Cuentos interruptos

enero 27, 2008

EN ESTE MES DE FEBRERO ENCONTRARÁ LAS SIGUIENTES ENTRADAS:

CUENTOS INTERRUPTOS:
- (Las primeras páginas de todos los relatos de Cuentos para ANTES de hacer el amor, Editorial Educación y cultura, México, 2007) así como un cuento completo: "El masajito bayamés".
-Una vieja entrevista
-Un comentario a La hermosa vida (tercera novela de El libro de la vida, publicado por CONACULTA, Colección El Guardagujas, 2001, México).
-Una antología llamada El ojo en la sombra (Universidad Veracruzana, Colección Ficción, 2002) preparada por Peter Broad. Incluye una breve biografía y una selección de textos representativos de la obra de MT hasta el año 2000.


Fragmentos de Cuentos para ANTES de hacer el amor


A continuación el sufrido lector de este frenáptero blog encontrará las primeras páginas de los cuentos incluidos en el libro Cuentos para ANTES de hacer el amor (no confundir con Cuentos para DESPUÉS de hacer el amor). Como premio a los lectores más fieles, ofrezco el último cuento del libro, “El masajito bayamés”, completo. Cuentos para ANTES de hacer el amor está publicado en Editorial Educación y Cultura (ediciones@educaciónycultura.org), México, y en Plaza y Janés, Colombia.

OLOR A CUERO

Uf, exclamó Magia Blanca --María Teresa Fuentes, para los indiscre¬tos del registro de nacimientos y los amigos-- apoyando la espalda en la puerta cerrada. Este va a ser un fin de semana especial. Afuera quedaban Henrández de Avila y el mundo. Adentro la paz, los excesos domésticos e inofensivos, el cigarro, el whisky, la video, la soledad, el fin de semana sin teléfono, sin admiradores o galanes. Ya no hay hombres, pensó, sólo cerdos. Bah, se dijo Gabriel --Gabriel Pérez Pérez, simplemente--y lanzó la puerta contra el marco, no sirvo para una mínima mierda de mierda. A ver, hijo de bicicleta, una cosa que te haya salido bien en la vida, una sola, un billete grande, una alegría recordable, una hembra digna de habitar mis sueños de hambre. Se miró en el espejo, se pasó una mano por el pelo, se caló los anteojos oscuros, se ajustó la chamarra de cuero negro, el olor del cuero es básico, se dijo, es el olor del macho, del rudo, perra vida. Pero a Magia Blanca sí parecía haberle ido de maravillas: afortunada que quizás era: de niña, cantante exhibida en fiestas familiares, de adolescente repetida cansinamente en telenovelas nacionales, papeles secundarios que le sirvieron de escaparate, su larga y lacia, espejeante cabellera inolvidable, sus nalguitas de yeguita fina en curvatura sublime, sus pechos de paloma trocaz; de mujer, participa¬ción estelar en horario Triple "A" a cambio solamente de abandonar una terca, incomprensible virginidad en un lance vulgar con un productor que seguiría eternamente cobrando ese pecado original. Hernández de Avila, la mala sombra tutelar. Ja, se dijo Magia Blanca, por primera vez le puse la puerta en las nariz, que la noche se lo trague y lo vomite al otro lado del mundo. Lanzó sus zapatillas al aire. Una fue a estrellarse contra la araña del techo, donde quedó colgando.

EL LLAMADO DE LA BESTIA

Sí, dos veces nada más. ¿Quién te lo contó? La que está más fresca es la de ayer. Y no porque yo quisiera, sino simplemen¬te porque salí de la casa dispuesto a ver una buena película. Premiada en Cannes, nacional, curiosa¬men¬te. Tú no estabas, supongo que habías dejado a los niños en casa de mamá y decidiste visitar a Lolita. Cuando entré en la sala y vi las luces apagadas supe que te habías ido y que yo solo no podría soportar un hueco de dos horas sin hacer nada. Ni la música ni la televisión alcanzan a llenar el vacío que tú dejas. Tomé el periódico y lo abrí en la sección de espectácu¬los. Entre tanta piel brillante alcancé a vislumbrar un pequeño recuadro, unas palmas de olivo y un escudo. Ésta debe ser una buena película, me dije, lo malo es que el sitio no debe ser de primera si se anuncia en caracteres tan microscópi¬cos. ¡Sea por Dios!, esta soledad simplemente no puedo soportar¬la. El garage semivacío reafirmó mi necesidad de asistir a un buen espectácu¬lo. Puse el motor en marcha y busqué la direc¬ción en el mapa.


!Mi amado, las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amoroso!
Cántico Espiritual


Un enorme cacto, cuyas ramas, como de árbol, se exten¬dían a lado y lado de la barda. La piel de un verde casto apenas si podía tocarse, con mucho cuidado, introduciendo la mano de canto, entre las espinas largas, filosas y resistentes. Con un cuidado infini¬to, ayudado por el cuchillo de la cocina, fui limpiando la superficie. Al inicio fue difícil porque no existía espacio suficiente entre las espinas. Luego, después de sufrir varias punzadas, el espacio devastado fue creciendo hasta que ya no hubo mayor problema. La savia de un blanco lechoso hacía su aparición cuando arrancaba cada espina. La cicatrización duraba varios días y finalmente terminaba por integrarse el verde delicado, hasta hacer casi imperceptible la herida. Una vez que hube concluido la operación, pude acariciar sin riesgo la piel. Entonces, con el mismo cuchillo, dibujé un corazón, escribí mi nombre y dejé un espacio en blanco. Esperé. Una semana más tarde leí: Paty.

ARREPIENTETE PECADOR

¿Arrepentirse? ¿Por qué? Hace, hacía tanto tiempo que no participaba en este, cómo llamarlo, deporte, y eran tan violentas la soledad y el desamparo de cada noche al abrir la puerta de su casa, que bastaron sus palabras y menos copas de las disculpables, para que se entregara de lleno a sus escaramuzas. La acosó durante toda la noche, desde el instante en que le fue presentada y ese destello de simpatía irónica comenzó a iluminar una fiesta que se anunciaba diferente cuando dijo: No me sigas persiguiendo porque te vas arrepentir.
Estuvo tras ella aunque sospechara que todo iba a terminar en lo de cada noche, esa perspectiva de la sala donde todo seguía en el mismo sitio, intacto, deplorable. La siguió (y ella exigía ser seguida porque dejaba huellas, pistas, una esquina de mirada, en cada habitación) hasta los sitios indiscretos e hizo varios intentos de decírselo (decirle qué, no sabía, algo, carajo, no podía pasar así, tan impunemente como la sombra de un pájaro sobre el mar) pero terminó portándose de forma viciosa, echándose un trago despiadado, ya la perdí, diciéndose, ninguna mujer soporta tanta torpeza. Y, no obstante, volvía al acoso. Si estaba bailando con otros, lo que hacía de forma imprudente y demasiado magnánima para ser sincera, no dejaba de mirarla, de buscar aquello que de doméstico (doméstico en el más obsceno sentido de la palabra, pensó) tenían sus ojos violetas con iridiscencias pasmosas. Cambió de perspectiva varias veces tendiendo entre sus ojos y los de ella cables, canales, anzuelos, aferrándose, sin embargo, al vaso que misteriosamente aparecía lleno una y otra vez. Una especie de alegría paranoica le hacía suponer que todo era posible, es decir, propicio, casi inevitable.
Si ella se abrazaba demasiado cariñosamente al doctor Paniagua, si se abandonaba al ritmo pretenciosamente erótico del ponente de la tarde, si permitía que manos ajenas palparan su nuca y voces susurrantes le plantearan la misma urgencia, todo ello no era otra cosa que una enorme barricada para protegerse de lo que iba a suceder contra vienta y marea.
Su voz, por una insólita particularidad de la acústica (o tal vez a causa de una hipersensibilidad despertada por el ansia o el alcohol) le llegaba con nitidez. Increíble, pensó, que estuviera hablando sobre las categorías funcionalistas en el mismo instante en que un sátiro jugueteaba con un lóbulo de sus orejas.
Se acerca algo semejante a una mujer, mucha carne, coronada por un gorro frigio que no ha abandonado durante los siete días del congreso, le pide un cigarrillo y luego suelta un displiscente, ¿bailamos?
Bárbara o lo que queda de ella, una cabeza que sube y baja, aparece y desaparece entre el tumulto, sigue fingiendo que no existo, que no ha sucedido nada. Ahora ha cambiado de doctor. Se acomoda entre los brazos de un geniecillo de la UNAM y es fácil suponer que presume de haber escrito un libro sobre la crisis de la burguesía industrial.
Inédito claro esta, comentará Bárbara con esa aberrante superioridad de las mujeres que además de inteligentes son hermosas. Sí, inédito, responderá el doctorcillo, pero tengo ofertas de varias editoriales. O sea (pienso o pensé entonces, no sé): lleva cinco años de antesala y secretamente sabe que nunca se lo van a publicar. Mientras tanto vive pregonando el éxito de su proyecto.


LA MUJER Y EL ESPEJO

En el fondo, ¿qué es lo que amamos nosotros, los hombres,
en la mujer, sino que cuando se "dan", siempre dan también un espectáculo?
Nietzsche

Todo era allí diferente. Desde el patio central de cantera donde se levantaban tres absurdas columnas de granito rodeadas por una fuente colonial, hasta las habitaciones, en las que había un exceso de luz o un exceso de oscuridad, cortinas muy pesadas, colchones y almohadas extremadamente mullidas, rellenos de pluma de ganso, supongo. Cielorasos abovedados constituidos por ladrillos que iban formando círculos concéntricos cada vez más pequeños. Baños dignos de Pompeya, vasos y jarras de cristal de Bohemia. Espacios, ventanas, muros, cuidadosamente calculados para que la incidencia de la luz o la sombra crearan cuadros dignos de Velázquez a partir de las criaturas más vulgares. En la sala, rodeada por ventanales que daban a un jardín que parecía querer resumir la flora americana, bajo un gran vidrio, un entierro prehispánico, con huesos, puntas de obsidiana y cerámica prehispánica. Era notable que quien había diseñado la casa pensó hasta en el último detalle. Sin embargo sus designios, su intención no logré penetrarlos. La habitación que nos asignaron tenía un aire de santuario o de cárcel, rejas de hierro forjado, paredes muy anchas, candelabros de bronce. Las sábanas de un algodón delicadísimo, una alfombra de tejido suave en la que se hundían los pies, toallas de calidad insuperable. Todo parecía justo a la medida de alguien que no éramos ciertamente mi marido y yo. Lo que destacaba sobre todo era un anciano armario de cedro, de piso a techo, que tenía por puerta un espejo gigantesco, en el que se reflejaba casi toda la habitación. No conozco la razón por la que los espejos me ponen nerviosa, de alguna forma siento que me atrapan, que me atraen. Sé que la idea es de una vulgaridad vergonzosa, pero no puedo evitar sufrirla. No se trata de la simple vanidad que hace que me mire en mis largas soledades, pues, aunque soy bella sin escándalo, y algunos dicen que muy bella, no me ocupo demasiado de mí misma ni pierdo el tiempo maquillándome ni espero la fácil dicha en el elogio de los demás. Soy más bien sumaria en mis negocios con el espejo y con el arreglo personal. Como muchas mujeres, doy al amor mayor importancia que a cualquier otro aspecto de la relación personal. Amo a mi marido con una pasión que tal vez no alcance ese nombre y que se relaciona sobre todo con las felicidades domésticas, el tiempo compartido, el descanso de saber que cada noche yace a mi lado un hombre al que creo conocer y del que no me permito esperar nada deplorable. Me entrego a él con facilidad cuando durante el día he sentido que comparto una misión con él, cuando las cosas van bien en la casa, cuando sé que en mi marido hay un ingrediente que no podría hallar en nadie. Me abandono a él con resignación cuando mi humor no es propicio. Soy, por decirlo de alguna forma, disciplinada en el amor conyugal. Es algo como un apostolado, algo que tiene que ver con la familia, los hijos y la sospecha de Dios. Por eso me cuesta trabajo entrar en ánimo para hacer el amor cuando estoy fuera de casa y sin embargo, sé que me ruborizo al decir esto, es precisamente lejos de casa, en hoteles o lugares ajenos a los domésticos en los que me someto a los caprichos más extravagantes de mi esposo. O quizás deba decirlo, dejo salir de mi persona una permisividad absoluta, una capacidad insólita de provocar situaciones escabrosas o por lo menos desacostumbradas. Le pedí a mi marido que nos fuéramos del cuarto, que huyéramos, que regresáramos a casa. Patricio sonrió mirando de reojo el espejo. Vi en sus ojos esa expresión de maldad juguetona que le conozco cuando está tramando sus fechorías. ¿De verdad quieres irte?, dijo poniendo su mano en mi hombro y atrayéndome hacia él. No pude evitar ceder a su incitación y acerqué mi cuerpo, que se plegó al suyo con la facilidad y el placer del guante quirúrgico a la mano del cirujano. Patricio tomó mi nuca con poca delicadeza y cuando su boca se adhirió a la mía, sentí que yo era como un gran fruto en el que ese hombre goloso enterraba la boca. Patricio bajó su mano derecha por mi espalda, recorrió con ella mis vértebras una a una hasta llegar a la cintura, descendió hasta mis nalgas y enterró sus dedos con deleite, hundiendo mi falda de seda, mi combinación y mis interiores en la entrepierna. Sentí que perdía el aire, miré a mis espaldas el espejo. Vi su cuerpo y el mío como si fueran ajenos, imaginé una especie de batalla a la luz de una hoguera, había desesperación y deleite, rabia y amor, algo diabólico, inconfesable, en todo aquello, y sin embargo —pido perdón por la tontería que voy a decir— divino. ¿Estás segura que quieres irte?, preguntó de nuevo. Bajé los ojos y le dije que no. La verdad es que tengo unas ganas incomprensibles, inexplicables de quedarme. Por fortuna había muchas actividades previas a nuestro placer: unas compras, la asistencia a casa de amigos, un par de conferencias, una obra de teatro. En eso y otros asuntos más olvidables se nos fueron los primeros días, en los cuales se reiteró la pasión, de forma algo convencional. De todos modos mi esposo y yo sabíamos que ese espejo que nos miraba casi burlonamente estaba esperando el momento propicio para obligarnos a hacer lo que yo ni me atrevo a soñar, o que si sueño, luego pierdo en la piedad en el olvido. Una semana se disipó. Yo continuaba inerme, esperando con inquietud y emoción lo que tenía que pasar. Patricio seguía en sus actividades y no se percataba o fingía no hacerlo, de que el espejo nos estaba esperando, nos acechaba, con risueña paciencia. Llegué a imaginar que detrás del espejo estaba un indígena, que quizás fuera el guardián de la casa, una criatura displicente que disponía de una perseverancia de siglos y una curiosidad malsana. Imaginé que la casa ocultaba, en algún lugar, tal vez en el entierro indígena, la entrada a otro mundo, más sórdido y cercano a lo bestial, a lo que acaso en el fondo todos los seres humanos guardemos. A la octava noche, en la que los besos de mi marido me había inflamado hasta el extremo, le dije, tratando de sonar lo más natural posible, que por qué no nos acercábamos al espejo. Desnudos los dos nos arrimamos al fuego bruñido y frente a aquel enemigo nos volvimos a trenzar en un abrazo febril. Cuando tuve aliento para hacerlo, después de haber sentido el poder pleno de mi marido en las partes más evidentes, le dije sin dejar de mirar nuestro reflejo: Pídeme lo que quieras, amor, estoy dispuesta a hacerlo. Patricio se apartó ligeramente, contuvo el aliento, me miró a los ojos y preguntó ¿estás segura? Absolutamente segura, le dije, haré todo lo que quieras, me dejaré hacer lo que quieras, absolutamente todo. Y entonces lo pidió, eso que nunca me he atrevido a hacer

LAS MUJERES DE VIDEO

Mirándose al espejo después del baño Patricio recuerda a Diedre, a Nikki, a Roberta, a Nicoleta, a Serena. Son mujeres dóciles, nada problemáticas, atrevidas. Nunca se quejan. Están dispuestas a todo en cualquier momento. Catalina por el contrario se muestra cada vez más difícil, exigente y desidiosa.
-La verdad, querido -dijo la última vez que lo hicieron, en la casa de las columnas- las fiestecitas de amor me molestan. Son como empresas en las que que al final no tengo ni siquiera recompensa. Además hay cosas que no entiendo y que me preocupan.
Hubo un tiempo en que Catalina quería alcanzar las puertas del cielo cada dos o tres días. Y casi podía arañarlo. Llegó a tener orgasmos mortales que la dejaban llorando convulsivamente. O que la abandonaban en un limbo de temor al sospechar que nunca de nuevo iba a alcanzar semejante escándalo de dicha. Ahora, que han pasado los años y los ardores de las primicias, sabe que Patricio es débil y que sus entusiasmos son breves y apresurados, suficientes apenas para permitirle aspirar a paisajes de hojalata.
-Lo que pasa es que no aceptas con resignación que en cosas del amor el tiempo pasado siempre fue mejor.
Para Catalina toda razón es vana. Inútil es discutir con ella. Bueno sería hacerla desaparecer aplastando un botón. Desgraciada¬men¬te la realidad no funciona así. ¿La verdad? Ni Diedre ni Nikki ni Roberta ni ninguna de las demás tienen nada que enseñarle a Catalina, pues ella lo sabe todo y todo lo practica...cuando quiere.
Patricio se pasa la mano por la barba. De ayer a hoy las canas parecen haberse duplicado. Un doblez de piel que antes no había notado cuelga bajo su ojo derecho. Es oscuro y tiene puntos diminutos, parece un tentáculo que comienza a tomar posesión de su rostro, cada vez más anguloso. Las obras del tiempo y la corrosión de las horas secretas. Piensa en esos seres de doble personalidad, santos de día y demonios de noche. Intenta dibujar en el espejo una sonrisa de malo, de bestia sangrienta. Es una lástima que los espejos conocidos sean tan inofensivos. Sólo muestran las miserias del tiempo. Calma, no exageres, Patricio, lo que tienes es un viciecito, una cosa de nada, una dosis mínima de maldad, que no perjudica a nadie. Pero esas canas, esa arruga, en fin. Masajeó su rostro con energía, se peinó la barba. No está dispuesto a teñirla. Quiere envejecer orgullosamen¬te. Movió la cabeza a lado y lado, intentando aliviar la tensión.
Ninguna de las mujeres secretas de Patricio tiene complicación alguna. Detestan que se les hable de amor, ignoran las invitaciones a cenas con meseros de guantes blancos, mantel de lino bordado, vela en candelabro de plata y champaña, no son fértiles ni se vuelven locas cuando entran a un centro comercial. Ellas van a lo que van y terminan abrevando en la fuente más dulce, lamiendo, gozando, y de paso, dejan a Patricio en un remanso de paz, de lasitud.
Patricio en general duerme como un iluminado después de una sesión de excesos, pero en ocasiones se le aparece en sueños una criaturita femenina que quiere seguir con los deleites o un asesino de cabeza rapada que le dispara a quemarropa en el rostro. La verdad es que cuando Patricio decide recurrir a las damas de vídeo, lo hace después de largas abstinencias, cuando sabe que su esposa no estará disponible durante varios días. Es el pecadillo íntimo de Patricio, su medalla al mérito oculto, su condecoración. Escapar de la casa como un ladrón, llegar al vídeocentro y dirigirse desver¬gonzadamente a la sección triple X. Recorrer las películas una a una, estudiándolas con escrúpulo de comerciante. Le atraen particularmente dos tenden¬cias: las de mujeres exóticas (filipinas, tailandesas, africanas) y las de jovencitas. No olvida la que filmaron Nicoleta y Danusa en las islas Seychelles. Detesta las de perversiones sangrientas, bestialismo y homosexuales. Adora las que respetan el entorno ecológico y las que se ocupan con minuciosidad del beso francés.
La más reciente invitada que tuvo en casa (anoche, que Catalina durmió en el cuarto de la niña) fue Daniella Mariposa Triple X, una jovencita que se pasó toda la película encerrada en su habitación, con las manos entre las piernas, hablándole a la cámara, mientras miraba un sillón en el que imaginaba escenas. Daniella era una niña, tendría acaso 15 años, y sus ojos se redondeaban de pasmo cada vez que imaginaba ver en el sillón escenas escabrosas. Vio a una tailandesa, tan joven como ella misma, que se arqueaba a la manera de una serpiente enfurecida mientras un oriental extremadamente feo, le lamía con arte de orfebre una orquídea temblorosa. Vio a una rubia, también joven, de dientes separados, que repasaba con su lengua como un pincel, la verga grande y saludable de un patán musculoso. Se vio a sí misma en un abrazo inverso con una mujer sabia, que tañía su sexo como un arpa.


SUEÑOS DE UN BUEN CRISTIANO

Yo mismo abrí la puerta y volví a cerrarla antes que el viento y la lluvia convirtieran la sala en un paisaje de catástrofe. Le permití entrar por elemental compasión. Lo que vi podría haber sido cualquier cosa, pero nunca lo que resultaría ser, una criatura tan desquiciante, tan sutil y de alguna forma prescindible: un enorme pantalón como de payaso, un suéter gris-perro demasiado grande, la cabellera como una gran mano negra, brillante y salvaje, cubriéndole el rostro, la espalda y los ojos, unos ojos esquivos, movedizos. No supe cómo se le ocurrió a Catalina aceptarla en casa. Creí ver en ella una mirada torva, como de ave de rapiña. O tímida, humillada por la vida. A partir de ese instante fueron precisamente sus ojos los que me desconcertaron. Desde el primer momento se empeñó en trabajar mirando al mundo de manera oblicua, no por humildad, supongo, sino por recelo, y no quiso sentarse a comer sino que anduvo por toda la casa husmeando el terreno y tocando las cosas con desconfianza de ciego. No sabía leer ni hacer cuentas, pero sí cocinar lo básico, desollarse las manos lavando ropa y repetir con fidelidad de grabadora los mensajes. Por sus rasgos conjeturé que venía de Arauca o Caquetá, de un pueblo al que sólo llegaría la civilización como una sospecha. Tocó a nuestra puerta gracias a la recomendación de la agencia de turismo, la misma que nos tuvo en la casa de las columnas. No entiendo cómo fue que Catalina, que guarda tan extraña memoria de aquella casa y tantas sospechas de la famosa agencia, aceptó que trabajara en casa. Al segundo día le dijo a mi mujer que estaba incómoda, que no se hallaba. Tal vez porque su baño es de rejillas de madera y cuando está en menesteres íntimos se siente como inmersa en una pecera. El caso es que la niña no se ha bañado desde que llegó. Cuando se la invita a que coma, dice en voz baja que más tarde. Y si se le insiste, simplemente pone un poco de arroz en un plato y se lo come de pie. En su medio español dice: Así como yo y así me alimento mejor. Y uno piensa en un perro que alterna el comer y el mirar temeroso a su alrededor.
Ya tiene sus pechitos desarrollados y deben ser una imagen del cielo. Veo como levantan los tejidos de su suéter gris-perro y la imaginación se me llena de aire fresco observándola respirar. La casa por primera vez en muchos días está ordenada, aunque hay secciones en desorden, lo que es natural, siendo nuestra asistente doméstica apenas una niña.
Al tercer día de la llegada de la muchachita mi esposa y yo estuvimos deambulando por la casa hasta que dieron las diez, hora de dormir a los niños y de clausurar las rutinas domésticas. (Cada vez que cierro la puerta de la habitación conyugal imagino que abrimos paso a un territorio distinto, más libre y emocionante, en el que todo está santificado por la presencia de un Cristo que nos mira complaciente desde su cruz, también pienso que las depresiones, los fantasmas que visitan a Catalina, algún día desaparecerán y volveremos a ser los de antes). Nos despedimos de Atiú, le dimos nuevas cobijas y la mandamos a la cama. Nos acostamos, vimos el noticiero, mi esposa jugó con el control remoto hasta que propuso, durmámonos, y casi inmediatamente cumplió su propósito. Yo no pude. Mi cuerpo todo parecía un inmenso receptor, una cosa grande, gozosa, dolorida y despelleja que estaba al acecho de sonidos, olores, temblores, vibraciones, sombras. La saliva se condensaba en mi boca. De mi estómago ascendía un humor agridulce. No había ruidos en el cuarto de los niños ni en la biblioteca e incluso el perro, al que dejamos dentro de la casa cuando hace frío, no daba señas de estar despierto. La idea de hacer una excursión nocturna y pasar cerca de su habitación no me pareció nada prudente. Atiú estaba demasiado fresca en casa. Me desnudé, como de costumbre cuando veo que mi esposa está dormida, y me tendí a su lado para disfrutar del calor animal de su cuerpo. Me ceñí con fuerza a Catalina. No sé por qué me acogota la angustia cuando veo que ella se entrega al sueño y me deja como un náufrago en la orilla. A veces basta rodear con un brazo su cuello o abarcar su cintura o posar mis manos en la tersura de sus muslos para sentirme arrastrado, libre de expectativas, de ansias y debilidades. Pero no esa noche. El tic tac del reloj de péndulo me arrojaba de pared a pared, dejándome sangrante y sudoroso, en un entresueño de pesadillas, de las que salía a flote con la idea de que los ojos de Atiú acechaban en la oscuridad. Comencé el movimiento de salir de la cama para ir abajo a buscar un trago. Antes de que cerrara la puerta de la habitación conyugal, Catalina, que aun dormida conserva los buenos modales, me dijo no olvides ponerte la bata, recuerda que hay extraños. Y es que tengo la vieja costumbre de andar en paños menores por la casa cuando todos están dormidos. Me fui paso a pasito con la bata pesando sobre mi cuerpo. Estaba tan negra la noche que decidí cerrar los ojos y jugar a adivinar mi camino. Fui a la cocina y regresé al dormitorio con el trago y un cigarrillo iluminando mi paso. No me atreví a desviarme hacia la habitación de servicio. Mientras ascendía por las escaleras algo en mí comenzaba a rasgarse. Era como si el cuerpo tirara hacia abajo y el espíritu hacia arriba. O al revés. Para entonces ya serían las dos de la mañana. Cuando entré a la habitación, Catalina estaba fingiendo dormir. Lo supe porque al acercarme a ella, lanzó un suspiro que conozco bien, resignación, alivio o advertencia, no sé. Cayó en el anzuelo, me quitó el cigarrillo de la boca y le dio mejor uso a mis labios, mientras ella aspiraba el humo con largueza y apasionamiento. Escuché ruido de pasos acolchados y pensé que era el perro, ahora sí despierto, alertado por nuestros susurros y sin embargo, como de costumbre, discreto. Ya me había acostumbrado a encontrarlo tendido a la puerta del cuarto, con el hocico entre las patas, durante las vigilias de amor. Esa noche fue una de las que apunto en el calendario, Catalina estuvo más elocuente y osada que nunca. Uno de mis principios morales: no hay que llevar demasiado lejos la perversión con la esposa. El Cristo es testigo de que tengo sentido de los límites. Y así estuvo la molienda, alargada como de costumbre por Catalina hasta la exasperación y luego, cuando me tocó a mí el deleite, se ocupó con impiedad y me fue acabando muy pronto de modo que tuve que decirle que rápido me abriera las puertas y apenas llegué me pude descargar en ella en parte y en las sábanas el resto y Catalina se enfurruñó, dormimos espalda con espalda y al día siguiente ella, yo y los niños, todos llegamos tarde al trabajo y a la escuela. Cosas de la vida.

LA NOCHE DE AQUILES Y VIRGEN

Aquiles quiere todas las noches, antes de dormirse, un polvito no muy elaborado, apenas para dar fin a las reservas de vigilia que el trabajo en la oficina, las rutinas del café, los amigos y el periódico, no logran agotar. Su esposa, tres de cada cuatro noches, cansada e inapetente, derrotada por los afanes hogareños, la ansiedad de la espera y la tensión que suscitan en ella las telenovelas caprichosas e interminables, se derrumba sobre la cama, no sin haber cumplido con los rituales que el terco Mamuma se empeña en repetir antes de conciliar el sueño. Vestida a veces o con la pijama a medio camino, su cuerpo hecho una bella e inútil madeja, enternece y molesta, despierta al deseo y lo apaga con la inocencia de los indefensos. Lo que tiene de niña le salta entonces como un duende al rostro, allí se instala e ilumina la expresión sosegada y risueña de sus labios, los rasgos de muñeca vagamente oriental, las largas y densas pestañas, el pelo negrísimo felizmente desordenado en contraste con la palidez rosácea de las mejillas. La muy puta, piensa cariñosamente Aquiles, sabe desarmarme con su mejor pose. Peno no. No es ésa la mejor. Basta que abra los ojos para que la obra de arte de su rostro alcance la plenitud, el equilibrio magnífico, la turbadora belleza que no han logrado opacar los años ni soslayar la costumbre.
Una vez que coloca la cabeza en la almohada, basta contar hasta diez para saber que ya con Virgen no se puede tratar ningún asunto, menos que cualquier otro, el de aliviar a su esposo de las urgencias que le quitan el sueño. Y no es que a ella no le guste; al contrario, la apasiona, la divierte, es su mejor recuerdo y su más socorrida expectativa, la mantiene en movimiento y riseña en el tráfago sin fin del día: la radio a todo volumen, Virgen cantando sin respiro y casi sin público (no lo hace mal, imita asombrosamente bien a dos o tres baladistas, tiene un alto sentido del ritmo y un instinto diríase visceral para inventar coreografías de las que sólo el espejo, las paredes, los muebles y Mamuma son testigos), barre, arregla la casa, tiende las camas, va al mercado, regresa, mira el reloj, cocina, lava, revisa el guisado, plancha, todo ello sin olvidar por un instante lo que le tiene reservada la noche (si el sueño no la vence, si Mamuma cae antes de las nueve, si el espíritu o el humor o las ganas o el deseo son propicios). Virgen recuerda, planea, inventa, sonríe, gira sobre las puntas de los pies y sigue adelante: recoger los jugetes del brujo Mamuma, ordenar la ropa planchada, sacudir los muebles, entablar una lucha campal contra las pelusas que invaden la alfombra.
Y no sólo le apasiona como actividad romántica -para ella lo del polvito es únicamente subproducto del cariño, una parte prescindible e incluso antihigiénica del amor- sino que está dotada de las virtudes indispensables o acaso sólo del entusiasmo de la amante perfecta: hay en ella un extrañísimo equilibrio entre una ausencia de malicia, algo como una inocencia sin grietas, y una morbosidad minuciosa, extremista (Aquiles entiende que tal maridaje es absurdo, pero no tiene otra forma de explicar los comportamientos de su mujer), que la incita a pedir a su marido que prenda la luz de la lamparita y la obliga a querer rebasar todos los límites: siempre quiere esperar otro ratito, aplazar la solución inapelable y somera del alivio, y en sus transportes termina por echarlo a veces todo a perder. Aquiles, que no se concentra más allá de cierto umbral de tolerancia, comienza a pensar que debe levantarse temprano y llegar lúcido a la oficina para evitar confusiones, disputas, vergüenzas, y sin querer pero deseándolo grita con fingida pesadumbre su derrota, que ya viene el polvito, mija, y en un gemido, apúrte, y el veloz negocio del amor termina con un enfurruñamiento de Virgen, quien afortunadamente se duerme pronto, no tiene tiempo para protestar y al día siguiente perdona y olvida.
Nunca, nunca, ni en los tiempos del febril noviazgo (la conoció en la oficina, le gustaron sus ojos y el mohín de chiquilla con el que respondió a su sonrisa de cuarentón con debilidades, la invitó a cine, la besó en la primera esquina cómplice, la llevó a su casa, se hicieron polvito y un mes más tarde se casaron), cuando Virgen se escapaba de su casa para pasar los fines de semana encerrada en el desastroso apartamento de Aquiles, ha quedado satisfecha. Sus proyectos eróticos son alocados, sin medida, y las noches en que está dispuesta al goce, descansada y hecha toda ella un alboroto de perfumes y perifollos, dice que quiere ver la aurora después de haberse hecho polvito diez o doce veces. Ella supone que tal empresa es posible y estaría dispuesta a jurar que en los fecundos días previos al matrimonio, más que una hazaña, fue un hábito devastador y feliz.
Aquiles se dirige al baño, se lava los dientes -lo que es casi un vicio, a juzgar por la frecuencia y el cuidado con que lo hace-; se mira de frente y de perfil, menos movido por la vanidad que por el deseo de verificar los efectos del tiempo sobre un cutis que nunca ha sido benévolo; se da un duchazo de pájaro en la fuente, se aplica desodorante antes de secarse, hace ejercicios respiratorios y suspira.
Ya terminó la telenovela. Mamuma cayó con los primeros comerciales. Aquiles escucha allá a lo lejos -la estancia es una inexplicable sucesión de cuartos todos semejantes, separados por puertas, el baño queda al final del rústico laberinto- que Virgiia apaga la televisión. Las condiciones son inmejorables. Sólo falta que no la derrote el sueño, que llegue a la cama, como a un puerto, evitando los escollos de tantas labores que hay pendientes en la casa.
Aquiles, con el oído atento, avanza hacia la recámara. Va cerrando puertas y apagando luces. Entra en puntas de pies. Se pone la pijama. Una prenda poco erógena, sostiene Aquiles, a la que se ha resignado sin difilcultad, como se resignó a los diminutivos ridículos, a la misma pregunta repetida año tras año, noche a noche, a poner las cosas más o menos en su lugar e incluso a ir a misa para cumplir unas prácticas en las que dejó de creer cuando el cura de su parroquia le puso una mano en el alto muslo.
Virgen no le compró una pijama semejante por crueldad o mal gusto sino por una razón menos que inescrutable: ella concibe una pasión doméstica por las diferentes partes del cuerpo de su esposo, pero por sus piernas tiene una debilidad rayana en lo enfermizo. Verlas desnudas y abalanzarse a besarlas es a menudo parte del mismo impulso. Comprensible entonces es que Aquiles haya convertido su disfraz de nocturno boy-scout en pijama preferida o anzuelo.




LA HISTORIA COMPLETA DE RANITA

Fumaba un cigarrillo tras otro y los aplastaba contra el cenicero hasta dejarlo rebosante en menos de media hora. Súbitamente, y sin tranci¬sión, elevó la voz:
-Tengo problemas muy graves con Ranita. ¿No sé si te acuerdas de ella?
¡Como no recordar a la hija menor de Fernanda, Renata, a quien decían Ranita, cuando la vio crecer y la tuvo en su brazos hasta que se convirtió en la niña más hermosa de que tenga memoria!
Fernanda bajó la cabeza. Pren¬dió otro cigarrillo. Su voz se hizo más sosegada y nostalgio¬sa:
-Nunca olvido las conver¬saciones que tuvimos tú y yo. ¡Cuánta sabidu¬ría de la vida y del amor había en tus palabras!
La mujer estaba sudando. Su vestido, de tejido finísimo adherido al cuerpo, la hacía parecer un bicho sin clasificación alguna.
Eleuterio le ofreció un trago de White Horse, lo único que había en casa. Ella lo bebió de un tirón. Pareció animarse.
Le contó una larga historia de desdichas eróticas, muy dife¬rente a la que años antes había utilizado en sus pláti¬cas. No había forma de detener aquel aquelarre de desastres ínti¬mos. Fernanda tenía asida la botella y no mostraba in¬tención alguna de dejar¬la.
--Si supiera que debo repe¬tir esta vida, preferiría quedarmne el resto de la eter¬nidad en el infierno. No quiero que mi Renata sufra lo que yo sufrí.
Estaba llorando.
--Quiero que mi niña tenga una iniciación feliz a la vida amorosa y que entienda que el erotismo es algo agradable, limpio, sincero. No quiero que un bruto la convierta en su desaguadero y un esposo en su esclava--. Fer-nanda le puso una mano en el hombro a Eleuterio. Lo miró directamente a los ojos. No estaba ebria. Hablaba con plena conciencia.
--Quiero que un hombre como usted le sirva de maestro de la vida.
«Gracias, dios de los amo¬rosos», se dijo Eleuterio recordando el esplendor de Ranita a los diez e imaginan¬do lo que los años habían terminado de configurar en ella. ¿Cuántos años tendría ahora?
Había un obstáculo: una cosa eran las sanas intencio¬nes de la madre. Y tal vez otra, la autodeterminación de Ranita.
--Mi nena me ha dicho que desde pequeña se ha sentido atraída por ti. Yo no le he dado alas, pero tampoco la he reprimido. Sé que lee y tiene una gran capacidad para com¬prender las verda¬des sobre la vida y por ello sabe teórica¬mente todo lo que hay que saber sobre las relaciones entre los hombres y las muje¬res. Mi nena está sumida en una angus¬tia terrible. Quiere hacer el amor. Está desesperada por hacerlo. Y dice que aprovecha¬rá la primera oportunidad que tenga para cumplir su capricho. Conozco a los amigos de Renata y sé qué clase de per¬sonas son. Temo que algún torpe le arruine la vida a mi niña, como lo hizo su padre conmigo.
La mujer sacó la chequera. Eleuterio intentó protestar. Fernan¬da estaba llorando como sólo una vez en la vida se llora. Llenó el cheque.
--Llévela al mejor hotel que encuentre. Hágala feliz. Enséñele todo ¡Todo! No quiero que tenga sorpresas. Sé que puede enamo¬rar¬se de usted, pero confío en que sepa mane¬jar la situación.
Puso el cheque sobre la mesa. Su mirada se había acla¬rado. Quizás suponía que era trato hecho. Sonreía.
--No creo que sea suficien¬te.
--Tiene chequera abierta. Tómese el tiempo que quiera. No se detenga por dinero. Podré sacarle a mi ex-marido la cantidad que quiera.
La respiración de Eleuterio se había acelerado. Una canti¬dad de emocio¬nes informes luchaban por dominar su tribu¬lación. No sólo era el asunto del dinero sino el de los senti¬mientos y la dignidad. ¿Podría cobrarse un trabajo de esa espe¬cie? Sentía unas cos¬quillas deliciosas en el bajo vientre. Ah, la vida, gracias, se decía Eleute¬rio.
--Sólo lo aceptaría si parte de ella. Yo puedo ayudarla a caer, pero gradualmen-te, de modo que lleguemos a la cama por su voluntad y deseo.
--¿Cómo?
--¿Qué te parece si le doy trabajo como mi secretaria?
Dicho y hecho. Fernanda salió de la oficina dichosa.

El primer día Ranita se pre¬sentó a trabajar con una mini¬falda de mezcli¬lla, una blusa blanca a través de la cual se transparenta¬ban sus pechitos deliciosos sostenidos por un brasier de media copa. Su pelo estaba recogi¬do en una graciosa y arqueada cola de caballo, que descendía sobre su cuello blanquísimo, terri¬blemente atractivo. Saludó con los ojos bajos y la trompita parada.
Eleuterio la trató con fingida indiferencia. Con ello creía darle ánimo, seguridad. Al día siguiente vestía como monji¬ta. Se portó muy seria. Cum¬plió con su trabajo casi sin levantar los ojos. Antes de que saliera, Eleu¬terio la llamó:
--Estás trabajando muy bien --la tomó de un brazo, sintió su carne joven, exquisita. Le acarició una mejilla. En sus ojos había brillo orgulloso. No halló en ella malicia algu¬na.
Al siguiente día de trabajo llegó de nuevo con su minifal¬da. Traía el pelo suelto, e instalada en los labios una sonrisa que le heló la sangre al amoroso. A partir de enton-ces apareció cada mañana en la oficina con una innovación, a cual más osada, en su vestua¬rio. Un día fue un traje de escote violen¬to, agravado por un brasier que le elevaba los pechitos hasta el borde de la ignomi¬nia. Otro día una mini¬falda cruenta, con la que se paseaba por la oficina, insis¬tiendo en buscar papeles en un archivero que tanto ella como él sabían vacío. Otro día era un vestido de espalda descu¬bierta casi hasta la dichosa curvatura, combinado con una cola de caballo, que invita¬ban al salto del asno. Y auna¬do a esto la nena afectaba un cre¬ciente desapego, una frial¬dad, espeluznantes en una niña que se sabía y se quería des¬tinada al mejor sacrificio.
El lunes Ranita faltó a la oficina. Eleuterio fue a emborracharse a la cantina del Tío Mikey. La conclusión de la borrachera fue clara: estaba enamorado de su cliente. No había otra alternativa que abandonar el caso.
Esa noche Fernanda lo buscó directa¬mente en su casa:
--Creo que ya es demasia¬do tarde. Renata llegó a casa anoche en la madrugada y traía un olor sospechoso.
¡Me suicido! ¡Me suici¬do!, pensó Eleuterio, y dijo que no lo creía posible, que Ranita estaba actuando y que¬ría acelerar el asunto.
--Vamos a ayudarle --dijo Fernanda--. La obligaré a que venga con nosotros a una caba¬ñita que me presta un amigo en Chachalacas.
La idea de ir a la playa con Ranita le agradó, pero no la compañía de Fernanda.
--Ya sé lo que estás pen¬sando...El caso es que si no voy yo, no va Renatita.

Verla en vestido de baño le hizo caer en cuenta de que Ranita no era una mujer ni una niña sino una criatura en transición. Sus pechitos apenas estaban flo¬reando y parecían sonreírle bajo la playera que usaba sin brasier cada vez que se qui¬taba el vestido de baño moja¬do.
Fernanda cumplió con desaparecer casi todo el tiem¬po. Se perdía entre las dunas horas enteras, pero Eleuterio sabía que estaba cerca, acechando la iniciación de su hija. Por una casualidad provi¬dencial, en la que intervino la mano sonámbula de Eleuterio, el único vestido de baño de Ranita desapare¬ció la primera noche y ni ella ni su madre ni Eleuterio hallaron nada inconveniente en que la niña se bañara con una larga playe-ra.
Los rayos del sol caían como hachazos sobre las nucas. La playa estaba desierta hasta el límite del horizonte. Fer¬nanda dormía boca abajo. Ranita salía en ese instante del mar, con la playera ceñida al cuerpo, convertida en una segunda piel, aun más suge¬rente cuanto más falsa era. Eleuterio no podía apartar los ojos de aquella visión de belleza espantosa. La misma Ranita, cons¬ciente del poder de sus encantos sobre ese hombre febricitan¬te, se había puesto de pie frente a él y sonreía con esa sonrisa que días atrás le había convertido la sangre en horchata.
Tartamudeante, torpe, atropellado por el fragor de sus flujos enloquecidos, Eleuterio corrió a lanzarse al mar, nadó cien brazadas en territorio de tiburones, se liberó de su traje de baño e hizo el amor con las olas, que lo abandona¬ron en un sopor de paz, de vergüenza, de soledad.
Cuando regresó a la pla¬ya, convencido de haber apaga¬do su furor, Ranita estaba tendida sobre la arena, con la misma sonrisa que le helaba la sangre. Tenía la espalda desnuda, y era como si supiese, como si estuviera segura de que su cuerpo, su diabólico candor iban a vencer a los remordi¬mientos de Eleuterio. Todo ello le causaba, sin duda, un gozo supremo, uno de esos gozos que sólo pueden disfrutar los inocentes que están dispuestos a convertirse en perversos de tiempo completo.
Esa noche el calor fue una gran plancha que aplastaba a los seres humanos como cuca¬rachas, dejándolos con sus tripas y sus más ínfimas ape¬tencias pataleando avergonza¬das a plena luz. Ranita, que se había acostado al lado de su madre, se desnudó entre sueños. El profesional del amor pren¬dió un ciga¬rrillo y pudo verla, en la batalla campal de su adoles¬cencia, conver¬tida en la encarnación de la bestia de lujuria que amenazaba con tomar posesión de su organismo de ángel victorioso. La nena soñaba, y su sueño era tormen¬toso. Recorría con sus manos su cuerpo y buscaba los sitios del amor ausente. ¡Cómo sufre!, se dijo Eleuterio, consciente de su apostola-do. Y quiso ayudarla. Se acercó sigilosamente a su cuerpo, quiso acariciarlo, pero cuando sus manos se acer¬caban a ese torso de criatura inverosímil, Eleuterio vio que Ranita tenía los ojos abiertos y estaba sonriendo. Tenía en los labios esa sonrisa parali-zante.
Toda una semana pasaron en Chachalacas. Fue una semana de insomnio, de placeres ocul¬tos y solitarios, tanto de Ranita como de Eleuterio. Era algo difícil de explicar: Ranita tenía su ingredien¬te extraño, una carga negativa, un arcángel protector, lo que fuera. O acaso sencillamente la in¬fanta no estaba en las pági¬nas del libro erótico de Eleu¬terio Moon, el Doctor Amóribus. Había que aceptar¬lo y olvidar. Lo de la playa resultó un completo fracaso. Tanto Nanda, la madre, como Ranita, e in¬cluso Eleuterio Moon, enten¬dieron que no se podían torcer las líneas del destino, y que Ranita caería cuando ella, su cuerpo y las circunstancias estuvieran maduros.

LA HISTORIA DE SALLY RAMSEY

Sally Ramsey confesó muchas cosas que una canadiense —de Winnipeg, por añadidura — no habría confesado. Tres cervezas no justificaban tal osadía. El desencadenamiento de sus confidencias partió de las cicatrices que tenía en el dorso de su mano derecha.
Son el resultado de una pelea a puñetazos que tuve con un tipo que me echó nieve en la espalda, dijo.
Noté desde el principio que ella estableció una fácil confianza conmigo, sin que yo hubiera hecho esfuerzo alguno. Apenas conversé con ella en el estudio del poeta de Vancouver y no creo haber entrado en intimidad alguna. Supe que estaba recién llegada a Banff, medio en las nubes, sin amigos, acababa de terminar su maestría en la Universidad de Minnesotta y debía hacer un trabajo en el Centro de Artes de la localidad. La vi joven, demasiado joven, para quien se decía con maestría en flauta. Véngame a decir, imaginar los prodigios que una auténtica maestra en flauta, una celestial flautista del emperador, puede hacer con su boca, imaginar las largas horas de disciplina, aplicadas a una carne menos fría que la del duro metal, por Dios, sálvame de las debilidades de la imaginación. La piel tan tersa y acariciable como la de un oso polar, un rostro tan bello que parecía de inverosimil, sus anteojos caros y delicados y, sobre todo, unos gestos de inocente y tonta que daban ganas de comérsela gajo a gajo o agarrarla a bofetadas. Pobrecita, vino a hacer trabajos de maestría en Banff, sólo le quedan cien dólares libres a la semana y acaba de tomar otro trabajo, habita un cuarto en Cameron Hall, ahora está sola, pero otras dos camas le hacen pensar que pronto tendrá dos compañeras.
Bueno, las confesio¬nes fueron más allá, hasta el punto en que me contó el apodo que le pusieron en una fiesta: Cinderela, Cenicienta, porque dejó abandonado su brasier antes de partir. Pero cómo fue que se lo quitó, no lo explicó muy bien.
Hay una muy particular mezcla en la personalidad de Sally: por una parte su aspecto casi adolescente —le calcularía 18 años, cuando en realidad confesó o más que confesar lo dijo sin darle importancia, que tiene 24— y por otra parte su radical diferencia con la personalidad típica de las canadienses, que se muestran muy temerosas a los avances de los hombres: habla con absoluta sinceridad de sus sentimientos y de sus amores. Dijo haber tenido ocho relaciones largas, en general con hombres mayores que tienen conflictos con sus esposas. El más reciente de sus amores es un hombre casado que descubrió que su esposa estaba enamorada de otra mujer y que se había acostado con ella. Una historia bastante frecuente en Canadá de hoy y que puede verse con frecuencia en los Talk shows de la televisión. La idea de que solo una mujer puede entender a otra y darle el placer que necesita, es un lugar común que esgrimen no sólo las lesbianas, sino muchas otras mujeres que deciden contrariar sus naturalezas. Días más tarde yo iría a saber que algunas canadienses de hoy han hecho causa común contra los hombres y que muchas se entregan a los placeres de sus semejantes por una especie de decisión política. Hoy en día hombres y mujeres de norteamérica buscan vías retorcidas para el amor, pues el exceso de restricciones ha hecho verdaderamente peligroso cualquier acercamiento. Todo, hasta una mirada de honrada lujuria, puede ser motivo de denuncia por sexual harrasment.
Pero toda esa cháchara de restricciones sexuales poco tenía que ver con Polly Random.
"Soy muy ardiente, soy un volcán que duerme de día bajo el aspecto de una criaturita cándida y desorientada, si estuviera con mi novio lo tendría acabado, seco, destrozado, insomne, feliz y al borde del hospital". Bueno, un caso grave, ahora resulta que no puede dormir porque se acostumbró a hacerlo sobre el pecho de su amado. A cambio de eso, vive imaginando inmensidades con los hombres que le gustan y termina sus noches ya sea abrazada a su Teddy Bear o mansturbándose hasta el cansancio con su vibrador. Pero como no le bastan el Teddy Bear y el aparato, busca otras formas de gastar su energía, nada todas las mañanas en la piscina de Polly Borden, sale a escalar montañas, hace extenuantes excursiones en su bicicleta.
Fue ella la que dijo que estaba sola, la que me puso una cita en el Polly Borden y cerveza en mano me hizo sus confidencias. Nos despedimos en la intersección de su edificio y el mío, no le di ni un beso en la mejilla, solo la tomé del brazo y le pedí que me llamase cuando me necesitara. (En realidad yo no tenía mucho que hacer, tras haber terminado la novela y la conferencia de despedida. Todo se reducía a esperar el día de la partida, hacer maletas y mantener informada a mi esposa, que a cuatro mil kilómetros de distancia se ocupoaba de mantener en orden nuestrea casa). Diez minutos más tarde la llamé para preguntarle si había llegado bien a su cuarto y ella me dijo que iba a intentar dormir. Le respondí que yo iba a estar en mi estudio, escribiendo, lo que era, sin serlo, una invitación. Al final me dijo: "Hay algo que quieres decirme y no me dices". En efecto, no le dije nada, ni siquiera lo elemental, que la querría en mi habitación desnuda, que podríamos dormir juntos para que no estuviera tan sola, que no era necesario que hicieramos el amor. En lugar de decirle todo esto, me porté distante, jugando un poco al hipócrita o al difícil. Polly fue quien cortó la comunicación. Al día siguiente tendría que trabajar, adiós.

Me porté algo distante en los días siguientes. La verdad es que ya casi estoy a mano con la vida y en cuestión de mujeres mi curiosidad está más que satisfecha. Bueno, eso es lo que creo. Polly me llamó a mi habitación y al no encontrarme dejó un mensaje. Yo había partido para los glaciares de Columbia Británica. Al llegar escuché su mensaje. "Estoy aburrida y triste y pensé que podíamos encontrarnos para hablar".
Aunque estaba cansado, le puse una cita en el Polly Borden a las diez de la noche. Sally aceptó reunirse conmigo y continuó con sus
confidencias.
Noté que le apasiona la cerveza. La toma directamente del pico de la botella, tras verter gotas de limón en el líquido y untar sal, que coloca en la palma de su mano, en el pico. Se despachó cinco coronas mientras yo liquidaba sólo dos cervezas leves de las Montañas Rocosas. Dijo que una de sus diversiones en la Universidad de Minessota era recorrer los 13 bares malvadillos del pueblo. Y que en una de sus borracheras estuvo a punto de ser violada, pero que despertó a tiempo y puso al tipo fuera de combate con un puñetazo en la nariz.
Sally tiene relaciones tirantes con su madre, quien no soporta los amores de su hija, su bebita, la menor, que es una auténtica pequeña obra de arte, además de una geniecilla de la flatua, hija, eres una perla en su concha, no se por qué te rebajas a andar con semejantes individuos, cuando podrías casarte honradamente con un PhD de Harvard o Yale.
Sally detesta a su madre. Sería capaz de darle una cachetada cuando la escucha hablar del tema del matrimonio decente y provechoso.
Terminada la conversación, Sally fue a acostarse con su oso de peluche o con su aparatito de orgasmos. Yo me encaminé a mi estudio. Y a la una de la mañana pensé en ella: qué haría yo si de pronto se me aparece a esta hora, dispuesta a lo que sea. Creo que le diría simplemente querida, como tú sólo lo haces por amor y como yo no estoy dispuesto a consumar este asunto porque tengo compromisos serios, entre ellos un matrimonio estable, te propongo lo siguiente: desnudémonos cada quien por su lado y nos acariciamos cada quien por su lado e imaginamos todo lo que sea y así seremos felices sin tocarnos. Casi estoy seguro que estaría de acuerdo. Tenemos exactamente seis días para conocernos y luego cada quien a su silla. Aquí no hay futuro posible. Digamos que tú eres mi fantasía y yo la tuya y con ello nos basta. Yo termino mi trabajo en el Centro de Artes, tú acabas de ganar el dinero del verano, y adiós.
Sally, como cualquier mujer honrada, insiste en que no llega a asuntos del cuerpo si no está enamorada. Bravo, buena actitud. No me gusta hacer el amor con una mujer si no la puedo besar en la boca y en todo el cuerpo placenteramente. Soy como una mujer: si no hay amor y confianza prefiero las llamas de la soledad.
Estuve cerca de ella. La olí, miré su cuerpo. Todo intachable, todo en su sitio, una pequeña maravilla canadiese, carne fresca, como la de los elks que rodean mi estudio en primavera.
Tanto ella como yo coincidimos en que estamos experimentando un periodo de abstinencia, de ascetismo, después de una temporada de agitación sexual sin precedentes. (Mi esposa me acompañó durante los primeros quince días y a fe que hicimos un estropicio de amor como no lo habíamos hecho en años. Sally se separó de su amante hace apenas 10 días, después de una relación intensa que cree definitiva y perdurable). Pero, ay, quien habla de abstinencia no puede dejar de lamentarse.
Espero que esta noche Sally pueda dormir bien y que tenga felices y satisfactorios sueños. Yo sé que dormiré bien porque estoy cansado, aunque hoy, por primera vez en 20 días no hice ejercicio violento, como acostumbro.
Al día siguiente, por una poco extraña casualidad (en el Centro de las Artes de Banff las casualidades son cosa de todos los días), la encontré a la salida del comedor. Nos sentamos al sol. Me contó que no había podido dormir, lo que era previsible. Yo no sólo dormí, sino que tuve sueños placenteros que me aliviaron de las urgencias del cuerpo.
Quedamos de ir a pasear en bicicleta el sábado a las diez de la mañana. La encontré algo distante, me recordó su soledad, me reiteró su adhesión a su amante, se dijo cansada de tanto trabajar, comentó que no había tenido tiempo de estudiar flauta, estuvo suspirando continuamente, al tiempo que se despechaba dos bolsitas de frituras que sonaban en el teléfono como pasos en el bosque.
Y el sábado Sally llamó para decir que no iba al paseo en bicicleta, pues prefería dormir, de modo que supuse que aquí terminaba la historia. Pero el azar siguió reuniéndonos de manera bastante convencional: primero en una banca donde ella estaba tomando el sol y leyendo, luego en la lavandería donde coincidimos con nuestra ropa sucia, más tarde en el Polly Borden Hall, donde ella comenzó a trabajar como mesera, y finalmente en la calle. Decidimos darnos por vencidos: acordamos reunirnos para ver un partido de jockey juntos.
Solo viendo jockey y tomando cerveza puedes comenzar a entender a los canadienses, dijo.

En estos momentos estoy en mi estudio y tengo la tentación de llamarla y decirle: Sally, ¿ya estabas durmiendo? Sé que ella respondería. No, no puedo dormir, temo que voy a pasar otra noche de insomnio y yo le respondería, querida, no hagas las cosas difíciles, mira, haz minuciosamente lo que te voy a decir y te aseguro que vas a dormir como santita. Ella estaría de acuerdo y yo le diría. Mira, amor, mientras estabas contándome todas esas historias a lo largo del partido de jockey yo te estaba mirando las hermosas piernas y tú te ponías las manos sobre ellas y luego las separabas un poco, te reías y te inclinabas hacia mí y me ofrecías la visión de tus senos y yo estaba muy excitado y por eso te llamo ahora, porque sé que tú también estabas excitada y que no vas a poder dormir. Por eso quiero que te quites la blusa y te acaricies los pechos pensando que es mi mano la que se desliza bajo tu brasier, querida Cenicien¬ta, y te los acaricias suavemente, y luego te quitas el short y recorres tu vientre y bajas tu mano bajo tu pantaleta y piensas que es mi mano e imaginas que estoy a tu lado y ves crecer mi sexo en la bragueta y no puedes resistir la tentación y con tu pie me acaricias por encima del pantalón, y mientras tanto metes tu mano hasta recorrer tu sexo y luego tus nalgas y luego regresas a tu sexo y muy lentamente te acaricias el clítoris y piensas que son mis dedos los que te están acariciando muy suavemente, y que mis dedos toman tu clítoris y lo presionan con gentileza. ¿Estás haciendo lo que te digo? Y tú dirías que sí, ¿estas excitada? y tú dirías que sí, ahora te tiendes en la cama y te despojas de la pantaleta y dejas que el canto de tu mano recorra una y otra vez la hedidura de tu sexo y cierras los ojos y que tiendes tu mano desocupada hacia el centro de mi cuerpo y sientes como crece mi sexo en la bragueta, metes la mano y lo sacas, todavía con los ojos cerrados lo mides y lo sientes increíblemente grande y cálido y te acaricias, y me acaricias y todavía con los ojos cerrados pides que me acerque y lo recorres de arriba a abajo hasta sentir mis pelotas que están tensas y te sigues acariciando y te introdu¬ces un dedo, luego dos y piensas que es mi sexo y con la mano te aprietas muy duro hasta sentir que no puedes más y te dejas ir, hasta que explotas en tu propia mano y sientes un enorme alivio, mientras tienes el auricular muy cerca de ti y yo te digo mira, lo tengo en mi mano e imagino que es la tuya, Cenicienta, y sonríes y me dices gracias y te entregas al sueño.
Pero no la llamé. No la llamaré, simplemente me dedico a recordar el día de hoy y cómo se fueron encadenando las cosas hasta que terminamos en el bar, viendo el partido de hockey entre los Flyers de Detroit y los Pinguinos de Philadelphia. Tomamos un par de cervezas y luego dijiste tengo que irme, pero en lugar de hacerlo lo que hiciste fue pedir un paralizer, vodka y leche, y yo pedí lo mismo y te dije hay muchas preguntas que tengo que hacerte pero temo que te voy a ofender porque como eres canadiesne y está el asunto este del sexual harrasment, podrías denunciarme por conversación indiscreta. Nunca haría eso porque te tengo confianza, dijiste. Y casi con urgencia pediste que te hiciera la pregunta. ¿Cómo fue tu iniciación sexual? Sabía que para allá ibas, dijiste riendo, conozco esa miradita tuya, y sin transición comenzaste a decir que fue cuando tenías 18 años y una relación bastante larga con un muchacho de tu edad y que estabas ansiosa como una adolescente por saber cómo era eso de hacer el amor. Y fue en la casa de él, mientras los padres estaban en el segundo piso, se estuvieron besando y decidieron que era hora de hacerlo, pero tú estabas asustada y le dijiste que sólo lo harías si se ponía dos condones, uno sobre otro. Y Sally misma supervisó la operación. El se colocó encima de mí, buscó el sitio correcto y cuando lo hubo hallado, zaz, a fondo y ¡fin! Yo me dije a mí misma mientras miraba el techo: ¿Esto es todo? ¿En realidad esto es todo?
Luego de la confesión me percaté de que Sally estaba dispuesta a ir más allá, y le pregunté que cómo fue la primera vez que sintió verdadero placer y ella me contó que había sido con un hombre casado. Habían estado en una fiesta, ella era la única mujer despierta y los hombres la retaron a beber y ella aceptó pero nunca creyó haber perdido la conciencia. Días despues el hombre casado le preguntó con una mirada muy sospechosa que si se acordaba del platón de ensalada y ella dijo que no. Y él le contó que se habían quedado solos y que ella comenzó a alimentarlo con ensalada usando sus pies, tomaba la ensalada entre los dedos y se la ponía en la boca al tipo. Y Sally dijo: ¿Yo hice eso? Eso y más, contestó el hombre. No sabes qué gran talento tienes en los pies. ¿Por qué? Porque me acariciaste por horas y horas el sexo con los pies y me dejaste derrotado y luego te dormiste. ¿Yo hice eso?, preguntó Sally. Sí, hiciste eso y desde entonces no puedo dejar de pensar en ti. Tú hiciste eso por mí, ahora yo quiero hacer algo por ti, dijo el hombre casado. ¿Qué?, le pregunté. Dejame trabajarte un poco, confía en mí, dijo, y comenzó a acariciarme. Me desnudó lentamente y me estuvo acariciando como nadie lo ha hecho, por horas y horas, hasta que hicimos el amor y yo sentí un enorme placer, un placer como nunca lo he experimenta¬do.

EL HUMILDE WILLY EN CUBA

En un cabaret cubano comenzó la semana más inolvidable y terrible de mi vida, dice Willy. Le pido que siente su cuerpo de armario inamovible en la única silla sobreviviente e instale su calva pecosa bajo las luces de neón. Se pasa la mano por la cabeza sudorosa y arranca con entusiasmo de cumbiambero. Yo me arrellano en mi sillón, doy la espalda al panorama completo de las demás oficinas y me dispongo a escuchar.
Anduvimos de club nocturno en cabaret y de cabaret en bar de mala muerte metiendo ron habana, whisky, ginebra y hasta aguarrás, a mi costa, claro, dice Willy. Y yo imagino cuánto le habrá costado ahorrar cada peso. Y el Ribeira No Escritor me decía: Bueno, chico, cuál quieres. Basta que yo truene los dedos para que vengan contigo. Y como Willy no se atrevía a escoger, Ribeira Dos llamó a una negra relumbrante, una fiesta de mujer. Le colocó un dedo en la coronilla, la hizo girar y dijo: Esto es una mujer, chico. Si fuera coche sería uno de esos Packard dignos de Aristóteles Onassis. La negra se sentó al frente de Willy. Dos segundos después mi amigo comenzó a sentir que un pie de planta blanquísima le trajinaba las zonas sentimentales, mientras la negra hablaba del tamaño de todas las partes de Fidel. Chico, que la revolución no la hizo con el fusil sino con la tranca, decía y venga a vapulear las noblezas de Willy.
Pero antes de seguir con esta historia que podría ser cómica si no fuera patética y que sin duda es trágica porque involucra y parece humillar a todo un país, tengo que abandonar Cuba y regresar al momento en que Willy entró a mi oficina, muchos meses antes del viaje a la isla, con el pretexto de pegar un afiche en la pared. Todo eso desencadenó lo de la negra, Ribeira Uno y Dos, y sus consecuencias. Pidió permiso para pegar el afiche y se lo di sin molestarme en voltear a verlo. ¿Ya fuiste por tu café?, preguntó. Negué con la cabeza. La verdad es que yo no estaba muy interesado en entablar plática. Sabía que sería cosa de nunca acabar. Es el tipo de personas que pasan sin transición del saludo al chisme, de éste a una confidencia, de ella a un informe sobre el precio del dólar, luego a la evolución del clima o a la decadencia de las costumbres y así sucesivamente hasta que la víctima cierra los ojos y aguanta el chaparrón o simplemente lo manda al cuerno.
Tengo que decirlo: caí en la trampa de la ternura. Willy es tan indefenso, tan humilde sin razón (es doctor en derecho y sin embargo en la oficina se encarga de la correspondencia, prepara el café, lava las tazas si es necesario y se deja abusar con una generosidad sorprendente).
Le comenté que había leído el manuscrito del cubano (Ribeira Uno) y que lo había aprobado entusiastamente. Si el jefe no dice otra cosa lo vamos a publicar, le dije. Willy se puso las dos manos de simio sobre la cara rubicunda y pecosa. No lo puedo creer, dijo, y yo voy a ser el culpable de la felicidad de Ribeira, habré salvado por lo menos un alma de Cubita la bella.
A partir de ese punto el barco de Willy derivó hacia el Ribeira Escritor, lo que me interesaba un poco, pero no lo suficiente para abandonar mis rutinas. Luego enrumbó hacia su reciente viaje a Cuba y mencionó a una mulata. Entonces fue cuando me di cuenta de que Willy merecía que lo invitara a sentarse. Soy un sibarita que incluso de oídas disfruto de las mujeres, aunque sean ajenas o imaginadas.
Procedamos con orden. Por alguna extraña circunstancia en la que estaban involucrados el carácter samaritano de Willy y el comercio indiscreto con el correo de la editorial, nuestro amigo de pronto se convirtió en el receptor de una serie de paquetes bastante dignos de sospecha. Los curiosos vimos que Willy desenvolvía sus paquetes con aires de perro en su hueso y que le robaba tiempo a la editorial para redactar largísimas cartas, lo que hacía con inútil sigilo, pues el camino al baño pasa exactamente tras su escritorio y es inevitable enterarse de sus travesuras. Nuestro Willy tenía sus secretos, pero era servicial y por ello se le respetaba (aparentemente). Lo que nunca pudimos digerir fue que de alguna manera terminara por leer casi todas nuestras cartas, generalmente apelando al burdo expediente de que llegaban rotas. Creo que su costumbre era una forma modesta e insultante de vengarse de una vida lombricera.
Pasado el tiempo, Willy comenzó a prolongar sus escritos de perro en su hueso lo que nos hizo sospechar que la maldición había caído sobre él: una de cada cinco personas que llegan a trabajar a esta oficina, terminan dedicándose a la literatura, no sé si para bien o para mal. La verdad es que a nadie le importó ni le importaría, pues lo que menos le interesa al jefe o a los empleados es que alguien efectivamente trabaje. Ni aquí ni en ninguna parte de este país la gente quiere trabajar, sino llevarla suave y sufrir con los partidos de la selección nacional. Cumplir horarios, eso sí, siempre que se trate de personal de base. Willy cumplía horarios y además de hacer el café y llevar y traer cartas, amarrar paquetes y contar chistes sucios a las secretarias -con una inocencia bárbara, por supuesto- seguía dedicándose a lo que parecía un interminable comercio epistolar. Eso no alarmó a nadie. Más bien nos dio un respiro, pues Willy en lugar de incordiar con su cháchara se dedicaba a picotear en la Olympia ferrocarrilera con pasión de boxeador pobre. Pero luego, cuando vimos acumularse las hojas, comprendimos que aquello no podía ser simplemente una carta, sino que amenazaba con géneros mayores. Revisando su basurero en uno de los días de asueto, descubrí hojas de un texto hecho bola. Estaba escrito a mano sobre un papel francamente infame. Leí un par de líneas y llegué a la fácil conclusión de que Willy se dedicaba a pasar a máquina una novela que sin duda era ajena. De ahí a inferir que la obra objeto de tan sumisa transcripción era hechura de un cubano no hubo más que un paso: papel revolución, un par de expresiones, la mención de algunos sitios que conozco en La Habana, eran indicios suficientes. Durante varios meses vimos a Willy empeñado en su tarea y asistimos al instante en que él mismo se apersonó en la oficina del jefe, llevando en una mano una taza de café y en otra el manuscrito.
Entre disculpas y reverencias lo ofreció para su lectura. Es que, dijo titubeante, yo no sé nada de literatura pero me atrevo a pensar que aquí hay algo que puede ser un buen libro de cuentos y como he escuchado que en este país ya no hay escritores sino puros fariseos de la pluma o taxistas metidos a literatos, pensé que de pronto un cubano pudiera salvar el prestigio, de hum, la Editorial.
Arrastró con su palma prehistórica una a una las gotas que perlaban su calva sudorosa y colocó un mazo de hojas de color café con leche (más café que leche) verdaderamente amenazante sobre el escritorio del jefe. El jefe, que no tiene ni un ápice de sentido humanitario y que no conocía la historia completa del martirio de Willy, casi sin levantar la vista de los poemas que estaba fingiendo traducir, dijo:
-Tiene que hablar con la secretaria para que le dé tres copias del formato de solicitud.
Listo. Willy cerró la puerta con el manuscrito bajo el brazo. Se paró frente al escritorio de Yocasta. Colocó el mazo café con leche al lado de la computadora. No tuvo que decir una palabra pues en esta oficina tenemos un sistema acústico perfecto.
-Tiene que presentar tres copias perfectamente legibles del manuscrito, llenar tres formatos de la solicitud y que los firme el autor, luego esperar entre tres y cinco meses la respuesta.
Yocasta le extendió displicentemente los formatos y volvió a lo suyo: comer.


EL MASAJITO BAYAMÉS
(Reproducción completa)

Cualquiera hubiera pensado que aquí terminaba la historia gloriosa de Willy y que se reintegraría con modestia de santo a su caverna doméstica y a su escritorio cerca del baño, pero la realidad fue muy otra. Meses más tarde supe que Willy de alguna manera -que sin duda tenía que ver con sus comercios epistolares y sus coqueteos con las musas- había sido invitado como representante de la editorial a una especie de congreso de poesía en Villa Muelas, muy al sur de Cuba. Me enteré que estaba haciendo los preparativos y finalmente, cuando vi su escritorio vacío supe que iba por su segundo sueño. Pasaron diez días y de nuevo estuvo Willy en la editorial. Lo primero que hizo fue visitar mi cuchitril. Se instaló con todos los derechos en la silla de las visitas. Dos horas duró hablando y ni por un momento se me ocurrió pedirle que se retirara. Ahora Willy no era simplemente un oficinista, un doctor en derecho y un esposo abnegado con ocasionales deslices, sino que regresaba con un no sé qué de autoridad, una digamos (de forma provisional) aureola de elegido y un indudable don de la simpatía que vedaba cualquier humillación.
Llegando, me dijo, al mostrador del aeropuerto de La Habana, un militar de verde olivo buscó mi nombre en una computadora del año de upa y dijo, ah, usted es el colombiano. Entendí que decía El Colombiano con mayúsculas pero no supe si eran peyorativas o chingativas. Tiene reservación en el Hotel Playamar de Villa Muelas y será tratado de acuerdo a su rango.
Mi rango, me dije para mí, chiquitico, esto se pone (provisionalmente) bueno. Me presentarton a un negro (tirando a azul) de dos metros de altura con cara de niña y me dijeron mira, chico, este es tu niñero, tu guardaespaldas, va a estar contigo desde que el sol amanece hasta decir basta y sólo se separará de ti cuando tú te despidas de Cubita la Bella. Y así fue: el negro, que se llamaba Julia, así, Julia, estuvo a la orilla de la playa cuando la poeta Noe me quitó la ropa en Bayamo y me demostró lo que es fogosidad, estuvo a mi lado en la guagua flamígera cuando la rubia pequeñita me metió mano, custodió mi puerta cuando las dos poetas en blanco y negro me dieron la prueba de lo que es la pasión. El negro Julia estuvo conmigo cuando recibí los laureles y fue él quien me explicó la dimensión de mi triunfo y nunca, nunca sonrió ni me cerró un ojo ni me juzgó, simplemente estuvo ahí, como si la gente a mi alrededor fuera invisible y yo fuera, ni más ni menos, el rey de Mozambique.
Pues el negro Julia me acompañó al avión en el que partiría hacia Villa Muelas, se sentó a mi lado, con sus rostro de piedra y un pistolón que le llegaba a medio muslo. Súbitamente el avión comenzó a descender y el negro Julia dijo qué raro, si hasta Villa Caries son tres horas. Y es que, luego lo sabría, una autoridad de Varadero se había enterado que yo iba en el avión y decidió agasajarme, desviar la aeronave, casi secuestrándola, de modo que yo, este pobre leguleyo cargapaquetes pudiera tomar unas cervezas con el comandante de Varadero. Y al llegar escucho mi nombre, se solicita mi presencia en la Oficialía Mayor. Me toma un militar del brazo y allá voy aterrorizado.
Pero es que el avión me va a dejar, le digo, y el militar responde, no lo va a dejar porque aquí los aviones salen cuando mi comandante Mateo dice. Yo miro a mi niñero Julia y él asiente. De modo que llegué a la oficina de un combatiente de alto rango que me abrazó y me dijo tengo órdenes superiores de tratarlo bien. Y en la pista estaban casi cien personas encerrados en el avión esperando que el comandante terminara de hacer su gusto. Imagínate, qué barbaridad, el avión bajó en Varadero por capricho del comandante y estuvo allí dos horas detenido hasta que el individuo se dio por satisfecho y nos dejo salir.
Llegamos a Villa Muelas y allí fue Babel. Como primer acto fui presentado a la Poeta Reinante del Sur, Noelia. Dejé pasar el título y me dediqué a detallarla. Noelia. Fea, recontrafea, ultraespantosa, pero simpática y una verdadera estrella, una diva, toda una multitud de 300 poetas de todos los rumbos del Caribe había acudido a Villa Caries para escucharla, para tocarla, para sentir su respiración. Noelia era como la musa de la poesía, Erato, en carne viva y con ropa de batalla.
En cuanto la Poeta Reinante del Sur me vio, lanzó una carcajada de bruja mala y puso su garra sobre mi brillante cabecita. A partir de entonces me sentí coronado por el privilegio y el yugo de su cariño y todavía hoy, que me encuentro de nuevo en mis rutinas de miseria y a salvo de ella, pero en la trampa de los gritos de mi esposa y las protestas de la contadora de la oficina, en ocasiones me toco la calva para ver si todavía esta ahí la garra de terciopelo de Noelia.
La primera sesión del Congreso, dijo Willy medio encorvado y con una mano cubriendo sus hidalguías enfundadas en un pantalón de mezclilla, se celebró bajo un enorme árbol de mango "donde Fidel en el año de 1945 entregó el fusil y el mando de la zona a la guerrillera Carlota Peral". En torno al árbol se sentaron los 300 poetas, Noe y un mexicano, tu servidor. Mi sorpresa fue mayúscula cuando Noe me tomó de la mano como si yo fuera Carolina de Mónaco y me llevó a una especie de podio y dijo el eximio poeta colombiano Willy Báez nos hará el honor de inaugurar este congreso y yo qué decirte estaba asustado, no sabía qué decir ni que hacer hasta que columbré un acto que fue el siguiente: pedí un vasito jaibolero vacío, saqué una banderita colombiana, la puse en el vaso y dije que hoy era día de fiesta en mi país, 20 de julio, aniversario en el que se celebra la independencia del yugo realista, acontecimiento por el que que era para mí un doble honor el inaugurar un evento de tal trascendencia y el recordar a mi patria querida. Aplaudieron los 3OO poetas a rabiar y sonó un mariachi y a partir de entonces se rompió el turrón y comenzó, perdoname la palabra, la pisadera. Sí, es cierto que poetas y poetos leyeron sus poemas, que hubo fraternidad universal y la papa grande, pero el resto del tiempo era un ajetreo bárbaro y yo, señor mío, estuve en medio de aquel desgarriate.
Bajo el árbol de mango, sentados en el pasto, con 41 grados de tempratura, leyeron poemas 75 bardos en un solo día y aquello era un aplaudidero y en medio de todos Noe, que se encontraba a mi derecha y el lindo niñero de verde olivo a mi izquierda. A las dos de la tarde comimos un plato de arroz, !un plato de arroz!, tomamos cerveza roñosa y caliente y siguió la lid de los poetas. Yo estaba que me caía de sueño, sentado al frente de todos como si fuera un cuadro para una exposición o como si fuera el notario de aquel desastre poético, y cuando cerraba los ojos sentía el codo de Noelia en mis costillas. Chico, que esto es cosa seria. Me estaba derritiendo, me moría, me faltaba el aire, me deshidrataba, me subía y me bajaba la presión, y Noelia arriba colombianito, las patrias hermanas te llaman, Colombia y Cuba un solo corazón!, y vengan más poetas y más poetas con Fidel y la bandera y la patria y Bahía de Cochinos y grandes cantidades de arroz y cerveza y Noelia erguida sobre su cintura como una palma, con su pelambre de furia, y vengan más poetos y poetas con Fidel y la bandera y la patria y ríos de amor y de honesta lujuria, Bahía de Cochinos y grandes cantidades de arroz y cerveza y Dios!, todo tipo y laya de poetas. Y a las cuatro naufragé en las aguas del sueño, fui cayendo, me dijeron, en cámara lenta, de medio lado sobre las piernas de Julia, mi negro niño, caí dormido, y Noelia fue por una cerveza fría y ante el escándalo feliz de todos me enjuagó el rostro con ella y me desperté ante aquel congreso de locos y tuve que sonreír como Cuasimodo ante la horca y seguí muy atento a los poetos y poetas y a las seis de la tarde, con un bochorno de crematorio, ya estaba a punto de embolia y asesinato colectivo, me dije basta carajo, y me puse de pie y dije voy a dormir y Noelia me tomó del brazo y me dijo, no miamor esto no se hace. Miré a mi negro Julia y él, como una estatua de bronce bajo el sol, asintió: eso no se hace. De modo que volví a sentarme y siguió la poesía, kilómetros y kilómetros, años luz de poesía, no sé si buena o mala, y todos sudando como condenados pero con ojos de quinceañera y un escándalo de fiesta de rancho, como si estuvieran asistiendo al espectaculo de la venida del Señor y llovieran ángeles por los huecos del cielo. Y a las ocho de la noche, casi como arrebatado por una furia, me puse de pie y sin mirar a Noe o al negro Julia salí corriendo y me encerré en mi habitación y dije a descansar, hijo de mi madrecita santa, a dormir, respeta tus canas, Wilebardo Báez, recuerda que tienes hijos, una esposa, dignidad, un trabajo discreto, pero trabajo al fin y al cabo. La habitación una maravilla de ingenio tropical, con sala de bejucos, aire acondicionado natural, cama de diversos niveles, espejos de planos diversos, ventanas al mar. Llego, sin bañarme me tiro a la cama y me digo a la cuenta de tres voy a estar dormido. Ya llevaba dos cuando escucho el toc toc toc. Abro y veo la criaturita más linda del mundo: una rubia chiquita, muy joven, de rostro de angelito cachetón, que me dice colombianito, estaba preocupada por ti, tantas tensiones en un solo día y me dije qué puedo hacer por él y me respondí darle su masajito bayamés. Yo que apenas vislumbraba el mundo a la distancia tras las nubes de mi cansancio supe que se me estaba ofreciendo el cielo pero tuve que renunciar a él. Mira, le dije, estoy tan cansado, tan cansado que sería incapaz de levantar los párpados, cuantimenos otro músculo indispensable para los masajes de todo tipo. Es una lástima, dijo sin mostrarse ofendida, colombiano, pero ya sabes, amor, cuando se te ofrezca me llamo Lidiosaya y soy la del masaje bayamés, la-del-masaje-bayamés, así dices y como un genio de botella apareceré presto prestísimo.
Pues le cerré la puerta en la nariz a Lidiosaya, la visión del paraíso, me acosté a dormir, conté a hasta dos y lo siguiente fue que toc toc toc, estaban tocando a la puerta, miré el reloj, eran las ocho de la mañana. Ay perdoname, dijo Noelia Cimarrone, que tal era era su apelativo completo, ayer me porté como una verdadera bestia y te dejé solo, pero tú sabes chico la responsabilidad de ser la Reina Sostenedora de la Poesía de Villa Muelas, tuve que estar hasta las dos de la mañana cuando terminó de leer el Centauro del Soneto, Pedrarias Cleofas, y me fui directamente a mi cama, ay perdoname mi amor, pero apúrate que las nueve de la mañana tengo que abrir yo la sesión y no quiero que por nada del mundo te la pierdas. Le sugerí tímidamente que quería bañarme y ella dijo bien, chico, adelante, pero necesitaba que se retirara para desvestirme. Anda, niño, acelérate, dijo, y comenzó a quitarme la ropa, hasta el mero meollo, es decir, el calzoncillo, y yo pensando en el lindo niñero allá afuera, qué diría, pues me desnudó la reina, me empujó a la regadera y ahí estoy moviendo el culín cuando siento una mano recorriéndome la espalda, era Noe que se había desnudado y estaba a mi lado con estropajo y jabón restregándome con delirio de lavandera.
Me bañó, se bañó (sin consecuencias linfáticas) y a las nueve estuvimos bajo el árbol de mango, Noelia declamando su poesía. Hijo, aquello era el mismísimo Luzbel hembra cogiéndose a la castísima poesía que gritaba ay ay me duele pero me gusta, cada palabra suya parecía salir con lenguas de fuego, sangre e intestinos, flora y fauna del trópico, el puro esplendor barroco en la Zona Tórrida, y fue la apoteosis. Yo, te confieso, nunca había oído nada parecido. No se trataba de lo que decía, que podía ser convencional, sino de una expresión tan profunda como si ella misma estuviera inaugurando el lenguaje.
El negro lindo, al amparo de una cerverza, me dio fundamentos: cada año se reúnen los poetas del sur de Cuba y el Caribe y coronan a un rey o reina por aclamación y Noelia lleva diez años aferrada al cetro sin posible redención y sin sucesor en el horizonte, aunque oleadas de poetas vengan con talentos océanicos de todos los rumbos y nazcan y crezcan exuberantes, ella sigue inexpugnable como una estatua de sirena en medio de la turbamulta del mar. Naturalmente le pregunté al negro lindo si él también era poeta y me respondió con entera certeza: en Cuba todos somos poetas. Lo dijo luciendo el fulgor de sus ojos como una condecoración.
Terminado el espectáculo, Noelia regresó a mi lado y me dijo tenemos que salir un rato de aquí. Y así fue, pero antes estuve al pie del cañón escuchando a 150 poetas de todo pelaje y condición, uno tras otro, con el militar lindo de un lado y Noelia del otro. Y por la noche Noe me llevo a una caleta con diez palmeras, un arroyo partiendo el paisaje y dijo ufff. Ella me quitó la ropa, se desnudó y nos metimos al agua y allí fue Troya, Waterloo y la Batalla de Boyacá. Te juro que si antes la vi fea y recontrafea, ahora resultó Afrodita misma, que pasión, que frenesí, bajo una luna panzona, parecía que su consigna era acabar con mi columna vertebral, con mi lucidez y mi masculinidad, me cabalgaba entre las olas, me chupaba, me hacía tragar y vomitar agua salada, mientras Lindo en su uniforme verde oliva fumaba sin despegar los ojos soñadores de la luna, y estoy seguro que no le importaba un ardite lo que estaba sucediendo.
Regresando al hotel Noe me llevó a mi cuarto y me dijo espérate, cuando regresó traía sus maletas. Las deshizo, se instaló a sus anchas en la habitación y dale, a moler. A partir de ese instante, hasta el día venturoso en que puede despedirme de ella, tuve su zarpa de tigresa sobre la calva, y no me lo vas a creer, incluso así hubo otras moliendas.
Ya para el cuarto día todo el congreso estaba enterado de que el colombiano era propiedad de la Reina de la Poesía y a nadie le importaba. La verdad es que la marcación de Noe estaba comenzando a hastiarme y yo hacía todo lo posible para huir pero no podía.
No todo fue molienda. También hubo actos oficiales. Me llevaron a una comunidad y ¿qué crees? Me recibió el alcalde, me hizo inaugurar una bibliteca, yo no sabía qué decir y prometí una donación de 500 libros, el alcalde emocionado al instante decretó que a partir de entonces comenzarían a juntarse monedas y objetos de metal para hacerme una estatua. Lo juro, amigo, es cierto.
Luego me tocó regresar a Villa Caries en autobús, y ni te imaginas, esto es buenísimo. Que se llevan a Noe para atrás del vehículo, al que llamaban La Llamarada, porque no tenía ventilación ni aire acondicionado y no se podían abrir las ventanillas y me veo libre de Noelia, en el primer asiento del autobús La Llamarada, al lado de una rubia deliciosa, tan grande y tan bella como Claudia Schiffer, que era la encargada de vender los libros de los poetas, y para fortuna mía estábamos en un lugar estratégico, donde nadie nos podía ver sino el negro Lindo. Me puse nervioso, pero antes, espérate, que con ese calor de 40 grados y aquella lata de sardinas, los poetas comenzaron a quitarse la ropa y las chicas sus brasieres y quedaron con los pechos al aire y todos cantando, y yo volteaba y veía aquel paisaje de pechos divinos y podía casi sentir las gotas de sudor temblando en las puntas de los pezones y que de pronto siento una mano en mi muslo y es la rubia que se va tomando sus libertades mientras me decía, ay colombiano, es que te amo y sacaba mi aparato y le daba vuelo como güiro y yo muy nervioso pero nadie nos presataba atención, ni el conductor, un pelirojo dientón, y que me digo al diablo con mis moralismos pequeñoburgueses y que le paso el brazo sobre un hombro y le acaricio los pechos y la individua comenzó a gemir como marranita con cuchillo en yugular y grite y gima y yo asustado le quité la mano del sitio pertinente y ella me la tomó y la volvió a poner en su lugar y dale a gemir hasta que aulló como endemoniada y supe que la hembra había llegado a su gusto al tiempo que yo me deshacía levemente y nadie, mira, por esta cruz, se dio por enterado, ni el chofer, ni la señora con anteojos de colitas que estaba atrás y era una especie de sargenta, ni el negro Lindo que ocupaba él solo los dos asientos de al lado.
Eso pasó en la guagua llamada Llamarada y llegamos a Villa Muelas yo tan limpio como un gentleman porque la rubia había tenido el generoso e higiénico detalle de sacar un pañuelo colorado y recoger los escasos frutos de su esfuerzo. Llegando al hotel supe que sí había una persona que se había enterado del asunto y que estaba furibunda. Noe me tomó de la oreja, amiguito, me llevó a la habitación y como castigo, mientras me regañaba, me pegó la chupada del siglo. Ya para entonces ibamos para el quinto día de congreso y yo estaba convertido en una sombra. Seguían las lecturas de poetas, marejadas, oleadas, vientos huracanados de poetas telúricos, bíblicos, encomiásticos, escatológicos, metafísicos, hermenéuticos, horas y horas de poesía alucinada. Y la comida seguía siendo arroz y cervezas, nada más y todos estaban felices y se suponía que yo debía superar a los demás en felicidad. En sintesis, en siete días, no lo vas a creer, lo juro que no lo vas a creer, inauguré cuatro biblitecas y fui devorado por media docena de hembras que me abordaban en los pocos instantes en que Noe me dejaba solo. Ahora recuerdo: un par de hembras a las que llamé Blanco y Negro, por ser una mulata y una rubia, jóvenes y atléticas las dos, flexibles y bellas como odaliscas, se arrimaron mientras estaba en el bar, me pagaron dos cervezas y pideron el don de que yo escuchara sus poemas en privado, me llevaron a mi habitación y mientras una leía su "Oda a la Evolución de las Especies" la otra comenzaba el ajetreo, y querido, yo moralista, al borde de mis últimos alientos, tenía aquel harem para mi solito y nada más tuve tiempo de tender la mano y agarrar mi atadito de condones y adelante. La rubia misma fue quien dijo: en confianza miamor, yo te lo pongo. Y esas dos tipas, Blanco y Negro, me dieron una batalla sin cuartel hasta que Noelia tocó a la puerta y las dos hembras agarraron su ropa y salieron despavoridas por la ventana. Yo medio me di las mañas para vestirme y recibí la zarpa de Noelia sobre la calva y me resigné, pero luego supe que estaba en el infierno de la lujuria, un infierno que ni Dante habría imaginado, recé en mente un Padre Nuestro y me dije adelante, casi me pongo a llorar, y pensé que ya mi aparatito estaba muerto para siempre, pero asómbrate, lo que son las maravillas de la natural naturaleza, Noe hizo su danza de lluvia y allí estaba otra vez mi pendenciero corazón como asta para la bandera del amor y espada para la batalla del honor.
A veces yo sacaba la cabeza de aquel pantano de poesía y amor y me decía que nada es eterno, comenzaba a ver un puntito al final del camino, como una ventana de luz al fondo del túnel, desde donde me llamaban mi esposa y mis hijos y luego volvía a caer, cerveza, poesía y amor, arroz, cerveza, poesía y amor, me volvía a hundir hasta las rodillas, los hombros, la cabeza, sacaba la nariz nada más para respirar, y adelante y así hasta el infinito, como si estuviera nadando en un mar sin islas. Vino a salvarme la piedad del tiempo. Pasaron los siete días y llegó el cierre de aquella ordalía.
El último día a mí me tocó dar lectura al acta del jurado que nombraría a la Reina de Poesía del Sur 1995, y ¿quién crees que ganó? Noe, mi Noe, y todo el mundo gritó con enorme sorpresa y Noe saltó y recibió su premio de 500 pesos y a su vez dijo que había algo para mí y leyó el acta de un Concurso de Poesía Fantasma ¿y sabes quién fue el ganador? Yo!, amigo, yo, que no había leído públicamente ni un poema y era apenas el representante de una editorial universitaria puesto en un extraño trance que no acabo de explicarme. El público estuvo de acuerdo con este concurso de poesía fantasma pero quería pruebas de la calidad de mi literartura y comenzaron a gritar que lea, que lea, que lea y yo, lleno de pudor, porque amigo, ya sabes, no soy poeta, seamos sinceros, yo soy un pobre abogadillo metido a héroe por una situación rarísima, pues estuve negándome hasta que decidí sacar del bolsillo un recorte de El Espacio y leí mi cuento erótico para niños, por si no lo sabes, a veces escribo, y olvídate, amigo, aquello fue el recontrafin del mundo, todos tiraron el sombrero, las chicas sus brasieres, sujetadores les dicen, y el negro Lindo apenas sonrió, por primera vez sonrió y dijo, chico, que acabas de inventar un género literario y ya nadie te va a quitar el lugar. Tú, chico, y Cervantes de Saavedra compartirán pedestal en el olimpo de los dioses literarios.

Llegué al aeropuerto de La Habana con una línea de suero cuya botella sostenía la rubia Lidiosaya. No supe qué pasó con la Reina de la Poesía del Sur. El viaje lo hice casi en estado de coma y no conocí detalles sobre la despedida. Varias horas más tarde me vi en la aduana de Bogotá. Mi esposa me regañó exactamente durante tres horas y me hizo dormir en la sala. Por la mañana me levantó a las cinco. Me puso a lavar ropa, a preparar el desayuno, a lavar los platos y solamente después me dejó venir a la oficina. Y aquí estoy.
Aquí está mi amigo Willy Báez, pálido, flaco como un personaje del Greco, pero con una chispa de vida que antes no tenía.

Cinco días más tarde entra Willy a mi oficina con una taza de café humeante que pone sobre mi escritorio. Antes de partir dice:
-Yo me pregunto: ¿cómo será el famoso masajito bayamés?¿Tú crees que las intenciones de la primera visión, recuerdas, eran honradas? Tal vez yo tergiversé todo. No puedo dejar de pensar en eso.
¿Qué decirle al buen Willy? Nada. A mí sólo me queda esperar que haya un tercer viaje.

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