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Wendy Guerra, la niña rebelde de Cuba, mañana sábado en la Feria Internacional del Libro Universitario presentará "Negra", su más reciente novela

mayo 10, 2014

La presentación de Wendy Guerra en la Feria del Libro Universitario y la presencia de su novela Negra en el escritorio de mi compañero de la Editorial Jesús Guerrero, aunados estos hechos a mi creciente interés por la literatura cubana –Félix Luis Viera, Amir Valle, Abilio Estévez y de ahí para atrás Cabrera Infante, Arenas, Lezama Lima, Carpentier- detonaron mi interés por conocer a la autora y al libro.
Negra,  publicada en el 2013 por Anagrama, es una especie de Cumbres borrascosas  a la cubana: con muchos olores y sabores, recetas incluidas, pócimas, mucha pasión, muerte, acción, brujería, amores apasionados y pasajeros, adversidad empecinada, en el caldo de cultivo que es tema de la literatura cubana de los últimos cincuenta o cien años: individuo rebelde contra institución policiaca: la revolución, que al institucionalizarse, se vuelve contra revolución.
La Negra, la negra protagonista, es una modelo espectacular, que se torna rebelde e independiente, que viaja a París tras los pasos de su madre, una diva; la Negra es una negra bellísima y aparatosa, con un carácter endiablado, cimarrón (un gran personaje femenino como los que exigía Flaubert para las grandes novelas), que se enamora una y otra vez, pero se enamora de una manera frenética y sexual, telúrica, turbulenta, de una manera que cimbra sus cimientos y los de sus amantes, en general extranjeros, y por lo tanto enemigos de la revolución.

Sin la densidad estilística de Carpentier, pero con la levedad narrativa de García Márquez –de quien fue discípula en sus lecciones de cine en La Habana- Wendy nos ofrece una novela deliciosa, que apuré apenas en un par de días… aunque sea en realidad una tragedia,  si nos atenemos a los rasgos generales de lo que caracterizan a tan funesto género: protagonista enfrentado a poderes  invencibles que termina derrotado por ellos de manera particularmente atroz, después de una lucha denodada. Y aquí está una de las claves, supongo, que hacen de esta novela un producto artístico original: siendo la vida de la negra un rosario de fracasos con breves momentos de esplendor (en la playa, entre ruinas, en La Habana, en Escambray, en París y en todas partes por donde esparce su almizcle de hembra en celo y de artista furibunda que intenta fundar su utopía a donde quiera que vaya) su historia está contada con velocidad y alegría, con pasión que no pierde la tensa cuerda de una narración bien sostenida en todos sus extremos. Vale la novela, se goza, invita a la pasión y a la compasión, también a la reflexión histórica, racial y a meditar sobre el destino de los países, que, como Colombia, México, Cuba y muchos otros están sometidos a ciertas taras que han sostenido personajes nefastos que se perpetúan en su empecinada ilusión de que están haciendo el bien cuando en realidad parecen estar haciendo el mal. Pero ya se sabe: pensar que la historia es racional es la forma más ingenua de la irracionalidad: ¿habrá quien pueda explicar los mil holocaustos que parecen adornar la presencia del homo sapiens sobre la tierra? Ni san Martín Heidegger. Hay un tema no desarrollado en la novela de Wendy Guerra: los desplazamientos forzosos de poblaciones enteras. Uno de los temas secretos que ha ido sacando a la luz la literatura cubana.

Como no tengo tiempo para hacer una reseña formal, me voy a permitir entresacar unos párrafos de una buena nota publicada en El Cultural  del diario  El mundo,  texto firmado por Ernesto Calabuig.
Como en otros libros de esta autora, el erotismo y una sexualidad narrada con fuerza expresiva y sin tapujos se convierte en uno de los motores de la novela: los amantes masculinos y femeninos de la protagonista propician vivos capítulos en los que una encendida prosa poética corre sabiamente en paralelo. Ser modelo "comercial" en un país donde “todo conspira contra el mercado”, entraña toda una paradoja, y también ser negra y tener relaciones con blancos de clase bien, o frecuentar sus barrios: no tardarán en aparecer la obsesión identificatoria de las patrullas policiales (“Compañerita, ciudadana, identifíquese”) y las retenciones en comisaría.

Todo conspira para reintegrarla a un origen ancestral de matriarcados, ensalmos, recetas y cultos purificadores, donde se “reedita la historia” y pronto o tarde se cumple el destino de su raza. Un viaje a Francia supone sólo una escapada temporal. La figura de Philippe, viejo sesentayochista galo que hoy vive un burgués “socialismo sucrée” representa un encuentro con la pasión y el amor, pero también la crítica a las limitaciones de una generación que jugó levemente a cambiar el mundo guardando la ropa.

Hay aquí una rememoración de Las Habanas del pasado (la hermosa ciudad de Cabrera Infante, o la de aquella visita de Sartre y Beauvoir (con el fracaso posterior de sus predicciones de libertad y justicia)... “Parecíamos parte del mundo, pero era el momento definitorio en el que ser diferente tenía un precio que nos hizo únicos, sí, pero también nos alejó de todo ese Occidente asombrado por este experimento”. Cuba (“zoológico paternalista”) es el país que se critica, pero también el que se ama y añora, y el que Nina defiende ante la arrogancia de un “primer mundo” en el que no es oro todo lo que reluce. Las páginas de Marsella son en esto emblemáticas.
La cuarta parte del libro, con el retorno a la isla, presenta desmayos respecto a la intensidad de las páginas anteriores.

Regreso a mis palabras: estoy de acuerdo con que la novela presenta al final una especie de desgreño que hace pensar que la obra fue terminada sin madurar, aunque, hay que decirlo, la fuerza feroz de los acontecimientos que se cuentan, soslaya un final que parece más bien adaptado (pensado) para lo que sería una buena película hollywoodense que exaltaría tanto a la negra cimarrona como a un diplomático, un muy bien dotado stallion  norteamericano que hace saltar chispas del cuerpo de esta protohembra. Si antes mencioné Cumbres borrascosas,  en este final de reseña se me ocurre rememorar esos finales de las tragedias de Shakespeare en las que los destinos se deshacen en mareas de sangre.

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