EL HORROR DEL MUNDO PERFECTO
septiembre 09, 2010JUAN GARCÍA PONCE, UNIVERSIDAD DE LAS AMÉRICAS Y UN CRIMEN ATROZ
Diario de 1966
En el avión rumbo a Pittsburg estuve leyendo Pasado presente de Juan García Ponce. Memorias poco elaboradas de un tiempo que se antoja de una leve y casi inocente perversidad. Le tocaron tiempos difíciles, como a todos los hombres, escribió Borges. Me reservo mis comentarios, no sea que salga insultado. No hace mucho JGP me insultó públicamente en Sábado. No le gustó un comentario que hice sobre Crónica de la intervención: dije que parecía escrita en alemán. Y después, en el balance de fin de año, en el mism0 suplemento literario JGP hizo la lista de cosas de las que se arrepentía: una de ellas era "haber insultado a Garramuño, a quien leo religiosamente tiodos los sábados".
En México casi no existe la costumbre -por lo menos entre los críticos o analistas literarios- de expresar opiniones abiertamente. Todos esperan deberle algo a todos, casi no hay espíritus independientes. Generalmente se expresan opiniones de grupo, no de personas.
Me vengo a enterar en este viaje de que mi trabajo en Xalapa es verdaderamente paradísiaco. Georgina X, profesora que clausurará el Congreso de Literaturas Hispánicas con una conferencia sobre Fuentes, describe su ordalía diaria en la Universidad de Las Américas, en Puebla. Llega a las ocho de la mañana a dictar clases. Debe firmar un libro y checar tarjeta. Dicta clases seis horas seguidas. A las dos de la tarde tiene media hora para almorzar. A las 2:30 tiene la primera junta, a las 3 la siguiente, a las cuatro otra. Luego da asesoría a estudiantes hasta las siete de la noche. De siete a ocho de la noche descansa en su oficina. Llega a su casa a las 9:30, toma algo y prepara clases hasta las doce de la noche. A las siete de la mañana se levanta, desayuna, se baña y corre a repetir la rutina del día anterior. Aunado a todo esto hay una serie de detalles aun más humillantes que el trabajo: un supervisor entra a cada una de sus clases sin avisar, para percatarse de que esté trabajando; le piden que vaya impecablemente vestida; es sometida a evaluaciones mensuales por parte de sus alumnos.
Georgina X, es ni más ni menos, PhD en Columbia Unversity. "No tengo vida personal", dice, "no tengo tiempo para hacerla. Tuve que divorciarme pues carecía de tiempo para mi esposo". Alta, de buenas proporciones, guapa en su madurez, pelo completamente lacio y sospechosamente negro, viste vestidos satres de marca. No es en absoluto presuntuosa ni exhibe sus títulos y merecimientos abundantes. Georgina X no quiere hablar sobre la situación de México, dice simplemente que estamos en un hueco y el 90 por ciento de la población académica está endeudada.
Día libre antes del alboroto del congreso. Voy a caminar sin llevar demasiados dólares. Entro a una thrift shop y salgo cargado de cosas de excelente calidad a precio bajísimo. Un abrigo de invierno como para el Polo Norte, 8 dólares.
"Y tú crees que me voy a poner eso?", diría mi dueña cuatro semanas después. "Qué poco me conoces. Ese abrigo es de los que usan los negros drogadictos en Nueva York, y ese colorcito, ¡vaya!" Un pijama Oscar de la Renta para mí: 8 dólares. En México habría gastado 600 pesos, 80 dólares.
Caminando por Indiana, Pensylvania me percato que no hay miseria. Recuerdo el mundo perfecto tras el Hollyday Inn, ese mundo que vi año antepasado cuando asistí, como conferencista inaugural, al XIX Congreso de Literaturas Hispánicas. Un congreso familiar, en el que se encuentran casi siempre los mismos profesores con los mismos escritores. Peter comenta que en una de esas casas de ensueño un dentista asesinó a toda su familia sangrientamente y nunca se supo por qué. El dentista no quiso volver a hablar en todo el resto de sus días, hasta que le llegó la silla eléctrica.
Hoy leo en el periódico de la Universidad de Indiana que un hombre asesinó a su esposa, la despedazó frente a sus hijos y luego los amenazó que si decían algo los iba a asesinar también. Luego el hombre cargó cosas en su coche y huyó. Los niños siguieron vivendo con el cadáver despedazado de su madre durante siete días, asistieron normalmente a la escuela y mostraron comportamiento convencional, hasta que uno de los niños fue sorprendido robando vituallas de un supermercado. Entonces se descubrió todo. Cuando el niño fue interrogado, confesó que se había visto obligado a robar porque se habían terminado las provisiones en casa, pues su papá había huido y su madre estaba muerta. Inmediatamente la policía fue al escenario del crimen, donde encontró a dos niños de tres y cinco años mirando la televisión, mientras esparcidos por la sala había trozos del cadáver de la madre. Siendo invierno, el cadáver no había comenzado a corromperse. Cuando se le preguntó al niño mayor cómo había podido sobrevivir y convivir con tanto horror, él respondió con naturalidad que desde chico había visto películas de crímenes. Cuando se les preguntó a los niños qué pensaban hacer con el cadáver cuando comenzara a oler mal, contestaron: Lo normal, meterlo a uno de los refrigeradores grandes del sótano.
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