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A partir de hoy la novela por entregas Doctor Amóribus

abril 08, 2014

Revista Hispanoamericana de Cultura #32 Abril 2014 -

Año 8 PORTADA OTROLUNES

Doctor Amoribus, Consultor erótico y sentimental (I)

Novela por entregas MARCO TULIO AGUILERA GARRAMUÑO

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http://otrolunes.com/32/en-la-misma-orilla/doctor-amoribus-i/

Luego de la experiencia vivida gracias a la publicación en estas páginas de la novela por entregas La sangre del Tequila, del escritor cubano Félix Luis Viera, sección que se convirtió en una de las más leídas de OtroLunes, tenemos el honor de que el prestigioso escritor colombiano Marco Tulio Aguilera Garramuño retome el batón de relevo y comience a proponer a nuestros lectores, también por entregas, su novela Doctor Amoribus, Consultor erótico y sentimental. Empezamos así una aventura que nos hace sentir orgullosos por partida doble: Marco Tulio Aguilera Garramuño, además de trasmitirnos parte de su prestigio a través de las colaboraciones que nos cede en cada número como columnista, ahora redobla su aporte a la calidad de nuestra revista ofreciéndonos esta obra que, como comprobarán nuestros lectores desde el primer fragmento, será sin dudas uno de los platos exquisitos de cada número a partir de hoy. Agradecemos la gentileza que Aguilera Garramuño ha tenido con nosotros y la confianza de la que nos hace partícipes. Comencemos entonces esta aventura: una nueva novela a conquistar (o para que nos conquiste), como nos gusta decir, con este primer capítulo “recién acabadito de sacar del horno”. Redacción de OtroLunes *****

I. Ranita y sus ardores

Amado de los Santos Dionisio Luna decidió, orillado por las deplorables circunstancias de su vida y la poco común suerte que creía tener en asuntos de mujeres, fundar el primer consultorio erótico y senti­mental de la región. La idea surgió de la fortuita oferta que le hiciera Francisca Irigoyen, su amiga de muchos años, y de un larguísimo período de ayuno … — ¿quién iba a querer darle empleo en esos tiempos de penuria (pero acaso no todos los tiempos son de penuria para los eternamente heridos por la saeta del ángel vengador por excelencia: don Cupido) a un violinista que era demasiado fino para acompañar maria­chis, excesivamente mediocre para ocultarse en la Sinfónica y muy orgulloso para tocar en las calles y pedir monedas a cambio, aunque, por otra parte, fuera un sólido macho de estampa garbosa y tuviera o creyera tener el encanto de la simpatía universal? ¿Quién iba a comprar sus viejas composiciones, mezcla de florituras demasiado complejas para sus dedos de albañil y con reminiscencias mozartianas obvias y hasta vulgares? Además, ya llevaba años sin inventar una sola armonía satisfactoria y comiendo carne blanca (la de su ya encallecida amante y vecina, la periodista) apenas una vez a la semana y probando unos cuantos gramos de pescado en cuaresma, tortillas, sal y chile en el mejor de los casos. Dionisio conoció hace muchos años a una mujer espléndida y tímida, durante los días que trabajó como musicalizador en una emisora radiofónica cuyas ondas piadosas no iban más allá del edificio que alojaba sus instalaciones. Radio Ubre, la llamaban los empleados de la benemérita institución, y sería un insulto rascar en detalles. Siendo Francisca Irigoyen una perso­na en extremo reservada, tenía sin embargo una gran curiosi­dad y un deseo de comunicación más allá de lo explicable, que no habían podido ser sosegados por su esposo, sobre el que, sin embargo, se negó a hablar en los primeros tiempos (in illio tempore, época mítica, irrepetible y por ello, quizás, imaginaria) por temor o reverencia. Durante muchos años, en los cortos momentos que pasaron juntos — De los Santos Dionisio Luna andaba siempre corriendo de un lado a otro, seguro de que la vida lo esperaba más allá del presente y cuando pasaba al lado de Francisca (Chica, la llamaban: era espigada, notable entre la multitud, vestía como para una cita de amor, tenía un cuerpo gallardo y en su caminar estaba su inconsciente pecado: nadie que la contemplara más de un instante podía permanecer en el umbral de la inocencia) sólo se daba tiempo para sus­pirar ruidosa­mente: “Lo que tú y yo haría­mos si la vida nos lo permi­tiera”, le decía, dema­siado en público para ser tomado en serio– conversa­ban con gran reserva sobre aspec­tos de la intimidad. Por varios años hablaron, siempre sigilosa y sinceramen­te sobre el tema lo que tú y yo haríamos si la vida nos lo permitiera, pero ni uno ni otro parecían interesados en llevar el asunto más allá. Hubo uno o dos bailes, en los que se dieron acercamientos relativamente presagiosos, que morían cuando estaba terminan­do la fiesta. En tales casos Chica, acaso al calor de las copas, se tornaba en una mujer extremadamente sensible de sus propias gracias y su forma de bailar pasaba de lo socialmente sospechoso a lo francamente fornicular. Tenía una manera de marcar el paso del mambo y de emprender los quiebras de cintura en la cumbia acercándose en reversa, que enloquecía Dionisio, ya de por sí bastante delicado en todo lo referente a tafanarios. Por respeto a su trabajo y por una especie de fraterni­dad sindical o de reverancia ante lo inefable, ni uno ni otra insinuaron jamás llegar a los agridulces deleites de la bestia, aunque entre ellos se hablara en términos crudos y luminosos sobre los gozos y tormentos que pueden proporcionarse las parejas en tantos lechos posibles que depara el azar, algo flaco por cierto en ciudades como la que transita el destino de nuestros personajes. Amado de los Santos Dionisio Luna … -ruego de rodillas disculpar este nombre excesivo y muy propio de cierta literatura muy en boga que no quiero juzgar, tal vez por complejo de inferioridad o todo lo contrario-…Amado de los Santos Dionisio Luna -ése era y es su nombre y no tengo licencia ni interés de cambiarlo- entró en la vida de Chica Irigoyen de la forma más honesta, y vio crecer a sus hijas, las tres de belleza extrema, pero ninguna con el encanto de Ranita –se llamaba Renata, pero habían dado en llamarla Ranita, y ello la satisfizo–. La vio crecer. La tuvo en sus brazos cuando tenía dos años, luego la llevó al parque cuando cumplió los seis; a los siete la acompañó a la playa y pudo verla casi desnuda, lo que guardó en su memoria como la imagen más perfecta de la belleza que acaso vería en su vida; a los diez –cuando su belleza y su frutes­cencia comen­zaban a ser muchedumbre en el espíritu deleznable de De los Santos– asistió a su cumpleaños; a los doce ya la miraba obsesivamen­te, y cuando la vio a los trece no pudo dejar de pensar en ella. Convencido por completo de la inocencia de sus impulsos y la castidad absoluta de las fantasías que comenzó a bordar en el tapiz de su vida con la nena, y de que con ello no hacía mal a nadie, comenzó a pensar en la niña dejando deslizar su imagina­ción hacia territorios vedados por la santa curia y las sanas costumbres: veía a la nena en cueritos sobre su cama haciendo cabriolas de gimnasia o fingiendo estampas de candor mientras se mordía el dedo gordo del pie derecho. Que fuera precisamente el del pie derecho tiene su razón de ser y su fundamento teológico, cosa que cualquier curioso podrá consultar en el Antiguo Testamento. Para mayor abundancia habría que agregar que Lucifer fue sin duda el primer izquierdista y a partir de ese punto podríamos hilar delgado hasta llegar a los conceptos contemporáneos de bien y mal. A ver… ¿por que se llama al Derecho “derecho” y no “izquierdo”? ¿Conclusión? La Ranita de sueños hacía bien -hacía el bien- al morderse el dedo gordo del pie derecho. Y pasemos a otro asunto sin lastimarnos en divagaciones. En los cortos trechos de conversación con Chica Irigoyen, Amado Etcétera le reveló a la bizarra dama sus fantasías. No la escandalizaron ni llegó a preocupar­se. De los Santos y Francisca habían arribado a una conclusión que los hacía sen­tirse bien con sus conciencias: las fantasías son quizás lo mejor de la vida, y no hay por qué negarse a ellas. En el caso en que una fantasía se realizara, habría que dar gracias a Dios y permanecer con la boca cerrada. Mientras eso no sucediera, bastaba con el valor etéreo de las situa­ciones, que sólo existían en la intimidad de los solita­rios. Habría que agregar en beneficio de la duda siempre presente en algunos lectores, que el esposo de Francisca Irigoyen era para ella menos que un cerdo a la izquierda: beodo consuetudinario, ventripotente, soberbio, tacaño y, lo mejor de todo, ausente en un alto porcentaje, dato que favorecía todas las apuestas por una infidelidad que, como se verá en lo subsiguiente, nunca llegó. Pero éste es dato que en cierta medida favorece la intriga y ya se conocerán razones.

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