­

¿QUÉ LES PASA? Y DOS CAPÍTULOS DE MUESTRA DE LA HISTORIA DE TODAS LAS COSAS

agosto 04, 2009


¿POR QUÉ NO CAEN DE RODILLAS?

Estoy completamente sorprendido. A fines del año pasado Joaquín Díez-Canedo, mi gran ex-jefe, me dio la oportunidad de disponer de todo mi tiempo para corregir, en 15 días, las 580 páginas de mi Historia de todas las cosas.Me di un encerrón, lejos de la familia, en un apartamento a 50 metros de la Editorial de la Universidad Veracruzana. Dormía tres o cuatro horas y me levantaba como alucinado a meterme en el mundo de mi pueblo de San Isidro de El General. Nunca he sentido un apasionamiento tal, una sensación de absoluto poder sobre un material novelístico. Terminé mi trabajo. Lo di a leer a cinco personas: el mismo Joaquín, el novelista cubano Félix Luis Viera, mi amiga Liriam Marulanda, quien no escatimó ni el más encendido y ditirámbico elogio (ella que es tan cáustica); Armando Pinto, director de la revista Crítica, que leyó el texto ¡dos veces seguidas!; mi compañero Silverio, que le hizo una revisión ortográfica... Y todos coincidieron que la obra es COSA GRANDE. La envié a la agencia Carmen Balcells, que la rechazó tras leerla. (Hace varios años esa agencia fue dos veces mi representante y en las dos ocaciones terminamos distanciados). La envié al jefe de Planeta de México, que la rechazó sin leerla, con el argumento de que yo era un autor demasiado literiario, y que ellos publicaban algo más vendible. (Conservo la carta del jefe de Planeta, es de antología. No la publico por una esquinita de discreción que conservo muy en el fondo). La mandé a Silvia Meucci, de Italia, que no me ha dado respuesta alguna y a la agencia literaria española de Antonia Kerrigan, que tampoco ha respondido... No quiero hacer un berrinche. Sé que la novela es COSA GRANDE. Me sorprende que tantos tigres no hayan caído postrados a los pies de mi novela. No lo digo por vanagloria sino porque sé lo que vale la novela. La práctica de enviar mis obras a varias editoriales la considero completamente lícita. Hay ocasiones en que las editoriales tardan un año en responder y hay ocasiones en que no responden... (DESPUES SIGO... VOY A COMER)
Ya regresé. Tengo el convencimiento de que hay grandes posibilidades de publicarla en una magnífica editorial que no voy a mencionar. No estoy impaciente sino sorprendido. Les estoy poniendo en las manos no sólo una excelente novela sino una mina de oro. Y quien diga que MT es megalómano tiene toda la razón... Pero, ¿quién que haya hecho algo grande puede quedarse callado y posar de humilde? No yo, en todo caso. Soy como soy y si no fuera el que soy sería otro. Y estoy satisfecho de ser quien soy. No me ofusco ni me impaciento: a fines de año aparecerá El imperio de las mujeres. Cuentos EN LUGAR de hacer el amor y Maelsröm agujero negro. Estoy negociando mi nuevo libro de cuentos infantiles, Cuentos para la prinesa Mariann. Y me espera la corrección de mi novela grande, El sentido de la melancolía (1111 páginas a la fecha). ¿Qué más puedo pedir? Por lo pronto mi felicidad consiste en que a mis 60 años sigo jugando basquetbol como un adolescente. Aunque he de confesar que he tenido que combinar esa actividad con dos días semanales de natación, pues tengo una enfermedad que se llama condromalasia en las rodillas. El rector de la Universidad Veracruzana, Raúl Arias, y Ricardo Moreno Botello, ex rector de la Benemérita Universidad de Puebla, así como Peter Broad, especialista en mi obra, presentarán en la próxima Feria del Libro Universitario El imperio... ¿Qué más puedo pedir? Luz, más luz, como dijo un amigo muy conocido. (Y no me refiero a dinero, of course. Dinero, que me gusta pero del que puedo prescindir).
Y COMO NO ME GUSTA JURAR SU SANTO NOMBRE EN VANO, LES VOY A RECETAR TRES CAPÍTULOS DE MI HISTORIA DE TODAS LAS COSAS, "la mejor novela de los últimos 45 siglos", aclarando que todos los errores son a propósito y que ésta es una novela que se puede leer comenzando en cualquier capítulo y acabando donde al lector de le dé la pucha gana...
15. Primer suceso (para los aficionados a ellos): el Coro de las Doscientas Voces.

Un miércoles de tantos, la ciudad, entonces pueblo si hemos de ser ojetivos, se despertó a causa de un estruendo terrible, y muchos pensaron que al reloj de la catedral se le habían caído sus enormes contrapesos, y otros que la formidable piedra del Cerro de la Muerte por fin había perdido el equilibrio inestable que durante tantos años había mantenido desde que la vieron con incredulidad los primeros perseguidores de cerdos que iban a ser los descubridores de Valle de El General, y los demás pensaron que las profecías del padre Soto se habían cumplido y el hilo de agua cristalino que daba de beber a San Isidro se había convertido en un mar de sangre que a causa de los pecados venales se volcaba ahora sobre la intemperante Sodoma generaleña. Y no era tanto, simplemente que los siete taxis de la empresa Pedernera y Asociados habían sido contratados y sobre ellos se habían instalado los siete altoparlantes disponibles (entre ellos los del Liceo, la Alcaldía y, curiosamente, la iglesia) y a través de ellos, con músicas marciales entre las que destacaban la Marcha de Zacatecas y La Marsellesa, se anunciaba la presentación del Coro de las Doscientas Voces acompañado por la banda de los Hijos del Sol, además de la soprano Patty Claxon y el solista Bobby Roy. La curiosidad venció tanto a los del Barrio de Abajo como a los del Barrio de Arriba. Corriendo tras los taxis iba Californio el Simple marchando con paso de ganso y tratando de seguir con una hoja de bambú entre los labios los ritmos que anunciaban a semejantes saltimbanquis. Los negritos de Termidor se aliaron con los vagos del parque para alborotar la fiesta y no hubo nadie que no esperara con ansiedad lo anunciado con tanto bombo y estropicio auditivo. Y tal y como fue anunciado el jueves llegaron siete buses con escasos gringos monigotes y muchas gringas biches asomando por todas las ventanillas. Pocas veces se había visto un espectáculo tal en San Isidro. Ya el hecho de que llegaran siete buses juntos en lugar del acostumbrado Mercedes Benz de la Musoc era algo inconcebible y peligroso, pues podría ocasionar que el pueblo corriera el riesgo de perder el equilibrio gravitacional y que se despeñara hacia el Abismo de Isóceles, como afirmaba Patrocinio Aramburo recurriendo a uno de sus insondables inventos verbales (siete buses juntos llenos de gringos criminales es un exceso que ningún subsuelo podría soportar, dijo). Y de la misma forma que todos comentaron el miércoles por la noche el suceso anunciado, todos asistieron a la llegada de los buses el jueves y hasta se rumoró que por ahí andaba el misterioso Crisóstomo Reflejo, a quien ya se calificaba como importador de negros y otras enfermedades, y hubo algunos que durmieron en el parque para no perder un buen punto de observación. Y aquello fue digno de verse porque según testigos presenciales había animalones que medían casi los dos metros y muchachas de no más de quince años que parecían gigantas de circo y que tenían los pies tan grandes que el cuero de una vaca no hubiera bastado para cubrir sus pudibundeces o que podrían haber dormido de pie y portaban un escudito en el pecho que decía All you need is love. El resto también era exagerado.
Los extranjeros estuvieron a punto de no bajarse de los autobuses cuando vieron la multitud de latins juntos, y ni se fijaron en don Eutifrón que pretendía endilgarles un discurso, ni apreciaron la belleza de las Fernández que les ofrecían blancas rosas de paz y llaves simbólicas, ni agradecieron las promociones especiales de las chicas de Clementina:

Madre e hija en un solo paquete, perrito incluido.
Paradisium fornicorum: la experiencia inolvidable.


Ni entendieron los welcome blodybastars que los hijos de Vladimiro, siempre tan decentes, usaban con todos los primates para demostrar su erudición y buena cuna. Apenas pisaron tierra ajena, y a pesar de que las calles estaban bien barridas y regadas con agua de los caños y a pesar de que el polvo rojo estaba tranquilo, los tenis blancos y las babuchas y las chanclas se les ensuciaron, empezaron a balbucir tímidamente su español, amigou, decían a los chiquillos de Termidor, y se atrevían a rascarles las cabezas como diciendo, my god, nosotros también tenemos negritous en USA. Y los negritos se quedaban quietos, mimosos, como gatas en celo, creyendo tal vez haber descubierto un nuevo género de robustianos. Y a los gringos les llamó particularmente la atención la figura de Marilú, que sostenía a James Po en brazos, a pesar de que ya cumplía los diez años con su belleza de niño Dios en todo su esplendor. Y no pasó mucho tiempo sin que el sol de cuarenta grados y el viento insólitamente frío proveniente del Cerro de la Muerte se encargaran de echar el cuadro, que se antojaba idílico, a perder. Se levantó el polvo de las calles vecinas, especialmente de la Calle del Comercio, donde los judíos, albánicos, turcos y demás latrocínicos empecinados, se habían negado a cooperar regando, como acostumbraban, su porción de territorio, con un tarro amarrado al extremo de un bastón que les permitía sacar agua del caño y lanzarlo sobre el polvo rojo para aplacarlo. Comenzaron pues las toses y las maldiciones y los bullshit y los fuck y los hell y alguno pidió guáter, guáter ansiosamente. Pero como los que más entendían de los generaleños no entendían nada, lo que les ofrecieron fue un escusado de hueco. El primer primate que conoció un inodoro criollo se devolvió corriendo a contarle a sus compañeros quién sabe qué parábola, acaso que había descubierto un agujero maloliente que comunicaba con las grandes cloacas del mundo o incluso con el mismo infierno de Aligieri y los demás se arremolinaron en torno al aventurero y exclamaban ou, ou, poniendo ojos de coneja extranjera.
Se hospedaron, como todos los turistas célebres, en el Motel El Prado, lejos de los lupanares y laberintos de madera donde las niñas indecentes ejercían sus habilidades, y de allí partieron durante esos días osadas excursiones pertrechadas con cámaras fotográficas y chores y chanclas de jesuita, en los que se veían muy graciosos, como grandes micos de organillero los pocos hombres, y como elefantas de feria pobre, con cofias y faldas largas, que ocultaban todo el pernil, las mujeres. Con curiosidad de antropólogos observaron las costumbres de los latins y descubrieron varias cosas interesantes: que las burras, igual que las vacas, eran de doble propósito, leche y carne. Que los taparrabos habían pasado de moda hacía tiempo. Que para los isidreños, ellos, los gringos, no eran objeto de admiración, sino de curiosidad morbosa. Que las mujeres se vendían en las calles como cualquier producto.
Cuando fueron a buscar un supermarket no encontraron sino un bazar, un mare magnum, un revoltijo, una melé de frutas y latins, iguanas y pájaros bobos, hierbas y menjurjes, latins por todas partes, como una infección o como una peste incontrolable, mezclando sus cabezas con sandías, repollos de tamaño inconcebible, muñecas de mimbre, alcancías de barro con ávidas rendijas, folletos milagrosos, amuletos, compradores y vendedores de sangre, perros sarnosos, largos, obscenos y olorosos salchichones, tepezcluintles medrosos y xoloscuintles impúdicos, flores explosivas y carnívoras, serpientes para cazar ratones y ratones gigantescos para cazar gatos en celo que no dejaban dormir, trampas para aprisionar iguanas, bebedizos para subyugar mujeres castas, róscopos mazónicos, piedras magnéticas para curar el cáncer y la rubeola, frutas productoras de leche, de agua, de miel, de pan, de perfume, de buenos amores y entre tantas otras cosas los foráneos iban de ¡ou! en ¡ou! abriendo sus grandes manotas y sus ojos de pasmo, hallando frutas tan exilias que sometían a los incautos a su imperio y animales con un don de gentes tan severo que exigían fidelidad eterna, cuidados hasta la muerte y atención intensiva. Claro que para ellos las cosas fueron ligeramente más caras desde que Alisio les contó a los generaleños el portento del dólar diciéndoles que en el banco le habían dado doce pesos por uno de los verdes. Dólares, amigos, papelitos que tienen un señor del pelo largo pintado en un lado y un águila en el otro, dijo. Y así fue como el padre putativo de las monedas comenzó a hacer estragos en las mentes de los isidreños. Años más tarde, cuando llegaran los de Rallanger, Ropino and Rashville con su aparato de maquinarias de guerra contra la naturaleza y sus dinamitas contra el orden natural de la realidad, los generaleños habrían de recordar la primera locura que fue despertada por el olor de los dólares que trajeron los payasos del Coro de las Doscientas Voces.

Aquí fue el Loco quien suspendió la lectura de los cuadernillos.
—Coñazo, Mateo, que eso ya lo leí en otro libro donde está escrito con más gracia.
— ¡Y qué, balandrán, odre de mierda! Si yo quiero me quito los calzones como don Quijote y me paro de manos, con mis floridas vergüenzas al aire.
—Don Quijote no se quitó los calzones, perdulario.
—Pues si yo digo que se quitó los calzones… se quitó los calzones. En lo que escribo, señor orate, soy rey soberano, dios y el mundo se calla.


… después, ya en la civilización, o sea en la novelización, donde primero hacen los drenajes y las calles y luego las casas, darse aires de explicando a los resignados oyentes las maravillas de aquellas selváticas tierras, claro está, agregando alguna aventurilla con indios, flechas y pirañas, o con feroces guerrilleros, para no pecar de anacrónicos.
El viernes era el día fijado para la presentación. En el acondicionamiento de la Terraza Bailable se gastó más dinero del que habían visto junto los generaleños en un año. A los gringos les fue difícil conseguir el sitio del malvento porque sobre quien se prestara a los manejos de esos ateos pesaba la pena de excomunión fragante y de por vida hasta más allá de la muerte y el regreso, si es que tal hubiera. El padre Soto en su intervención del jueves (en San Isidro había dos celebraciones importantes ese día: los Jueves del Prado Bar y los Sermones Juevestinos, y en esa confrontación de poderes eran ni más ni menos que el infierno y el cielo los que se echaban las almas al naipe) ante las beatas y Californio el Simple con su hoja de rosa entre los labios interpretando la Toccata y fuga, fue terminante y aunque la medida era drástica, más peligroso aún era el que la comunidad cristiana se rindiera a las seducciones de los anticristos y las seductoras hechiceras de walpurguis disfrazadas de lolitas.
A Fermín Fano le importó un rábano, un pepino y un cohombro la amenaza, solterón ya desilusionado ante el fracaso categórico de la Terraza Bailable, en pleno centro, al lado del Cine de María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa, consideraba que había que jugar rudo e investigar por dónde masca la iguana y se rasca el tigre, se reía a mandíbula batiente de los doce capítulos del infierno que le habían pintado las lenguas agoreras. Ateo legítimo y convencido, sólo creía que no creía en nada, se decía materialista, pero era un materialista de malas, pues a pesar de haber concebido los proyectos más arriesgados en esos tiempos, siempre le fallaban, o terminaban como el grandioso salón de baile en el que se iba a presentar el Coro de las Doscientas Voces. Que en su inauguración pretendía ser un Prado Bar por lo alto y que, misteriosamente, el primer día, con la Sonora Matancera traída expresamente de Cuba tocando, con la élite de San Isidro bailando y la presencia del mismísimo presidente de la república, el excelentísimo Pepe Tacones Felgueres, se llenó de prostitutas que entraron en fila india y no hubo poder sobre la tierra que las expulsara porque los mismos integrantes de la Sonora, el Paticorvo Palomo, Californio y el orate de Benito von Chúber, neé Charriaga, se opusieron, aplaudieron la presencia de las niñas y fundaron una epifanía de amor universal, libre, explosivo, comunitario, que se manifestó en todos los rincones propicios de aquella extravagante edificación. Tenía la Terraza Bailable una pista de baile en la que cabía la población entera del pueblo. Y venga golpe de nalga, brillada de hebilla, rodillas en pie de tierra y la Sonora les dedicaba a las chiquillas del amor impune canción tras canción y a las futuras iniciadas también les recetaban sus ritmos y se turnaban los micrófonos y los instrumentos para participar negros lindos, mulatos y blanquitos, hasta chinos colados, en la algarabía, y fue la fiesta más grande que recuerden tanto la Musoc como Clementina La Más Fina y la dueña de Los Pollitos, y desde ese día ya ninguna dama que preciara de criatura digna y de limpias entrañas, volvió a entrar a La Terraza Bailable y a Fermín Fano no le quedó más remedio que dividir el salón en dos, instalar cuartos de batalla en la parte trasera, y ya cuando llegaron las Doscientas Voces el sitio comenzaba a oler mal, cerveza rancia, cuarto encerrado, orines de gato, papel higiénico perfumado por el amor perdulario.
Pero los gringos no parecieron darse cuenta de tanta jedentina, quizás porque el polvo rojo les había tapizado los tabiques, ventanas y paredes de los senos nasales.
El día escogido un parlante de ochenta megatones apagaba el sonido de las campanas vírgenes (agujereadas) que el sacristán suplente, Zaratustra Pereira, quien después viajaría a morir en Yugoeslavia, batía violentamente. No bastaron ni la cólera venerable del padre Soto ni la saña mística de Zaratustra, ni los rezos de las Julianitas de rodillas en el parque, ni los gritos histéricos de María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa desde la taquilla de su sala cinematográfica, para alejar a la gente que seguía afluyendo a pararse cerca de la Terraza Bailable de Fermín Fano. Gentes y gentecillas se acercaban tímidamente por el lado del Cine Paladín aunque supieran que el fidelísimo bibliotecario de las Julianitas se estaba desmembrando asido a la cuerda de la campana mayor (la virgen defenestrada) y que el abnegado párroco se estaba retorciendo las manos y tronando los dedos. No bastó ni eso ni la aparición súbita del padre Soto con una libreta para acoger los nombres de los que se atrevieran a entrar donde los herejes y sí fue suficiente el estruendo del magnetófono para echar a perder las funciones en el Paladín y en el Cine Arelys, para deshilvanar el ritmo de los bailarines en el Prado Bar, desbaratar el entrepierne apache en el Bar Tico, desconcertar las tramadas carambolas en el Billar Montecarlo, impedir el sueño de las disciplinadas gallinas y las beatas sempiternas, quitar todo romanticismo a los practicantes tempranos del peristaltismo horizontal. Quisiéranlo o no, todos conocieron la presencia del Coro de las Doscientas Voces en San Isidro de El General.
Los isidreños, que se caracterizan precisamente por los bochincheros, no se amilanaron ante el representante de la justicia divina. Los anuncios de prodigios artísticos y de lotes en el cielo con fáciles mensualidades, agregados a promociones especiales que ofrecían paz espiritual, consejos íntimos y sugerencias para triunfar en los negocios, el amor y la marrullería, atrajeron a más de diez mil personas, cuando en San Isidro sólo había cinco mil, contando a los negros y a los tontos y a tres enanos recién aportados a la fauna por el alcalde Eutifrón. Sin embargo sólo diez calvinos se atrevieron a entrar. Los demás se quedaron en el parque, frente a la Terraza, arguyendo las explicaciones más peregrinas: que estaban mirando las estrellas, esperando el definitivo desgajarse de la Gran Piedra del Cerro de la Muerte, que esa noche precisamente era la anunciada invasión de los chanchos salvajes que sólo iban a respetar el parque. Cuando los convencionalistas se convencieron (después alguien resultó con la historia de que aquello era una convención, como las que celebran los partidos políticos y los vendedores de productos de belleza infalibles, con el objetivo de convencer a los que ya están convencidos) de que era imposible atraer más borricos, jumentos, asnos, coribantes, frenolitos, sicofantes, rinocerópteros y saúdes, empezó la función.
El primer golpe salvaje que dieron todos con bombos, platillos, gargantas, trompetas y demás instrumentos raros, fue como una explosión de gas que hizo que la multitud se echara violentamente hacia atrás e incluso el Mudo Animal, aquí presente, más sordo que la sordera misma y que un piano en un desierto, tuvo que ponerse las manos en los oídos. En cuanto la onda sonora llegó a Benito von Chúber, en trance de tener segundo acceso a su laguna soñada, pegó un brinco montesco que hizo correr la tinta sobre la partitura y olvidar el resto de la frase…

Soñando voy con mis cantos
No hay consuelo para mí


Se le atragantaron las campanitas del cerebro y se le anudó una cuerda con la pituitaria y se le estranguló el esteroeocleidomastoideo, la solfa cambió de tono, se puso de pie tirando las cosas al suelo y salió del espeso cuchitril en el que se encerraba a componer el mundo en disciplinadas armonías. Sin haber podido terminar la partitura que lo haría famoso comenzó a sentir que su tristeza era más perniciosa que el amor correspondido.
Capítulo 16. El gremio del Paticorvo Palomo, la Momia Azteca y el Enmascarado de Plata.

Los vagos por naturaleza, vocación o necesidad encontraron en el Palomo un magnífico fabricante de ilusiones, embelecos y diversiones. Palomo era uno de los tantos hijos que Robustiano había sembrado en los vientres de las prostitutas, sus amadas mujeres, una semanal como si fuera medicina dosificada. El Paticorvo no se avergonzaba de su progenitora, antes por el contrario, casi cruelmente, acostumbraba llamar la atención a sus amigos, cuando su madre, la muy trajinada Musoc, atravesaba el parque seguida muy de cerca por su gigantesco abdomen y la figura siempre jactanciosa e insolente de la niña Violeta, y alababa aquella cabeza piojosa y semicalva, las piernas varicosas y flojas, la lengua rica en expresiones de las más castizas y todos aquellos atributos que por mucho tiempo tuvieron alta cotización en el mercado burdelario de San Isidro de El General.
Siguiendo la vieja costumbre espartana…

Antes de seguir adelante, Mateo: ¿me puedes explicar cómo es posible que una mujer sea seguida muy de cerca por su gigantesco abdomen? Fácil, amigo, respondió el litorate, en la tramoya literaria todo se puede, hasta lo que no se puede.

… contaba el Palomo, la Musoc lo alimentó hasta que cumplió los nueve años. Cuando hubo llegado a ese punto en que ya asoman tres pelos so baco, lo puso de patitas en la calle y le dijo hombre naciste y por hombre te fuiste, andá a buscar vida ajena que yo ya me aburrí de tu cara de pistola y tu pie mancuernado, si querés preguntá por Robustiano sargento de policía y decíle que si se acuerda que me llevó al río a juerzas cuando yo estaba enterita y sin estreno y no me pagó ni la avería de la cuca, que me tuvo en clausura un mes. Que te busque, Palomo mío, oficio o te dé sustento, malparidito hijo de mis entrañas. Punto final.
Y allá fue el patizambo, calle abajo, por la que sería Carretera Panamericana años después. Con su pie varo y su atado de tiliches, llegó a la Inspección y desde su estatura de homúnculo mal hecho le exigió a su padre protección y ayuda. Robustiano lo midió a cuartas y jemes de pies a cabeza, rodeó con sus dedos de butifarra aquellos bracitos palilludos, investigó como a caballo su dentadura, le pasó las manos por el pelo tan lacio como un lago en calma y concluyó que le querían meter gato por liebre, entonces le respondió:
—Andá decíle a tu puta madre que es muy cierto que la recosté contra un árbol por el guayabal del río, pero que si yo te hubiera sembrado a vos, tendríamos aquí un tronco donde se rasca el tigre o un hacha que corta el tronco o una hoguera que funde el hacha, y no una boñiga mal envuelta. Ah, y decíle que haga memoria de si no se enyogó en ese tiempo con un tuberculoso, un palúdico, o por lo menos con Rey David, a quien nadie le gana en fabricar musarañas. O con el Doctor Tremens, que ya debe tener averiado el aparato de los gustos y los disgustos.
De modo que el Palomo se llegó de nuevo a la casa de su muy heterogénea madre, por el Barrio del Liceo, dando la vuelta a la izquierda antes de entrar a la Panamericana, golpeó a la puerta y oyó a la Violeta, años después La Malandra Nucamendi, su única hermana, hija de un incógnito polvo baratón, gritar: Mamá, que el Palomo no quiere irse de la casa. Escuchó un bufido, un ruido metálico, y, conociendo a su mutter, puso pies en polvorosa y tomó las de villadiego y se mandó esfumar. El engendro diabólico (nunca hubo en los anales del hembrerío generaleño imagen más espantosa: era tan fea que no daba espacio para la lástima, la compasión o cualquier otro sentimiento noble) lo persiguió blandiendo un alambre de púas malignas de metro y medio doblado en cuatro y no quiso escuchar las razones que en cada esquina se detenía el paticorvo a gritarle antes de echar a correr de nuevo, sino que maldijo con su lengua privilegiada el espacio de tres kilómetros completos, desde su casa hasta la bucólica entrada de Los Pollitos.
Y otra vez llegó el paria a la Inspección y contó al sargento la historia agrandando los aljetivos, tupiendo los cardenales que no llegó a sentir y que se pintó con barro rojo que sacó de los caños a cielo abierto que corrían por la Calle del Comercio y diciendo que la Musoc había dicho que en cuanto viera a Robustiano le iba a hacer cirugía plástica al revés, con un tajo desde la coronilla hasta el ombligo. El sargento, de combustión lenta pero segura, se fue enfureciendo, golpeó su escritorio con un puño de esfera de demoliciones, y prometió castigar a la putadelosinfiernos, ¡voto a bríos!

¡Epa! Que esa intercocción es más de mosquetero del rey que de sargento pueblerino! ¿Y quién te dijo, indino, que don Robustiano es un sargentillo mequetrefe? ¿No has notao el garbo, el donaire, la hidalguía, que bien le acomodaría a un héroe griego o a un infante de Castilla?

Se encontraron en el Bar Tico, galerón de madera equipado con cuchitriles para los negocios de urgente y económico amor no muy limpio y un largo bar en el que se apoyaban los machos a mirar a las hembras que se adjuntaban, adosaban y acotaban a las paredes opuestas, muy bien formadas en filita y fumando como chacuacos y parecían cartas de la baraja muy usadas. Los concurrentes abrieron cancha. La pelea comenzó por la lengua y terminó en una lucha libre de trabas, sin límite de tiempo, sin árbitros ni condiciones, en medio de la algarabía de las chicas alegres. No se supo quién fue el vencedor y quién el vencido. Se reconocieron sí los efectos: largas estrías moradas en la cara de Robustiano, huellas de dentaduras irregulares pintadas en todo su cuerpo y varias contusiones en la anatomía de la Musoc, un mechón abundante de pelo en la mano derecha del sargento, una muela no identificada sobre el piso.
Arranado sobre el mostrador Palomo Paticorvo seguía una batalla en la cual no sabía qué partido elegir. El asunto terminó como terminaban habitualmente las peleas de la Musoc: súbitamente. Como subproducto de la turbamulta, todos vimos, me contó un maleante, que algo indeterminado rodaba y salía reptando de entre las piernas de la Musoc. Habrá que investigar qué fue. Hasta el momento seguimos ignorando la filiación de aquella especie de batracio.
Al día siguiente el Paticorvo estuvo de nuevo en la oficina de Robustiano y renovó su solicitud de paternal asilo, ceremonia que repitió día a día durante una semana, hasta que el Padre y Protector de Todas las Putas del cantón reconoció que si el bicho era tan terco necesariamente debía ser hijo suyo. Lo colocó como pegabotones con un sastre fino, y el Palomo, como era de buenas mañas, pronto aprendió oficio de maestro cortapaños y organizó su propio changarro justo al lado del Billar Montecarlo.
Podemos decir que para el tiempo en que esta ranación transcurre, el Palomo era sastre con gran clientela y poco e involuntario trabajo, merced al don procastrinador que aplazaba todo ante el don de una simpatía innata y una capacidad grande de decir mentiras divertidas. Tenía pelo largo y liso, dolicoencefalia ambulante, la insolencia de su padre, la boca grande, herencia de su madre, doña Musoc, diestra en el arte de edificar monumentos e obeliscos a partir de flacideces. Era feo, tenemos que confesarlo, pero su sonrisa parecía un cariado atardecer que cautivaba a todos. Hallaba encanto en las cosas más vulgares y eso le permitía vivir en una actitud de gozoso vagar que lo alejaba de toda preocupación material: coser un pantalón por semana le bastaba para sentirse feliz y productivo, con dinero y realizado. En torno suyo se fue formando un grupo de vividores que devoraba el tiempo mojándolo en el vinillo dulzón de sus palabras. Se les podía encontrar en el parque, a la vera de la catedral o cerca del restaurante del español Pascual esperando con ansiedad las horas de misa en que se poblaba la acera de muchachas. Los podemos imaginar haciendo juegos de palabras, mirando los cartelones del cine de la beata María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa, que era el más antiguo, lleno de murciélagos y ratas y se preciaba de presentar solamente películas mexicanas, y tal cual argentina con Isabel Sarli, que inauguró en el negocio del placentero almidón a varios inocentes (y no me digan que cómo diablos una beata puede prohijar la saludable pornografía: amigos, en San Isidro todo es posible, porque como lo dijo el inolvidable novelista francés Gustavo Filoberto: San Isidro soy yo). Películas cuyos protagonistas eran el Santo, Viruta y Capulina, Miguel Aceves Mejía (Miguel A Veces Me Fía, corregía el Paticorvo.) A los amigos del Palomo les gustaba ese tipo de películas en las que la Momia Azteca se enfrentaba con el Robot Humano, y el Santo, el increíble Santo, tras lanzar un ¡gulp! de asombró o quizás de susto se lanzaba desde los techos y volando justiciero con su máscara de plata y su capa bordada en oro caía sobre los temibles comunistas, y con el amparo de la Virgen de Guadalupe y de Kyra, la bruja blanca, los ponía en polvorienta fuga. Después de ver la película cada cual adoptaba su papel de acuerdo con el resultado de una rifa que curiosamente siempre le era favorable al Palomo: se dividían el territorio, se separaban, recorrían San Isidro camuflándose en los lotes baldíos, con las caras cubiertas por pañuelos y cuando se encontraban, lanzábanse sorpresivamente los unos sobre los otros con un denuedo y realismo tales que no era extraño verlos llegar a todos juntos al hospital chorreando sangre. Pero, claro, sin quejarse ni dar señas de dolores y quebrantamientos, y es que, sin saberlo, los cuitados, estaban replicando las actitudes propias de los caballeros andantes y del mismo gentilhombre de la triste figura, a quienes no les parecía juicioso lamentarse de herida alguna aunque se les salieran las más recónditas tripas y con ellas el alma.
Los paticorvos casi nunca tenían dinero para pagar los boletos de entrada al cine de Medalla (en la taquilla admiraban a Cielo Fernández, tan linda, triste e indiferente como un filete de res) y por eso se divertían tratando de descubrir los argumentos con base en las cinco fotografías de la cartelera. Pero si por algún azar, remoto aunque posible, alcanzaban a reunir los seis centavos del tike, se sorteaban el privilegio de entrar y los demás paticorvos permanecían afuera, esperando, sin poder ocultar la impaciencia, y haciendo comentarios sobre la ya remota visita del Coro de las Doscientas Voces. Sobre la presente invasión de mendigos y los desafueros cometidos por mister Rotenhook o cualquier otro suceso.
Cuando el afortunado salía cargado de emociones de seis centavos, sus compañeros en lugar de rodearlo y preguntar sobre lo que había visto, seguían su conversación sobre la estupidez de los Profesionales, los escándalos de la Costurera Flaca o el gran amor de James Po, como si fuera un lunes cualquiera y el hecho de haber logrado reunir seis centavos no fuera algo extraordinario. Sólo después de un rato, y aparentando desinterés, se permitía que el afortunado hablara. Invariablemente el argumento resultaba inferior a los recuerdos o a lo que habían imaginado al contemplar las cinco fotos, el número de muertos era insignificante, no se les veía nada a las hembras, el Santo seguía oculto tras el misterio de la máscara de plata y al Robot Humano se le alcanzaban a ver los tornillos herrumbrados.
Todos ya se sabían de memoria las películas. Además cada vez que regresaban a San Isidro estaban más recortadas.
Debido a las exiguas dimensiones del parque era inevitable que los amigos de Palomo se encontraran diez veces al día con Benito von Chúber, quien habiendo encontrado la alegría en la laguna de su canción, también había recobrado el buen humor, aunque no la cordura, y se dedicaba a recoger las hojas de los árboles, a contemplarlas largamente, y luego a echarlas con gesto de hasta nunca al bote de basura. A veces Palomo decía ese hombre no está loco. Y si sucedía que Benito escuchara esa aseveración, como queriendo contradecirla conscientemente, se ponía a hablar de algún Rigoleto, Narciso o Golmundo, gentecilla desconocida por nuestros parajes.
Era precisamente durante los días aburridos, quizás porque la Musoc había sufrido algún desperfecto mecánico o estaba atascada por algún derrumbe en el Cerro de la Muerte, causado por las reparaciones a que estaba siendo sometida la carretera y no había posibilidad de que llegara algún primate digno de atención, cuando los amigos de Palomo aguzaban el ingenio para pasarla bien. Se colocaban estratégicamente en las cuatro esquinas del parque y atisbaban la llegada de las damitas con el suficiente tiempo como para tramar intrigas a gusto. Intentaban adivinar por dónde pasarían las muchachas bonitas y nutritivas, entre ellas las Fernández, las vígenes de El Embajador de la Elegancia o por lo menos Melpómena, para ir a colocarse por allá como desapercibidos. Y por más que las guapas cambiaran de acera no podían escapar a las miradas inquisidoras o a las promesas de amor eterno o a los piropos desconcertantes. Cada uno imaginaba conversaciones, intercambios de miradas, mohines provocativos o sugerentes, que se les quedaban estancados pues cuando las bellas pasaban con ese gesto de ciegas, sordas y mudas que adoptaban ante los desclasificados, ellos bajaban los ojos reconociendo lo insuperable de la distancia. Y sin embargo, cuando se quedaban a solas, los paticorvos perdían todo remilgo y era suficiente que a alguno le sorprendieran en los labios una sonrisa entre sospechosa e insinuante que quisiera dar a entender soy poseedor de una complicidad con la nena que acaba de pasar, para que los demás se desataran… No les importaba que fueran puras fantasías, con tal de que estuvieran bien bordadas. Todo estaba permitido en el mundo del Palomo, y naturalmente la mayor parte de las veces los romances adquirían características muy cinematográficas y casi siempre hallaban un trágico desenlace pasional en el que la mujer llevaba la peor parte, digamos, una muerte perfumada, y los galanes quedaban sumidos en abismos insondables y fríos.
Y era como si los fantaseos de los Paticorvos fueran los anuncios de lo que le pasaría a la Santa Flaca.
Los amigos del Palomo tenían calculada la altura de las desiguales torres de la catedral por medio de las sombras que proyectaban, medido el perímetro del parque y las calles adyacentes, nominados los árboles de acuerdo con sus apelativos científicos. Por el vuelo de los buitres siguiendo la ruta del aeropuerto conocían que era hora de entretenerse observando a los tremebundos carniceros romperle la testuz a las reses y destrozarlas con una habilidad que jamás habían gozado en película alguna de Jack El Destripador.
Las nubes, tan escasas como las mujeres castas, convertían su día en una pascua de resurrección, y eran ellos, quizás mejor que los reportes meteorológicos de Patrocinio Aramburo o la inquietud de las golondrinas, los que anunciaban la llegada de la lluvia. Tenían un olfato muy desarrollado a pesar de la bauxita, y la humedad en el aire los ponía como en víspera de poner huevo, fijaban plazos al clima, decían: dos días para que llueva, y llovía, entonces alzaban los ojos, no para agradecer a deidad alguna, sino para gozar con todo el cuerpo de la lluvia, abrían los brazos, bebían las primicias de las tetas aéreas, corrían uno tras otro, se sentaban en el cordón de la acera a dejar que les escurriera la dicha por el rostro, y después le rogaban a Pascual que les fiara una media de guaro, pedían alcohol en el hospital pretextando ser heridos de guerra, conseguían en el mercado unas naranjas o limones, los exprimían, preparaban la fórmula secreta y se iban a celebrar el acontecimiento anunciando que habían hecho llover. Cobraban unos cuantos centavos de impuesto por la revelación y apedreaban las casas en las cuales no les daban ni la razón ni el dinero. Con uno de los dos bastaba para hacerlos felices.
Ellos, como los hijos de Termidor, esperaban la llegada de la Musoc y con la misma alegría de los negritos garosos buscaban algún visitante que fuera digno de ser ayudado. Suponían quizás que un día cualquiera, tras unas gafas oscuras y un vestido talar, aparecerían, para ocultar su identidad, el Enmascarado de Plata o Lorena Velázquez, con su mirada entre erótica y cretina, y entonces, obviamente, los ayudarían a instalarse y se guardarían de revelar las verdaderas identidades porque probablemente el Santo arribaría en misión secreta a matar comunistas o brujas negras, y la Velázquez vendría huyendo de sus admiradores, y no habría caso de echar a perder el objetivo del viaje de tan importantes personalidades. Y naturalmente serían recompensados, en el primer caso con una imitación del cinturón guarnecido en oro que portaba el célebre luchador mexicano, y en el segundo tal vez con algo más que una ojeada a los cuerpos mamilares que por primera vez habían visto en aquellas películas de vampiras que vieron sin cortes en el Cine María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa, cuando la vieja beata descuidó la censura por andar camanduleando y cuidando a la Santa Flaca.

17. El Coro de las Doscientas Voces. Segunda parte.
.
Ya en el parque, Benito sintió un aire como de fiesta triste. El hecho de que el músico se dejara ver pocas veces en público hacía que en el pueblo se le perdonaran las disonancias y condromalasias. Por eso fue que a nadie se le ocurrió criticarlo cuando fue a meterse de cabeza y sin condón espiritual en la Terraza Bailable, tremolando su cabellera beethoveniana y fulgurando sus ojos con la sagrada locura de los grandes. Lo que vio Benito en la Terraza Bailable fue un arcoíris de anaranjados, blancos y amarillos. Formando una fila perfecta estaban doscientas voces virginales que correspondían a otras tantas niñas sonrientes, muchachas rosadas como cerditos yorkshire y con pecas pardas como las de Aviva, ellas con vestido totalmente anaranjado y un lacito blanco que partiendo del cuello les llegaba a las rodillas. Estaban subidas en una especie de gradería fabricada a marchas forzadas por un batallón de carpinteros enmascarados. Abajo había un señor con cara de happy guy profesional y a su lado un gordo empeñado en mortificar el piano del Liceo. Y más cerca del que podía llamarse público se armaba de coraje una banda como de cincuenta integrantes que movían las piernas como si estuvieran marchando y todos portaban estrambóticos instrumentos que hubieran hecho suspirar a Rey David. Artefactos dignos de verse como trompas de falopio artesanal, más largas que un silbido de lechero, platillos con barbas voladoras fluorescentes, flautones a tres manos, saxófones de escalera, pitos silvestres y ocarinas nahuas, violines para pituitarios. Y para qué seguir mencionando artilugios indefinibles. Mejor oigámoslos… ¿Ya?
Cuando el gordo yorkshire dejó de atormentar el piano con la uña grande de su dedo índice derecho y las armonías del coro fueron difuminándose hasta convertirse en un fantasma sonoro en medio del olor a papel higiénico y orines ineludible de la Terraza Bailable, la banda se compadeció del ya trastabillante eje de la tierra (dijo Patrocinio, que asistió de incógnito) se levantaron unas orejas a un señor pegadas y dijeron por su boca, que también la tenía, escasa pero suficiente, que él había sido un pecador el cual había hecho mucha maldad y vicio perjudicial a la humanidad y ahora que conocía a Dios gracias a mister Joe Smith se había hecho retebuenísimo y se contentaba con cantar y alabar y rezar (desde atrás el Paticiovo Palomo se empinó para gritar:
— ¿Y no comés, malparido?)
… y como para probarlo, sin atender al grito poco diplomático, soltó ái mismo un aullido y la banda imprudente se dejó rodar de nuevo cuesta abajo. Y aquello fue puras pecosas empinándose para dar su tono más alto y su agudo más operático y gigantescos muñecos con tenis Adidas dándole al bombo como a violín prestado y el orejón mascullando una cosa incomprensible y aplaudiendo y haciendo señas al público para que lo imitara, pero como había pocos (Vladimiro escrutando las caras de los gringos para ver si encontraba su espectro convocante, Fermín Fano metiéndole Ron Plata Chatam Bay al cuerpo, Californio el Simple con los hombros bogando al ritmo de las percusiones y cumpliendo su vieja costumbre de ser testigo de todas las trascendencias del mundo (y la burrita Anastasia bañada, peinada y toda ella un escándalo de perfumes, ni siquiera amarrada esperando que su amado saliera apenas sabiéndose viva porque espantaba las abejas que confundían su aroma de mocita parisiense con un panal de delicias). También estaban Epaminondas Pedernera, vestido como una lámina mitológica, su peinado aerodinámico sostenido con Glostora. Cada día que amanece el número de bobos crece, dijo, y no se supo a qué o a quién se refería. Bogar El Oloroso, y Betoben Charriaga o Chúber, ramoneador de pensamientos, quienes aunque todavía se orinaban en la cama ya andaban juntos. Además, un poco más tarde, llegaron Serafín Pereira, con su cara de gárgola, y la Niña Sherman, que hacía su primera escapada del colegio de monjas.
El salón a pesar de que había sido dividido en dos seguía siendo muy espacioso. El número de los artistas decuplicaba al de los integrantes del público y la escena era bastante desconsoladora. Cuando terminó el ruido de la banda y se hubo estabilizado el eje de la Tierra (terco seguía Patrocinio con el cuento del inevitable cataclismo), no sin levantar un par de tsunamis y motivar diez terremotos en las Islas Malvinas y Madagascar (terco seguía Patrocinio con el cuento del inevitable cataclismo), las doscientas voces virginales iniciaron un mecerse para acá y para allá y un murmullo se fue segregando como una baba de tlaconete, muy malencónicamente de los más profundos intestinos de los gringos. Era como el zumbido de un gran panal de avispas gigantes que después se fue haciendo comprensible hasta articular algo así como Yisoscaist. A medida que aumentaba el volumen se emocionaban, encabritándose como posesas las unas y poniendo los ojos en blanco las otras y apretando los botoncitos de rosa con sus manitas castas sobre el pecho y alzando los brazos fingían llorar o lo hacían de veras, todo en conjunto, claro está, y muy bonitamente, y tal parecía que estaban todos a una agarrándole las santas patas al Señor Dios para bajarlo a tierra y que de una vez por todas nos cumpliera lo del tan cacareado Paraíso Terrenal.
Afuera la multitud se hacía fuerte contra la tentación, y los rezos de las monjas, y la campana virgen (agujereada) sonando con Zaratustra colgado de ella volando sus nagüas de acólito y el padre Soto con el lápiz como un látigo listo a fustigar, parecían débiles pero efectivos diques que contenían precariamente las belicosas aguas de la perdición de San Isidro de El General. Pero los alaridos que salían de la Terraza Bailable eran demasiadamente frenéticos para dejarlos pasar inadvertidos.
¿Sería que de veras los gringos iban a lograr que el Señor a bajara a tierra a cumplir sus compromisos?
—Son capaces de cualquier cosa, no ven que ya aislaron el virus de amor, de la prosperidad, de la inteligencia y lo están vendiendo en los supermercados del Wallmart — dijo…
(No se entiende en este punto el manuscrito. Saltemos unas líneas.)
Y así fue como el Coro de las Doscientas Vírgenes inflingió una derrota humillante a las fuerzas del bien.La entrada multitudinaria de la gente, acaudillada por el dentista don Camilo (personaje si los hay interesante, que me sorprende no haber presentado antes) y su reciente amiga Melpómena Rabo de Puerca, satisfizo a los convencionalistas a tal punto que se desataron todos juntos, el orejón y el gordo del piano, Patty Claxon con su voz de sopranino y Bobby Roy con camisa de flecos y sombrero tejano, que tocaba uno de esos chorizos largos y hechos nudo que fingen ser trompeta de cazador de zorros ingleses. El Coro de las Doscientas Vírgenes se desgañitó ahora sí, como si antes estuviera amarrado a la pata de la cama y de pronto lo hubieran dejado suelto, todo en honor de este guánderful pueblo… ¿Pueblo?...Bastó que esta palabra fuera pronunciada para que a los sanisidrogeneraleños dejara de gustarles el negocio de la convención. Quizás fue allí y entonces donde y cuando nació la costumbre que después se universalizó y que tantos moretones costara a las orquestas capitalinas y a los artistas extranjeros, de lanzar obeliscos cortopunzantes (como los calificara Robustiano desde que le compraron su radiopatrulla) sobre las humanidades indeseables. Esa malaventurada costumbre que derrumbó tantas buenas perspectivas de progreso y civilización en el Valle de los Chanchos.
Y de nada les valió a los primates repartir libritos para encontrar a Dios en tres días y tenerlo sentado a la mesa, ni cantar los himnos más bellos, ni hacer la exhibición de Bobby Roy inflando los carrillos y desinflando el vientre, ni nada, porque en cuestión de decisiones tomadas los vallunos no reculaban ni a patadas y no necesitaban un bastón nel culo (como una ínclita mula que ave il culo fatto trombeta), para avanzar, pues bastábales un vuelo de mosca para sacar la casta y empezaron a sonar aquí y allá gritos de herejes, seudopodios, testas di cazo y se oyó por primera vez el tradicional Yankis go home, cosa que ningún ciudadano de esos idílicos tiempos entendía, pero que sonaba bien porque las vírgenes y mulos güeros ponían cara de ofendidos y las tipas se sentían de alguna forma trasculiadas. Y como para calmar a los alborotadores que pretendían arruinar la función y sabotear la bajada de Dios ái mismo, el orejón, después de poner freno a la música como si apaciguara las olas, llamó a un bróder autóctono y nativo de la región y le pidió que contara sus experiencias cerca del Señor:
—Hermanito de Dios, acérquese.
Y la turba fue haciendo un corredor para que pasara el hermano autóctono, raro personaje con galaxias de pecas y pelo de zanahoria que no habíase visto jamás en San Isidro y… quién comienza a caminar detrás de él entre la multitud como sobre las aguas, sino Alisio, el de la cara de enterrador, el que limpiaba las vitrinas de La Magnificencia, el mesero del Prado Bar, el que una vez, bajo el mote de Piernas de Oro, peleara contra Hermenegildo Soto Panadero Fajador.
¿Quién? Alisio, el que trotara pueblo arriba y pueblo abajo y subiera acelerado veinte veces al día la Cuesta Pedregosa llevando y trayendo mensajes, con una cinta de seda blanca en torno al cuello, corriendo, sudando y trasudando hasta convertirse de gordo gordísimo a escueto y correoso elemento. ¿Y quién empieza a hablar de la Catedral Monumental de Salt Lake City, de su órgano que llega a las bóvedas superiores con sus cien kilómetros de tubos de bronce, de las peregrinaciones a Boston, y quién hace un embrogo, farámulo y escolio de almíbares, versículos, capítulos, apóstoles, bueyes caminadores y milagros? ¿Quién sino Alisio Cara de Enterrador asumiendo un gesto de Clint Eastwood que sopla el cañón humeante de su pistola Smith an Wesson?
Tras el silencio de pasmo que causó la presencia de Alisio trasfigurado y siguiendo al atrabiliario pecoso que no dijo una palabra, se iniciaron de nuevo los silbidos y la bronca, cabrón, otra vez la requeterretumbante banda y el coro y las apócrifas criaturas del Señor se arrancaron todos juntos ante un ¡Oh, yea! del orejón, que coincidió con un simultáneo elevarse de las doscientas voces, no en el volumen, sino en el aire.
¡Sí señores! Un ciento de presuntas doncellas y otro tanto de donceles primorosos flotando a cuarta y dos jemes y tres dedos del brillante suelo de mármol de carrara de la Terraza Bailable. Lo juro. Pero como los nativos eran testaburros no se creyeron el milagrete de pacotilla muy gastado en novelas y películas. Imaginaron quizás invisibles hilos y poleas amarradas a las ocultas coyunturas y al techo. No iban a ser una banda guasona y un milagro de segunda los que lograran callarlos. Se fueron armando en grupos para hacerle gestos obscenos o de amable complicidad maliciosa a las gringuitas malencónicas y para gritar su indignación a la osadía de los micifuces. Pasado el momento de confusión, alguno, cuyo nombre no se aclaró nunca (digamos que fue el Paticorvo), puso a la gente a gritar lo que jamás podrían explicarse todos los sabios del sanedrín y el prytraneum de Harvard:
—¡Hi-jue-fru-tas, hi-jue-fru-tas, hi-jue-fru-tas! —con ritmo, calor y denuedo tales que pronto el escándalo rebasó no sólo el sonido de la banda sino el del Coro de las Doscientas Voces y ái mismo el insulto comenzó a convertirse en ritmo, dirigido por Californio el Simple que con los brazos y las manos como palomas concertaba y desconcertaba la armonía, como volando muy frenáptero, los coros de neófitos, creando melodías inéditas, superiores sin duda a las del coro infraganti. Y se inició el baile en medio del susto de los gringos que tímidamente comenzaron a seguir la nueva música, hasta que todos a una cantaron y bailaron la Sinfonía del Hijuerfruta y aquel fue el día, la noche y el amanecer del esplendor y la segunda y definitiva caída de la Terraza Bailable. Y en los cuartos interiores aquello fue un despelote entre las niñas de Clementina, las de Los Pollitos, y las virginales pecosas mostraron sus nunca aprendidas y precoces dotes, todas ellas auxiliadas por Los Profesionales y Los Paticorvos, y aquello iba a sobrepasar cualquier dislate que se pudiera imaginar y cualquier cataclismo moral, ético, político o zoélico si no llega Robustiano con su pelotón de dos policías y la emprende a bolillazos con la masa de sediciosos, que lejos de escupir de frente y directo al ojo como acostumbraban los maleantillos que aprendieron sus artes de las serpientes nauyacas, invitaron al mastodonte de dos metros por dos metros, al guateque. Y hasta Robustiano bailó. Y la fiesta duró veinte años, tres horas, dos minutos, seis segundos y media décima de segundo y cuando todo se hubo calmado, la casta (algunos sostenían que en San Isidro hasta las campanas eran meretrices) campana mayor del padre Soto seguía sonando y la lluvia estaba aplaudiendo sobre los techos por primera vez desde los tiempos de Adán y Eva y en ese lapso fueron engendrados, educados, desvirgados y embijados por la muerte cuatrocientos nuevos ciudadanos.

Mal capítulo, don historiador. Muy poco original, ingenioso, pero intrascendente. Exagerado, verboso, malintencionado, sectario. Más valdría eliminarlo. Mateo Albán estuvo de acuerdo. Lo turnó al excusado, pero por alguna razón ningún presidiario le hizo los honores correspondientes de poner su culiculiambo a leer y por ello llegó a manos del inescrupuloso don Garrapata, quien lo dio a la imprenta.
Capítulo 18. Federico Fellini contra Santo El Enmascarado de Plata.

Eeeeee, ¿qué creyeron? ¿Que les iba a recetar 580 páginas? El que quiera la novela en su compu puede depositar un millón de dólares donde ya les diré...

RELACIONADAS

4 comentarios

  1. Yo lo que quiero es leer la carta de Planeta, ya me dejaste con el clavo.

    ResponderEliminar
  2. Ya no encontré la carta en el disco duro:
    Decía que no le interesaba mi novela porque yo era un escritor para otra editorial pues mi carrera literaria así lo demostraba.
    Que "renunciaba" a publicarme aunque reconocía la calidad de mi trabajo. Que Planeta estaba publicando libros más comerciales.

    ResponderEliminar
  3. Marco Tulio: Las pocas páginas que llegaste a leernos en el taller me parecieron muy, muy buenas, desafortunadamente como platicamos varias veces, los escritores "éxitosos" en la actualidad son comerciales a más no poder. Es una pena que estés teniendo tantos problemas para publicar tu Historia de todas las cosas. No me gustaría que por culpa de las editoriales nos vieramos privados de leer un texto de tanta calidad. Saludos, y buena vibra.
    Atte. Jorge Morteo

    ResponderEliminar
  4. Jorge
    Te nos perdiste del taller. Quedò tu novela trunca en nuestra mente. Espero que la estès trabajando. Reanudamos el taller el primer sàbado despuès de vacaciones. Mucho sol y descanso en tu Veracruz... Por cierto: el sábado 15 de agosto voy a competir en 100 mts crawl y relevos en Veracruz.

    ResponderEliminar

Seguidores