Qliphoth: el canto de amor de Palou
diciembre 27, 2013![]() |
Con la novela más reciente de Palou |
Andrés y Mónica
conforman una pareja sui generis que busca en sus cuerpos signos que los
hagan persistir en sí mismos. El resultado es el fracaso, quizás precisamente
porque han puesto el énfasis en la parte sensorial, y cada uno de ellos ha mantenido
como en secreto, con una especie de pudibundez espiritual, lo que en verdad
son.
“Eran las seis y
ella empezó a gritar, llena de placer. Él, adentro, temiendo herirla y
diciéndole bajito: “¡Qué felicidad!”. Mónica le dio una cachetada. “Esas cosas
no se dicen, Andrés. No hay nada eterno y la felicidad absoluta no existe”.
A partir de entonces
ya no hubo nada que cambiar. La relación que se había basado en la fugacidad
alcanza su punto máximo de deterioro. Es aquí donde la frase “feliz y certera”
de Lawrence Durrell cobra sentido: Me pregunto quién inventó el corazón
humano. Dímelo y muéstrame dónde lo ahorcaron.
Andrés es un
psiquiatra no muy convincente y Mónica una secretaria ejecutiva excesivamente
filosófica. Es claro que se trata de personajes novelescos, no de personas, y
cada uno de ellos encarna una unidimensionalidad. Ella, el culto al instante
como posiblilidad de placer; él, la necesidad de una trascendencia, de un
absoluto. Tanto uno como el otro, alcanzan sus metas. Para ella el amor sólo
puede culminar en el fracaso; para él, el amor o lo que se le parezca es el
modelo que le permite escribir una novela, con lo que se acerca a un absoluto:
la obra de arte.
Dice Mónica: Nunca
te conformas, lo bello para ti no puede estar en el instante, tiene que ser
eterno y eso es imposible. Lugar común, sin duda, del tamaño del mundo.
Cuando Andrés le dice “Te amo”, Mónica responde “Necesito que entres en mí”.
La declaración de
amor desencadena la desaparición de Mónica, de quien de paso, no sabemos casi
nada. Es inevitable pensar en El último tango en París. La diferencia
estriba en las poderosas personalidades de Brando y María Schneider, y las
traslúcidas entidades que resultan ser Andrés y Mónica. En alguna ocasión uno
de los miembros de Crak reseñó una novela mía y señaló que yo inauguraba
un nuevo género, el sex fiction. No dudo que Qliphoth caiga dentro de esta denominación, tanto por la frecuencia
como por la intensidad de la relación carnal de estos personajes, que parecen
vivir casi exclusivamente para yogar de todas las formas posibles, en terceto,
con yogur, en el baño, como si quisieran ejemplificar el famoso tratado del
Jeque Nefzaqui, El Jardín perfumado para el deleite de las almas.
Seis años después de
la desaparición de Mónica, Andrés intenta recuperarla mediante la escritura.
“¿Dónde está el
límite entre amar una persona y sólo usarla, necesitar de ella, asirse a lo que
representa para no naufragar en la vida?”
“Porque, no sin
pesimismo, hay que aceptar que no se puede recuperar nada y que el olvido es la
condición humana”.
Andrés, como
psiquiatra, no es convincente, precisamente por este tipo de frases. Si hay
algo que caracterice a la condición humana es el recuerdo, la persistencia de
todo lo que se ha vivido, particularmente lo que se ha vivido con intensidad.
Hallo pues una filosofía sin sustento lógico, una especie de filosofía
literaria, y por ello cercana a la falsedad.
Me parece que es un
libro construido con demasiados y muy visibles andamios: Sabines, Durrel,
Bretón, Bach, Bataille, Wittgenstein (“los límites de mi mundo son los límites
de mi lenguaje”). Sin embargo, muy disfrutable, digno de ser releído.
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