Una pequeña prueba de La insaciabilidad
octubre 31, 2013
Escogí unas páginas de mi novela La insaciabilidad, que saldrá publicada el próximo año.
Ya a bordo de Galileo hablaron:
—He estado
considerando nuestra relación y me di cuenta de que hay muchas cosas que no
hicimos —en el campo sexual, completó Ventura entre sí—: no viajamos a playas
solitarias ni paseamos por los Campos Eliseos de la mano, ni —se atrevió a
lanzarse a fondo— hemos fornicado de pie, con tus piernas ceñidas a mi
cintura.
—¿Como
Brando y María Schneider en "El último tango en París"? — preguntó
Ventura casi sin aliento.
—Exactamente. ¿Crees poder hacerlo?
—¿Dudas de
mí?
—Es que el
hombre debe esforzarse terriblemente si la mujer es grande como yo. Pero
supongo que debe proporcionar mucho placer.
—¿Por qué?
—Porque la
mujer queda colgada del ojal en el clavo ardiente y ello debe rozar
deliciosamente el punto de mira y el botón del placer.
—Bueno, eso
es algo que no hemos hecho —dijo Ventura—, como tampoco yo sentado y tú de
espaldas ofreciéndome la retaguardia, al tiempo que tú te acaricias mientras yo
entro en ti.
Bárbara puso
su mano sobre la pierna de Ventura.
—¿Por qué me
tientas, Satanás? Yo creí que desde la aparición de Rasputín habías
decidido dejarme en paz para dedicarte a la literatura.
—Y otra
cosa: me gustaría ver cómo te acaricias, tendida sobre una cama, pero no sé si
lo soportaría. Lo más probable es que cayera sobre ti formando una plancha de
lucha libre.
La Señora
Lujuria comenzó a jadear villanamente.
—¡Cállate!
Esa es una cosa que me gustaría, como me gustaría la inversa: verte manipulando
tu poderoso chou frente a mí despiadadamente, pero sin llegar a la
consumación.
—Con
seguridad caerías de rodillas ante mí.
—¡Si,
maldito, sí, caería de rodillas, con la boca abierta, y otra vez volvería la
burra al trigo, La Dama de Rodillas, ya basta, lo sabes, criminal, me conoces,
cállate, me estás torturando!
Ventura
sonrió complaciente, conciliador:
—Es una
charla entre amigos. ¿No la soportas?
—Me duele el
vientre, Ventura, lo sabes, me torturas, sabes que estoy enamorada como una
totonaca.
—Bueno,
perdón, creí que ese tango ya había sido bailado. Sólamente te estoy describiendo
el abismo de fantaseos al que me condenaste el día en que te acostaste bajo mi
cabeza coronada. Recuerda que soy un hombre solitario. Ten compasión de este
pobre miserable que no encuentra la paz en la literatura ni en la vida sino en
tu boca.
—¡Ay, ay, ay de mí! —gimió la señora
Blaskowitz —Cállate, déjame en el Canal, olvídame.
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