Cuatro fábulas
julio 27, 2014
Amor imposible
EL SUEÑO DEL GATO
LA MUJER Y EL PINTOR
FÁBULA DEL MAR EN LOS OJOS
Anoche me enojé en mis sueños. Vi a una mujer que me impresionó
profundamente. Noté que yo también atraía su atención. Nos fuimos acercando los
dos sonrientes, los dos complacidos, los dos anticipando la gran revelación…
Súbitamente desperté. Me dio mucha rabia
el despertar dejándola ahí entre los velos del sueño. Supe que no la volvería a
ver jamás.
Una mujer soñó que
tiraba a un gato negro a un pozo y que se olvidaba de él. Seis semanas después
soñó (en el mismo sueño) que regresaba al pozo y veía en en fondo, al gato,
todavía vivo. El gato abría y cerraba el hocico, del cual no salía sonido
alguno. La mujer pensó que había sido en extremo inhumana y que era necesario hacer algo. Pensó que tenía dos
posibilidades. Tirarle una gran roca y aplastarlo, o meterse al pozo y sacar al
gato para dedicarse a cuidarlo hasta que se recuperara. Estaba en esta
encrucijada, cuando despertó. Por un instante pensó que había sido injusto
dejar el gato allá en el fondo, pero luego recordó que todo había sido un sueño
y que los gatos de sueños no sufren. Sin embargo durante todo el día la mujer
siguió pensando en el gato, sabiendo que de alguna manera se sentía culpable,
aunque no hubiera razón razonable alguna.
Cuando se acostó a dormir la noche
siguiente pensó en el gato y rogó para que retornara la pesadilla, en la que
estaba dispuesta a tomar alguna determinación con respecto al animal. No
obstante, esa noche no soñó con el gato. Ni la noche siguiente, ni la
siguiente. Y el sentimiento de culpa de la mujer crecía.
Al sexto día despertó con un dolor
de cabeza terrible. Supo que se iba a volver loca si no hacía algo. Entró a la
buhardilla donde su esposo yacía enfermo como siempre, abandonado ahora por la
decisión de su esposa. El hombre apenas si tuvo fuerzas para abrir los ojos.
Vio que su esposa se acercaba, que lo observaba con inexplicable expresión. Que
se sentaba al borde de la cama, le acariciaba la frente y luego, tras darle un
beso en la mejilla, colocaba sus manos sobre su cuello y presionaba hasta
hacerle extraviar el último aliento. La
mujer cerró dulcemente los ojos del cadáver de su esposo. Luego se acostó a su
lado y pudo dormir como no lo había hecho en los años que duró la enfermedad
del que ahora descansaba en santa paz.
Habiendo llegado a
la madurez de su vida y a la plenitud de su arte, un pintor quiso pintar
cuadros que sabía estaban en sus manos y en su imaginación. Serían cuadros diferentes
a todos los anteriores, semejantes sólo a sí mismos, sorprendentes de tan
sencillos y con profundidades que dejarían pasmados a los espectadores. Como si
en esos cuadros no estuviera representada la vida, sino el mismo significado de
la vida, como si esos cuadros no fueran la representación del mundo, sino el
mismo origen de todo. El pintor estuvo toda una semana ante el lienzo, con el
pincel en ristre y la paleta de los colores en la mano derecha. Durante siete
días llegó el anochecer sin que el pintor se atreviera a seleccionar un solo
color o a aventurar un triste trazo. Finalmente decidió abandonar la empresa y
consolarse con las figuraciones de la noche.
Los cuadros que habían salido de sus
manos eran agradables y a todo el mundo gustaban discretamente. Pero a él no.
Reconocía que en ellos faltaba algo. Llegó un momento en que comenzó a
aborrecerlos. Y tomó la decisión de destruirlos. Uno a uno fue cortando
paisajes como espejismos, criaturas delicadas, cielos de colores insólitos,
aguas que de tan prístinas invitaban a la santidad. Pero, ay, al pintor todo
aquel espectáculo de colores y formas le causaba repugnancia. Le parecía vacío
e inútil. Todo lo rompió, lo hizo trizas con silenciosa indiferencia.
Después de destruir sus cuadros y de
permanecer otro mes ante el lienzo vacío decidió hacer un viaje. Llevaría
consigo apenas lo básico para sobrevivir y la tranquila certeza de que en el
camino encontraría la respuesta a sus angustias. Tras varios meses de recorrer el país le tocó alojarse en un hotel
en medio del bosque y del silencio más impresionante. Se acostó cansado,
dispuesto a dormir. Apenas estaba vislumbrando los primeros bordes del sueño
comenzó a escuchar suspiros. Ay, ay, ay, suspiraba una mujer en la habitación
vecina. Conocedor del mundo, el pintor no le prestó atención al asunto. Se
metió bajo las cobijas y cerró los ojos. Durmió unos instantes y luego volvió a
escuchar ay, ay, ay. Se removió inquieto
y regreso al sueño.
A media noche volvió a despertar.
Los suspiros continuaban. Ay, ay, ay.
El pintor se sentó en la cama y
meditó. Aquello era algo poco usual. No había sufrimiento en aquellos suspiros,
tampoco pena, sino algo como un suave
gozo, como una añoranza o resignación por lo que no llegaba y un doloroso
deleite de sospechar que quizás llegara o quizás no.
El pintor sonrió y volvió a la cama.
La vida tiene sus pequeños msterios y hay que saber respetarlos. La curiosidad
puede matar el cuadro, pensó.
A las cinco de la mañana de nuevo
estuvo despierto. Los suspiros seguían. Ay, ay, ay.
El pintor, casi feliz, sabiéndose
irresponsable y con una arista de culpa, decidió develar el misterio. Buscó la
forma de observar lo que sucedía en el cuarto vecino. Con una navajita comenzó
a rascar suavemente la leve pared al mismo tiempo que los suspiros acompasados
como un batallón en marcha retumbaban en la catedral del bosque. Ay, ay, ay,
ráscale, ráscale, ráscale. Hasta que al fin pudo ver lo que ya había imaginado,
pero no comprendido.
Tendida sobre la cama había una
mujer, una mujer como cualquier otra, con sus bellezas inobjetables y sus
nimios defectos, pero que tenía en su rostro una expresión de espléndida felicidad, de paz, de gozo.
Al lado de ella estaba un hombre que
la acariciaba con la lengua (el hombre tenía las manos unidas tras su cuerpo,
mas no atadas, en un acto de voluntad que se le antojó al observador, heroico),
la acariciaba con una paciencia de gota sobre la piedra de los siglos, de ola
sobre la arena, de sombra bajo el árbol, la acariciaba con trazos levísimos y
lo hacía con tal minucia, que uno pensaría que no deseaba dejar nada al azar y
que del trabajo de aquel hombre dependía
no sólo el placer, sino la belleza y la vida de aquella criatura que yacía
sobre la cama suspirando.
A la mañana siguiente el pintor
decidió abandonar sus vacaciones y regresar al trabajo. Volvió a su estudio y
comenzó a pintar. Pintó exactamente lo mismo que había pintado antes del paseo,
pero ahora lo hizo con un esplendor asombroso.
Cuando le preguntaron su secreto, el
pintor no dijo ni una sola palabra. Solamente sonrió, mientras pensaba que la
vida tiene sus secretos y que hay que
saber respetarlos.
Un
hombre que era extranjero hasta de sí mismo se enamoró de una mujer extraña. Y
se lo dijo. Pero ella era una mujer muy solitaria, indiferente, con pájaros en
la cabeza. Si me quieres, le dijo, yo no sé si pueda quererte. Y, ¿cómo podré
convencerte de que me quieras?, preguntó el hombre. Yo no conozco el mar, dijo
la mujer, no conozco el bosque ni la selva. Sueño con orquídeas desde que las
oí mencionar. He vivido en mi casa desde que nací. No he ido más allá de los
límites de mi jardín.
En
los ojos de la mujer había algo semejante a una tristeza serena, a un
aburrimiento domesticado, a una desesperanza ya vieja y sin solución. Y, sin
embargo, como quien trata de pescar ballenas en el manantial del traspatio, se
atrevió a pedir: Llévame a ver el mar.
De acuerdo, dijo el hombre. Empaca y nos vamos.
Pero quiero ir a pie, desnuda y con una venda sobre los ojos.
No verás el camino.
Tú me guiarás.
Entonces no podrás ver el bosque y las selvas, no conocerás las
orquídeas. No gozarás al contemplar por primera vez el mar.
Quizás sí pueda verlos y conocerlos a través de tus ojos.
Y entonces, ¿me amarás?
Antes de quitarme la venda me describirás el mar. Luego, cuando yo lo vea
con mis propios ojos, sabré si puedo amarte o no.
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