Ensayo sobre el ensayo
abril 03, 2014
No me acuerdo cuándo escribí este texto. Lo
reproduzco para que no se pierda.
Todo
ensayo no es otra cosa que una aproximación. Todo ensayo es, por lo tanto, un
ensayo. Nada definido, simplemente aproximativo. Por ello me atrevería a decir
que el ensayo es el escrito más cercano a la naturaleza humana. Si hubiera algo
diametralmente opuesto al ensayo, sería la creación divina. Si hemos de creer
que la creación realizada por Dios es perfecta, con mayor certeza hemos no de
creer, sino de estar convencidos de que (el dequeísmo es la demostración de
que somos falibles) al hombre le corresponde fallar y que en
ello debe encontrar su realización.
He aquí pues la grandeza del ensayo: que siendo apenas aproximativo, aspira
a cerrar el círculo de una casi plenitud. Alfonso Reyes, junto con
Borges, los mayores ensayistas hispoanoamericanos, calificó al ensayo como el “centauro
de los géneros”, donde, “hay de todo y cabe todo”. ¿Por qué centauro?
Porque conviven en él dos naturalezas: el arte y la ciencia. El arte,
porque el ensayo aspira a la belleza, a la gracia, a las virtudes propias de la
literatura. La ciencia, porque dentro de esta grácil y estética camisa de
fuerza pretende llegar, por medios eminentemente racionales, coherentes y
claros, a algunas certezas, a algunas verdades.
Si al ensayo le cabe todo, como dice Reyes, podríamos decir que es el género
más propicio para el ejercicio de la libertad. El ensayista es como el
caminante que se encuentra ante una encrucijada de la que parten varios
caminos. El título del ensayo determinará el tema, pero la primera frase
determinará la ruta que se escoja.
La verdad: he aquí otra de las aspiraciones del buen ensayista. Verdad que de
alguna manera se halla también aprisionada por otra camisa de fuerza: la
subjetividad. Miguel de Montaigne[1], para algunos el fundador del ensayo
moderno, fue quien se atrevió a teñir sus escritos con sus particulares
opiniones: su punto de vista, sin duda determinado por su formación, su época y
su idiosincrasia.
Al introducirse la subetividad en el ensayo se introdujo un nuevo elemento,
eminentemente humano: la ironía. La ironía es propia de aquel que no sabiéndolo
todo se atreve a hacer conjeturas. De alguna manera el ironista compite con
Dios, lo reta, y sin embargo se mantiene a distancia: sabe que lo suyo no es la
perfección sino vagas aproximaciones.
Mary Carmen Sánchez Ambriz señala en su artículo: “El ensayo novísimo. Salvador
Novo, escritor”[2] que Montaigne fue el que consolidó
la llamada literatura de ideas y, de manera
poética trata de definir este género.
Ensayo: esa sutil danza de comas que transpira, exhala respuestas en voz alta y
vibra en tono de re. Ensayo: revisitar la historia, revelación de los sentidos,
resquicio irónico, réplica precisa, resguardo ante una y mil enfermedades del
espíritu, restauración de la conciencia, incesante reescritura.
A pesar de tono algo cargado hacia lo cursi la “definición” anterior
nos
facilita el acercamiento a nuevas percepciones de lo que es el ensayo. Dice
“revisitar la historia”, y en efecto, el ensayo nos facilita un acercamiento a
la historia que ninguna otra disciplina científica o artística nos permitiría:
el ensayista tiene la libertad que no tiene el historiador: puede interpretar
los hechos, “leerlos”, buscarles un sentido, lo que la historia ortodoxa no se
permite.
El ensayo es “revelación de los sentidos” porque posibilita el ahondar en zonas
de la psicología humana que le permite ir más allá de lo evidente. El buen
ensayista es un “insighter”, alguien que percibe más allá de lo que perciben y
comprenden los demás. He aquí el gran secreto del atractivo que tienen
los ensayos de Miguel de Montaigne.
Quiero poner algunos ejemplos de lo que es el buen
inicio de un ensayo, y los tomaré del maestro: Miguel de Montaigne, por
supuesto. El primero, titulado “De las mujeres virtuosas” inicia de la
siguiente manera: De esta índole no se encuentran a docenas, como todos
sabemos, y todavía menos en lo tocante a los deberes matrimoniales. Tema
polémico, que inicia Montaigne de forma clara y agresiva: las mujeres virtuosas
hay pocas, particularmente entre las casadas. Leamos otro inicio, éste llamado
“De los hombres más relevantes”. Dice: Si
se me pidiera que escogiese entre todos los hombres que vinieron a mi
conocimiento, paréceme que me quedaría con tres excelentes, que están por cima
de todos los demás. Uno es Homero, y no es que Aristóteles y Varrón no fueran
quizás tan sabios como él, ni que en su arte, Virgilio no pueda serle
comparable: dejo estos extremos al inicio de aquellos que los conocen a ambos.
Yo que no conozco más que a uno puedo decir solamente que a mi entender ni las
musas mismas sobrepujaron al romano.
¿Qué vemos en estos dos inicios de
ensayos? En primera instancia que tienen diferentes temáticas; en segunda que
abordan diferentes épocas; en tercera, que plantean dos retos distintos: uno la
dilucidación de un problema moral, de naturaleza humana y filosófico; otro, de
orden histórico.
Pero volvamos al artículo de Mary
Carmen Sánchez Ambriz. Dice que el ensayo es también “réplica precisa”, con lo
que nos da otra dimensión del género: el ensayo es, o puede ser, argumentativo,
puede responder a una pregunta planteada por la historia, por la sociedad o la
política. Veamos un ejemplo de este aserto. El ensayo “Visión de Anhahuac”,
quizás el más conocido de Alfonso Reyes no sólo es una “joya exquisita de la
literatura”, como lo definió Mario vargas Llosa[3], sino un alegato, una
argumentación, a favor de una civilización oprimida y casi borrada
por los conquistadores y también una recuperación nostálgica de un tiempo y un
espacio que definieron lo que es hoy el mexicano. Leamos las primeras líneas de
este ensayo:Viajero: has llegado a la región más transparente del aire... En
la era de los descubrimientos, aparecen libros llenos de noticias
extraordinarias y amenas narraciones geográficas. La historia, obligada a
descubrir nuevos mundos, se desborda del cauce clásico, y entonces el hecho
político cede el puesto a los discursos etnográficos y a la pintura de
civilizaciones.[4] Eso fue lo que hizo precisamente
Alfonso Reyes: la pintura de una civilización, y de paso, su defensa, como
defensa también lo es del aire que respiran los habitantes del Valle de México
y por extensión, del mundo.
Vargas
Llosa, Mario, Conferencia Magistral en el TEC de Monterrey
http://www.sololiteratura.com/var/vargasconferencia.htm
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