Una página de La insaciabilidad
noviembre 11, 2013
Adelanto de la novela que va a salir el próximo año...
Estoy borracho, absolutamente borracho, total y definitivamente borracho. Voy tambaleante de pared a pared. Me dirijo al baño con la intención de orinar. Llego con enormes dificultades. Estoy a punto de caer sobre el retrete. Al orinar comienzo a irme de espaldas empinándome sobre los talones. El líquido sale después de largos minutos. Acabo de escribir el cuento que por tantas semanas he relegado. Todo lo preparé con minuciosidad, sabiendo que tenía que escribir un texto extraordinario. Se trata de Perry McClue, un hombre que sueña con ser todos los hombres, con correr todas las aventuras, con seducir y ser seducido por mujeres espléndidas, hombres, efebos, doncellas; que recorre todo el mundo y en todas partes lo espera la maravilla, lo desmesurado, lo particular; que disfruta gozosamente de los dones de la tierra, y sin embargo termina en una paradójica, incomprensible e insoportable soledad.
Cuando supe que estaba
listo, que todo mi ser era una especie de átomo original a punto del big bang, puse a Atenea de patitas en la
calle, compré una botella de tequila,
limpié la mesa, coloqué dos cajetillas de cigarros, limón y sal a mi lado. Y me senté. Frente a mí estaba la vieja y
perruna Olivetti Lettera 22, que había arrastrado de Cali a
Lawrence, de allí a Monterrey, para
terminar en donde ahora, entonces, estaba. Pasaron los minutos. No podía escribir ni una sola palabra. Tomé un largo trago, me eché a la boca una pizca de sal y me exprimí medio limón. No salió ni una sola palabra. Apuré otro trago con idénticas consecuencias. Al tercer trago salió la primera frase, redondita y todavía escurriendo
líquido amniótico. Celebré el triunfo con una tercera dosis. A partir de entonces el texto emergió espontáneamente. En esos momentos no sabía si lo que estaba escribiendo valía un potosí o menos
que nada. La alegría del instante era pasmosa, el sentimiento de poder comparable al de un dios que con un movimiento de sus manos levanta montañas, abre desfiladeros, traza valles
sin fin y pone sobre ellos criaturas inéditas, sorprendidas y
dichosas.
Una vez que hube
terminado, anoté en mi Diario: Ya lo escribí. Me siento raro. Eructo constantemente. Puse el agua del baño a calentar. La cena está en el fuego. Yo estoy acostado en el sillón romano
(así lo llamo por antiguo y desvencijado), escribiendo estas palabras. Me siento raro. Llueve a cántaros. Comeré y me bañaré. Eso es todo. No sé si he hecho honor a la idea que tenía de mi personaje. No sé qué es lo que siento. ¿Estoy bien o mal? Lo ignoro.
Pero cómo se iba a sentir bien Ventura, si había
bebido, de una literal sentada, casi medio litro de tequila en acaso tres
horas. Se sentía horrorosamente mal, trastornado, no al borde de la
locura, sino en el puro centro de ella. Continúa el texto: Estoy en uno de esos sitios de donde uno se pregunta si saldrá o no. Creo que fue una exageración y una temeridad tomar tanto tequila de forma tan continua y
despiadada. Pienso que todo pasa, que esta sensación
imprecisable desaparecerá en cuanto amanezca.
Entonces todo será diferente. Leeré mi texto y sabré si vale la pena o no. Pero ahora, en este instante, siento que las cosas carecen de perfil. Los ojos se me cierran. Pero temo dejarme ir. Sé que si dejo que se cierren, vomitaré como loco, tiraré en la
sala o en corredor que comparto con la poeta Estrella de los Campos mis entrañas, me desaguaré, quedaré convertido en una gran letrina... Si hubiera alguien a mi lado. Si hubiera alguien. Alguien.
Ventura no tiene palabras para recordar lo que
sintió. Ni entonces ni ahora, ya de regreso. No era simplemente que el
mundo girara, como le gira a todos los borrachos cuando pasan la
línea de lucidez. Ni que el entorno perdiera sus límites, sino que,
simple y llanamente, todo se había duplicado. Existían dos casas, dos
cuerpos propios, dos puertas, dos máquinas de escribir. Al asomarse a la
noche, vio que la densidad de las estrellas era superior a la
habitual. No sólo me trastorné yo, sino
que eché a perder el orden del Universo, pensó. Recuerda incluso
que con un poco de ironía amarga comenzó a evaluar las
consecuencias de vivir en un mundo en el que todo tendría su duplicado, no sólo
los problemas, sino los cheques quincenales y las mujeres. Acabó de
cenar y de bañarse. Lo tuvo que hacer en cuatro patas porque
no pudo tenerse en pie. Suponía que tras comer y bañarse iba a retornar a
la normalidad. ¡Falso, falsísimo! Todo comenzó a girar. Intenta
mantenerse en el centro pero no puede. La fuerza de los giros
amenaza con lanzarlo contra las paredes. Va a cerrar los ojos. Voy a
cerrar los ojos. No me importa lo que pase. Cierro los ojos y,
paradoja de las paradojas, la oscuridad se ha duplicado. No que sea más densa,
sino que hay dos oscuridades. Entonces pienso que por fin ha pasado
lo que me dijo aquel infecto psiquiatra de mi primera gran caída: el incurrir en un exceso podría
trastornarme definitivamente. Mi esquizofrenia precoz, de la que
salí con tanta dificultad, había permanecido latente, agazapada, y reventó gracias al
tequila. La historia de cómo pudo dormir en medio de
la borrasca y cómo despertó es bastante banal. En su
Diario, con letra de parkinson y lamparones de sudor, se
halla consignado
el despertar y sus reacciones. Son las
cuatro de la mañana. Tengo un
dolor de cabeza razonablemente soportable y una sed de beduino. Bebí un litro de leche fría directamente de mi secreta vasija de barro indígena. Abrí la puerta para que entrara mi gata. Atenea
atravesó la sala sin ansiedad y se instaló sobre la barra de la cocina a mirarme como la esposa que no dice una palabra pero que
reprocha con los ojos. La supe comprensiva y la quise más que antes. Ya no tengo sueño. Quiero leer el cuento que acabo de escribir casi a costa de
mi cordura. Ya lo leí. Aunque es apenas un boceto, tiene la estructura, la tensión, la emoción, la profundidad de lo mejor que he escrito y quizás
escribiré en toda mi vida, creo. Coloco los papeles prensados con un clip, al
lado del proyecto de novela, junto al colchón. Cada vez que
escribo algo semejante me gustaría correr por el mundo para leérselo a todos,
ir al parque
y congregar a una multitud para leerlo a gritos.
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