El José Donoso que yo conocí (III)
febrero 10, 2012PEPE VIVE SU MUERTE (EN VENECIA) EN CALI
Entre los ires y venires del
día siguiente logré concertar la cita para la entrevista con José Donoso, una entrevista
seria, a fondo. ¿En una de las salas del hotel?, pregunté. No, demasiado
público, respondió. ¿En un privado del restaurante? La mezcla de olores embota
mi ingenio. ¿En tu habitación? No, allí mi mujer se reirá de mis respuestas y
comenzará a responder por mí; ¿si te dijera que la mayor parte de las
entrevistas que doy las responde ella, me creerías? Entonces... En tu
habitación, Marco; hasta donde sé, eres solterito y aparte de alguna visita
ocasional de damas de tu pasado, duermes solo.
No fingí asombrarme sino que me asombré. Era mi primer hotel de auténticas cinco estrellas. ¡Qué comparación con el Danky en el DF, donde en lugar de televisión, el inquilino tiene el deleite de contemplar las manchas de humedad en el techo o los lamparones de líquidos sicalípticos en la alfombra y hasta en las sábanas!
Sin esperar a que lo invitara, Donoso se tendió en la cama, puso las manos con los dedos entrelazados acunando su nuca, hizo un nudo con sus tobillos, lanzó un suspiro y sonrió. Yo acerqué un sillón a los pies de la cama, tomé mi libretón de contabilidad y me dispuse a hacerle una entrevista seria y cabrona a mi segunda pieza del boom.
—Pero, ¿por qué te sientas tan lejos? Ven acá —dijo palmeando la cama.
No sin cierta reticencia me senté a su lado.
—Te voy a contar algo que nadie sabe y que espero que no difundas. Mi romance con mi yegua en la inmensidad solitaria de Magallanes, cuando era pastor de ovejas.
¿Se burlaba? Quién iba a saberlo, especialmente con un novelista, particularmente con un sátiro Marsyas, cuya voz era cada vez mas cálida. Donoso insistía en colocar sus manos sobre mis antebrazos, en acariciar mis piernas, aparentemente sin otra intención que mostrar amistad.
—Mi yegua era en esas soledades el mejor sustituto de la mujer. Tierna, inmóvil, sus músculos se amoldaban a mí con felicidad, y ni ella ni yo teníamos remordimiento alguno—. Donoso se arrellanó en la cama—. Acércate más. No me digas que me tienes miedo. Mira, soy un viejo, un vejete enclenque y decrépito. ¿Qué puedo hacerle a un garañón de tu envergadura?
Dejé que siguiera hablando, sin mostrar un rechazo tajante.
—En Bogotá mis amigos me prepararon una fiesta de bienvenida. La idea era llevarme a un baño turco, de esos sórdidos y asquerosos en los que en cuanto se apaga la luz unos mancebos negros, musculosos y maleantes, se abalanzan unos sobre otros y cada cual hace lo que sea con el que está al alcance de la mano.
La confesión era atrevida, sin duda, y había sido hecha con una intención clarísima. No calculaba Donoso —porque no había leído los libros que yo tenía escritos e inéditos, hundidos en el baúl de la nostalgia— que si él era un demonio viejo y curtido, yo también era un demonio nuevo, fuerte y de ninguna manera ingenuo, como sostenía más de una de las mujeres que visitaban mi colchón y mi ánimo. La verdad es que las hembras podían hacer conmigo prácticamente cualquier cosa, no los hombres, de quienes desconfiaba a muerte.
El siguiente paso del sátiro Marsyas fue más agresivo y delicado: pidió un beso, solo un beso.
—Me gustan los muchachos. ¿Qué culpa tengo yo? No hay nada tan hermoso como un muchacho. La ternura de los hombres es lo más bello de la tierra.
¿Se estaba burlando? Evidentemente no. Le di un beso en la frente.
—Acuéstate conmigo, por favor, por favor.
Era hora de quitarse la máscara. Definitivamente no, Donoso. Le ofrecí disculpas, nunca había podido superar mi debilidad por las mujeres, es un asco tener tantas limitaciones, pero así soy, un machito, tal vez con una pizca de homosexualidad no declarada.
—La verdad es que desde que te vi comencé a tener sospechas — dijo en tono de cariñoso regaño—. Eres un coqueto. Miras a todas las criaturas como si quisieras comértelas. ¿No te has dado cuenta cómo tienes abochornadas a las señoras del concurso?
No me había dado cuenta. La verdad es que todas ellas me parecían unas cascosflojos, unas hembras que pretedían ser fatales y que estaban esperando la oportunidad de arrinconar a este joven talento en un baño.
—Increíble, increíble la capacidad que tienes, Marco, de proyectar tu perversidad hacia el mundo. Las señoras del concurso son unas damas dignas de todo respeto.
—Eso depende del famoso cristal. Ante un José Donoso se deben portar como monjas carmelitas, pero ante un humilde Marco Tulio Aguilera, que no tiene ni un destartalado Volkswagen, ¿para qué van a apretarse el calzón? Además —me atreví a presumir, sólo para hacer fiestas a costa del sátiro Marsyas, que había querido divertirse con mi cuerpo de maratonista algo magullado por el tiempo y los kilómetros de pavimento— me parece que yo tengo algo mejor que ofrecerles.
—Sí, ya sé, ya sé. Después de los sesenta alcanzar el segundo enceste, es muy difícil, mientras que para un verraco como vos, debe ser asunto de veinte o treinta minutos.
—Diez minutos contados.
—Y tal vez llegues a tres o cuatro supernovas en una noche.
—Mi marca es trece veces en 24 horas.
—Te creo, te creo —dijo mansamente—. Tienes temple de novelista, pero no de mentiroso. No debes hacer ostentación de lo que te sobra porque pronto comenzará a faltarte.
Ajá —pensé—, ahora utiliza el camino de la adulación. Sólo le falta decir que soy un genio literario y que va a recomendar mis obras completas a Seix Barral.
Pero me equivocaba. Donoso tenía por principio no mezclar la literatura con sus debilidades del cuerpo. Terqueó, eludiendo los caminos fáciles. Después de recurrir a la agresión, a la complicidad de sensibilidades, a la comunidad de las almas grandes, al expediente de la libertad moral que deben tener todos los espíritus superiores, a las historias escabrosas, me contó una versión rioplatense de Muerte en Venecia.
—Mira, ¿qué puedes temer de un anciano como yo? Acúestate a mi lado, déjame tomar tu mano y cerremos los ojos.
Como lo vi tan resignado al recular de su ilusión, acepté, pero en cuanto estuve tendido a su lado, su mano en mi mano, y sentí que comenzaba a acariciarme las rodillas, tomé su muñeca y la apreté con fuerza y así la tuve hasta que abandonó su empeño. Quince minutos más tarde su respiración acompasada me indicaba que se había dormido. Y con razón. Llevaba dos días y dos noches de actividades extraliterarias, mientras su mujer seguía semiadormilada en su habitación, con dos o tres valiums entre pecho y espalda, y cuando despertara se preguntaría por qué el aire de Cali le proporcionaba un sopor tan extraño.
Aparté mi mano de la suya, me senté al frente, en el sillón que había colocado para la entrevista cabrona, y escribí en mi cuadernote de contabilidad.
Cuando terminé sentí que tocaban a la puerta. Como en un relámpago supe quién era y adiviné la forma de salvar al sátiro Marsyas de la ignominia y el escándalo. Me asomé a la puerta en calzoncillo. La esposa de Donoso dijo un ay disculpa que sonó falsísimo, ¿no estás solo? Inició el movimiento de retirarse, una vez que, con solicitud tan artificiosa como la de ella, le comuniqué que estaba con mi antigua novia y que a la pobre le habían extirpado medio pulmón y un seno y que ahora la estaba consolando de los desastres de su vida, ocasionados por mi cacareada genialidad y mi poco graciosa huida.
La señora sonrió. Conocía sin duda ese tipo de historias. Disculpa, comenzó a alejarse, y antes de que yo cerrara la puerta, dijo casi al desgaire:
—¿No has visto a Pepe? Desapareció hace horas y nadie sabe dónde está.
Naturalmente le dije que no conocía su paradero, aunque estaba seguro de que ella había adivinado todo lo que mi lengua calló.
Entré a la habitación, desconecté la clave del teléfono y, cinco minutos más tarde, escuché la voz de la señora:
—Pásamelo.
Donoso abrió un ojo. Sonrió. Antes de responder, colocó la mano sobre la bocina y dijo:
—Fue bonito. No te voy a olvidar, Marco, eres una bestia grande y despiadada. No sé si llegues a ser un buen novelista, pero eso en realidad carece de importancia.
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