Trapitos al sol: las intimidades de Fidel Castro
enero 03, 2016
“Siempre
ha pensado que morirse es hacer el ridículo”. Esta es la frase que más me ha
quedado resonando tras la lectura de Las palabras y los
muertos, novela de Amir Valle. ¿Qué va a suceder en Cuba cuando
Fidel muera? La respuesta la dará la historia. Que Cuba no se acabará cuando
Castro muera, es obvio; que lo que se ha llamado la revolución acabará, se
transformará, se adaptará, nadie lo sabe.
Las
intimidades de Fidel, de su hermano Raúl, de sus mujeres, hijos, parientes,
amigos, los chismes, las noticias, las triquiñuelas, el fusilamiento de
opositores y de quienes fueron sus aliados, los amores, las fidelidades e
infidelidades, la divinización del Jefe, el juicio de la historia y el de sus
contemporáneos: que si Fidel trabajó para la CIA y la KGB, que si fue un
gran nadador y un gran amante, que si mandó derribar una avioneta para eliminar
a su ex compañero Camilo Cienfuegos, que si ordenó hacer experimentos
biológicos que dejaron ciegos a varios soldados, que si dio instrucciones para
fabricar armas biológicas que se aplicarían en Estados Unidos… todos estos
infundios, noticias, verdades a medias o de bulto, leyendas o maledicencias,
son rememorados por Facundo, su sombra, su guardaespaldas, su confidente, el
que lo sabe todo y todo lo calla, “porque Fidel es un dios que compite con el
Dios de arriba y a veces lo supera”.
Amir
Valle, hoy residente en Berlín, fue parte del aparato cultural cubano, obtuvo
abundantes premios en su país; pero cuando uno de
sus libros incurrió en alguna crítica incómoda para el régimen, fue señalado
como disidente: tras uno de sus viajes literarios al extranjero, se le impidió
regresar. Consiguió el apoyo de una institución cultural, una beca, y se estableció
en Alemania. Con enormes dificultades logró sacar de Cuba a esposa e
hijos pero tuvo que dejar su patria y sus posesiones atrás. Y a partir de
entonces se estableció como uno de los mayores difusores de la cultura
hispanoamericana en Europa y uno de sus escritores más conocidos, vilipendiados
o alabados (según el que blandía la corona de laureles o el garrote).
Difícil
localizar Las palabras y los muertos en alguna casilla: novela
histórica, de anticipación, recopilación de secretos, de infundios, de
canalladas que son vox populi, collage de opiniones, colección bien organizada
de recortes de prensa… o inventario de animadversiones y celebraciones de
Facundo, el guardaespaldas, un guardaespaldas tan fiel, que carecía de otra
opinión que no fuera la de Fidel (al referirse a García Márquez dice era
evidente la admiración que Fidel profesaba a la obra de aquel hombrecillo de
voz aflautada cuyo servilismo tanto irritaba a Facundo).
La
novela no se puede leer como documento histórico porque carece de bibliografía,
tampoco se debe tomar como calumnia descarada contra Fidel y la revolución
(mucho de lo que se denuncia está fundamentado por otras fuentes, en general
personas reales, a las que se menciona con nombres propios).
La
novela de alguna manera obliga a suspender el juicio del lector, a la espera
del juicio de la historia. Un juicio que ni yo ni ningún contemporáneo podremos
ver por el inevitable carácter finito de nuestras existencias.
En
la historia real, la que en este momento está sucediendo, Fidel no ha
muerto; hoy gobierna su hermano Raúl. Fidel es ahora una especie de tótem. ¿Qué
sucederá cuando muera? ¿Se derrumbará el andamiaje de la llamada revolución? ¿O
se fortalecerá la revolución gracias al ascenso de Fidel al santoral?
Yo
personalmente no creo ni en la inteligencia de la historia ni en el sentido de
la historia. Hegel es (según mi limitada opinión) un ingenuo optimista. La
teleología es una forma de la teología. Lo mío es la exploración de la
intimidad. Allende el territorio de la literatura pienso que lo que hay es el
reino de la absoluta incertidumbre. La novela de Amir contribuye a que yo me
aferre con más deleite y tozudez a esta convicción.
No
dudo que habrá quienes celebren altamente esta novela, como lo hicieron dos
premios Nobel (Vargas Llosa y Herta Müller); habrá quienes la reprueben
acerbamente, no sólo por tantos secretos vergonzosos de Fidel y la revolución
que expone ante el mundo, sino por algunas características estilísticas que
considerarán poco finas.
De
lo que sí puedo dejar constancia es que la obra me ha sumergido por completo,
de manera absorbente, casi asfixiante, en un microcosmos cubano que sin duda es
modelo feroz de los laberintos a veces tortuosos y criminales a los que lleva
el poder absoluto.
Y
pienso que para quien ha estado tan cerca de tener el poder absoluto como Fidel
Castro, en efecto debe ser casi ridículo morir y pensar que ese reino de boato
secreto y capricho sobre todo un país ha de acabar algún día. No dudo que la
idea de la posibilidad de la eternidad ha de ser una obsesión para los que se
creen divinos, una obsesión mientras más persistente, más dolorosa. Más
dolorosa porque es del todo absurda. Para algunos la idea de la muerte puede
ser un consuelo, para otros un desconsuelo. Tal vez los estoicos hayan sido los
únicos para quienes la muerte les haya sido indiferente. Cada quien escoge o es
víctima de sus expectativas.
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