástico. Cortázar defendía casi pedagógicamente en sus ficciones y en sus entrevistas, la normalidad de la anormalidad, lo atractivo y convencional de lo insólito. Cada cuentista instala su propia lógica y crea sus lectores, sus iniciados, su propio culto.
¿Qué es lo que une a Cortázar con Poe, a Borges con Rulfo, a Leónidas Andreiev con Bradbury? Digamos que no lo sabemos, dejemos la pregunta abierta y conformémonos con afirmar que la única definición del cuento es el cuento mismo. El cuento no existe, existen los cuentos; el cuentista, como especie humana determinable, en la cual se pueden subsumir una cantidad de personas dedicadas al trabajo, tampoco existe: lo que existen son los cuentistas, todos diferentes, como diferentes son las gotas de agua en un aguacero torrencial o las espigas en un enorme campo de trigo floreciente. Muchos cuentistas fracasan porque intentan demostrar tesis, ilustrar una situación, corregir una injusticia, enseñar a vivir a sus cuitados e ingenuos lectores. El buen lector de cuentos no es un subdotado y en la lectura no busca lecciones de moral o de anatomía. Es, por el contrario, una persona sensible, que en la lectura busca divertirse sin embrutecerse, crecer sin fosilizarse. Paradójicamente todo buen cuento sí proporciona elementos que enriquecen la vida de los lectores; en cierta forma, enseña a vivir, pero no porque el escritor haya querido enseñar a priori, sino porque para llegar a concluir su texto debió explorar la realidad a fondo y comprometerse moralmente con lo que sucede en el texto. Cada cuento, quiéralo o no, defiende una concepción del mundo, una posición ante la vida. Por eso no basta concretar una buena historia para tener un cuento, sino que hay que explorar las secretas raíces de los sucesos y develarlas discretamente. El buen cuentista no enseña porque quiere enseñar, sino porque le es imposible no enseñar. Es parte de su oficio de estudiante de la realidad.
Poe, el más inquietante de los cuentistas que exploraron la irracionalidad, intentó definir de forma perfectamente racional su manera de escribir. En su “Filosofía de la composición”, hija posiblemente de la lectura atenta de El discurso del método, planteó que el origen de la composición debe ser el análisis del efecto que se pretende producir en el lector. Una vez hallado el efecto —que puede ser el terror, la repulsión, las dudas con respecto al origen del hombre, la existencia de seres perturbadores y diferentes por completo a los humanos convencionales—, el escritor debe buscar los medios más propicios para crear tal sensación: debe inventar la anécdota propicia, el ambiente, los personajes indispensables, la época histórica, el decorado.
La teoría de Poe fue un tour de force que iba en contra de la práctica de los escritores de su tiempo. En general los cuentos no nacen de una intención sino que las intenciones nacen o se descubren durante la escritura de los cuentos. Y, sin embargo, la “Filosofía de la composición” quedó como un hito histórico en el largo camino de la ficción y la poesía, al igual que el célebre texto de Cortázar llamado “Paseo por el cuento”. Uno y otro ensayo son lectura ineludible para quienes se dediquen a escribir ficciones breves.
Un buen cuento puede desnudar al lector de sus mentiras y hacerlo afrontar su vida más auténticamente. No hallamos aquí ante otra de las funciones del cuento en
particular y del arte en general: permitir que los lectores y espectadores penetren en conciencias ajenas, se transformen en otros, vivan más vidas, y gracias a ello gocen con mayor profundidad de las posibilidades que les ofrecen sus propias existencias.
Pienso que el cuentista debe ser un hombre abierto a toda posibilidad, sin límites sociales, sin restricciones ni cortapisas, sin sentimiento del ridículo, sin pudor si se quiere, porque sólo los espíritus amplios y libres pueden entender la variedad infinita que ofrecen el género humano y la naturaleza. La leyenda negra de autores como Poe, Lovecraft, Dostoievski, no es siempre parte de una escueta concepción romántica del mundo, sino resultado de una actitud vital que los seres que los rodearon no supieron comprender. Saber que nada hay de vituperable y sin explicación en los más peregrinos actos de los hombres es parte de la serena actitud de la mayor parte de los grandes escritores. Quien no este dispuesto a romper con lo que existe de frágil y soso, quien se pliegue a la autoridad de los imbéciles que son quienes generalmente se ocupan de la política, quien se deje enterrar por las minucias cotidianas y sepulte en ellas su imaginación, no puede ser un buen cuentista. Condición indispensable del cuentista es la libertad, aunque la descubra en una mazmorra como le sucedió a Cervantes. Sólo siendo libre el hombre es capaz de llegar a la raíz de sus temas. Jamás la censura debe preocuparle, jamás el temor a lo que pensarán sus contemporáneos. Quien escribe pensando en la censura o en la aprobación es como quien pretende nadar con las botas puestas, o como quien, para usar la expresión del poeta español Blas de Otero, «tiene alas de cadenas». La moralidad y los principios, las premisas, no deben anteponerse a la escritura del cuento, sino que deben ser consecuencia de éste, y deben obedecer a la lógica de las acciones y de los personajes, y no a las debilidades del autor.
El siguiente es el primer principio que debe tener presente el cuentista: nada es lo que parece ser; ni el bueno es bueno del todo ni el malo es malo del todo. Un hombre, cualquier hombre, contiene en sí la posibilidad del infinito. La condición del hombre es ambigua y eso es lo que hace posible el arte. Si tal cosa no sucediera, la ciencia podría dar cuenta por completo de la complejidad de los seres humanos. El arte sería un lujo que desaparecería. En la literatura, aún más que en las ciencias, funciona la teoría de la relatividad.
Otra idea tradicional y archisabida es que en los cuentos—como en la mayor parte de las obras literarias— debe haber una transformación. ¿Transformación de qué? Digamos que de la médula. En ciertos cuentos la médula es el personaje, en otros la acción, en otros el ambiente. Generalmente —por una fatalidad propicia a las fuerzas del bien—, triunfan los valores morales. Nunca un buen texto estimula el vicio o la corrupción. Presentan, sí, las lacras del mundo, pero actúan en el lector a la manera de reactivos. Es lo que sucede en los sueños en los que se llevan a cabo actos terribles, pero que impulsan a reflexionar sobre la vida y persiguen un mejoramiento de la actitud frente al mundo.
Aunque se pueda construir toda una ciencia en torno al arte de escribir y analizar cuentos, nada puede sustituir al acto de lectura; en él, de una manera natural, se manifiesta la creación y se vive un nuevo género de realidad; una realidad paralela a la conocida, pero concentrada, interpretada sutilmente por una persona que se ha dedicado a estudiar la realidad exterior e interior, todos los campos del conocimiento, para ofrecer, en pocas páginas, no sólo diversión sino pasión compartida. El cuentista es un vividor, explotador de la experiencia, un vampiro de sus semejantes, que todo lo pone en función del momento luminoso en que pueda sentarse a escribir, a descubrir, las epifanías que pasan velozmente por su imaginación, su memoria o sus sentidos. Pero no llega a esos momentos inspirados o de catarsis o de explosividad vital o de eclosión del inconsciente sino gracias a su disciplina, al sudor ante la máquina, a la represión de la energía, a la acumulación de los conocimientos, a la larga maduración de una idea que de pronto florece, a la contemplación prolongada de ciertas palabras y ciertos símbolos en los que está cifrado eso que buscan no sólo los artistas sino todos los seres humanos: el sentido, el significado, la función del hombre sobre la tierra. Cada
hombre, como cada insecto, por pequeño o extraño, por absurdo o simétrico que sean, tienen o deben tener un objetivo sobre la tierra, y si no lo tienen, lo buscan. La creación de un cuento y la aparición de una nueva especie vuelven a actualizar este problema, que después del molesto asunto de la subsistencia, es el más importante al que pueda enfrentarse cualquier ser.

Jorge Luis Borges, ese fabricante de citas célebres, dijo que las metáforas son muy pocas y que todas ya están inventadas. Yo, que no soy un académico, sino algo como un escribidor de historias o un tergiversador de los relatos que me ofrece mi realidad, he llegado a la conclusión de que esas metáforas no son pocas sino una sola: el acto erótico, que remite y relaciona todos los temas y universos posibles.
Para circunscribir un tema que de por sí englobaría todo lo posible, tanto lo existente en la “realidad objetiva” como lo imaginario, me limitaré a establecer relaciones entre el cuento (su creación y su lectura) y el acto erótico. Veamos como se vincula el erotismo con la literatura, y más específicamente, con el cuento. Lo primero que tiene que existir entre los participantes de un encuentro erótico, es la atracción. Pienso que mientras más intensa y desconocida, mejor. Relaciono toda esta atracción con una fuerza atávica, telúrica, irracional, que me lleva a buscar parentescos con otros ámbitos de la experiencia humana. Súbitamente viene a mí el célebre maelström del cuento de Poe: un remolino que engulle todo lo que se pone al alcance de su voracidad y que el narrador ve desde un acantilado. Pues un cuento, un buen cuento tiene que ser como ese remolino, como ese vórtice, al cual el buen lector no podrá resistirse. Tenemos aquí el primer ingrediente de la receta que podrá darnos dos platillos fuertes del menú que nos ofrecen Dios y/o la naturaleza: la celebración erótica y el banquete literario. Tenemos aquí también la primera gran metáfora que nos obliga a consubstanciar cuento con acto erótico: el remolino que atrae, atrapa y transforma, si es que la víctima sobrevive al vértigo. Con la celebración literaria y el banquete erótico debe ir aparejado el misterio: tanto el misterio de un buen cuento como el misterio de una mujer (voy a adoptar el punto de vista que más me conviene, acomoda y conozco, es decir, el masculino) deben ofrecer y conservar un núcleo de significación, una zona oscura, inaccesible, que permitan y obliguen a su posterior exploración. Una buena mujer, como un buen cuento, exigen relectura. Y en algunos casos esas relecturas pueden hacerse casi de manera cotidiana, con lo que tendríamos pues ese extraño fenómeno que se llama amor conyugal, que lleva el deleite más allá de la cama y más allá del momento.
Vayamos al aspecto de los procedimientos. Un buen cuento requiere sutileza, gracia en la develación del misterio, cariño en el manejo de las palabras. Cualquier torpeza o desvío, cualquier digresión, pueden echar a perder esa unidad de efecto que pedía Poe. Un buen cuento requiere que se lea de una sentada, para que se conserve viva esa excitación, esa exaltación, esa posesión o alejamiento de la realidad circundante. "Toda excitación intensa debe ser breve". Esa es una razón que esgrime Poe para sustentar su alegato en favor de la brevedad. En el campo erótico se da la gran paradoja de que se quiere prolongar lo que se desea apurar. En este aspecto los amantes se parecen a los niños que apenas se atreven a tocar su helado con la punta de la lengua. Pero el helado y la excitación amorosa, si se aplazan demasiado, terminan por derretirse. Un final demasiado explícito en un cuento o un final apresurado, corresponderían a dos etapas del disfrute del helado que echarían a perder el placer: comérselo demasiado frío o cuando ya está derretido y ha dejado de ser helado para convertirse en líquido. El helado debe ser comido en cierto momento, de la misma forma que el acto erótico debe ser consumado en el instante en que los dos jolgoriantes logren cierto estado de cristalización erótico-amoroso. El acto amoroso y el acto de la escritura del cuento exigen un desnudarse gradual, un tratamiento ritual y a la vez satánico: se trata de destruir lo que se quiere conservar, de revelar lo que se desea ocultar. Un buen acto erótico exalta, eleva, sublima y derrota, permitiéndole al hombre caer con la conciencia limpia en el territorio del sueño. Lo mismo sucede con un buen cuento. Éste sirve como trampolín hacia nuevas dimensiones, como un ojo aplicado a la cerradura. Un buen cuento no se termina una vez que el lector cierra el libro, sino que sigue actuando como un fermento y de alguna manera cambia la percepción del mundo. (Me parece estar repitiendo lo que ya varios, entre ellos, Cortázar, trajinaron... pido disculpas, reconociendo que sólo existe un tema, el erótico, y, naturalmente, sólo existe un autor, cuyo nombre es impronunciable).
Un buen cuento es un escape de la realidad convencional, es un tiempo de excepción, una ruptura en la cotidianeidad, de la misma forma que un acto erótico representa una fundación especial, en cierta forma mítica, y paradójicamente personal, en la que dos seres construyen el edificio de su propia religión.
Tanto la creación de un texto literario como un buen acto erótico involucran un sobrecalentamiento de la estructura cerebral y una alta excitabilidad del organismo en acción. Es algo parecido a lo que sucede cuando se consumen hongos alucinógenos: hay una exaltación de la sensibilidad, una percepción del más allá sin salir del aquí y el ahora. Tanto el amante juicioso como el creador de un buen cuento y la persona que ha consumido hongos y ha disfrutado de un buen viaje, tienen comunicación con otras esferas de conocimiento y de percepción. He aquí la estructura de vasos comunicantes: erotismo, literatura, experiencia de lo sagrado. Nuestra metáfora del maelström ahora crece: ya no es sólo el remolino que absorbe, sino la experiencia que altera, una especie de hoyo negro que nos da entrada a otra dimensión, a otra experiencia de la vida y del tiempo.
Un buen cuento, un acto erótico pleno, una comunión con lo sagrado, son tres niveles de la restauración de los tejidos que la vida contemporánea va lesionando. A medida que va pasando el tiempo y que se va haciendo la tecnología más sofisticada, el hombre tiene una mayor capacidad para destruir la tierra y para destruirse a sí mismo, pero también, mejores instrumentos para restaurarla y restaurarse.
El hombre parece ser un accidente que surgió sobre la tierra, así como la tierra un accidente en el Sistema Solar, y éste un accidente en la Vía Láctea. Todo parece accidental mientras no se pruebe lo contrario. Pero el accidente, en el acto de ser accidente, se torna necesario. Tal vez el mismo universo haya sido un accidente. Acaso el universo no sea otra cosa que un descuido de Dios. Los científicos, a partir del reinado de la teoría del campo cuántico, aseguran que el universo físico observable no está hecho de otra cosa que de fluctuaciones menores sobre un inmenso campo de energía. ¿Y qué son el erotismo y la creación, sino fluctuaciones de energía, modificaciones en el nivel de energía acumulada? Los seres humanos somos microcampos magnéticos en los que se escenifican pequeñas tragedias y celebraciones, que no son otra cosa que cambios de energía. Reconocerlo esto y disfrutarlo nos hará más sosegados en el momento en que nuestras neuronas revienten su último chispazo y nos entreguen a la muerte, que debe ser "un océano infinito de energía que tiene la apariencia de la nada" en palabras del físico John Wheeler. Pero todo lo anterior no debe preocuparnos demasiado. Mientras tengamos acceso a los pequeños paraísos del erotismo, la literatura y la experiencia de lo sagrado, podremos ser felices sin saber a ciencia cierta cómo se llama la más irreductible de las partículas atómicas.
Sócrates tuvo razón cuando afirmó que sólo sabía que no sabía nada. Pero también tuvo razón Henri Bergson al consolarnos con la idea de que el hombre sólo puede soportar la percepción de una parte menor del universo y que si quisiera abarcar más, se volvería loco. El erotismo, la literatura y la experiencia de lo sagrado son condensaciones, metáforas, de ese universo inconmensurable, de ese mar de energía del cual nacimos y al que regresaremos. Estos tres territorios de la experiencia humana son pequeños ombligos de poder, hoyos negros, maesltröms, que podemos tener en casa sin correr el peligro de suscitar conflagraciones irremediables.
Un buen cuento reproduce con pocos elementos la historia completa de la creación, nos describe el delirio de un ser humano, nos cuenta la iniciación de una persona en las lides del amor, cifra en un solo gesto una batalla, nos permite asomarnos sin recato a una relación particular entre amantes o esposos, incluye de alguna manera, sin mencionar, a todos los elementos posibles. Un buen cuentista es como un buen anfitrión, que desde la primera línea nos da hospitalidad en su casa.
El cuento es una suspensión del tiempo y del espacio convencionales. Del tiempo, por dos razones: porque rompe el tiempo real del lector (con sus cotidianidades) al meterlo de lleno en el tiempo del texto y porque descuaja un suceso de toda historicidad, para convertirlo en un universo cerrado, con principio y fin. El cuento es como una célula aislada por un científico, en la que se cifra todo; es como un cromosoma, que contiene todo lo que se va a desarrollar en la mente del lector.
Una característica muy importante del cuento es que debe ser como un árbol, pero como un árbol muy especial: que tenga raíces, tallo, ramas y frutos, pero también su propia tierra y su propio aire. En otras palabras, el cuento tiene que ser autónomo, no debe depender de nada (ni de la historia, ni de la filosofía, ni de la actualidad...). El escritor José de la Colina tiene una frase muy interesante al respecto: "Si un escritor no logra que su cuento se sostenga por sí mismo, como aquel puñal del pensamiento visto por Macbeth, o como aquella sonrisa del gato, vista por Alicia, entonces mejor será que se dedique a cualesquiera otros géneros: el ensayo literario, la crítica, la crónica bursátil, al reseña de modas".
Un cuento debe ser como una de esas casas que se construyen para durar siglos: debe tener una estructura, que mantenga al cuento armado incluso cuando haya terremotos; debe tener circulación de aire por medio de ventanas o conductos especiales, debe tener un sistema de drenaje, debe tener luz, cimientos fuertes y un techo que no deje filtrar el agua y que proteja contra los rayos de luz.
Veamos: un cuento debe tener cimientos sólidos: que el lenguaje se ajuste a lo que se cuenta; que sea verosímil, que sea interesante, que su longitud no exceda lo que su intensidad permita, que sea significativo, que abra puertas al lector. Un cuento debe tener una estructura como las de las casas: una serie de varillas de hierro bien amarradas que se entierren en los cimientos, a los que se unirán por medio de cemento; a esas varillas se amarrará el tejido de otras varillas de hierro que formarán los pisos y el techo. La estructura del cuento debe estar formada por las escenas básicas: el planteamiento de una intriga, el desarrollo y el desenlace. Algo tiene que atarse al principio del cuento, para que algo se desate al final (o a la inversa). Y esto, que parece referirse solamente al cuento tradicional, puede aplicarse a todos los demás. En un cuento no debe haber elementos ociosos, y si un pájaro cruza por el cielo del cuento, ese pájaro debe tener una función bien específica. Si no es así, mejor que se vaya a volar a otra parte.
Bueno, pero una vez epifanizado un suceso, un recuerdo, una historia, es decir, una vez que el escritor logra esa iluminación y corre a escribir su texto antes de que reviente como una pompa de jabón o acabe como una promoción por tiempo limitado, ¿qué hace el escritor, qué debe hacer?
El escritor, que ya tiene el embrión de su cuento en el papel, es decir, su epifanía a medio tostar, debe aplicar ya no el sentido estético, sino el racional, a considerar las partes del cuento, para buscar la armonía. Buscar la armonía quiere decir tratar de que sus piedras cuadren con perfección y funcionen aceitadamente las unas con las otras, formen un conjunto concertado, como sería el de un sistema solar o el de una sinfonía de Mozart. Y aquí debemos recurrir a otro filósofo para que nos ayude con su método: me refiero a Renato Descartes. Una vez que uno tiene en las manos el cuento, el átomo original, la epifanía a medio tostar, debe estudiarlo, descomponerlo, recomponerlo, en busca de una simetría, de una armonía, de un equilibrio de proporciones, que haga agradable la lectura, que la haga rítmica, que le ponga su música. En otras palabras: el escritor debe intentar entender hasta el más íntimo rincón de su cuento. Y con esto quiero decir que no sólo debe analizarlo, sino sintetizalo: buscarle un núcleo y eliminar las impurezas. Y ahora es cuando nos explicamos por qué grandes escritores han llegado a escribir diez o veinte versiones del mismo cuento. Y como el panadero sabe cuál es el punto preciso de cocción del pan francés para que tenga su cascarón quebradizo y en el interior la masa de textura carnal, esponjosa y blanca, así el escritor debe saber cuándo debe dejar en paz un cuento y entregarlo a la imprenta o al olvido.
El escritor no puede estar seguro de que su cuento funciona hasta que lo termina por completo, hasta que descubre qué es lo que se hallaba en potencia en la materia bruta de esa epi-epifanía, de ese informe grupo de intuiciones que fue su primer borrador.
Una idea de Borges sobre el cuento, tomada de Stevenson, es que sólo debe contener lo esencial. Y aquí es donde muchos teóricos diferencian lo que es el relato de lo que es el cuento: el relato sería un flujo, algo caótico, con ripios y meandros, con miasmas, de una narración que no busca la perfección, sino el regocijo en el simple contar. El cuento sería lo estrictamente esencial, un flujo de agua clarísima que lleva a un sitio bien determinado, sin circunloquios, sin digresiones, sin personajes accesorios, sin escenas que no tengan un significado fundamental para el desenlace del cuento. Chéjov tiene una frase muy diciente con respecto al papel fundamental de todos los elementos que aparecen en un cuento. Según él, si un rifle aparece colgado en la pared de un cuarto en la primera escena de un cuento (creo que se refería a una obra de teatro, pero para el efecto es lo mismo), ese rifle tiene que ser disparado en el cuento o en la obra de teatro tarde o temprano.
En este sentido, un cuento debería contar con un mínimo de escenografía, apenas lo básico. Tal aseveración me parece un exceso: cada cuento requiere de la creación de una atmósfera, de un aire cargado de presagios, que puede conseguirse ya sea con un rifle colgado de la pared o con perfume de magnolias impregnando el aire del inicio del cuento. La idea de que sólo lo básico debe aparecer, pertenecería a lo que podríamos llamar la "economía del cuento". Esta economía del cuento nos lleva a suponer que sólo la racionalidad debe privar en el cuento, lo que, sin duda, nos cerrará varias exclusas a las vías de la imaginación, que pueden resultar interesantes.
El mismo Borges despotrica contra la racionalidad, al decir lo siguiente: "No creo, contrariamente a la teoría de Edgar Allan Poe, que el arte, la operación de escribir, sea una operación intelectual". Recordemos que Poe, en sus textos teóricos sobre el cuento, quiere guiarnos paso a paso, explicando la forma en que se puede escribir un cuento a partir de, por ejemplo, "cierto efecto único y singular", que servirá de arranque para "inventar los incidentes, combinándolos de la manera que mejor lo ayude a lograr el efecto preconcebido".
Sin duda que el escribir un cuento puede ser una operación altamente científica, en la que es posible y hasta necesario buscar simetrías matemáticas, personajes contrapuestos, longitud de escenas idénticas, un número determinado de palabras e infinidad de constantes que se podrían planear estadísticamente, pero en términos generales (esta es una opinión apenas) se necesita de esa epifanía que señala Esteban Dedalus, de esa iluminación, de ese golpe de suerte de la imaginación, sin el cual la fuente no comienza a brotar clara y torrencial. Y es por eso que desconfío de los escritores que como John Updike se sientan horas enteras ante la máquina de escribir, a ver qué cae —en descargo he de decir que disfruté enormemente la novela Corre conejo!
Me parece que el mejor lugar para el cuentista no es ante la máquina de escribir, sino ante el mundo, en el campo de batalla de la vida real. El caminar los caminos del mundo, el conocer gente, el curiosear hasta el cansancio, el ensoñar, el leer, tener libertad y tiempo, y también (esto es muy importante) tener el estómago lleno, todos ellos son factores que propician la posibilidad, la facilidad de escribir.
Ahora una pregunta algo ociosa pero tan lugar común que vale le pena tomarla en cuenta: ¿Las desgracias, la ruptura de la rutina, los divorcios y las súbitas viudeces, la salida del mundo de lo cotidiano, son propicias para escribir cuentos? Sin duda. Podríamos aventurar un pequeño postulado: hay que sufrir para merecer, pero también hay que triunfar a veces para poder recordar con sentido estético los tiempos de penuria. Oigamos lo que dice la Francesca de Dante: No hay mayor miseria que acordarse del tiempo feliz en tiempos de miseria. Ni tanto que queme al santo ni tanto que no lo alumbre. No podemos ni debemos esperar que la literatura salga de la desdicha, si no queremos celebrar la misma desdicha como fuente de felicidad. Sería tanto como celebrar de antemano el triunfo de la muerte y de las fuerzas oscuras.
¿Qué tanto vale la experiencia personal para la escritura de los cuentos? Sherwood Anderson se pregunta si debería utilizar en su escritura palabras que no eran parte de lo que él decía todos los días, es decir, de su propio pensamiento cotidiano. La verdad es que resulta muy difícil, si no imposible, escribir sobre lo que no se conoce con las palabras que no se conocen. En términos generales cada escritor tiene su propio mundo, sus propias obsesiones y naturalmente su propio estilo, que está formado por las experiencias de su propia vida, sus lecturas, su lenguaje. Así como al entrar a un museo podemos identificar con facilidad a un Picasso y diferenciarlo de un Miró o un Botero, también podemos identificar al autor de un cuento a partir de su lectura. Establecer la diferencia entre un Cortázar y un Hemigway es asunto bastante sencillo para un lector avezado. Generalmente los cuentistas son monotemáticos y esto no es precisamente un defecto.
El mismo Anderson dice: "En la vida no hay historias con un argumento central". Esto nos lleva a una reflexión sobre la verdad y la verosimilitud. El escritor de cuentos nunca debe tratar de ser fiel a la realidad, sino que debe intentar ser fiel a su pieza literaria. Esto quiere decir que la realidad tiene demasiados recovecos, demasiadas vueltas, los personajes de la vida real van demasiadas veces al baño y repiten actos poco literarios, es decir, poco interesantes, poco estéticos. Al escritor le corresponde editar esas vidas y esas situaciones, si es que de ellas quiere sacar historias interesantes y sobre todo significativas. Verosimilitud es la capacidad que tiene una historia de hacer que se crea en ella, que respire a sus anchas, sin que comience a cojear y a hacer detenerse al lector a preguntarse si vale la pena continuar leyendo o no.
Por significativo entiendo el hecho de que cada lector halle en el cuento algo que le importe, le impresione o lo transforme. Un cuento que deja impávido al lector, que lo deja intacto, sin la percepción de una nueva luz o de un nuevo azoro, es un cuento insuficiente, desechable.
Quedan por exponer muchos aspectos del cuento, pero hay uno que no he visto hasta ahora comentado por ningún escritor y creo hallar la razón de ello en un prurito de dignidad o vergüenza. El asunto es el siguiente: ¿qué hacer con el cuento una vez que está terminado, una vez que ya no tenemos dudas sobre él y nos quema como un pan caliente y queremos que lo lea el mundo entero para que nos diga que hemos escrito algo maravilloso? En países como los latinoamericanos no tenemos el consuelo que tenían por ejemplo Scott Fitzgerald o Henry James, de saber que si les salía un buen cuento, con él podrían pagar algunas de sus deudas. Por estos lados el escribir un buen cuento nos puede llevar a varios senderos: el primero, publicarlo en un suplemento literario, lo que nos dará una fama efímera, que puede durar si acaso un par de meses; el segundo, mandarlo a un concurso, a ver si una conjunción de astros hace que gane unos cuantos miles de pesos; el tercero, guardar el cuentito con fe de labrador, para juntarlo con otros cuentitos, y formar, al cabo de diez años, un libro de cuentos que tal vez alguna editorial quiera publicar o que de pronto gane un concurso de libros de cuentos; el cuarto y más común de los destino es fracasar en los destinos anteriores y acumular cuentos en baúles de nostalgia bajo la cama. Los cuatro destinos son bastante crueles: lo más probable es que efectivamente el cuento no se publique, el concurso no se gane, nunca se reúna un libro de calidad pareja o el volumen quede como alimento de la amargura. Casi nadie se hace rico con cuentos. Esto hay que tenerlo claro. El placer de escribir cuentos y la satisfacción de hacerlo constituyen raras habilidades que, como las de los verdaderos virtuosos del violín, encuentran su premio en el ejercicio del arte. El resto debe llegar por añadidura.
Borges afirma que no se le deben atribuir a él los méritos de los textos que escribió. Faulkner, hacia el final de su vida, manifestó en una carta lo siguiente sobre el poder que tenía para escribir narraciones: "Me doy cuenta de qué don tan asombroso me fue dado: sin ninguna educación formal, sin compañeros ya no digamos cultos sino capaces de leer y escribir, pude hacer sin embargo las cosas que hago. No sé por qué Dios o los dioses o quien fuere me escogió para ser su vehículo. Esto no es humildad o falsa modestia, es simplemente asombro". Cortázar escribió que la mayoría de sus cuentos fueron escritos al margen de su voluntad, por encima o por debajo de su conciencia razonante, como si él no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena.
Voy a atreverme a lanzar un postulado sobre la escritura de los cuentos: la constitución espiritual de cada escritor es propicia para cierto tipo de cuentos. El espíritu morboso, enfermizo, la imaginación sin límites de Poe, no podrían hacer germinar cuentossencillos como los de Hemingway o Katherine Mansfield. El espíritu ecuménico de Marguerite Yourcenar es tierra propicia para un tipo de cuentos muy diferentes a los de Faulkner.
Y otro postulado: cada cuento tiene su momento para manifestarse y ese momento tiene relación con el estado espiritual, con la situación existencial y el ánimo del autor. La etapa previa a la escritura de un cuento generalmente se caracteriza por una especie de ebullición de la imaginación, por una situación de receptividad, de susceptibilidad y de rechazo al mundo. El escritor en trance de escribir es como el enfermo, que pierde el afecto hacia el mundo y se concentra en su propio dolor, que es —hay que decirlo— el dolor del parto espiritual.
Una condición del escritor de cuentos y de todo auténtico creador es el egoísmo, el carácter implacable, que lo hace capaz de sacrificar su vida, su familia, su estabilidad, por pulir un texto. Son gente inconsciente los escritores, irresponsables, irrespetuosos. García Márquez afirma que la certeza de que estaba listo para escribir Cien años de soledad le llegó mientras viajaba con su familia rumbo a unas vacaciones en Acapulco. También afirma que suspendió sus vacaciones y regresó al D.F. a escribir. No sé si creerle. Cada escritor crea su propio mito y lo alimenta. Es parte del juego.
En general casi ningún cuento nace gratuitamente, de la imaginación pura, sino que tiene, como los sueños, un sustento en la realidad objetiva: algo visto u oído sirve de pie al vuelo de la fantasía. Lo que sí es importante —esa red cazadora de mariposas— es la actitud del perseguidor de historias. El cuentista vive pendiente de las posibilidades de la existencia, de los juegos del azar, y aunque viva en una realidad anodina, la vive iluminando, la vive potenciando, de modo que le resulta una veta fecunda, interminable.
Muchos escritores contemporáneos, en busca de la originalidad, han convertido al cuento y al relato en territorio de experimentación a veces ociosa. Lo que como antólogo quiero rescatar es lo básico del cuento y el relato: esa narración vigorosa, interesante, incluso inolvidable que nos deja un regusto en el apetito del buen lector. La vitalidad del cuento colombiano supera todas las crisis, todas las violencias, todos los desgobiernos. Es un ancla con lo mejor que puede producir un país que tiene, según encuestas, los seres más felices del mundo situados en un territorio de guerra que pareciera ser perpetua. Pero que sin duda va a terminar si no hoy, mañana. Eso se llama esperanza. ¿Qué tal que no la hubiera?
Una antología de cuentos es una especie de muestreo de sueños. Y si se circunscribe a un país tan particular y a un territorio en las circunstancias actuales en que se halla Colombia, necesariamente tiene que ser una especie de gran espejo, un mural y un diagnóstico. Si no existiese el país en la mente de algún lector, bastaría con leer estos cuentos para configurar lo que es hoy Colombia: violencia extrema y gratuita conjugada con una creatividad exacerbada que se expresa en todos los campos del arte; sueños de gloria o elemental supervivencia; fantasías amorosas y o eróticas; Barcelona, París, Bogotá como escenarios de vidas que han escapado de la vorágine que es hoy la realidad más frecuente de esa patria rota.
Más que comentar los cuentos seleccionados, he optado por dejarlos vivir independientemente, libres de ataduras o preconceptos. No nacen, naturalmente, con las raíces al aire, sino que se sustentan en una tradición que no sólo es la universal, nutrida por los autores antes mencionados, sino que es la local: Colombia es tierra de grandes narradores. Baste citar a José Eustasio Rivera, Jorge Isaacs y Gabriel García Márquez. En el campo de cuento la lista de los mundialmente conocidos es tan corta que quizás podría reducirse a un nombre. Sin embargo hay autores cuya calidad indudable no justifica el anonimato en que habitan: Pedro Gómez Valderrama, Cepeda Samudio, Germán Espinosa… Ninguno de ellos está incluido en esta selección. Lo que aquí presento es una nueva camada. Frescos cuentistas que nos hacen pensar que a pesar de ser un país que lleva muchas décadas al borde del abismo, Colombia cuenta. Y sin duda seguirá contando. Que el mundo se esté acabando no significa que tengamos que echarnos a morir.

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