La experiencia del yage con Wade Davies
abril 29, 2014![]() |
No es el Amazonas: es Palo Gacho, Veracruz |
“El padre de Rufino
se puso de pie y entonó un cántico solemne. Cuando terminó, metió una totuma
negra en el yagé y se la pasó llena a su hijo. Rufino hizo una mueca al tomarlo, como todos los demás después.
Tenía un sabor amargo asqueroso. Hubo más cantos y baile, voces altas y
trémulas y el castañeteo de las sonajeras y las ajorcas; luego un silencio
expectante, mientras Pedro sacaba otra totuma llena de la poción. Sólo después
del cuarto trago me di cuenta de que los barasanas compensaban en cantidad lo
que a su yagé le faltaba en potencia” (Aquí Wade se desvía hacia una serie de
precisiones de orden botánico sobre los componentes de la bebida, entre los que
destaca el bejuco Diplopterys cabrerana, que se usa, afirma, en la
Amazonia para aumentar el brillo de las visiones).
Continúa la cita: “Me senté callado
con ellos, sin poder participar pero consciente del poder y autoridad de su
ritual. La planta los afectó primero a ellos. En un suave murmullo Rufino
empezó a hablar de un sol rojo que caía sobre la selva. De inmediato su padre
le ofreció otra dosis de yagé, que bebió jadeando y escupiendo. Hasta ese
momento yo no había sentido nada, pero al oír sus náuseas tuve que darme vuelta
y vomitar en la tierra. Pacho se rió y yo lo imité. Todos tomamos más yagé
varios veces. Pasó una hora o más. Miré hacia arriba y vi que los bordes del
mundo se suavizaban al mismo tiempo que sentía una resonancia que llegaba de
más allá del cielo, como la sugerencia de un viento flotante de pulsante
energía” (El río, Wade Davies)
“Al principio fue agradable, un
sentido maravilloso de vida y de calor envolvía todas las cosas. Luego las
sensaciones se intensificaron, se cargaron de una extraña corriente y el aire
mismo adquirió una densidad metálica. Pronto dejó de existir el mundo tal como
lo conocía. No era una distorsión de la realidad: era como si se disolviera al
tiempo que el terror de otra dimensión avasallaba los sentidos. La belleza de
los colores, los interminables diseños de esférica luminosidad, eran como
lluvia brotando de mi piel. Me contuve. Miré hacia arriba y vi a Rufino y a
Pacho bamboleándose y quejándose suavemente. En el pelo había flores que
lloraban y árboles intentando remontrarse
hasta las nubes, y de sus ramas caían hojas con grandes aullidos.
Entonces el cielo se abrió. Una lívida cicatriz cruzaba el firmamento, las
estrellas palpitaban y un gran viento dispersaba todo a su paso. Se abrió la
tierra. Serpientes se enroscaban en los postes y se metían reptando por los
techos. No había escape. Los ríos se abrían como bocas de capullos. El
movimiento se volvía penetración, y el terror se hizo más fuerte. Niños
famélicos y animales de todas las formas enfermaban y morían de sed, enterrando
sus narices en la tierra seca. Yacían desnudos a la intemperie y por todas
partes se levantaba un palio inmenso de dolor”
(...) “Lentamente, al avanzar la
noche los colores se suavizaron. Sentí mis manos palpando el piso de la maloca,
vi nubes de polvo teñidas de luz verde, oí voces que se reían. Estaba a punto
de amanecer, lo supe al oír la selva. Cansado, aunque ya sin miedo, me metí en
la hamaca. Permanecí despierto mucho tiempo, envuelto en una manta de algodón,
como un niño agotado después de la fiebre. Lo último que vi al irme durmiendo fue
una plácida nube de luz violeta que se posaba sobre la maloca.
“Una hora después me despertó el
rugido de una avión. Miré hacia arriba y vi haces de luces que se filtraban por
el techo de paja. Me dolía la cabeza y tenía sed, pero aparte de eso me sentía
bien, limpio, como si mi cuerpo hubiera sido lavado por dentro y por fuera. Al
incorporarme, me rodeaban unos niños que me siguieron afuera, bajo el sol y por
la trocha que iba al río. El agua estaba fría y refrescante, deliciosa al
beberla. Oí un grito, y uno de los niños apuntó hacia la ribera. Era el piloto
misionero. A su lado estaban Rufino y su padre. Habían guardado sus atuendos,
pero en sus piernas tenían los dibujos geométricos y las caras negras con el
tinte. El piloto tenía las manos en las caderas.
–¿Con que volviéndose nativo ¿no?
—me dijo a gritos—. Si yo fuera usted, no tomaría agua de esa.
—Llega antes de tiempo.
—No, en realidad tengo un retraso de
dos días.
—Ah.
—Bueno, nos vamos. Tengo que estar
en Miraflores a mediodía.”
Como Davies han sido
incontables los que han buscado en la Amazonia el sentido de su vida. Uno de
ellos fue Napoleón Chagnon, de quien espero escribir en posteriores
colaboraciones.
0 comentarios