CLASES DE VIOLIN SIN MÁSCARA: LOS MALOS Y LOS PENDEJOS
agosto 22, 2012
4 de enero de 1984. La primera clase de violín del año fue de principio a fin un estropicio espantoso. Todo, todo estuvo mal, desde las escalas hasta los ejercicios. Me equivoqué minuciosamente, me cagué en Mozart y Beetoven. Marcelo estaba sentado en actitud de derrota, me miraba con escepticismo. Gritó. Golpeó con una piedra la mesa para explicarme el gran martelé. En las piezas culminó su furia. Lo que te falta es analizar compás por compás, repetir una noche entera un solo ejercicio. ¡Presión, ritmo, cerrar los ojos y escuchar! Tú agarras un ejercicio y te arrebatas de principio a fin sin pararte en los detalles. Sí, lo reconozco, estaba errático. Luego supe que la furia de Du Frane partía de un problema íntimo. Su antigua novia se va a casar. El lunes pasado reinicié la escritura de mi novela Mujeres amadas. El objetivo era pasarla en limpio y comenzar a organizar el caos. Cuando me digo fin, kaput, la novela es finita, es porque apenas la estoy comenzando. Siempre me pasa. Carta de Gardeazábal: me acusa de ser un narrador prepotente. Por fin vi a la doctora LB. Trasnochada, fea, cansada, llena de problemas, hambrienta, cruda, pobre. Le regalé una cobija. Está haciendo más guardias en el hospital de las que le corresponden. Le da miedo quedarse sola en su casa. Menciona frecuentemente nombres masculinos como para darme celos. Pusimos las cosas en claro: fin. El asunto acabó para alivio para los dos. Quedamos en lo siguiente: a partir de ahora yo soy su amigo y su protector. Nada de sinapsis. Encuentro con tres intelectuales de café. Los tres se ensañaron conmigo. Se burlaron del éxito de mi libro de cuentos. Eres un escritor de fondo, dijo Mandibulín, corres cada mañana cinco kilómetros. Me retiré sin darles la mano. Tras dos años de esperar la publicación de Paraísos hostiles, fui a la Editorial Oasis y retiré el manuscrito. No insulté al Schneider, el editor. Dije que lo iba a publicar en una mejor editorial. Si tienes una mejor oportunidad, adelante, dijo, y luego pasó a otro tema. Ayudé a la secretaria a buscar mi manuscrito. Estaba en el puro fondo, intacto, como lo entregué. Jiménez, el editor Trimalción, me estaba esperando afuera con el motor de su nave en marcha. Estaba comienzo pizza mientras corregía las galeras de su próximo libro. Me llevó a cobrar un cheque de 37 500 pesos, firmé el contrato. Jiménez está contento. El libro de cuentos ha sido un éxito. Se ha agotado en Sanborns, Gahndi, El Parnaso y El Sótano. En El Palacio de Hierro está en la mesa de los best sellers. Apareció en el primer lugar en la lista de los más vendidos. Coño, dijo Jiménez, lo que hago por ti: no tienes ni idea de cuánto pagué por el privilegio. Por la noche fiesta con colombianos. Todos detrás de una brasileña, Lili, que se bebió media botella de tequila, se puso loquita, se dejó arrastrar por Nico, mi amigo el pintor. Nico se la fornicó mientras ella estaba casi inconsciente, en una salita al lado del baño, a la vista de todos. Yo también estaba obnubilado y llegué a pensar que todo lo que estaba viendo eran alucinaciones. Llegué a la siguiente conclusión: los seres humanos se clasifican en dos categorías: malos y pendejos. Nico, limpiándose la sangre de los bigotes, definió a los frenápteros y los frenólitos: Los frenápteros son los que se cagan en todo; los frenólitos son los que limpian la mierda porque no soportan el olor. Recuerdo que las dos palabrejas las inventé juntando raíces griegas durante los días en que Niko y yo habitábamos un cuchitril en el segundo piso del Grill Las Escalinatas en Cali. Vi a García Márquez en Coyoacán. Hablamos un rato. Escribí un artículo sobre el asunto. Lo ofrecí a Excélsior. No quisieron publicarlo. Entrevista con la China Mendoza en televisión: escandalosa, tierna, melosa, insistía en ponerme las manos en los muslos. Estuve burlón y superior, jocoso, actué, hice pantomima y bromas, dije inmensiadades a mi estilo. Ojalá no censuren el programa. Shaka regresó de Polonia. Se invitó a comer el sábado a mi casa y dijo que podía hacer con ella lo que quisiera. Déjate de retórica, le dije. Y, claro, fue retórica: comió y se fue. 4 de febrero de 1984. Abrí la ventana que da al valle donde se asienta la Colonia Federal y la estación de luz. Miré el cielo limpio y dije gracias a Dios. Había pasado cinco horas poniendo a punto mi nuevo violín, un violín antiquísimo que adquirí a cambio de
43 000 pesos
Mi viejo violin
Tres de mis libros
Una dosis moderada de seducción
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