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Un fragmento de Mujeres amadas

agosto 16, 2011


El 2 de septiembre presentaré la 3a edición de mi novela Mujeres amadas en la Editorial de la Universidad Veracruzana, Hidalgo 9, Xalapa. Me ayudarán a presentarla el ucrónico mayor Óscar de la Borbolla y la maestra Leticia Mora. A continuación ofrezco unas páginas.

Ventura (Ventura soy yo) sufrió lo indecible cuando Jenny le soltó a quemarropa que todo había terminado, kaput, the end, muito prazer, caro menino: vamos a cumplir con el trato: cuando llegue la primavera y asomen los primeros brotes de verdor, arrivederchi latin lover, porque como sabes, pronto vendrá mi boy friend –no, la palabra fue fiancé– y volveré a la senda de la respetabilidad, nos casaremos de blanco, con tuxedo él, gran pastel y muchísimos invitados, el Departamento de Español en pleno y tú, minino, no asistirás por obvias razones, ¿qué te parece?
A Ventura, que había gozado de un bello y fulminante romance con la pequeña Jenny, le pareció una locura: cómo terminar así, tan fríamente, con un apretón de manos, algo que había sido tan aparatosamente bello.
Hacía apenas un año, casi recién llegado de Colombia, la primavera le había reventado en pleno centro del corazón. En lugar de tomar el autobús desde McCollum hasta el Departamento de Español, decidió caminar, o más que caminar, ir de salto en salto, de asombro en asombro, descubriendo los brotes de una vida que apenas tuvo tiempo de sorprender en el instante en que alcanzaban su esplendor. Los gringos, acostumbrados ya al suceder de las estaciones, lo miraban risueños y condescendientes, indígena en el salón de espejos, ¿es que nunca habías visto una primavera? Pero Ventura no les prestaba atención. Los ojos se le extraviaban en aquella resurrección de colores tras la temporada deslumbrante al inicio y luego monótona de la blancura infinita. El aliento no le alcanzaba para aspirar tantos y tan diversos aromas. Los lirios del campo que surgían al azar con su bíblica y humilde belleza; los narcisos con sus enigmáticos dibujos, mensajes: las lilas en macizos de un amarillo pálido que convocaban halos de abejas aburguesadas, ahítas de dulzura; los jazmines de Virginia, tan carnales, tan desvalidos; los jardines acuáticos que hacían florecer islas verdes, violetas, blancas en la superficie de pequeños lagos de penumbras entrevistas a través de bardas; casas de seres felices, tal vez suspiraba Ventura; nenúfares, lotos, oleadas de retamas rosadas embelleciendo una llanta abandonada en un patio; los basureros iluminados por destellos celestes, por rojos nobiliarios; el verdor inocente de los primeros brotes, formando un cielo terrenal; Ventura de rodillas juntando flores, besando la tierra, oh, haciendo el amor con el tiempo. Era, en fin –para todo había clasificación– la proverbial spring fever, una enfermedad del alma, decían, que atacaba con mayor rigor a los extranjeros y que a Ventura, en la soledad de sus primeros días, acometió con particular severidad porque nunca hasta entonces, dijo, había visto en el mundo un cambio tan deslumbrante, de la negación total, del cero absoluto, a una explosión de belleza verdaderamente salvaje y tan perniciosa que se le metía a la sangre y lo hacía delirar. En mi tierra no conocemos esto, decía, allí el paso de un estado al otro es tan gradual que no nos damos cuenta, el tiempo no está tan presente ni se halla cortado a lo esquizofrénico, allí el esplendor parece estar distribuido a lo largo de todo el año. Y mientras teorizaba seguido por Becker, dispuesto siempre a acolitar cualquier cambio de ruta, Ventura se instalaba florecillas en barba y cabello y bolsillos y entreveradas con los cordones de sus zapatos y asomando entre las páginas de los libros. Hay que celebrar la llegada de la primavera, dijo Becker, y se sentó en la acera a forjar un vasto puro de hierba. Amorosamente desmenuzó el contenido de un paquete del tamaño de su mano y luego, luchando contra la brisa, logró fabricar un artefacto de dimensiones inconcebibles. Estuvo contemplándolo durante un momento, las manos juntas, en actitud de budista reverencia y luego le dio fuego. Una columna de humo nubló el paso de los estudiantes. Hay para todos, decía Becker. Y si él decía que para todos, era en serio. Si algún policía hubiese pasado, Becker, con esa decencia burlona que siempre tuvo hacia la autoridad, le hubiese ofrecido un trozo de paraíso.
—¿Quieres? –preguntó a Ventura.
Ventura se hallaba absorto masticando hierba, en cuatro patas.
—Ahora comprendo a las vacas –dijo.
—¿Quieres?
—Imposible. Ya mis sentidos están echando humo. Otro poco de belleza y se me revientan los órganos de la felicidad.
A Becker no le interesaba ir a dictar clases. Estaba absorto en un milímetro cuadrado de pétalo y de allí no lo sacaría ni un batallón de académicos.
—Aquí me quedo hasta la próxima primavera –dijo, y Ventura supo que tendría que regresar al anochecer para llevarlo a su casa, aunque fuera con el auxilio de la fuerza bruta, si no quería ver a su amigo adornado con esposas o en el hospital universitario.
Ventura llegó al Departamento de Español disfrazado de primavera. Recorrió los corredores del primer piso y saludó al decano y besó a la secretaria Loefer, de frondoso pechamen; feliz, llegó a su oficina, en el sótano, tras deambular por el complejo subterráneo donde los estudiantes de la maestría dilapidaban casi de perfil sus vidas en medio de lecturas mezquinas, celéricas: cada obra maestra tiene un misterio, una fórmula secreta que deben hallar y convertir en cifra, ¿cómo?, lectura, jóvenes, kilómetros de letra impresa, toneladas de papel, anfetaminas, café descolorido, una sonrisa de vez en cuando y mirar de reojo el mundo exterior. Ventura tiró los libros sobre su escritorio y sacó a pasear su papel de violetera. Colocó flores en la máquina de escribir del taciturno, en la biblioteca de la Di Meola, regó a lo largo del corredor, formando un rastro que lo llevó directamente a la cabellera de Jenny Preston, cuyo portentoso cerebro, coronado por las flores blancas, adquirió cierta dignidad clásica algo reñida con su overol. Sin separar los ojos del libro lanzó una mano al aire como quien espanta un insecto.
—Déjame en paz, minino, que debo leer cien páginas en menos de una hora –dijo. Y sin embargo permitió que Ventura siguiera distribuyendo aquí y allá las pequeñas flores silvestres.
Tan concentrado estaba que no se dio cuenta del momento en que Jenny empujó la puerta con su pie de japonesa y, sin preámbulos o disculpas, se le colgó del cuello y le dio un beso extraordinario y sorpresivo.
Luego, ya libre de sus brazos pero prisionero del asombro, Ventura se involucró en una larga e inquisidora mirada que los ojos de Jenny no acertaron a desarmar.
—¿Yo qué hice? –preguntó Ventura sintiéndose acaso culpable de haber alcanzado algo semejante a la dicha sin haberla merecido.
Jenny se descolgó de los hombros del seductor, bajó la cabeza y observó con remordimiento el libro.
—Discúlpame –dijo– no pude evitarlo. En lugar de concentrarme, me puse a meditar en las palabras de Góngora.
—¿Góngora?
—Sí, Góngora tuvo la culpa. Escucha: “Goza cuello, cabello, labio, frente, antes que lo que fue en tu edad dorada oro, lirio, clavel, cristal luciente, no sólo en plata o viola trocada se vuelva, mas tú y ello juntamente en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.”
—¿Te estás aprendiendo de memoria los poemas? –preguntó Ventura consciente de que cometía un error.
—Me basta una lectura para memorizar lo que me agrada –dijo Jenny levantando su cabeza sobre un cuello largo, diáfano, nórdico, pero con pliegues de antigua gordita.
—Ahora –dijo volviéndose a sentar, los codos flanqueando el libro, el cabello delgado, casi transparente, cayendo sobre las páginas– vete.
—Hablemos de amor –dijo Ventura, aferrándose a la última posibilidad.
—Del amor sólo queda el veneno –citó Jenny–. Por favor vete.
Ventura buscó una estrofa para responderle pero halló que su cabeza era apenas un hueco lleno de nueces.
—No admito actos motivados por simples palabras –dijo–. Exijo una explicación–. Atrajo una silla, abrió las piernas y se sentó frente a Jenny. Colocó su cabeza sobre el libro abierto y miró de cerca sus eruditos ojos limpios. Las florecillas se deslizaron del cabello de la Preston y cayeron sobre la barba del asediante. Un bello rictus de resignación se dibujó en los labios de ella y se inició la confesión.
—Desde aquel día en que me acariciaste la cabeza en público sin ningún motivo, siento escalofríos cada vez que pasas a mi lado. Y conste que en el fondo te detesto –dijo–; no admito tu actitud eternamente deportiva.
—¿Yo te acaricié la cabeza?
Jenny siguió hablando ensimismada.
—Fue un acto involuntario, como el del perro que segrega saliva. Perdóname. Déjame en paz. Vete. Que no lo sepan en el Departamento. No volverá a suceder.
—¡Pero si yo quiero que vuelva a suceder! –gritó Ventura levantando una estela de flores.
—Es que estoy comprometida. Me casaré –suspiró–la próxima primavera.
—Pss, falta un año. De aquí allá, imagínate.
Y en diciendo imagínate envolvió a Jenny Preston (quién lo diría: ella que aterrorizaba a Brushwood con sus observaciones de inabarcable agudeza) en un abrazo tan entusiasta que la trasladó de su silla de ella a sus piernas de él, que la hizo volar en torno a la oficina y la depositó, no sin ternura, sobre el libro. Cayó apenas lo necesario el overol, descendieron los panties, las breves nalgas de Jenny se aposentaron sobre la antología Renacimiento y barroco de Elías L. Rivers y allí, así, frugalmente, en el centro del ignominioso laberinto de grandes devoradores de libros, burlando la vigilancia de los centuriones, de los negros nubios y los viejos y tristes barrenderos, se consumó el acto de la consagración de la primavera.
(Irgla no creyó el relato. Yo confesé que lo del acto consagratorio era ficción, pero juré que el beso era verídico y que la comunicación íntima se inició al poco tiempo.)
—¿Y Becker? –preguntó Irgla–. ¿Qué pasó con Becker?
—Tuve que ir a buscarlo a la cárcel porque se metió a un jardín a comerse las rosas orientales de una viejita maniática de esas que siempre hay en los pueblos del Medio Oeste.
Miré a Irgla tratando de descubrir el efecto que la historia le había producido.
—¿No tienes comentarios? –pregunté.
—¿Jenny es la enana escuálida con la que te vi fingiendo hablar en portugués frente a Wescoe?
Confesé que sí.
La sonrisa de Irgla –conmiseración, sorna, tristeza, desencanto– vedó toda respuesta.
Abusaid se dio cuenta de que yo le estaba arrastrando el ala a la mujer de los ojos velados. No dijo nada. Se limitó a iniciar una rabiosa guerra de silencios. Procuraba estorbar mis rituales y anticiparse en todo. Ocupaba el espejo con mayor asiduidad y emprendía sus letanías quejumbrosas en los instantes en que yo pretendía dormir. Sus ejercicios matinales, esa lucha sin tregua contra el insulto de un abdomen poco a tono con su imagen de hombre de mundo, se hicieron estentóreos, obscenos, vengativos. Sobra decir que no volvimos a filosofar sobre el amor, a jugar tenis o a compartir confidencias. El teléfono, situado exactamente entre las dos camas, fue objeto de asedio y espionaje. Irgla fingía ignorar la contienda que su gloriosa persona suscitaba. Hablaba indiferente con uno u otro e incluso llegaba al extremo de pedir cambio de interlocutor. Si resultaba ser yo el más rápido en desenfundar el auricular, el persa atacaba una canción. Los ojos cerrados, ligeras palmadas en sus muslos, susurros, invocaciones, o más molesta aún, la monótona cantinela de sus rezos, las cuentas de un collar de ámbar fosforescente discurriendo entre sus dedos. Mi venganza –que en realidad no era tal, pues yo no lo hacía con mala voluntad sino como la continuación de una costumbre– llegaba al amanecer. Poseído por las musas caprichosas que me visitaban en los sueños me levantaba a escribir a máquina. Seguía obsesionado por la idea de escribir una novela que permaneciera enteramente en el plano onírico y que incluyera en diez o doce figuras básicas –confesémoslo, arquetípicas– a todo el género humano en todas las circunstancias posibles. Una especie de ars combinatoria como la de Bacon, pero aplicada a la literatura. Quería ser, digamos, el Santo Tomás de la Literatura Contemporánea. Ni más ni menos.
Meses antes Abusaid me hubiese traducido sus cánticos, los habría ilustrado con recuerdos de infancia, descripciones de la topografía o costumbres de su país. Ahora, entonces, eran refugios contra la soledad y la derrota. Aunque lo negara se había enamorado de Irgla. Sus teorías sobre el amor como invento, como mentira para sobrellevar el radical aislamiento al que están condenados todos los hombres, eran máscaras que pretendían paliar su fracaso. Era falso aquello de que love doesn't exist, only fucking. Falsísimo. Yo acepté tal postulado en el instante en que llegué a mi habitación hecho trizas tras romper con la menina Jenny. Pero lo hice porque era conveniente y porque quería creerlo.
Abusaid lanzó una carcajada casi injuriosa cuando le conté la razón.
—¿Conque era eso, ah, mal de amores, mal de tontos?–. Tenía una serena forma de existir, una sostenida indiferencia, hablaba moviendo apenas los labios, como una esfinge–. Ventura, olvídate del asunto, el amor no existe, sólo la fornicación.
Emitió otra carcajada teatral. Su cuerpo se encrespó por un instante y luego se aquietó. Soberanamente extendido sobre la cama dijo:
—Y menos con las norteamericanas. Para ellas el amor es una contabilidad de orgasmos.
El sabio Abusaid me convenció.
—Todos los líquidos del cuerpo no son más que uno –dijo–. La densidad varía, pero el gasto de cualquiera de ellos da como resultado la calma.
Creí entender que me estaba invitando a sacarme a Jenny del cuerpo mediante un partido de tenis.
—No –explicó–: hoy debo guardar mis humores para Lily White. Vete a jugar básquet.
Era una orden y la obedecí. Me puse ropa deportiva y bajé corriendo las escaleras de McCollum.

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