MAS HISTORIAS DE TODAS LAS COSAS

octubre 12, 2009


BAILE DEL PROGRESO, EL SAMUELEO Y OTRAS INSENSATECES DE SAN ISIDRO DE EL GENERAL

En la foto la segunda edición de Plaza y Janés (cuando todavía Plaza publicaba literatura y cuando la novela tenía 370 páginas; ahora tras la reescritura tiene 580 y estoy negociando una edición. Ya no tengo ni un ejemplar de la edición argentina de La Flor de Buenos Aires. El que me la envíe ganará mi amistad y unos dólares. Favor escribir a escandioti@gmail.com).


Ofrezco a mis lectores nuevos capítulos de mi Historia de todas las cosas. Como este es un blog de excesos no me voy a disculpar por presentar 49 páginas de una novela en proceso. Habrá a quien le interese. He seguido recibiendo regaños e insultos por burlarme cariñosamente de GGM. Los agradezco. Me llaman mentiroso. Si no lo fuera me dedicaría a la equitación o a la venta de pollo al menudeo. Los insultos, amenazas y ninguneos son parte fundamental de mi existencia.



29. El Baile del Progreso.El minotauro estético.Un bosque de ojos.

Después de luchar durante varios días y noches contra sus espectros, contra sí mismo y contra la oposición de los compañeros presidiarios, Mateo Albán decidió continuar escribiendo sus historias. A ello lo impulsó una carta de su amada poetisa la cual exaltaba las penurias, los trabajos, los sinsabores, pero también pintaba las delicias de la gloria y el hondo significado de su labor. Para lograr sus propósitos sin contratiempos se propuso trabajar de noche, cuando los demás estuvieran durmiendo. Desde hacía varios días le bullía en la máquina imaginadora el tema que se le ocurrió durante la noche en que se incendió casi una cuadra completa del centro. Vio a través de la única ventanita que lo vinculaba al mundo que Pereira y Denario Treviño estaban peleando a puñetazos frente al edificio de los bomberos y escuchó que el primero insultaba al segundo y escuchó que le decía contrabandista, vendepatria, traficante de cristiana carne y la entera colección de los insultos menos decentes.
Mateo Albán, con la oscura conciencia de lo que había sucedido en San Isidro aquella noche en que se llevaba a cabo el Baile del Progreso, tomó sus aparejos a la hora en que se cerraban los bares de ínfima categoría, se envolvió una toalla en la cintura, salió sigilosamente de su celda y se dirigió al baño. Allí tomó asiento en el escusado y escribió:

Y entonces cuando llegaron los gringos hubo progreso y dólares en cantidad y una carretera en construcción, que más parecía en obstrucción, y todos estaban muy contentos porque ya la ciudad, que algunos retrógrados se empeñaban en seguir llamando pueblo, tenía fachas de convertirse en cosa importante, digamos Madriz, París o Minessota. Fue debido a esto y a la llegada de los norteamericanos, que la Cámara Junior, acaudillada por Denario Treviño y Óscar Pedernera, aprovechó el acontecimiento para celebrarlo. Organizó un baile con la Orquesta de Pérez Prado, que estaba en gira por Centroamérica, pues siendo la Cámara lo último, es decir, lo primero en importancia, no se andaba con paños tibios y remiendos de ocasión cuando era necesario marcar los hitos históricos y los pasos agigantados hacia un futuro lleno de prosperidad y progreso, de acuerdo con la versión trasmitida por las ondas amigas de Radio Satélite que reproducían las preclaras palabras de don Eutifrón.
Se abre el telón.
Son las nueve de la noche. Las baldosas de semimármol…

¿Todas son de semi mármol? O no eres muy imaginativo o no conoces otras.

… de la pista de baile del Prado Bar brillan refulgentes gracias a la labor ciclópea de Alexis el maratonista enterrador (cuya historia no hemos contado y quizás no lleguemos a contar) pero no reflejan más que a los ocupantes de dos mesas. En una están los agasajados: míster Rotenhook, adherido a su Costurera Flaca, que con esfuerzo lo mantiene en una pieza y con la cabeza bailando sobre el cuello como un muñeco con testa pendiente de un hilo. Mister Bordenhouse, envuelto en su atmósfera privada de agua de florida, barriendo el horizonte con avidez depredadora. Mortimer, con su cara de farmer bonachón y su aspecto de típico cosechador de maíz de Kansas. Yoni, su pelo meticulosamente peinado hacia atrás, brillante, atravesando el cráneo de frente a occipucio, como un cantante de tango, su tuxido tan fuera de sitio. Otro Mortimer, Mortimer Lang, con su cara de eterno trasnochado y taciturno sobrecogido. Hope, abatido como siempre, tomando whiskey on the rocks a ritmo increíble. Y en la otra mesa, cerca de la piscina (entre la piscina y la pista de baile y al lado del restaurante de El Prado corría un mágico curso de agua, agua tan limpia y fresca como no se podría hallar otra), ¿quién? No alcanzamos a verlo.
Óscar Pedernera, aguarda impaciente. Se escucha un frenazo o enfrenón, según, y aparece corriendo Denario Treviño. Dice que le fue imposible comunicarse pues parece que un derrumbe tumbó varios postes del telégrafo y destruyó las líneas telefónicas. Y ahora, ¿qué hacemos?, pregunta. Óscar displicente responde que no se preocupe, que ya llegará, y que en último caso ahí está al alcance de la mano la orquesta de Rey David, la prestigiosísima Sibundoy. Pero Denario Denario está inquieto, ya conoce a los generaleños y sabe que van a pensar que es una estafa, mierda, majo, armarán el zafarrancho, romperán los instrumentos, arrasarán con el bar, molerán a patadas a los achichincles de Robustiano si se atreven a intervenir y si las cosas llegan a extremos más extremosos habrá una estadística vergonzosa de ultrajes al lado del río, desafueros por demás inadmisibles en una ciudad que ya se encuentra a las puertas de la vanguardia de la civilización, ¿no?
Los norteamericanos están impacientes, ¿jua hapen? La superficie de la piscina refleja tranquila una luna de opereta.
Y a las diez de la noche era un jolgorio ver a las reinas de belleza de diez municipios, a los ministros invitados, senadores solidarios, diputados, correveidiles, lagartos paracaidistas, damas grises, caballeros del Pulcro Sepulcro, del Manto Sagrado, de la orden de Calatrava, a los dandis provincianos con sus atuendos lechuguinos, a las meninas con sus vestidos vaporosos y a las ocho mujeres más bellas del mundo que eran el orgullo y el tormento de San Isidro. Digo, nada más digo, era un jolgorio verlos a todos convirtiendo el amplísimo salón del Prado Bar, el mismo de los truculentos jueves en los que en un golpe de mano se jugaba una honra y en otro una vida, en un fantoche de feria multicolor, con fabriquitas recortadas de la Mecánica Popular colgando del techo por medio de hilos invisibles, con autos, aviones, trenes, cohetes interplanetarios bamboleándose al viento (recordar que no había paredes en el Prado Bar sino barreras de bambú) y con máquinas dibujadas por encargo en las escuelas primarias y todo tipo de artefactos que aludieran al progreso colocados en el centro de las mesas y a las diez en punto toda la alta soxiedad estaba a las puertas del Prado mirándose las caras y los disfraces y peleando poco dignamente por entrar primero y a pesar de ello se saludaban como si estuvieran regresando de un viaje alrededor del mundo. También los pequeños comerciantes, los carniceros, los dueños de salchicherías, churrasquerías, fritangas y tacos mexicanos de medio pelo, los oficinistas, nueva especie zoológica que ya estaba aclimatándose en el hábitat generaleño, los tímidos maestros escapados de sus escuelas localizadas en los intestinos del territorio nacional tratando de alcanzar un trozo de divinidad social, las empleadas de almacenes, las antiguas vírgenes y las en trance de serlo o dejar de serlo. Todos y todas se disfrazaban de magnates y magnatas, tiraban la casa por la ventana y si no tenían ni casa ni ventana se tiraban ellos mismos. Se atrevían a pagar diez pesos por cada invitado y traían a la suegra y a la hermana de la suegra, las cuñadas, a las hijas en edad de entregar el conejo, desfilaban muy orondamente a pelearse por una mesa que estuviera al lado de la pista de baile para ver y ser vistos.
Fue sobre todo impresionante ver la entrada de Ponciano Po, no por su inconsistente y atrabiliario porte de ferretero arquetípico, sino por el trozo palpitante de mujer que traía del brazo (más bien ella lo traía a él, como a un perrito faldero bien bañado, peinado, perfumado y con moño colgando del antebrazo). La genial Marilú, que con sus 45 años seguía enterita, capaz de competir ventajosamente con cualquier Dulcinea o Altisadora, de carne y hueso o soñada. Pero si Marilú con sus sola presencia hacía palidecer al cielo y las estrellas, las Fernández, aunando cinco hermosuras, deslumbraban hasta el punto de hacer cerrar los ojos y volverlos a abrir y frotarlos, a los norteamericanos que se quedaban con las bocas literalmente abiertas sin disimulos. Doña Penélope abría plaza, toda seriedad y trapío, inclinando ligeramente las pestañas en un saludo-no-saludo a sus obsecuentes y miraba de reojo hacia la mesa donde estaban los gringos. Sol y Estrella estuvieron a punto de responder a las señas de limpia simpatía de Yoni y a la mirada de Rotenhook, que era como un lengüetazo de perro de pies a cabeza, pero un fruncimiento de entrecejo de su mutter bastó para meterlas en cintura. Cielo y Lucero no se percataron que eran objeto de fiestas y lubricias: entraron como quien entra en la iglesia y se sentaron como si se estuvieran arrodillando ante el Santísimo. Y seguían compenetrando al salón (Californio abrazado a su burrita sedosa desde un margen discreto de la entrada era un dilatar y recontradilatar de pupilas, un aplaudir, un susurrar al oído de su amada, qué mundo magnífico, amiga mía, cuánto brillo, ¿será así el cielo?, ¿qué tu crees, querida?) aclamados por las miradas de reojo de la gente barata que ocultaba su triste condición de excluidos del paraíso haciendo comentarios malintencionados. Don Camilo con su caminar de zapatos de payaso y Melpómena, haciendo tremolar la dinamita de sus nalgas y el batallón entero de su busto más poderoso que los ejércitos de Alejandro Magno. Y después, la hija de Óscar Pedernera, que vivía más en la capital que en San Isidro (porque las capitales se fundaron para que en ellas habitara la pesada de provincias), y cada vez que llegaba la muchachita era una nueva sorpresa para los isidreños porque se estaba poniendo muy señorita y tenía unos modales de princesa morganática como para contrarrestar los incontrolables despropósitos de su hermano Epaminondas, quien había preferido quedarse jugando al póker en el Restaurante de Pascual, al que últimamente se estaba acusando de pervertir a la juventud (a Pascual, no al restaurante). Tenían razón pues los curas, la ciudad se estaba tornando insoportable y la única medida racional era enviar los hijos a San José de donde regresaban modositos y muy elegantes y distinguidos como lo estaba haciendo Alucema, la hija única de Óscar Pedernera en el momento de su entrada al Prado haciendo suspirar a los liceístas que miraban desde fuera del salón a través de las cañas de bambú junto con Californio y su burra, con los ojos llorosos por la pena que les causaba el no poder entrar a un baile que tardarían toda la vida en olvidar porque los gritos famosos que saldrían desde los puros hígados de Pérez Prado antes de gritar
¡Maaaamboooo!

eran algo que no se volvería a repetir en la ciudad. Mas los expulsados del edén se consolaban (y esto tenía su dosis de venganza y sus gramos de malsana curiosidad) samueleando a las empringotadas damas tan bien aderezadas que hasta parecían tener radio y televisión en vez de coño y a las sensibles doncellas tomar asiento decorosamente en el escusado a través de un orificio que Alisio (maratonista, panadero, limpiapisos, próximo administrador de negocio insano) había practicado en el baño y el cual alquilaba al irrisorio precio de cinco centavos que podían ser aumentados o disminuidos según el cliente o según la pieza en la mira. Por ejemplo a Fermín Fano (¡desvergonzado!, el vil podría haber alquilado a una nena rubia de Los Pollitos una vez a la semana para que le mostrara todos los misterios de culiculiambro) no se le alquilaba por menos de cinco pesos la samueleada (de paso, vale la pena contar en próximo cuadernillo rápidamente la historia de Samuel, antes de que haya represalias patibularias, para que no se quede en el tintero y después se tilde a Mateo Albán de falso promesero).
Y además Alisio cobraba también de acuerdo con la pieza observada y sus cotizaciones iban desde dos centavos por contemplar a la negrita Pambazo, hasta los diez pesos por samuelear a Marilú… que por otra parte era de poco frecuente alivio corporal, como si su belleza se reconcentrara gracias a un dulce estreñimiento. Y aquello sucedía afuera del Prado Bar Bailable, por los lados de la cancha de básquet. (Donde de paso habrá de decirse que don Garrapata hizo sus primeros encestes, bastante peculiares, por cierto.)
Lo que sucedía adentro del salón era que la impaciencia iba aumentando porque la orquesta de La Foca Pérez Prado no llegaba, se empezaban a urdir rumores: que si Denario Treviño no les iría a salir otra vez con el cuento de que razones-de-fuerza-mayor habían impedido el arribo de la organización musical y como siempre tal vez mostraría el contrato y haría circular los recibos de pago para que no hubiera duda y luego diría al-mal-tiempo-buena-cara: por suerte tenemos en El General una orquesta que no deja nada que desear ante las más grandes…
—¡La Orquesta Sibundoy de Rey David y sus Canallas!
y en el momento crucial llegaría la destartalada perrera improvisada en transporte guapachoso con todo y su combo de semiancianos con sus corbatines, sus trajes de espejeante color verde botella y sus alientos de vigilias descontinuadas, colgando del pescante y los isidreños aceptaban tragarse el disco rayado y bailar los invariables ritmos arcaicamente afroantillanos, pero en esta ocasión no sucedió lo que todos temían con una mezcla de impaciencia, aburrimiento y violencia reprimida, porque la Sibundoy había sido previamente contratada para animar las fiestas patronales y el reinado anual de Buenos Ayres de Puntarenas, de modo que ni esperanza había de bailar a menos que los afiebrados del estilo barquito o del brillar la hebilla se plegaran a los implacables discos de Felipe Pirela o Agustín Magaldi, y ni siquiera el responsable de tamaño fracaso daba la cara: no la daba por honrado, diría más tarde Óscar Pedernera, ya que el dueño de La Magnificencia había tomado su yip y viajado a aquel lejano pueblo de Buenos Ayres de Puntarenas para ofrecerle un dineral a Rey David si abandonaba a esos indios y mormones y corría a salvar su prestigio de presidente de la Cámara Junior. Pero el músico no quería hacerlo porque había empeñado su palabra. Finalmente lo persuadió amenazándolo con retirar su apoyo a la construcción del teatro municipal, de modo que rayando las once de la noche llegaba Rey David a El Prado ardiendo de la rabia y comenzaba su tanda bailable después que el mismo Denario daba las explicaciones pertinentes: que un derrumbe ocasionado por una detonación de dinamita no controlada había bloqueado la carretera, que las comunicaciones estaban interrumpidas, que no era culpa suya sino de la fatalidad y naturalmente al-mal-tiempo-buena-cara y como para no perder la costumbre mostró el contrato con Cara-de-Foca Pérez Prado y puso a circular los recibos de pago. Entonces, ya calmados los ánimos, cada cual si no estaba con los grillos puestos abría las alas, se afilaba el pico y se abatía sobre la pieza de su predilección. Apercollaban a las que se les pusieran por delante o más al alcance de la mano o a la más propicia pues estaba vigente la filosofía del nuevo dentista: de lagartija para arriba todo es cacería y si no hay lomo de todo como. No había barreras, no existían inhibiciones, había besuqueo y pulpería en plena pista de baile y mientras más se hiciera uno notar por desparpajo y por envergadura de pieza cazada, mejor, y si por casualidad salía con algún objeto nutritivo de la mano o abrazado y montaba en un taxi o auto de auténtica propiedad, las apuestas lo favorecían enormemente y podía considerarse con un grado más en el escalafón de los machos, tenorios y donjuanes, escalafón cuyo máximo nivel se alcanzaba si uno llegaba a doblegar a cualquiera de las Fernández, lo que era algo así como conseguir el vellocino de oro en tiempos de Jasón el argonauta o sacarse la lotería sin haber comprado billete. La competencia era tenaz, sobre todo en los últimos tiempos en los que había llegado tanto ingeniero, doctor y titulado. Al principio del danzón todos le apuntaban a las piezas mayores y se formaban tremendos embotellamientos y zipizapes en torno a la mesa de doña Penélope de Fernández quien repartía instrucciones a sus hijas: Sol, abrazada displicentemente a una botella de vodka azul y sin despegar los ojos de la mesa de los invitados de honor; Cielo, con los ojos perdidos en el rumor del río y pensando quién sabe qué desvaríos y desbarros; Estrella, elaborando cuidadosamente la imitación de una sonrisa mundana que nunca llegaría a esbozar, y Lucero, rígida y trasmundana, tremolando su impedimento físico. Y entonces la matrona les machacaba las consabidas instrucciones como el réferi de un match de box o de un partido de fut antes de la contienda: hasta bailar con un indocto no-doctor estaba bien, OK, pero sólo una pieza, nada de dejar que les rozaran el armatoste serio con lo fundamental porque eso además de degradar a la mujer convirtiéndola en un vulgar violín, podía ocasionar un embarazo sietemesínico, además cuidar todos los frentes, evitar las manitas perdidas y los golpes bajos, nada de confianzas o confidencias o citas a destiempo. Ahora sí, a tirar paso, a la rumba, al suave meneadito, y en cuanto sonaban los primeros acordes del Quiéreme Mucho veinte manos tocaban los brazos de la constelación y cuarenta ojos suplicantes se clavaban esperanzados y las damitas se veían en un veintilema pues tenían que discernir quien había sido el primero en hacer la formal solicitud, y si les agradaba el postulante, iniciar el movimiento casi ritual de la aceptación, y si no, debían rechazar al primero y fijarse en el segundo, y así sucesivamente hasta que hubiera uno que les hiciera palpitar el corazón o la muchiqui de manera lo suficientemente acelerados como para concederle el honor del baile. Y aquello era como lanzar tierra contra las aspas de un ventilador: la mayor parte de los solicitantes eran rechazados y debían retirarse disimuladamente y eran muy pocos los que podían entrar en la marea centrífuga de las Fernández y comenzar a girar alegremente en la pista y en las lenguas furiosas. Y es claro, los rechazados debían abandonar el sitio de la plaza y buscar otra más vulnerable. Esto sucedía hasta que mediante un proceso de selección natural cada ejemplar masculino iba ocupando el lugar que le correspondía de acuerdo con sus posibilidades, dones, dotes, prendas o suerte. Se rechazaba mediante las tradicionales fórmulas de estoy cansada, voy a ir al baño, ya nos vamos, tengo mi carnet lleno. O las menos ortodoxas de Sol: pase-usted-mañana, no-se-me-da-la-gana, usted-ta-muy-feo y quién-cré-usted-que-soy.
Los pretendientes conocían los trucos, las excusas y los desdenes, y los daban por válidos pues no les quedaba más remedio y debían resignarse a bajar de categoría, es decir, a asediar a alguna maestra desvalida en busca de alegrías vicarias, a la hija malencarada de algún comerciante pobre, o, si les iba peor que mal, podían salir con buen futuro acompañados por La De Los Pesados Senos, quien, aunque estaba trabajando como sirvienta en casa de Fermín Fano, nadie sabe cómo, se daba las trazas para asistir a todos los bailes de la Cámara Junior y para ocupar una mesa de primera fila sin que valieran los reclamos de Marilú o de las Fernández; esta circunstancia horriblemente adversa para la dignidad de las decentes había hecho que se le inventara a la portaviandas una oculta nobleza emparentada quizás con Alexis el bobo que se decía heredero del trono de Mónaco. Y ya con ese argumento a las recatadas no se les hacía repugnante verla bailar con sus brinquitos de coneja en climaterio, las joyas presumiblemente de fantasía bailándole entre los senos inflamados a la vista del público casi hasta los bizcos pezones. La De Los Pesados Senos era una de las alternativas de los galanes frustrados. Otra, eran las ex vírgenes de El Embajador de la Elegancia que se colgaban hasta cortinas y manteles de colorines para llamar la atención. Alternativas promisorias e incluso punto decorosas. Pero si sucedía que a los solitarios les fuera más mal que peor que mal, les quedaba el consuelo de irse a bailar a la Terraza Bailable, con sus sórdidos ambientes y sus olores de años de miseria acumulados, al Bar Rojo o al Bar Tico, que eran como el duodécimo círculo del infierno. Los Pollitos quedaba excluido de cualquier itinerario alterno por ser demasiado caro, sofisticado y distante, tanto que el taxi no cobraba menos de tres pesos diez centavos.
Y en esos grandiosos bailes se veían cosas fuera de orden común. Fermín Fano, el ateo, siempre tan puntilloso, se aflojaba el corbatín y bailaba con Marilú de Po la cumbia sacudiendo circunspectamente la doble papada, arriba, abajo, izquierda, derecha. Ponciano Po cruzado de piernas fingía no perder la compostura y sin embargo miraba con el rabillo del ojo a Marilú para ver si coqueteaba con el maldito anticristo. La mujer hacía del hieratismo su misión en la vida y de la exhibición de su hermosura una ambulante obra de arte. Rabiaba y bullía sordamente el hervor en Ponciano: una cosa era que él le cediera su mujer en los sueños y en las borracheras, y otra que todo San Isidro en pleno se percatara de ello. Marilú se limitaba a seguir el ritmo, pero con tal arte que parecía estar bailando ballet en el Bolshoi, ajena a cuanto sucedía a su alrededor, dejando escapar de vez en cuando un gritillo que pretendía ser de gozo o deslizando miradas de ausencia que rozaban aquel bosque erizado de ojos: los del negro Termidor que en lo más apartado del salón jugaba a construir castillos con cajas de fósforos. Los de Benito von Chúber, hermético en su posición de genio bajo la mata de pelo beethoveniano. Los de Denario Treviño, apoltronado tras la mesa que gradualmente se estaba plagando de botellas, vasos, ceniceros atiborrados hasta el asco. Los de don Camilo, sapónito, su nariz ganchuda y su vientre de arzobispo, que a pesar de ocultar su pico de loro entre los senos de Melpómena (quien a su vez se ocultaba de su padre tras la espalda de cargador de su amado) no podía dejar de mirar a aquel minotauro estético en la danza de la celebración imbécil de su preciosura.
El primer avance de un norteamericano sobre una nativa fue el de Yoni que se puso de pie, se estiró las faldas de su tuxido y caminó con su paso de cowboy hacia Estrella Fernández, quien, abrumada por el honor, rechazó de plano y con nariz fruncida a los otros pretendientres.
Rotenhook y la Costurera Flaca aplaudieron la acción intrépida, mientras que Mortimer Uno se animó a bailar con una ex virgen de El Embajador de la Elegancia. Bordenhouse empujó a Hope en un intento de que el muchacho dejara a un lado su abatimiento, pero lo único que logró fue un stop it que terminó por agriar el humor del envuelto-en-aguas-de-florida.
Los individuos que no estaban a la conquista ya sea por falta de atributos o por exceso de ellos, se entretenían llenando las mesas de botellas y sus cabezas de intrigas y argüendes, caso de Denario Trevino y Fermín Fano, empeñados en una competencia para determinar cuál de los dos clavaba primero la cabeza del enemigo en el abismo de la derrota. Los camioneros echaban pulsos con los carniceros. Y cuando ya se había bebido tanto licor que éste se asomaba por la boca, por los poros, los ojos y otras partes menos sociales, o cuando no quedaba más fiesta porque la orquesta se iba, entonces siempre había una gresca general y los que salían perjudicados eran los músicos y los meseros, los instrumentos y los vasos hechos trizas, y por eso las mejores agrupaciones musicales del país fueron renunciando poco a poco y tal vez por ello el Baile del Progreso tuvo que llevarse a cabo con la Sibundoy y sus Canallas, que conocía al dedillo veinte piezas y barruntaba con mediana solvencia otras cien.
Dos hechos simultáneos, aparentemente contradictorios, oscurecieron la celebración. El uno fue que Alexis, el Príncipe del Mónaco, habiendo sido convencido por los Profesionales de que a medianoche se podían pescar lindas sirenas en el río, cerca del Prado, fue capturado por una de esas sorpresivas avenidas de agua y barro y piedras que bajaban en los últimos tiempos del Cerro de la Muerte, arrastrado un largo trecho y convertido en un harapo humano que quedó colgando de un árbol, cerca de la casa de las Fernández. El otro suceso, que tiene relación con el incendio y la riña de Denario Treviño contra Sebastián Pereira cerca del edificio del cuerpo de bomberos, queda por investigar.



30. Segunda parte del mancebo agredido y el juicio.

Después del suceso de James Po con Bordenhouse los muchachos de San Isidro quedaron curados de ambiciones y si alguno solicitó trabajo, fueron Bogar y el Paticorvo Palomo, que de ninguna manera podían ser clasificados como mancebos. El desafuero de Bordenhouse fue conocido por las autoridades de la compañía y como consecuencia el hombre fue trasladado de planta con raíces al Cerro de la Muerte, donde, no cabe la menor duda, debió sufrir terriblemente, arrastrando entre el polvo sus grandes maletas de cuero llenas de botellas de agua de florida, fried potatoes y Coca Colas que se tomaba 48 al día y sin las cuales decía sufrir escalofríos y retortijones y bajadas y subidas de presión.
Y en lugar de Bordenhouse se instaló en la oficina de admisiones Johnny, Yoni a secas, nadie le conoció otro nombre, ni él lo reveló ni quiso que le asignaran el míster, sino que pedía a todo el mundo que lo tratara de Yoni, con sus pantalones de mezclilla desteñida y la alegría constante, chasqueando los dedos cerca de sus orejas y metiendo la cabeza entre los hombros como una tortuga, fanático del Quijote, siempre tratando de encontrar entre los postulantes a algún Sancho Panza, a algún Sansón Carrasco, a algún Caballero de los Espejos, a algún Espaldián, a alguna Maritornes o Soplamicos. Y efectivamente los halló en el alcalde, en el Paticorvo Palomo, en Epaminondas, en la Musoc y en otros cien personajes que frecuentó sin más interés que dejarlos vivir a sus aires.


Muy bien, muy bien —interrumpió el Giocondo—: no todos los gringos son malos, como no todos los negros simpáticos ni todos los gordos felices ni todos los presidiarios culpables y no hay que tomar el toro por los cuernos o la locomotora por el tornillo o la pluma por el ave o la mano por el dedo.
El Giocondo por primera vez estuvo de acuerdo con lo que Mateo Albán había escrito.
—¿Es guapo el Yoni? Si no es guapo de verdad tú puedes hacerlo en la novela divino de solemnidad.
—No. Quiero hacerlo feo, feorrible, con nariz de camello y cuatro pelos en la barbilla.
—Te juro que te rompo el cuadernillo, Mateíto, te lo rompo.
—Lo vuelvo a escribir y punto.
—¡Malo! —dijo el Gicondo pateando el suelo con gracia de pura sangre y haciendo trompas.
—Bueno, lo voy a hacer guapo como un dios griego.
El Giocondo aplaudió, tomó la cabeza de Mateo y le dio un beso en la calva coronilla. (Que no era calva, pero para el efecto del beso queda que ni pintada.)
Si el Gioco estaba satisfecho con la fachenda, no así los demás perfidiarios que hacían auténticas manifestaciones multitudinarias frente a la celda del Historiador litorate: el Lengua, porque Patrocinio, tan fundamental personaje, había desaparecido como engullido por los infiernos y si aparecía era sólo fugazamente y para decir tonterías. La Raboflojo porque le tomó cariño a James Po y había amenazado a Mateo con cortarle una si no dedicaba por lo menos cinco cuartillas a su héroe. El Cananeo porque habiendo seguido con atención la vida de Vladimiro, intuía ya, por algunos indicios, que acabaría mal. El Mico porque consideraba que hacía falta más acción. El Carelapa porque encontraba la historia demasiado irreal y preguntaba si por algún acaso, remoto pero posible, los personajes no se acostaban con mujeres y hacían lo que se debe hacer en esos casos, si no había por ahí muertitos, grandes pasiones adúlteras, acontecimientos que cimbraran la tierra, vaya, Mateo, las novelas siempre deben ser más grandes, más divertidas, más trágicas, que la vida real, y si no, para qué escribirlas, para qué leerlas, bah.
El Condón había hurtado tres capítulos en los que se contaban graves sucesos sobre el pasado de San Isidro de El General y por hallarlos demasiado parecidos a las novelas de Emilio Salgari que leyó en su negra infancia y luego a hurtadillas volvió a leer tras robarlos de la celda de Mateo, decidió guardarlos para su propio solaz en los momentos de aburrimiento, hecho que, desgraciada o agraciadamente, va en contra de la correcta comprensión de esta historia.
Y el Loco, aunque aprobó el último cuadernillo, señaló que la novela llevaba camino de convertirse en un muestrario de personajes goyescos y de caricatura que desorientaban al lector porque no tenían un desarrollo lógico ni una secuencia ordenada ni una integración al conjunto.
Y Mateo respondió que lo suyo no era una novela ni una nivela ni otra chingada madre sino una serie de chispazos que se podían leer sin ningún orden porque cada cual brillaba con luz propia y sopilante. Y que si la gente lectora se olvidara de los nombres, los tiempos y los espacios, podría leer la obra con gran gusto y provecho, o con disgusto y desprovecho, como diría el negro Vladimiro, y vivir su vida sin tantas complicaxiones. Y a pesar de la respuesta que quiso ser brillante, Mateo Albán, el cuitado, estaba enfermo como la famosa princesa nicaragüense, ya no comía, dormía poco, sólo faltaba que los suspiros escaparan de su boca de fresa y cuando dormía soñaba con sus personajes y hablaba con ellos sobre los posibles destinos, se sentaba a la mesa con don Eutifrón, quien estaba convencido de que por algún sortilegio su novela influía sobre las personas reales y le solicitaba amablemente que tomando en cuenta esto, iniciara una era de prosperidad en la cual el alcalde tuviera un papel sobresaliente. Y si no era en la escena del banquete, se descubría atacando a Robustiano con un cuchillo de papel o destruyendo las torres de la catedral con la fuerza de la pluma, o se veía perseguido por los amigos del Paticorvo Palomo o protegido por los Profesionales o se encontraba a sí mismo en una larga playa, con el sol dándole en la cara y las cuatro Fernández bajándose de sus marcos para rodearlo insinuantes. A veces eran sueños agradables pero con más frecuencia lo atacaban bestias nocturnas. La peor de las pesadillas era una en la cual se hallaba en la pista de un circo (el Liceo, el Cine de la Medalla Milagrosa, la catedral) rodeado por todos sus personajes y por algunos escritores (Pirandello, Unamuno, Cervantes, Borges, Carpentier, García Márquez, Platón) quienes, uno a uno, iban pasando a un estrado donde señalándolo con un dedo índice, le gritaban: Mateo Albán, ¿por qué nos plagias, por qué nos juzgas?, ¿por qué nos expones al escarnio público?, ¿por qué mientes, mala semilla?, deformas la historia, Mateo, agrandas mis vicios, te ríes de todos, rebuscas palabras y robas expresiones para ocultar tu ignorancia y tu cobardía, ajustas la realidad para darle gusto a tu ficción morbosa, ¿para qué escribes, Mateo?, ¿a quién ayudas? Y también veía a otro Mateo Albán, que asumía toda la responsabilidad en nombre de don Garrapata, sentado en una cabaña solitaria en Urique, Chihuahua, escribiendo sobre Mateo Albán. Y así seguían girando en torno suyo los engendros, los ángeles, íncubos y súcubos y réprobos, la Musoc, la Sietecolores, la Malandra, hasta el momento en que el padre Soto dictaba sentencia y cuando se iba a ejecutar (¡que le corten la cabeza, que le saquen el corazón y le emasculen las pelotas!), despertaba sudando en la oscuridad de su celda y se asomaba con grandes dificultades a la estrecha ventana y veía solamente sombras, simulacros descarnados, caminaba reflexionando, volvía a acostarse y de nuevo comenzaban las acusaciones siempre nuevas, como si estuviera unido a una culpa imprecisa por medio de un cordón umbilical que se perdiera en una penumbra cada vez más densa, y solamente ya avanzada la madrugada, lo dejaban defenderse y decía que no era culpa suya el universo ni sus pecados ni sus virtudes y que si lo pintaba así era porque no podía verlo de otro modo y que si querían otra novela que le dieran otra vida o por lo menos un universo diferente, que el suyo era apenas una sombra, un reflejo, y que de alguna manera todo estaba afuera, más allá de toda comprensión y en especial de la suya, tan reclusa, encerrada y sitibunda. Y con estos argumentos despertaba para hallar que lo esperaban nuevos jueces. Entonces, en su confusión, se daba cuenta que el sueño comenzaba a repetirse minuciosamente.


30 y medio. Historia de Samuel inventor del samueleo


Para cumplir lo prometido he aquí la historia del más popular y visitado villano de San Isidro:
Samuel fue un zambo pernicioso que acostumbraba contemplar a la madre de Robustiano, a la que, con poco sentido del tacto se apodó Madrecoño en uno de los primeros cuadernillos —desaparecido ya saben cómo— cuando se estaba desocupando por sus intersticios y se hallaba muy entretenido en esa labor, cuando ella, que conocía ser objeto de éxtasis y abominaba de la exhibición de sus maduras grasas y de la degustación de sus intestinales aromas, introdujo una fulminante aguja de tejer por el agujero y lo destituyó del mundo al momento, al y al instante e isofacto, porque no sólo le admisionó el ojo, sino la materia gris, con orificio de salida por transcráneo y occipucio, interesándole la cabeza superior de la médula espinal.
Los muchachos de San Isidro de El General le rinden culto practicando sus rituales desde la temprana edad de diez años y se encomiendan a todos los santos antes de aplicar sus sensibles ojos al misterio del abismo, no vaya a ser que les toque idéntico y cruel destino.
Fin.

31. El Cristo del padre Clímaco.



San Isidro de El General nunca fue un pueblo especialmente devoto, quizás debido al hecho de que primero llegaron las prostitutas que los curas o porque el ambiente caldeado no dejaba sosiego a los temperamentos o por otras causas de esas que todos sospechan pero que ninguno quiere saber. El caso es que los bailes en los bares tenían un significado mucho más profundo que cualquier rito religioso y las mujeres hermosas o hábiles o marrulleras o insospechadas tenían un estatus y un corazón alegre mucho más alto y vivaz que las beatas. De éstas últimas había pocas o quizás ninguna o quizás una por el tiempo en que llegó el padre Soto sacudiéndose la sotana de principiante. El caso es que un día comenzaron a aparecer las mujeres con paso sigiloso y vestidos fúnebres y miradas oblicuas, encierros tozudos y rezos atrabiliarios y pronósticos de avernos. Muy pronto los generaleños comenzaron a llamarlas zopilotas.
El padre Soto encontró muchos, grandes y diferentes problemas que enfrentar, primero porque ya existían ciertas formas de culto que tenían visos casi religiosos como por ejemplo la admiración por los hombres que arreaban a los chanchos originales por montañas y cañadas y la veneración por los gigantes negros que habían construido la antigua carretera, de los cuales se contaban historias ridículas por lo exageradas e inverosímiles. Segundo, el fino respeto que los del Barrio del Cementerio tenían por las del oficio más infeliz o dichoso del mundo. Tercero, el gran valor que se otorgaba al aguardiente lija o guaro por sus virtudes curativas universales y a sus consumidores quienes invariablemente tenían en sus labios recuerdos de grandes bebedores y proezas. Cuarto, el escepticismo casi fanático con respecto a las posibilidades de la tierra rojiza que hacía descorazonar a los que arriesgaban alguna empresa ligada al suelo y que convertía al pueblo en un sitio exclusivamente comercial, inestable y peligroso, dependiente del mercado al cual llegaban los campesinos después de largas jornadas a pie o en burro. Además del culto enfermizo y sin duda perverso a Samuel, que se practicaba desde la pubertad, particularmente entre los muchachos, también había supersticiones que sostenían algunos yerbateros, chamanes, brujas armadoras de sortilegios y curadoras de males incurables, vendedores de elíxires y esencias, indias abigarradas con mil mantas y encogidas como ratones recién nacidos, extranjeros portadores de macrófonos y habilidades sugestivas extraordinarias, perros embrujados, madres aullantes sin cabeza en busca de hijos descarriados, pájaros agoreros, piedras talismánicas y toxtitoles, metales magnéticos y malditos, calzoncillos contra males de ojo y de pinga, figuras cromadas que protegían contra la furia de los malos espíritus y las seducciones de los falsos buenos, niñas iluminadas que sanaban lepras, que hacían correr maratones a paralíticos, retornaban ojos a sus cuencas y aguas a los ríos secos y toda la laya y estirpe de profesiones, oficios y conjuros practicados por personajes que fueron los primeros dentistas, parteros, casamenteras, jueces, policías, gentes y gentecillas que en fin cumplían las funciones que el hombre común, preocupado por el vientre, el calor y la rasquiña que ocasionaban los zancudos, dejaba a un lado.
El sombranegra padre Soto asombró al pueblo construyendo una iglesia en asocio con María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa, quien encontró la semilla de la vocación en el momento en que un mal hombre abusó de ella en un lote baldío y le dejó a la que sería Colonia, más tarde apodada la Santa Flaca, sembrada entre el espinazo y el ombligo. Mucha gente asistió a la inauguración de ese armatoste de maderas y latas lleno de figuras barrocas de yeso pintado simplemente por curiosidad…

¿Pintado simplemente por curiosidad?

pero en cuanto el cura comenzó a hablar de malas costumbres y a soltar tal cual nombre propio, los generaleños ya se dieron cuenta que ese señor vestido de solterona había venido a defecarse en la alegre francachela de la vida y a dárselas de manejador de morales a inmorales. No le organizaron la bronca en el mismo santuario porque doña María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa se había parado al frente con su bastón espantaperros y desde allí vigilaba cada movimiento y asentía apoyando cuanto decía ese muchacho de barriga incipiente y calva artificial. A ella se la respetaba debido a viejas relaciones que se perdían en el tiempo, tal vez por haber sido la elegida del contrabandista que le defenestró la vida y le descuadernó las coyunturas, el que murió durante la guerra entre Colombia y Costa Rica, cuando se peleaban las Bocas del Toro, antes que el presidente del País del Sagrado Corazón le regalara a su gran amigo Teddy Roosvelt ese gran chorizo inútil que según él era Panamá para que se construyera un canal y uniera dos mares que habían estado la eternidad previa en discordia.
Decíamos que no lo agredieron por respeto a María de Los Ángeles, quien conservaba, a sus 101 años, el vigor que parecía robar a su hija Colonia, la pobre se agostaba de cuerpo y florecía de busto, y sin embargo sí se atrevieron a interpelarlo cuando lo vieron pasar con su polvorienta sotana aleteando al viento frente al Bar Tico. Le gritaron que si ya le había llegado la regla y le pasearon una linda putita al frente para que le moviera el culiculiambro y le despertara el animalito. El padrecito se tapó los ojos con las dos manos y siguió caminando a tientas por un territorio desconocido. E hicieron más: le arrojaron desperdicios desde el techo del mercado. Creyeron que lo habían asustado, pero es que no conocían a los Soto: al domingo siguiente asistieron al sermón para ver qué decía y se dieron cuenta que se habían equivocado equinoccialmente: el cura amenazó con rayos, terremotos y otras desgracias (ese día comenzó el padrecito con la cantaleta de que la piedra del Cerro iba a perder el equilibrio y a bajar retumbando hasta San Isidro, donde dejaría el pueblo convertido en un amasijo de polvo rojo y carne molida de tercera). Tarde o temprano, decía, a todas las ciudades pecadoras les llega, y los generaleños se reían porque nadie sabía de dónde iba a sacar tanto artificio de cataclismos y maremotos. Dudaban mucho que el muchacho con olor a alcanforina tuviera tantas influencias ante las potencias telúricas y celestiales. Sólo que la misma María de Los Ángeles de la Medalla Milagrosa le ayudara con la lengua, lo que no era de despreciar.
Los generaleños no cejaron. Dispusieron hacerle unas cuantas travesuras que el curita comentó de buen humor con su beata más adicta. Terminaron por aceptarlo como un mal necesario, al lado de las sequías, el polvo rojo, las avenidas traicioneras del río y las lluvias de goterones como pedradas del odio de Dios. Del mismo modo el cura terminó por admitir la naturaleza perversa o juguetona del pueblo según el humor del día y se fue despreocupando de todo lo que no fuera el santo pisto, es decir, el fundamenutum inconssusun veritatis. Sus preocupaciones se centraron en la conservación de las imágenes, la organización de las ferias desenfrenadas a beneficio dizque de ellas y el surtido ininterrumpido de Gran Marqués de Riscal, al que calificaba con desvergüenza como vino de consagrar. ¡No supiera yo! Amaba sus cuadros, grabados y santos de yeso y eso era festival viene y festival va para el nuevo bienaventurado que él se buscaba en santorales y almanaques. Y si no hallaba a quién celebrar, se inventaba un nombre, una población ignota de origen, unas cuantas hazañas milagrosas y entronizaba a su divinal engendro. No tuvo ningún descaro, cuentan que cuentan que cuentan, en fijar, cuando ya la devoción estuvo bastante avanzada, una especie de impuesto personal sobre todo el dinero que se recogiera pues consideraba que ser ministro de Dios requería de una preparación tanto física como mental y dentro de lo físico tenía sus muy particulares categorías: el aparato más importante del cuerpo, la boca. Con ella se alababa a Dios y con ella se le insultaba, dos actitudes contradictorias y peligrosas que se podían conciliar con otra que acercaba al Divino Maestro: el comer. De estas inferencias confusas y acomodaticias partía toda una construcción que servía para justificar su vida muelle y un vientre plenipotenciario que no hallaba sosiego ni con reses adobadas ni con cabritos al pastor o conejos a la leña. Ya se sabe: puercos no comía por respeto a la tradición original del pueblo. Alimentos que desaparecían en el umbral de su humana boca con olímpica impiedad. Decía que todas las cosas comestibles fueron creadas en un tiempo por el Señor y almacenadas en las celestiales bodegas y en ellas estaba fundido el bien y el mal: durante ese tiempo los dos poderes no reñían porque Dios los mantenía en tregua casi eterna, pero cuando creó el mundo, al descansar el séptimo día, se le escapó de las manos el mal y aparecieron la perversidad, la lujuria, la envidia y las mujeres. Por todo esto, contaba Denario Treviño, su gran amigo, la misión de los cristianos, es decir, de los verdaderos y santos, era ayudar a Dios a restablecer la armonía original: para lograrlo, los escogidos, como él, modesto párroco de pueblo, comían con sus sagradas bocas que el Señor les dio los manjares de la tierra y en sus íntimos intestinos se llevaba a cabo una especie de catálisis que separaba el bien del mal. El bien era expulsado en forma de suspiros que por su baja densidad se elevaban hasta el cielo pasando por las capas atmosféricas, yendo a reunirse con los espíritus celestiales que los atraían como el imán a las limaduras de hierro; el mal, por otro lado, se iba sedimentando en la tierra, casi como el barro en aguas estancadas y esa era la razón por la que había con el girar del planeta cada vez más crímenes y violencia. Un día, así, las almas buenas subirían al Cielo como recompensa al trabajo de purificación y abajo sólo quedarían la podredumbre y los cuerpos nefandos y en ese momento, cuando se estableciera la absoluta separación, Dios recuperaría el dominio sobre sus criaturas y su creación y podría reiniciar la elaboración de un universo ahora sí perfecto, a menos que de esa especie de bolsa maldita que él guardaría en los sótanos del infinito se escapara el mal por algún hueco y se iniciara de nuevo el trabajo de purificación.
Que el padre Soto fuera un musulmán y un hereje era asunto que divertía mucho a Fermín Fano: “Este pueblo tiene lo que se merece, aquí las únicas que dictan cátedra de moralidad son las putas”, decía. No eran muchos los que conocían las manías especulativas del Padre Vientre, así lo llamó don Camilo, que curiosamente aparecieron después de la llegada del nuevo sacerdote; los que compartían el secreto sospechaban que estaba envejeciendo antes de tiempo como Colonia, o que se estaba trastornando ante la caída del pequeño imperio que había soñado fundar. Pero esto se guardaba entre papalinas, como se guardaron las viejas imágenes de yeso cuando estuvo construida la nueva catedral. El padre Soto en sus sermones seguía siendo muy reservado y ortodoxo, pegado a la letra del evangelio, tremenda y artificialmente moralista, ¡non fornicare!, decía con voz cargada de presagios y miraba a don Camilo, quien en pleno centro de la nave eclesial se rascaba el trasero con una flaca mano de palo de sangre, ¡amaos los unos a los otros!, y dejaba escurrir las palabras hacia María de Los Ángeles que había comenzado a llamarlo primo y a compartir el Marqués de Riscal, como si la vejez los hubiera acercado. Ella escuchando todos sus sermones, parada justo debajo del púlpito esperando que por azar los ojos del párroco se fijaran en su cara de anciana con cara de niña, para entonces iluminar su rostro totalmente transportada en una sonrisa beatífica de pasajera rumbo al cielo en vuelo sin escalas.
Antes de la llegada del nuevo cura, Clímaco llamado, los asuntos religiosos se mantuvieron en un estado de inmovilidad, veinte personas por oficio divino, que contrastaba con el crecimiento demográfico y el aumento de turistas en el anfiteatro del hospital y de habitantes en el Barrio de Cementerio. A pesar de esto hubo gran extrañeza cuando lo vieron descender de la Musoc. Unos creyeron que iba de paso hacia las espiroquéticas tierras de Palmar Sur donde valía más una baraja que diez vidas humanas y la mujer era un artículo de libre comercio, y otros conjeturaron que venía nada más a visitar al padre Soto en un trámite pastoral. Pero no fue así, vino a quedarse, hizo que bajaran del techo del bus un baúl tan gigantesco como un catafalco de cuerpo doble. El mismo se lo echó al hombro con ayuda del bobo de Mónaco y Californio el Simple, todavía sin burrita amada, y se dirigió a la casa cural, la que sería después destruida por una explosión de pólvora durante las ferias de San Isidro. El párroco supuso que era un farsante sobre todo porque, dijo, tenía cara de taimado y amojamado y era obvio que traía colgada un alma demasiado pesada para un hombre tan joven. Lo recibió con la hernia asomándole a los ojos y la neurosis alborotada. Cuando le pidió las credenciales del obispado debió dárselas saludables pues inmediatamente su actitud cambió.
Después de ellos llegaron los que zambullían a la gente en el río con el pretexto de alejar a los espíritus y bautizar las almas, los que se bañaban con pantaloneta amarilla y no comían por la noche, los que hacían sus asuntos con la mujer una vez al mes y con precisión a la hora de la salida del sol, los que prohibían a sus hembras cortarse el pelo, los que degollaban cerdos (herejía más que vil en un pueblo que respetaba sus tradiciones, por la cual más de un individuo de esos fue escabechado en los barrancos cerca de la Cuesta Pedregosa), los que tomaban vino, los que no tomaban vino, los que llamaban a Dios a gritos y los que permanecían silenciosos años enteros, los que se flagelaban con alambres de púas y se curaban con vinagre las heridas, los que creían en el diablo, los que creían en la Santa Muerte, y, como decía a el maestro Zalamea, la audiencia crecía, y crecía y sigue creciendo, sólo que no había quien diera fe de ello, hasta que Mateo Albán se tomó el trabajo.


31. Nueva carretera con monumentos de sal y estatuas metálicas.
Palomo, Bogar y el zapatero en la vía.


El trabajo de remodelación de la carretera comenzó a partir de dos puntos. Uno quedaba en San Isidro y otro en Cartago. Día a día llegaban nuevas máquinas montuosas que estorbaban el paso a los autobuses, pero esto no preocupaba sino a dos o tres retrógrados y analfabetas, más bien daba motivo para alegrarse viendo, tal como sucedió con la catedral, que avanzaba el trabajo de forma contradictoria e incomprensible. La fórmula de la buena vida era elemental: resignarse a lo inevitable y evitar lo evitable. La entrada a la ciudad, en la cual antes había una hondonada obra de aguas turbulentas y siglos pasados, se vio convertida por arte de acumulación de tierras en una planicie de aeropuerto. A lo lejos se escuchaban detonaciones, tras las cuales los isidreños imaginaban montañas allanadas, abismos salvados, túneles abiertos hasta las puras entrañas de la tierra. Patrocinio Aramburo trasmitía reportes cotidianos acerca de los progresos del trabajo, recogía estadísticas sobre el porcentaje de turistas que llegaba a alojarse al Prado Motel, hacía entrevistas a los ingenieros norteamericanos quienes veían con optimismo las faenas, leía los informes de la compañía en los que se incluían detalles sobre la construcción de grandes carreteras, represas y vías férreas en el África feroz, la Amazonía misteriosa y la ignota y fría Siberia. Aramburo no excluía de sus comentarios maliciosos los murmullos sobre los romances en marcha entre la crema innata de las niñas sociales y los vaqueros tatuados de la RRR.
A la Rallenger, Ropinno and Rashville se habían sumado muchos isidreños, incluso algunos que jamás habían pensado en trabajar, como el Paticorvo Palomo, quien, a modo de aventura, decidió abandonar su lugar casi estatuario en el parque y la sastrería y dejar vacante la dirección de su grupo chévere para convertirse en lo que llamó un hombre de provecho orgullo de la patria. Bogar, hijo de Denario Treviño y Clementina La Más Fina, también consiguió trabajo. Lo logró exhibiendo su título de bachiller y deslumbrando a Johnny con unos cuantos disparos de fantasía a la canasta en la cancha de básquet que quedaba cerca de la oficina de admisiones bajo el guayabal. (Los guayabales extensísimos son parte importante muy de la historia de San Isidro. Los había y los hay en torno al Liceo Unesco, rodeando El Prado, escoltando el río desde la entrada al pueblo a lo largo de su curso hasta la salida, por el Cementerio, y en muchos otros lugares: fueron testigos de tantos abusos malsanos como de actos de genuino amor y de uno que otro crimen piadoso).
Después de firmar el contrato en el que Bogar se comprometía a cumplir con los deberes y atribuciones de un peón raso, carente incluso de casco, y para celebrar el suceso, jugaron una veintiuna en la que Johnny tuvo que sacar de la manga las jugadas que le dieron prestigio en McCollum Hall durante los tiempos en que estudió ingeniería en Kansas Universitiy en Lawrence. Los hombres que estaban haciendo fila para llenar sus solicitudes no tuvieron más remedio que ser espectadores de la impresionante veintiuna que se prolongó por una hora pues tanto Johnny como Bogar utilizaron técnicas rabiosas de defensa y marcaciones milimétricas que impedían los disparos a canasta. Terminaron cada cual con dos kilos menos, la temperatura era de 42 grados centígrados, abrazados, convertidos en hermanos y brothers for ever y para siempre.
Mientras Bogar se alejaba de los Profesionales, ya en trance de cambiar su apelativo para llamarse Intelectuales, les decía: Largos caminos me quedan por andar y si en alguno tropiezo espero que haya viejos amigos que me quieran levantar, haciendo uno de esos gestos elegantes y muy suyos y sabiendo que a sus espaldas ellos quedaban comentando ese Vérgamo Bogar, hasta para meter las patas es un gran tipo, que tiene estilo, lo tiene, ¡oh yea! Y allá los dejó sentados en el Prado Bar descifrando monigotes que dibujaban las nubes en el cielo y las huellas del trapo sobre el mostrador, inventando formas de robarle una nueva interpretación al tiempo, a la vida, al amor, haciendo bromas en torno a las pretensiones de Bogar de ser un hombre común y corriente, un convencional, negando que alguno de los Profesionales, hombres contemplativos por naturaleza, pudieran dedicarse a labores tan plebeyas como las de un peón.
Porque aunque Bogar pudo haber conseguido un puesto de ejecutivo, con whisky, chicas y patas sobre un escritorio gracias a su creciente amistad con Johnny, prefirió ser un vil y llano villano peón, diciendo que deseaba experimentar lo que se sentía allá abajo. Y fue cierto que lo hizo. Él, que se preciaba de ser el Rey del Tiro Libre, el Príncipe de los Malos Olores, el máximo exponente de la actividad dialéctico-trivial, el más genuino espécimen de la generación de los Peloduros, hijo de Clementina La Más Fina, la puta y dueña de putas más europea, imaginativa y donosa de la región, y de Denario Treviño, el hombre de los diez anillos y los ciento cincuenta kilos de peso, se dedicó con todas sus exiguas fuerzas a clavar pines y cinceles, a volear mazo, a cargar sobre su espalda sol y frío, hambres y sedes. Cada sábado los Profesionales lo veían más flaco de cuan flaco era, una pura pornografía humana. No va a durar, se dijeron, pronto se termina, esperaban, y ya estaban columbrando las ceremonias del funeral con banda de guerra y hetairas bien vestidas desfilando. Mas él, que los veía desde la minúscula ventanilla de la perrera ambulante, los saludaba y sonreía de lo más contento y orgulloso, haciendo funámbulas con las manos siempre tan expresivas que una vez lo llevaron a proclamarse miembro fundador de la oculta secta jeroglífica llamada Los Gesticulantes. Definitivamente, infinitivamente y verbigracia, comentaban Betoben e Epaminondas, el Profesional que trabaja y está contento, necesariamente y por fuerza debe tener algún problema de enciclotimia o ezquizofrenosis.
Y también se unió a la RRR el negro Vladimiro quien había llegado al convencimiento de que Crisóstomo Reflejo, el que lo había atraído a San Isidro, era un espíritu burlón. Y con Vladimiro llegaron algunos de sus amigos y los admiradores de su piel de negro divino y su sonrisa abotonada y sus ojos de iluminado. También llegaron a la convocatoria los compadres carniceros y los conductores de camiones transatlánticos. Se juntaron y allá fueron, a la puerta de la oficina de Johnny, en una cabina del Motel El Prado. No tuvieron que rogar mucho pues eran hombres robustos y bien dispuestos a amansar tigres, violentar doncellas y enamorar patronas de amor.
Los isidreños se extrañaron por la decisión del negro lindo: no entendían que un artesano tan fino pudiera dejar un trabajo que apreciaba tanto, no entendían que para él era un juego, una especie de divertido golpe de dados, dedicarse a romper la tierra para organizar sobre ella una carretera por donde llegaran más negros y más felicidad al pueblo.
—¡Que ganas de comer mierda! —decía Renato—, si le bastaría con sentarse en el parque y sonreír.
Y en verdad era tan agradable Vladimiro que había gente que le pagaba nada más para que enseñara los dientes del más puro marfil. ¡Qué ganas de comer mierda!, insistía Renato, dedicarse a escarbar la tierra como un gusano en lugar de yogar con todas las lindas putitas de este pueblo que se mueren por una vil cuartita de su gaver. Él explicó que todo se debía al malestar de los tiempos que otros llamaban progreso, a la aparición de los calzados sintéticos y las suelas de neolite, a la importación de zapatos de ultramar, a las máquinas de la Talabartería Italiana y a todas esas cosas que lo habían ido arruinando lentamente hasta dejarlo arrinconado, hambriento, con docenas de hijos, en su casa del Barrio del Cementerio, cerca de la Tumba de los Elefantes. ¿Y por qué los carniceros, los traileros, la infinidad de amigos que lo querían como a un rey moro se embarcaron en la misma nave de revolcar tierra y tragar polvo? Un poco por curiosidad y otro poco impulsados por la ambición de lograr en una semana lo que ganaban habitualmente en un mes.
Los trabajadores partían a las cinco de la mañana con el escándalo de las guacamayas y los pericos. Ya por esos tiempos el parque estaba cubierto por un amoroso dosel de ceibas donde hacían su jolgorio los pájaros mañana, tarde y noche. Salían los trabajadores del parque conversando y contando chistes y chismes, alegrándose de la buena paga y el trabajo suave. Pronto una reunión que hubo en El Prado decidió que debía suspenderse el trabajo partiendo de las ciudades, San Isidro y Cartago, y continuarse en el Cerro de la Muerte, para aprovechar el verano. Un verano poco sentimental. A las doce del día los comerciantes callejeros asaban carnes sobre las latas de los coches y los pájaros caían fulminados en pleno vuelo y el río dejaba escurrir apenas unas piadosas gotas y las aves migratorias hacían estaciones en la piscina del Prado para refrescarse.
Desde el día de la decisión comenzaron las penurias, los viajes al Cerro de la Muerte dentro de las perreras en las cuales era casi imposible respirar las dos horas que mediaban entre San Isidro y la cima, la insolencia de míster Rotenhook y míster Malone que trataban a los nacionales como bestias o como fantasmas: como bestias si estaban trabajando, como fantasmas si pasaban a su lado. Primero hubo largos viajes de ida y regreso día a día, luego la compañía RRR se dio cuenta que se perdía demasiado tiempo en ellos y determinó levantar campamentos provisionales en aquel mundo polar en el que el viento lo arrasaba todo o las nubes bajaban repentinamente y era imposible ver porque los hombres se convertían en bultos sin ojos y solamente con tacto, un tacto indeciso, temeroso de hallar, con un poco de claridad, un casco-amarillo insolente. Allá arriba los hombres descubrían por primera vez el calor de otros hombres, el sabroso olor de la humedad ajena que protegía contra ese universo de seres inexistentes, contra la soledad urgente y desoladora. Había que estar tocando algo, como ciegos, contaban. Si no, uno podría volverse loco. Me voy a desenloquecer, decía Vladi, voy a perder la virola y el desentendimiento si no toco una linda teta. Que tras de ceñir un talle y acariciar un seno la redondez de un fruto me vuelve a estremecer, diría Momotombo. Digo yo.
Y después, súbitamente, el verano tan esperado por los dirigentes, se tornó en un invierno tan frío que las palabras se materializaban en el aire, se detenían un momento indecisas, para luego caer con un estruendo de vidrios rotos. El uniforme que se había asignado a cada trabajador era demasiado liviano y sutil para soportar las heladas. Frecuentemente se escuchaba la campana siniestra y se veía bajar una perrera a toda velocidad. Congelarse era, comentaban ruisueñamente, una sensación casi placentera: sentir millones de alfileres penetrando la carne, una necesidad de permanecer inmóvil, un cansancio que va apoderándose de todo el cuerpo y sigues pensando, pero sabes que tu cuerpo ya no es tuyo, sino que has entrado a formar parte de un nuevo género de seres de conciencia mineral y encuentras, sorprendido por la paz que descubres en tal sensación, que tu cuerpo es tu propia tumba. Luego llegan tus compañeros. Te hablan y no respondes. Te tocan y ya no estás. De nada vale que te lleven en la perrera como un bloque de carne yerta y que la campana de emergencias suene, porque ya no puedes, ya no quieres regresar.
Al poco tiempo Bogar, que había hallado un nuevo entusiasmo en la camaradería y el sufrimiento, comenzó a temblar, a cagar verde, a sufrir alucinaciones. No quería bajar a la ciudad porque ya no se sentía Profesional. Estuvo acostado en el campamento cubierto por las mantas de todos los compañeros durante los largos días de soledad. Se aferraba por las noches al cuerpo de Vladimiro que le prestaba su calor y lo cuidaba como a un niño y le contaba historias de negros, sólo historias de negros buenos que tocaban saxofón, cantaban como Frank Sinatra y fornicaban a destajo sin ánimo de lucro o de descendencia, por puro amor al arte y al olor del bagre. Una mañana el Bogar, rey del tiro libre y maestro de las lociones apostosas, amaneció rígido y creyeron que estaba muerto. Lo llevaron a la ciudad en la perrera, que aun vieja y destartalada, alcanzó los 150 kilómetros por hora. Estuvo tres días delirando en el hospital. No supo ni cómo llegó a casa de su hermana, La De Los Pesados Senos, en el Barrio del Cementerio. Los Profesionales lo visitaron en juiciosa romería, como si fuera un santo varón. Se hallaba tendido boca abajo, vomitando sobre periódicos, entre latas vacías y ropas y artefactos eléctricos de última generación recién comprados. Amigos, definitivamente soy un Profesional, es decir, un bueno para nada, dijo, y sólo entonces fue que sintieron un poco de vergüenza. Betoben bajó la cabeza. Epaminondas, cínico, agregó, tienes razón. Serafín, que en esta ocasión los acompañaba, sonrió para sí, como si una vieja sospecha de pronto su hubiera vuelto meridiana y ecuatorial certeza: no servimos para nada.
33. La audiencia crece.
Llegó cargado de ideas nuevas referentes al pecado, el matrimonio, la destemplanza, la función de las iglesias y muchas otras cosas que inquietaban al padre Soto. Lo primero que hizo fue descubrir y desbaratar todo un sistema de contabilidad que llevaba el párroco de los pecados y las indulgencias, en el cual se anotaban puntos a favor y en contra, como si la vida fuera un campeonato en el que el premio sería el cielo y que contaba con toda una red de espías tan bien organizada que cada persona creía ser única y en la cual era digno de ver a las zopilotas dándose aires de sabuesas, hablando como desprevenidas para tratar de pescar a las demás en falta, iniciando confidencias insulsas que cortaban para escuchar las ajenas; tanta fue la planeación que se estableció una especie de oficina al lado de la imagen de San Isidro Labrador con un reclinatorio de terciopelo bordado en el cual se extendían los recibos que se clasificaban en óbolos y ábolos: los primeros a favor y los segundos en contra; con cien óbolos y cincuenta pesos se conseguía un certificado que escribía el mismo sacristán Zaratustra Pereira, en el cual constaba que por lo menos el Purgatorio estaba ganado. La suspensión de este sistema, que en otro tiempo hubiera causado una revuelta entre las beatas, pues les complacía ver que la religión producía dividendos concretos, ahora solamente venía a aliviar un clima de tensiones que amenazaba con descarrilar muchas vocaciones.
La disputa comenzó bastante años más tarde, cuando ya el padre Soto, tras construir la casa cural que sustituyó a la destruida, se encerró al sentirse acorralado por la impetuosidad del Clímaco. El centro de todo fue la llegada de un camión expreso desde la capital. A pesar de que fue introducido por la puerta trasera con todo el sigilo posible, doña Medalla se dio cuenta y difundió la noticia. La operación de trasteo desde el vehículo hasta la sacristía la dirigió el mismo padre Clímaco. El lunes y el martes la catedral permaneció cerrada a los ojos curiosos de las beatas que ya se estaban imaginando quién sabe qué inmensidades estaban sucediendo en sus dominios. Cuando a la mañana del miércoles el portal fue abierto entraron casi en tropel pero sus esperanzas se vieron frustradas porque sólo pudieron ver un gran lienzo púrpura cubriendo una mole informe. Como es lógico las preguntas y las especulaciones no se hicieron esperar, que si era el Purísimo, el Santísimo, o el Bienaventuradísimo, o alguna representación de la Pasión, o algún santo bien milagroso. Para no perder la costumbre el padre Soto, que ahora estaba a la sombra, fue el encargado de organizar el festival y ni siquiera la misma María de los Ángeles logró sacarle el secreto pues parece que tampoco tenía idea de lo que Clímaco había traído; que era una figura, eso sí lo sabía, y que era de madera fina también, porque había estado rondándola hurtadillas y su olfato no la engañaba con el cedro del Líbano.
Antes de pasar a los juegos, a la ruleta, los dados y el enchocle de aros en botellas, se celebró la misa en que se debía descubrir la figura. A ella asistieron las personalidades usuales, a más de don Camilo quien en su constante investigación fundamental, había sospechado que ese día, en el preciso lugar, iba a suceder algo digno de su Estravagario, uno de los tan poco corrientes ombligos espacio-temporales que perseguía incesantemente desde que ingresó a la Logia de Los Grises Disquisidores, cuyo fundador y único miembro era él mismo. Aunque los demás no pudieran verlos, iba equipado con gran cantidad de aparatos con los que pretendía determinar las condiciones ambientales en que los fenómenos umbilicales se manifestaban. A su lado llevaba, ésta sí muy real y visible, a Melpómena Rabo de Puerco. Tras ellos estaban el Poeta Gordo y sus tricoferinas y un señor desconocido y elegante que acompañaba al negro Termidor. También había mucha gente menuda. Cuando después de un apotetónico discurso, pues aquello no era un sermón, Clímaco descubrió la imagen, hubo pupilas dilatadas, tensiones altas, cabellos erizados, secreciones inoportunas. Al principio lo que asombró fue la expresión de serenidad. Aquel rostro era hermoso, tranquilo, no atormentado como los de los demás cristos, con unos ojos tristes, el cuello delicado, los hombros angulosos y las clavículas salientes, tal como debían ser, comentaban después los más templados, pero bajo un hermoso ombligo había un órgano de amor, placer y orinar desnudo y de proporciones normales, pocos decían que casi infantiles, apoyado sobre los limpios testículos que lo levantaban ligeramente y le daban un candor y un deportivismo inconfundiblemente griego. Sin embargo, tras la huida en desbandada de las beatas y de algunos mojigatos, el miembro fue creciendo, creciendo, hasta ocupar casi todo el espacio de la ciudad, y no sólo fue la figura que los pasmó, sino la apología que el padre Clímaco hizo a la desnudez que a veces confundía con la sinceridad y en ocasiones con la honradez. Todos los que permanecieron quietos tras la desbandada de los débiles de espíritu, se miraban azorados, el dentista se guardaba los aplausos y los gritos de júbilo, Termidor los ¡ajúa! de mariachi tequilero. Don Camilo, inmóvil, para no romper la atmósfera y para hacer que le durara el gusto que Melpómena les restregaba en la cara a los Po, a don Eutifrón y a las Fernández. El padre Soto permanecía tras el altar acurrucado como un buitre deshilachado y sin plumas. Sólo María de Los Ángeles de la Medalla Milagrosa, su beata más adicta, lo miraba, tal vez tratando de hallar una explicación a todo aquel estropicio tan poco sacrosanto.
No hubo argumentos para refutar al joven clérigo, las palabras fueron lacerantes y encontraron un eco casi morboso en las paredes de la catedral que todavía no tenía un equipo de sonido adecuado a sus proporciones.
Desde ese día pareció que San Isidro había perdido la especie de estado de beatud o pendejez en el que había vivido. Las gentes se miraban como avergonzadas, sobre todo las asiduas a la iglesia. Era como si de un momento a otro se hubieran dado cuenta de algo terrible que todos sabían pero que no se atrevían a confesar. Un movimiento de descontento comenzó a gestarse en la ciudadanía, parece que alguno de los grandes lo impulsaba pues su prestigio estaba sufriendo ante aquella extraña ola de jueces que aparecían en todas las esquinas. Era claro. En el fondo de todo estaba el Cristo inmoral. Al principio la forma de protestar fue individual: la que acostumbraba prenderle una velita a San Isidro Labrador no lo hacía, la que adornaba el altar parecía olvidarse de sus deberes, el sacristán suplente, Manuel Soto, panadero en sus horas libres, tomó partido y decidió no volver al trabajo.
El padre Clímaco no tomó muy en serio estas actitudes pero ante el espectáculo de la gigantesca catedral vacía donde sus pasos resonaban largamente, decidió hacer concesiones. Mandó construir un techado de cinc en medio del parque y allí colocó la efigie, a la vista de los deambulantes. Pero todo pareció seguir siendo igual o quizás peor, ya el ambiente de la catedral no era el mismo, la presencia de Cristo desnudo seguía flotando como un reproche que contaminaba la atmósfera extendiéndose hasta los sitios más alejados. El único que se sentía a gusto en la iglesia era Californio el Simple, quien se divertía inmensamente con los ecos mentirosos, se deslizaba hasta el Cristo desaparecido que para él seguía en su lugar, le ofrecía su truhanería, le decía espérate un momento y verás lo que hago para vos, avanzaba pegado a las paredes, subía las escaleras y llegaba hasta el gigantesco órgano traído quién sabe cómo desde Brandemburgo y, mediante la presión de una de sus teclas, le robaba una nota que hacía estremecer el edificio y cuando sentía subir al sacristán, se convertía en lombriz para salir por una claraboya y bajar deslizándose aferrado a los tubos del desagüe gritando como un bombero, y cuando el guardián del templo llegaba todo estaba en su sitio de modo que parecía obra de los espíritus chocarreros que se estaban poniendo villanos de un tiempo para acá. Y Californio para entonces ya iba iniciando su desmedida carrera Cuesta Pedregosa arriba, montado en la fiel Anastasia que parecía comprender y disfrutar de la travesura.
Tampoco en el parque los isidreños pudieron soportar la presencia del Cristo. Los paseos de los ancianos u ociosos, las caminatas de las parejas de mensos de amor con los dedos meñiques decentemente enlazados, las relajadas andanzas de las niñas chupando helados e imaginando inmensidades y contando chismes durante los sublimes atardeceres, se convertían en torturas para doncellas y doncellos y toda la laya de auténticos y falsos castos, así como verdaderos jolgorios para las níñas díscolas que vivían de sus cuerpos y de filosóficas discusiones, insolentes pláticas y afligidas aflicciones por parte de Paticorvos, Profesionales, vagos de profesión, intelectuales e intelectontos, beatas y malandras, todos tenían algo que ver o algo que ocultar a los ojos del Cristo. Era inevitable mirar aquella bendita imagen maldita. Clímaco se rindió. Hagan con él lo que quieran, les dijo a Denario Treviño y Ponciano Po. Lo tiraron con poco tiento en un camión y fueron a dejarlo al Barrio del Liceo. Al día siguiente estaba de regreso en pleno centro de la ciudad, al lado de una protesta formal firmada por el Poeta Gordo, su mujer y veinte más. Lentamente el Cristo desnudo iba contaminando o iluminando los sectores por donde pasaba. Nadie lo quería y nadie dejaba de quererlo.
¿Y ahora qué hacemos con él?, se preguntaban. Hubo quien propusiera quemarlo, al fin y al cabo debía ser obra del demonio, pero a ello se opuso Ponciano. Al otro fin y al otro cabo debía tener algo de sagrado, ¿no? Cuando el problema amenazaba destruir los ánimos y enfrentar a los partidarios de bandos opuestos, Calixto Scientificorum, el yerbatero, pidió que se lo regalaran y como era tan pesado debió pedir ayuda a los habitantes del Barrio del Cementerio.
Ese día por primera vez los generaleños tuvieron oportunidad de conocer las aberraciones de la naturaleza que tantas veces los habían torturado en sueños: vinieron lisiados, llagados, purulentos, cegatones, lunáticos, ancianas casi muertas, tomaron al Cristo en hombros y se lo turnaron para cargarlo a lo largo y empinado del camino de la Cuesta Pedregosa. Lo instalaron arriba, en la cumbre de aquel pesebre desordenado de chozas cuya cima se veía desde el parque, muy lejos pero a la vez muy cerca, tanto que los ciudadanos jamás pudieron dejar de mirarlo antes de entrar a misa.
El padre Soto reconcentró su encierro. María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa dejó a un lado su dignidad de propietaria y de esposa del militar muerto en la guerra contra Colombia para instalarse todas las mañanas a las puertas de la casa cural, esperando una palabra que si no recibía la hacía sufrir y que si recibía le causaba escoriaciones en la conciencia. El interior de aquel sitio se había convertido en lo más importante del mundo, le gustaba preguntar a cuantos de allí salían (sólo hombres) la disposición de las habitaciones y oficinas, las formas, tamaños y colores de las alfombras, el grandor de los ventanales, la marca del aparato de radio y la televisión, la música que allí se escuchaba, lo que se comía, los perfumes higienizantes y aromatizantes que se percibían, tal vez porque aspiraba a convertirse algún día en el ama de llaves de aquella antesala del cielo.
Pero los conflictos religiosos tomaron realmente dimensiones graves cuando comenzaron a pulular multitud de individuos muy similares, muy diferentes y muy de todo a los del Coro de las Doscientas Vírgeres y su banda acompañante: con su corbata y su Biblia reformada y su camisa blanca de manga larga ellos, con sus faldas barriendo el cielo y sus abotonamientos arrugando el cuello y su sombrilla ellas, todos pidiendo arrepentimiento inmediato y ofreciendo el paraíso a la vuelta de la equina. El padre Soto lo había advertido y nadie le quiso poner atención: los corifeos, coribantes y coriolanos eran sólo la avanzada, después vendría la carga frontal del protestantismo, el arrianismo, el pelagianismo, el catarismo, el garrapatismo, el eutiquianismo, el marcionismo y todos los ismos imaginables, incluido el brutal cinismo. Algunos portaban un maletín negro que, o traía dentro una Biblia o en su defecto El Gran Libro, escrito por Dios pero corregido por los hombres. No llamaban a Dios Dios sino Jeováh o Yavé, vestían pantalón oscuro, camisa blanca y corbata. Tras ellos siempre iba, u otro patón de bolsillo (se caracterizaban por calzar zapatos de arlequín: varios colores, cordones blancos, raya en medio) o un tipo con cara de indio autóctono. Ofrecían muchas cosas de alto precio y como los isidreños nunca fueron reacios a los regalos, muchos de ellos aceptaron la vida eterna a plazos o amistad directa y comunicación como por teléfono con los rubios y atléticos y felices habitantes del cielo. Al poco tiempo los indiecitos autóctonos se aprendían las retahílas de sus maestros los patones y entonces llegaban solitos a la adoctrinación, tocaban a las puertas, pasaban a las salas sin ser invitados, metían sus narices a las habitaciones, se quedaban a almorzar y a veces a pernoctar y hablaban, hablaban, hablaban, no había quien los detuviera y no pasó mucho tiempo sin que construyeran su iglesia con fontanería de bronce y banderas de todos los países a media cuadra de la casa de Benito von Chúber. Allí se reunían, cantaban y después salían tan elevados y tan pretenciosos que no parecía sino que hubieran estado sentados a la mesa conversando con Tata Dios.

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