Descabezadero 24

junio 14, 2008

Descabezadero diario de un escritor 25

Misión del escritor y la historia de la Sietecolores

La misión del escritor consiste no solamente en escribir libros dignos de ser leídos, sino en presentarse ante los lectores y no lectores para cumplir con varios objetivos. El más importante de ellos es, quizá, motivar a los que lo escuchan a que lean, a que aprendan a disfrutar de esa otra riquísima sección de la realidad que es la literatura.

En general los escritores tienden a ser egoístas, vanidosos, y sacrifican la vida de los que lo rodean para alimentar su mundo, que no es otro que… su literatura. Ejemplo de ello fue Pushkin, el único genio ruso, a juicio de Ludmila Oulitskaia, novelista rusa reciente. Pushkin hizo de su existencia un desafuero total y abusó de su familia a extremos francamente criminales. Caso muy representativo es el de Tolstói, sobre quien ya he escrito en estas páginas. La vida familiar representaba para él un yugo que difícilmente podía soportar. Un poeta o un escritor son los peores compañeros de vida que se pueden encontrar.

Otro objetivo que persiguen los escritores al presentarse en público, es promover sus obras en busca de popularidad, que estimule la venta de sus libros y le permita vivir de su trabajo. Hay, claro, los misántropos, como Salinger, y los que después de haber conquistado el mundo huyen a recluirse de la adoración de sus fanáticos. Caso de García Márquez.

Un tercer objetivo sería recibir algún tipo de retroalimentación. Thomas Mann tenía la costumbre de leer sus libros completos a sus amigos, reuniéndolos en casas de campo. Costumbre que en la actualidad nadie comparte.

En general hacer presentaciones públicas me ha agradado y me ha alimentado. Recientemente me presenté en una pequeña casa de té llamada Alkimia, en Xalapa. La idea era hacer una lectura de un texto mío ante un grupo de adictos al te y a la literatura. Había llovido tanto que pensé en no cumplir el compromiso. A última hora me arropé y fui a la casa de te. Casa de te, foro para expresiones literarias, se llama el sitio. Se encuentra en González Ortega 20. Es una típica casa jalapeña, con grandes ventanas, techos altos, tejas y paredes muy anchas.

Se presentó también Martín Corona, que leyó un buen y largo cuento sobre las andanzas de un poeta por Lisboa. Leyó no sin darse sus aires de hippie tecnológico, directamente de su lap top, dramatizando, y ofreciendo al público su imagen de desheredado de la fortuna y cuentero epónimo. Además Marco Antonio Larios y Ángel Equihua, dos muchachos que ofrecieron muestras de su talento.

Yo hablé sobre mi eterno tema —mientras estoy escribiendo una novela no tengo otra obsesión, durante años y años, hasta que publico el texto—: la novela Historia de todas las cosas. Leí la historia de la prostituta recién llegada al pueblo a quien se apodó la Sietecolores. Les ofrezco unas líneas: _______________________________________

Historia de la Sietecolores. Y entre todas las prostitutas que llegaron al pueblo hubo una que en cuanto la vieron bajarse los amigos del Paticorvo Palomo, agresiva y dominante, del bus, pensaron que era nada menos que la Lorena Velázquez en carne, hueso y tacones de inconcebible altura: lucía piel de zorrillo morado (¡a los 41 grados centígrados de su triunfal llegada!), anteojos azules ahumados, vestido de Dolce y Gabana largo hasta los tobillos, ceñido al cuerpo como un pellejo de nutria y abierto a un lado de modo que dejaba entrever la punta del calzón color orinado, pañoleta verde olivo, piel blanquísima de lactante, piernilarga, cejijunta, patiabierta y cartera color pollito de granja. Naturalmente la ayudaron con el equipaje; ella les dijo merci bocú, pelaos y les preguntó que dónde quedaba el Restaurante de Pascual que porque se iba a hospedar allí ya que le habían dicho que era lo mejor en guaracha y danzón; apenas les dijo esto, los muchachos se dieron cuenta que se habían equivocado: la Velásquez jamás de los jamásmente jamás y nunca se hospedaría en ese antro, pero no podían echarse atrás, la llevaron hasta la puerta y ella tuvo la insolvencia de negarles propina diciéndoles chao bambinos y merci bocup otra vez, nos vemos por ái, manos. Ellos le respondieron ái nos vigilamos, resignándose a clasificarla entre las mujeres de poco celuloide y mucho combo y orquesta sin nada de enjundia. Se quedaron todos con las cabezas juntas espiándola. La vieron entrar, hablar con el villamuelino Pascual mientras alborotaba de piel de pájaros amazónicos con las manos de bailarina de flamenco, alejarse hacia la puerta del fondo (para mear, afirmó con poca fineza y guiñándoles un ojo...) y sonreírles antes de desaparecer.

A pesar de haber llegado con altas aspiraciones pronto se dio cuenta que la competencia era tenaz. Buscó trabajo en los sitios más refinados (la rechazaron en Los Pollitos por no ser rubia; corrió a teñirse el pelo y regresó disfrazada de tonta Marylin: la volvieron a rechazar por no ser rubia auténtica y por insultar y vulnerar la memoria de la santa patrona. ¿Conclusión? Todas las plazas estaban ocupadas y las solicitudes de plazas llenas; luego intentó pescar solapadamente en los bailes del Prado Bar y lo logró por algún tiempo haciéndose pasar por una turista francesa o italiana, en los dos casos libertina, que se alojaba en el mismo Motel El Prado y prefería hacer sus cochinadas al amparo del guayabal o donde el villamuelino; hacía sus levantes y se rendía a las suplicas de los galanes calenturientos después de mucho devaneo haciéndolos sentir tenorios exacerbados doblegando una presa que tenía todo el aspecto de ser caza mayor. Cuando fue conocida por la mayor parte de los braguetones, quienes comentaban el suceso deslumbrados y desplumados por sus argucias amatorias, comenzó a perder prestigio hasta que ya no la dejaban siquiera entrar a los Jueves del Prado Bar.

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