LA LECTURA DEL MAESTRO
septiembre 09, 2010El siguiente es un texto escrito por Faustino Chamorro, profesor español, emérito en la Universidad de Costa Rica, tras la lectura de mi novela Agua clara en el Alto Amazonas. Su lectura es la de un filólogo brillante, la de un amigo inolvidable y sobre todo la del mejor maestro que he tenido en mi vida. (En la foto: Faustino Chamorro).
Cabos sueltos sobre mi lectura de
Agua Clara en el Alto Amazonas de
MarcoTulio Aguilera Garramuño
¡A quien interese!
Faustino Chamorro González
No es mi propósito disertar como filólogo, aunque a veces resulta difícil evitar los tuerces del oficio. Ha sido la lectura gustosa, algunos apuntes al paso y algún que otro acercamiento de lupa, las premisas para estos “cabos sueltos”.
Si después de leer una novela, visitan tu mente, no tanto la memoria del texto, sino vivos recuerdos de lo leído —atisbos de pensamiento, situaciones y sucesos de la vida propia de ese real pequeño mundo literario; imágenes de sus personas, de sus parajes, de su cielo, de sus avatares— no hay duda de que penetraste en un mundo no antes conocido ni siquiera, por lo menos en su totalidad, imaginado.
En casa de Leónidas comencé a conocer las intenciones viajeras del científico Doctor vecino de Querétaro y su encuentro con Mariño Riascos. Paralelamente en una fiesta en Bogotá, empiezo a conocer al profesor escritor radicado en Xalapa, quien, a partir de un encuentro con el cartógrafo Pedro Botero decide en una escapada hacer “una excursión relampagueante”, necesaria para el desarrollo de una novela sobre la Amazonia colombiana.
Pero antes que volar en DC3 durante dos breves horas sobre una como sabana de coposo bosque —la “inconmensurabilidad del espacio” — (¡qué descriptiva palabra con sus 19 letras!) desde Villavicencio hasta Araracuara; o de Bogotá hasta Leticia en jet, o de embarcar y naufragar —mejor dicho volcar, según Riascos— en el bote llamado La Vaca Loca por el río Caquetá, o de….; antes que todo eso —digo— mi real y verdadero vehículo para un viaje apenas sospechado ha sido el artefacto (uso el término en su pleno sentido etimológico) que Marco Tulio Aguilera Garramuño ha ensamblado con unas 113 páginas de escritura insuflándoles vida propia. Y a este libro facto con arte, el autor lo bautizó con un nombre augurante y clarificador desde su portada, porque en el título suena la claridad de las varias aes primordialmente tónicas: Agua clara en el Alto Amazonas. (Idéntica transparencia, denotan las aes de Araracuara).
Con el libro en mis manos y con la mirada dentro de él, más que en un mero espectador, me fui convirtiendo en un agregado explorador y cronista a veces, y a veces un invitado excursionista. Pero además, sin que ellos me oyeran, llegué a intervenir —en una u otra condición— asintiendo, o disintiendo, o reflexionando con un simple tránseat por conclusión. Sus consideraciones de índole social, política, filosófica, religiosa, familiar, amatoria, o erótica… siempre trascendentales, entreveradas sin prolongado discurso — ¡hay que leerlas!— me sonaban de una manera nueva y en espacios telúricos vírgenes, no perturbados por el mundanal ruido, ni por los vapores hostiles de una sociedad que camina a codazos en la locura de el tener, aunque sea sin ser.
La crónica y la fábula, entrenzadas en estrecha unidad forman un solo tapiz en la novela. En el relato distribuido en ocho partes señaladas solamente con numeración árabe graficosilábica, he compartido en Araracuara, por la región del Caquetá, como navegante explorador de este variabilísimo río, con el experimentado timonel de La Vaca Loca y titular cartógrafo de la Amazonia colombiana Mariño Riascos. He llegado a conocer —a conocer más— a un científico Doctor que proveniente de Querétaro se hizo tan amigo o tan cómplice de Riaño, tanto, que entrambos con suma reciprocidad y confabulación se cuentan como en alternante disputa sus vidas e historias, sus aspiraciones y fracasos más recónditos. (¡Que historias les escuché durante los dos largos días y noches que tuvieron que detenerse mientras se secaban los motores después del vuelco de La Vaca Loca!: El poder de las gorditas, Mariño Riascos; La historia de Lorena “Lorenita” de un Doctor chileno, el Científico Doctor; De las hermanas boyacenses —o de Boyacá—, Riascos; … ).
Aunque mientras narraban no evitaban intervenir dialogantes atizándose de vez en cuando algún latigazo —verbal, ¡claro está!—, una misma esperanza los unía en la persecución de un ideal que en boca de Riascos así de metafóricamente se formula: “No todo está perdido. Todavía hay agua clara en el Alto Amazonas […]”. En su compañía no pude menos de pensar en tanto “loco” que en la literatura —historias o leyendas— corrieron mil peripecias en busca de la Beatrice (“como la criatura dilecta de Dante […], el universo entero giraba en torno a Juanita.”) (Juanita, hay que aclarar, es una indígena huitota que es el vórtice hacia el que confluye la novela) o del Santo Grial; o como Ponce de León —leyenda o historia— buscó, informado por los indios caribes próximos a los huitotos, la fuente de la eterna juventud. Y he aquí el otro personaje colectivo que cobra escena en la gesta y aventuras de este par de exploradores allá por la región del Caquetá; los huitotos, y otros indios —ellos y ellas, sobre todo ellas.
En el otro relato, entrelazado y concomitante como armónico de una sola intencionalidad —antes dije “como único tapiz”—, o como el eco, hijo clonado del sonido, me sentí espectador y turista en excursión, ahora por el Alto Amazonas y sus caños. Son siete partes, capituladas con cifras romanas y definidas con títulos breves, siempre integrados al final de cada una de las siete partes del plano anterior ya descrito; en la OCHO no se da esto. El escritor excursionista en este caso, que llevaba largo tiempo devanando el ovillo para tejer y situar una novela en la Amazonia colombiana, proviene de Xalapa, como dije, y en vuelo directo de casi dos horas desde Bogotá llega hasta el aeropuerto de Leticia donde se une a otros excursionistas —creo recordar que diez, y conmigo once; con él y con el guía, trece—. Mauricio Pérez, alias Chirri, de alma y corazón proindígena (sean tikunas, huitotos o kurubas), experimentado navegador de muchos años y largo vivir sobre todo por la región y las aguas del alto Amazonas, es el timonel guía y cicerone no convencional de la excursión. Pronto será amigo y cómplice del escritor excursionista, porque “[Chirri] ha encontrado el oído perfecto y yo [el escritor-turista] he hallado al narrador insuperable.” También entre ellos se cuentan sus historias. Chirri “lo sabe todo sobre la Amazonia”, tanto o más que el cartógrafo Mariño Riaños. Pero lo sabe —o lo dice— de otra manera, más… natural y elocuente. Entre los turistas toman circunstancialmente la palabra Yolanda “la monja”, por solitaria, un mormón con su parentela y una pareja de profesores universitarios. Fabio se llama él. Los tikunas, ellos, pero más ellas, hacen presencia y hablan en este relato por el Amazonas y parajes visitados hasta Puerto Nariño. También iba como solitario “situado en la popa de la lancha” el motorista Adolfo, quien cuenta al profesor escritor brevemente una muy triste historia de su vida. También en este plano, por supuesto, las historias se suceden (¿cuántas son? Entre las del Caquetá y las de el Amazonas… siete; por decir algo). El suave erotismo que las fecunda en relatos traídos como recuerdos por los personajes, o emergentes de la realidad de la novela en los dos planos a que me he referido, no podía faltar como elemento esencial del ensamblaje narrativo. El empleo de este ingrediente está muy en consonancia con la concepción poética literaria (Poéticas obsesiones) del viajero científico Doctor conducido por el cartógrafo Mariño Riascos, o del simple excursionista escritor guiado por Mauricio Pérez, alias Chirri. En la realidad de la novela caminan —insisto— dos relatos en planos sucesivamente insertados o imbricados en mutua simbiosis. El Doctor y el excursionista Escritor coinciden; son uno mismo: autor–narradores–fabulador. Es el mismo que se escapa a la selva evadiendo las reiteradas catilinarias de Antonia y de la rutina de un mundo hostil, amodorrado y de asco.
Y aquí está Antonia, el personaje ausente pero, aunque evocado, de una u otra forma se hace sentir presente, con tanta frecuencia como Don Quijote invocaba a su Dulcinea. En más de treinta pasajes, salteados a través de 26 paginas; no menos de veinte veces por su nombre “Antonia” y el resto por “mi mujer”. Sumados y juntos llegarían a ocupar más de cuatro páginas plenas de 31 renglones. Eso sí: solamente se hallan tres pasajes, y breves, en las siete partes tituladas y con números romanos, o sea en el plano del xalapeño escritor y Chirri:
“(dirá mi mujer que todo me deslumbra, como si fuera un niño, un tonto, un inocente)” (p. 88).
“[…] casado hace 25 años con una mujer joven y honesta, sigue teniendo ensoñaciones con todas las hembras hermosas que ve en su camino.” (pp. 89-90).
“A ver qué lee mi esposa entre líneas.” (p. 112. Además con estas ocho palabras finaliza el VII y último, titulado: AGUA CLARA).
Habrá que indagar por qué esta diferente frecuencia en la distribución de estas evocaciones para el personaje Antonia; porque el resto mayoritario de los treinta se encuentra en el plano de las ocho partes protagonizadas por el cartógrafo Mariño Riaños y el Científico doctor radicado en Querétaro, “El Toboso” de la antidulcinea Antonia.
Invento este calificativo, porque según se puede constatar en el desarrollo de la novela, este personaje viene a ser la manzana de la discordia, o piedra de tropiezo, o rémora para el protagonista–escritor–narrador que aspira a un vivir con desmesura en omnímoda libertad; que rompe lazos hogareños para aventurarse en la persecución de un ideal en desacuerdo con la moderación, ternura, amor y reposo que reconoce en Antonia. Este reconocimiento se puede constatar expreso en muchos pasajes, sobre todo cuando, como don Quijote, se encuentra en dificultades. Y entonces…
“¡Razón tiene Antonia: el hecho de querer siempre ser espectador de mí mismo algún día puede hundirme”! (p. 40)
“¡Antonia tiene razón. Ese es su mayor defecto: tener siempre la razón.”! (p.50)
El personaje resulta necesario para el desarrollo de la novela, porque el recuerdo de sus censuras, llamadas de atención, recomendaciones y consejos, le crea un dilema, una dificultad más para que el científico Doctor dirija con mayor ahínco sus saetas hacia el blanco que se ha propuesto.
En definitiva, esta novela es evasión, es un examen de conciencia en el retiro; es un medio de redimirse, es desafío a la aventura en territorios vírgenes y campos no explorados en busca del “agua clara” contra la turbia y anodina comodidad que hastía, anquilosa y pudre. El científico Doctor busca en áreas remotas otro mundo liberador que él mismo va creando hasta llegar, contra todo, a un desenlace esperanzador y feliz. Cuando “volví a mirar a Juanita, [la indígena Johana en el otro plano] —dice— vi su sonrisa, y supe que sí, el agua clara seguía existiendo”.
Y, como colofón impertinente para concluir, debo manifestar: Agua clara en el Alto Amazonas, habrá de tener un lugar sobresaliente, además de en la literatura de lengua castellana —sin excluir otras lenguas—, en el catálogo sobre todo de la literatura colombiana, debido al escenario y ambientes en que discurre y se desarrolla; a sus personajes, al colorido local, al origen del autor. Pero indudablemente tiene algo de mexicano, por Querétaro, por Xalapa, por la presencia evocada del personaje Antonia que habla mexicano, porque el autor ha echado raíces en México; y… en fin: porque, como dato curioso, ninguno de los personajes de la novela (exploradores o excursionistas por la Amazonia colombiana) le cedieron, ¡tacaños!, a la editora —Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y a su Dirección de Fomento Editorial—, una fotografía de los imponentes ríos y panoramas descritos con sumo acabado literario en la novela. Así, la foto de la portada del libro (véanse créditos de la edición) pudiera hacer creer que en media selva amazónica cortejan y reverencian a los ríos los palmeráceos cocoteros que lucen las márgenes del Tuxpan. Pero bueno, el “truco” está perdonado porque así la creación tiene sello, ¡y sello con méritos!, de territorialidad editorial. Pero sobre todo está perdonado porque con esa fotografía, la novela es ficción hasta en el mismísimo ventanal de la portada por donde el lector es invitado a entrar, evadiendo la fastidiosa y rutinaria realidad, para vivir en otro más de los mundos felizmente creado por Marco Tulio Aguilera Garramuño.
Cabos sueltos sobre mi lectura de
Agua Clara en el Alto Amazonas de
MarcoTulio Aguilera Garramuño
¡A quien interese!
Faustino Chamorro González
No es mi propósito disertar como filólogo, aunque a veces resulta difícil evitar los tuerces del oficio. Ha sido la lectura gustosa, algunos apuntes al paso y algún que otro acercamiento de lupa, las premisas para estos “cabos sueltos”.
Si después de leer una novela, visitan tu mente, no tanto la memoria del texto, sino vivos recuerdos de lo leído —atisbos de pensamiento, situaciones y sucesos de la vida propia de ese real pequeño mundo literario; imágenes de sus personas, de sus parajes, de su cielo, de sus avatares— no hay duda de que penetraste en un mundo no antes conocido ni siquiera, por lo menos en su totalidad, imaginado.
En casa de Leónidas comencé a conocer las intenciones viajeras del científico Doctor vecino de Querétaro y su encuentro con Mariño Riascos. Paralelamente en una fiesta en Bogotá, empiezo a conocer al profesor escritor radicado en Xalapa, quien, a partir de un encuentro con el cartógrafo Pedro Botero decide en una escapada hacer “una excursión relampagueante”, necesaria para el desarrollo de una novela sobre la Amazonia colombiana.
Pero antes que volar en DC3 durante dos breves horas sobre una como sabana de coposo bosque —la “inconmensurabilidad del espacio” — (¡qué descriptiva palabra con sus 19 letras!) desde Villavicencio hasta Araracuara; o de Bogotá hasta Leticia en jet, o de embarcar y naufragar —mejor dicho volcar, según Riascos— en el bote llamado La Vaca Loca por el río Caquetá, o de….; antes que todo eso —digo— mi real y verdadero vehículo para un viaje apenas sospechado ha sido el artefacto (uso el término en su pleno sentido etimológico) que Marco Tulio Aguilera Garramuño ha ensamblado con unas 113 páginas de escritura insuflándoles vida propia. Y a este libro facto con arte, el autor lo bautizó con un nombre augurante y clarificador desde su portada, porque en el título suena la claridad de las varias aes primordialmente tónicas: Agua clara en el Alto Amazonas. (Idéntica transparencia, denotan las aes de Araracuara).
Con el libro en mis manos y con la mirada dentro de él, más que en un mero espectador, me fui convirtiendo en un agregado explorador y cronista a veces, y a veces un invitado excursionista. Pero además, sin que ellos me oyeran, llegué a intervenir —en una u otra condición— asintiendo, o disintiendo, o reflexionando con un simple tránseat por conclusión. Sus consideraciones de índole social, política, filosófica, religiosa, familiar, amatoria, o erótica… siempre trascendentales, entreveradas sin prolongado discurso — ¡hay que leerlas!— me sonaban de una manera nueva y en espacios telúricos vírgenes, no perturbados por el mundanal ruido, ni por los vapores hostiles de una sociedad que camina a codazos en la locura de el tener, aunque sea sin ser.
La crónica y la fábula, entrenzadas en estrecha unidad forman un solo tapiz en la novela. En el relato distribuido en ocho partes señaladas solamente con numeración árabe graficosilábica, he compartido en Araracuara, por la región del Caquetá, como navegante explorador de este variabilísimo río, con el experimentado timonel de La Vaca Loca y titular cartógrafo de la Amazonia colombiana Mariño Riascos. He llegado a conocer —a conocer más— a un científico Doctor que proveniente de Querétaro se hizo tan amigo o tan cómplice de Riaño, tanto, que entrambos con suma reciprocidad y confabulación se cuentan como en alternante disputa sus vidas e historias, sus aspiraciones y fracasos más recónditos. (¡Que historias les escuché durante los dos largos días y noches que tuvieron que detenerse mientras se secaban los motores después del vuelco de La Vaca Loca!: El poder de las gorditas, Mariño Riascos; La historia de Lorena “Lorenita” de un Doctor chileno, el Científico Doctor; De las hermanas boyacenses —o de Boyacá—, Riascos; … ).
Aunque mientras narraban no evitaban intervenir dialogantes atizándose de vez en cuando algún latigazo —verbal, ¡claro está!—, una misma esperanza los unía en la persecución de un ideal que en boca de Riascos así de metafóricamente se formula: “No todo está perdido. Todavía hay agua clara en el Alto Amazonas […]”. En su compañía no pude menos de pensar en tanto “loco” que en la literatura —historias o leyendas— corrieron mil peripecias en busca de la Beatrice (“como la criatura dilecta de Dante […], el universo entero giraba en torno a Juanita.”) (Juanita, hay que aclarar, es una indígena huitota que es el vórtice hacia el que confluye la novela) o del Santo Grial; o como Ponce de León —leyenda o historia— buscó, informado por los indios caribes próximos a los huitotos, la fuente de la eterna juventud. Y he aquí el otro personaje colectivo que cobra escena en la gesta y aventuras de este par de exploradores allá por la región del Caquetá; los huitotos, y otros indios —ellos y ellas, sobre todo ellas.
En el otro relato, entrelazado y concomitante como armónico de una sola intencionalidad —antes dije “como único tapiz”—, o como el eco, hijo clonado del sonido, me sentí espectador y turista en excursión, ahora por el Alto Amazonas y sus caños. Son siete partes, capituladas con cifras romanas y definidas con títulos breves, siempre integrados al final de cada una de las siete partes del plano anterior ya descrito; en la OCHO no se da esto. El escritor excursionista en este caso, que llevaba largo tiempo devanando el ovillo para tejer y situar una novela en la Amazonia colombiana, proviene de Xalapa, como dije, y en vuelo directo de casi dos horas desde Bogotá llega hasta el aeropuerto de Leticia donde se une a otros excursionistas —creo recordar que diez, y conmigo once; con él y con el guía, trece—. Mauricio Pérez, alias Chirri, de alma y corazón proindígena (sean tikunas, huitotos o kurubas), experimentado navegador de muchos años y largo vivir sobre todo por la región y las aguas del alto Amazonas, es el timonel guía y cicerone no convencional de la excursión. Pronto será amigo y cómplice del escritor excursionista, porque “[Chirri] ha encontrado el oído perfecto y yo [el escritor-turista] he hallado al narrador insuperable.” También entre ellos se cuentan sus historias. Chirri “lo sabe todo sobre la Amazonia”, tanto o más que el cartógrafo Mariño Riaños. Pero lo sabe —o lo dice— de otra manera, más… natural y elocuente. Entre los turistas toman circunstancialmente la palabra Yolanda “la monja”, por solitaria, un mormón con su parentela y una pareja de profesores universitarios. Fabio se llama él. Los tikunas, ellos, pero más ellas, hacen presencia y hablan en este relato por el Amazonas y parajes visitados hasta Puerto Nariño. También iba como solitario “situado en la popa de la lancha” el motorista Adolfo, quien cuenta al profesor escritor brevemente una muy triste historia de su vida. También en este plano, por supuesto, las historias se suceden (¿cuántas son? Entre las del Caquetá y las de el Amazonas… siete; por decir algo). El suave erotismo que las fecunda en relatos traídos como recuerdos por los personajes, o emergentes de la realidad de la novela en los dos planos a que me he referido, no podía faltar como elemento esencial del ensamblaje narrativo. El empleo de este ingrediente está muy en consonancia con la concepción poética literaria (Poéticas obsesiones) del viajero científico Doctor conducido por el cartógrafo Mariño Riascos, o del simple excursionista escritor guiado por Mauricio Pérez, alias Chirri. En la realidad de la novela caminan —insisto— dos relatos en planos sucesivamente insertados o imbricados en mutua simbiosis. El Doctor y el excursionista Escritor coinciden; son uno mismo: autor–narradores–fabulador. Es el mismo que se escapa a la selva evadiendo las reiteradas catilinarias de Antonia y de la rutina de un mundo hostil, amodorrado y de asco.
Y aquí está Antonia, el personaje ausente pero, aunque evocado, de una u otra forma se hace sentir presente, con tanta frecuencia como Don Quijote invocaba a su Dulcinea. En más de treinta pasajes, salteados a través de 26 paginas; no menos de veinte veces por su nombre “Antonia” y el resto por “mi mujer”. Sumados y juntos llegarían a ocupar más de cuatro páginas plenas de 31 renglones. Eso sí: solamente se hallan tres pasajes, y breves, en las siete partes tituladas y con números romanos, o sea en el plano del xalapeño escritor y Chirri:
“(dirá mi mujer que todo me deslumbra, como si fuera un niño, un tonto, un inocente)” (p. 88).
“[…] casado hace 25 años con una mujer joven y honesta, sigue teniendo ensoñaciones con todas las hembras hermosas que ve en su camino.” (pp. 89-90).
“A ver qué lee mi esposa entre líneas.” (p. 112. Además con estas ocho palabras finaliza el VII y último, titulado: AGUA CLARA).
Habrá que indagar por qué esta diferente frecuencia en la distribución de estas evocaciones para el personaje Antonia; porque el resto mayoritario de los treinta se encuentra en el plano de las ocho partes protagonizadas por el cartógrafo Mariño Riaños y el Científico doctor radicado en Querétaro, “El Toboso” de la antidulcinea Antonia.
Invento este calificativo, porque según se puede constatar en el desarrollo de la novela, este personaje viene a ser la manzana de la discordia, o piedra de tropiezo, o rémora para el protagonista–escritor–narrador que aspira a un vivir con desmesura en omnímoda libertad; que rompe lazos hogareños para aventurarse en la persecución de un ideal en desacuerdo con la moderación, ternura, amor y reposo que reconoce en Antonia. Este reconocimiento se puede constatar expreso en muchos pasajes, sobre todo cuando, como don Quijote, se encuentra en dificultades. Y entonces…
“¡Razón tiene Antonia: el hecho de querer siempre ser espectador de mí mismo algún día puede hundirme”! (p. 40)
“¡Antonia tiene razón. Ese es su mayor defecto: tener siempre la razón.”! (p.50)
El personaje resulta necesario para el desarrollo de la novela, porque el recuerdo de sus censuras, llamadas de atención, recomendaciones y consejos, le crea un dilema, una dificultad más para que el científico Doctor dirija con mayor ahínco sus saetas hacia el blanco que se ha propuesto.
En definitiva, esta novela es evasión, es un examen de conciencia en el retiro; es un medio de redimirse, es desafío a la aventura en territorios vírgenes y campos no explorados en busca del “agua clara” contra la turbia y anodina comodidad que hastía, anquilosa y pudre. El científico Doctor busca en áreas remotas otro mundo liberador que él mismo va creando hasta llegar, contra todo, a un desenlace esperanzador y feliz. Cuando “volví a mirar a Juanita, [la indígena Johana en el otro plano] —dice— vi su sonrisa, y supe que sí, el agua clara seguía existiendo”.
Y, como colofón impertinente para concluir, debo manifestar: Agua clara en el Alto Amazonas, habrá de tener un lugar sobresaliente, además de en la literatura de lengua castellana —sin excluir otras lenguas—, en el catálogo sobre todo de la literatura colombiana, debido al escenario y ambientes en que discurre y se desarrolla; a sus personajes, al colorido local, al origen del autor. Pero indudablemente tiene algo de mexicano, por Querétaro, por Xalapa, por la presencia evocada del personaje Antonia que habla mexicano, porque el autor ha echado raíces en México; y… en fin: porque, como dato curioso, ninguno de los personajes de la novela (exploradores o excursionistas por la Amazonia colombiana) le cedieron, ¡tacaños!, a la editora —Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y a su Dirección de Fomento Editorial—, una fotografía de los imponentes ríos y panoramas descritos con sumo acabado literario en la novela. Así, la foto de la portada del libro (véanse créditos de la edición) pudiera hacer creer que en media selva amazónica cortejan y reverencian a los ríos los palmeráceos cocoteros que lucen las márgenes del Tuxpan. Pero bueno, el “truco” está perdonado porque así la creación tiene sello, ¡y sello con méritos!, de territorialidad editorial. Pero sobre todo está perdonado porque con esa fotografía, la novela es ficción hasta en el mismísimo ventanal de la portada por donde el lector es invitado a entrar, evadiendo la fastidiosa y rutinaria realidad, para vivir en otro más de los mundos felizmente creado por Marco Tulio Aguilera Garramuño.
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