El José Donoso que conocí (IV)
febrero 11, 2012Estábamos en la rueda de
prensa en la que íbamos a informar el resultado del concurso. Súbitamente
Donoso palideció, comenzó a sudar, los ojos parecían habérsele extraviado,
buscaba con ellos algo en la sala atiborrada de periodistas, pero no parecía
ver sino manchas. Con sus manos intentaba apartar telarañas que nublaban el
panorama. La esposa de Donoso alzó la voz. ¿Hay un médico aquí? Por favor un
médico. No es nada, dijo Donoso esforzándose por sonreír, sólo necesito que me
tomen la presión para saber si cumplo mi sueño de morir ante las cámaras.
Apareció el médico con todos sus aparejos y frente al público le tomó la
presión y le escuchó el corazón,
mientras Donoso seguía entre sofocado y risueño.
—Vamos a tener un doble privilegio: ustedes,
de verme morir en vivo, y yo de morirme en público.
Eso me quedará de Donoso: su sonrisa, una
sonrisa de gato de Cheshire, que no lo
abandonó ni un sólo instante, desde que descendió del avión en Palmaseca, hasta
que me despedí de él con el gran abrazo en su propia habitación, ante la mirada
entre judicatoria y condescediente de su mujer.
No se murió, se limitó a seguir sudando como
un condenado a muerte y a sonreír, frente a su público. Y yo me pregunté por
qué el Papá Grande, García Márquez, le teme tanto a la masa indocta, si un aristócrata de la
imaginación como Donoso disfruta del espectáculo de tal manera.
El resultado del concurso no fue el que yo
esperaba, pero tampoco el que Donoso quería —una verdad a gritos es que nunca
se premia lo mejor, sino aquello en que los jurados se ponen de acuerdo; un
concurso es una lucha de intereses, nada más— premiamos a un poeta colombiano
que ofrecía su primera novela, un
texto a medio camino entre el realismo
mágico del Papá Grande, la soterrada épica íntima de Rulfo y las aportaciones
de un poeta grande que practica la humildad, el culto a la patria y a la familia.
Esa misma noche el poeta de Antioquia llegó en un avión de la Licorera, traído expresamente desde la capital de la montaña. Era un
hombre modesto, pequeño, silencioso, que en alguna oportunidad fuera elogiado
por Neruda y que se había pasado la vida cultivando la tierra con el cariño con
que escribía sus poemas. Llegó con toda su familia y su sencillez de paisa
triste. Les regaló sus libros a organizadores, jurados y periodistas, y se
portó con llaneza, recogió su premio y
escapó inmediatamente a refugiarse en las montañas de Antioquia. Poco tiempo
después moriría, dejando los poemas más significativos y elementales, hermosos
y desesperados de que tenga memoria. Sus libros todavía circulan como seres
vivos por mi casa.
Al día siguiente visitamos la Hacienda El
Paraíso, donde todavía parecían escucharse los ecos de los amores de Efraín y
María, entre pavos reales y propagandas de turismo. Pepe arrancó una gardenia
del jardín. Todo ese día estuvo oliéndola porque, según él, quería llevarse una
prueba de que había estado en el paraíso. El gesto, que era sin duda poético,
no estaba libre de aristas. Uno nunca podía estar seguro de él. Había cierta
cariñosa impiedad en su forma de ser. Como si comprendiéndolo todo, todo lo
perdonara, pero sin abandonar la sonrisa de demiurgo.
Por la noche medité sobre la actitud de
Donoso. Había comido, bebido, olido, sentido, mirado todo lo que pudo con
fruición, con el deleite del que sabe sus días contados, aunque tras él fuera
como un hada —como un guardia de seguridad, como un fedayín, como una
enfermera— la esposa de Donoso, la bruja doméstica. Pensé en ese instante en
Mercedes, la del Papá Grande, tan diferente a la bruja y sin embargo tan
parecida. Una y otra cuidan a sus esposos como si fueran criaturas irresponsables,
inocentes y, sin embargo, altamente peligrosas.
—Marco, oye lo que te digo: no hay mayores
pecadores que los de nuestra profesión. Hay que hacerse a la idea y desechar
cualquier amenaza de remordimiento. El remordimiento es al escritor lo que el
cuchillo al marrano.
Definitivamente todos los verdaderos
escritores estaban cortados con la misma tijera. Recordé a Bache, personaje de mi novela más olvidada, Paraísos hostiles, repitiendo en medio de su vitalicio sopor alcohólico, las mismas palabras.
¡El rostro de Donoso, don Oso! Un rostro de
patriarca, como el del Papá Grande, un rostro como deberían haber sido los de
Abraham, Isaac o Nabucodonosor. Con una leve diferencia: el patriarcado del sátiro
Marsyas Donoso es un patriarcado pícaro, escéptico, deportivo, alado. En cambio, el
patriarcado de García Márquez parecía tan seguro de su importancia, tan profético,
tan cataclísmico. Cuando hablaba, hacía suponer que ponía en peligro el
equilibrio de los grandes poderes. Donoso juega a ser un santón pecador. Es sin
lugar a dudas un hedonista irredento. Si no hay quien lo controle es capaz de
despanzurrarse comiendo, bebiendo, fornicando, entre carcajadas. "Al otro
lado sólo está la nada, Marco. Ésa es la verdadera condenación: perder todo lo
que tuvimos en este mundo."
Tengo por ahí una foto bastante desdibujada del periódico El País de Cali en la que se ve a Pepe pasándome un brazo sobre los hombros. El viste un saco bastante elegante, su inmarcesible sonrisa y no usa corbata; yo luzco una playera deportiva que desnuda gran parte de mis brazos y un copete como el que hoy exhíbe el candidato menos idóneo a la presidencia de México. Buscaré el periódico para sacarle una foto y ponerla aquí.
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