Testimonio de una masacre

diciembre 01, 2011

No me juzguen antes de leer este texto completo,  queridos lectores, por el crimen múltiple que voy a confesar.  Éste no es un relato ficticio sino la narración verídica de la masacre que perpetré hace dos días. Sí. debo decirlo: me arrepiento del acto atroz, pero también debo decirlo: era absolutamente indispensable para la supervivencia de mi familia. Quiero apurar el trago lo más rápidamente posible y que se entere el mundo de lo que un hombre que ha pasado casi toda su su vida por decente y mesurado, puede hacer cuando es acosado por el destino. Al grano, y me encomiendo a Dios para que me favorezca con la comprensión de mis amigos y contemporáneos: asesiné a una madre y a sus hijos recién nacidos. Lo hice a sangre fría yo... Marco Tulio Aguilera, un escritor relativamente conocido y un académico de la Universidad Veracruzana, y tengo que decir (de nuevo) que me arrepiento profundamente de lo que hice y que sé que tendré que pagar por ello. No pagaré en esta tierra sino en algún plano que no conozco. Las leyes de la tierra no tienen estatutos para castigar una masacre semejante. Comenzaré por los antecedentes. Mi querida esposa fue despertada antenoche por la caricia que en el rostro le estaba recetando con su cola una enorme rata. Yo no estaba a su lado en ese instante sino recluido en mi estudio, recinto sagrado al que sólo yo entro, que me permite aislarme del mundo por las noches. Mi esposa y mis hijos emprendieron la persecusión del enorme rodeor y terminaron acorrándolo en el baño, donde permaneció encerrado el resto de la noche. Ni mi esposa ni mis hijos quisieron perpetrar el crimen, debido a la natural aversión que le tienen a las ratas.
Fui yo entonces el que me debí echar a las espaldas semejante atrocidad. Abrí con mucho cuidado la puerta del baño y vi una escena repulsiva y a la vez conmovedora: una tremenda rata de color pardo y pelambre erizada estaba sobre la moqueta del baño, temblando, con sus obsesionantes ojillos negros mirándome no sin rencor, pues me sabía su enemigo y su potencial asesino. A su lado diez cuerpecillos rojos, con los ojos todavía cerrados, agitando sus patitas. Miré con asco y gran ternura a las diez diminutas ratitas recién ancidas y por lo tanto indefensas.
Cerré la puerta y me senté en la sala a reflexionar. Mi primera intención fue capturar a la rata y meterla a una jaula con sus diez retoños, adoptarla como mascota y permitirles a todos vivir una vida plena. Comuniqué esta posibilidad de mi nieta y ella, aunqne sentía el natural asco por la rata madre, dijo que estaba dispuesta a apoyar mi propósito e incluso a alimentar a la nueva familia que se adjuntaría a la nuestra.
Contra tal posibilidad se levantó indignada mi esposa, quien, implacable, exigió exterminio total. Mi hijo menor, cuando le expresé mis reservas ante tal atentado contra una madre y sus hijos, simplemente dijo: "Padre: es la ley de la vida: hay que exerminarlas".
Quise apelar al buen corazón de mi esposa y le expuse mi noble proyecto: "Mira, amada, que la rata estaba en tu cama porque estaba buscado calor para dar a luz a sus hijos. No tengo corazón para cometer esta masacre. Me comprometo a cuidar a esa familia lejos de tus ojos". (No voy a exagerar diciendo que me puse de rodillas pero sí he de decir que mi alma sí estaba de hinojos).
Mi esposa fue tajante: "O ella o yo. Tienes una hora para termianr este asunto. Si no exterminas a todos esos bichos asquerosos me voy inmediatamente de esta casa".
De modo que busqué la forma menos cruenta para cumplir con el tema masacre de madre e hijos. Fumigué a la rata madre con un spray venenoso, esperé que muriera y regresé. La rata seguía viva, respirando dificultosamente.
Suspiré como debían suspirar los verdugos a las puertas de la Bastilla, sabiéndose implacables y sin embargo necesarios. Metí a la rata en una bolsa de plástico y junto con ella a sus hijitos, todavía agitando sus inermes patitas.Metí la bolsa dentro de otra bolsa de plástico. Sumergí la bolsa en una cubeta de 20 litros de pintura Comex. Esperé media hora. Me recluí en mi estudio a meditar y a pedir perdón al Dios de las ratas.
Regesé a donde estaba la cubeta. Tomé la bolsa y me deshice de ella.
Anoche tuve horribles pesadillas.
He aquí el relato de mi crimen. No espero compasión ni perdón. Lo hice por el bienestar físico y mental de mi familia. A costa de mi conciencia.

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