Mi cumpleaños 34 (tomado de Mi querido diario, 1982)
abril 15, 2014
Anoche me enojé en mis sueños.
Vi a una mujer que me impresionó profundamente. Noté que
yo también atraía su atención. Nos fuimos acercando los dos sonrientes, los dos complacidos,
los dos anticipando… Súbitamente desperté. Me dio mucha rabia el despertar dejándola ahí
entre los velos del sueño. Supe que no la volvería a ver jamás.
yo también atraía su atención. Nos fuimos acercando los dos sonrientes, los dos complacidos,
los dos anticipando… Súbitamente desperté. Me dio mucha rabia el despertar dejándola ahí
entre los velos del sueño. Supe que no la volvería a ver jamás.
27 de febrero de 1982. No lo había dicho pero lo voy a decir.
Llevo varios meses intentando dejar de fumar. Antes de hoy había logrado mi
récord: una semana sin un solo cigarrillo. Y hoy, día de mi cumpleaños 34, caí:
fumé como chacuaco. Chacuaco: mitológico animal mexicano que nadie ha visto
pero que según parece era atraído por las hogueras de los indígenas tarascos
de este país. Fiesta en casa: un crítico uruguayo y su compañera poeta, una
suiza (rolliza de pelo larguísimo, casi blanco), dos francesas (una chiquilla
con largo kilometraje en las camas jalapeñas y Jossianne, recatada, moralista,
chismosa y pesada), dos venezolanas (una gorda y otra flaca, de un rubio
escandaloso y una bondad se burra vieja, con un lunar fungoso en la mejilla
derecha), el novio de la burra vieja, guapito, Lupita, la secre de mi oficina,
el doctor Ramón, mi maestro de violín Marcel Du Franck, su novia, una
adolescente que toca piano y tiene dientes postizos, un bigotón estilo Pancho
Villa que hasta donde sé no fue invitado. El uruguayo y yo llegamos tras
algunos tragos a la conclusión de que los dos éramos unos verdaderos genios. El
uruguayo (Jorge Ruffinelli dijo: De verdad que eres un genio, se puede decir
que Colombia ya tiene un Nobel y medio). Admirable tipo: si hubiera habido otro
invitado de su estatura, habría estado aún más feliz. Saqué de su estuche mi
violín a las cuatro de la mañana y me puse a tocar. Marcel Du Franck en medio
de sus tormentas alcohólicas miraba la partitura, era del Minueto de Beethoven,
y cerraba los ojos, movía la cabeza de lado a lado y se mesaba las rojas barbas
de profeta nicotinoso. Ni sus gestos casi de desesperación ni las miradas casi
suplicantes de los invitados lograron detenerme durante una hora. Interpreté
malamente todas las piezas del segundo volumen del Método de Mathias Crickboom.
Fue una noche feliz. Me acosté a las cinco de la mañana y a las seis llegó
Concha Chacón. Miró y olfateó los restos de la fiesta. No me invitaste,
criminal, quería decirme con su mirada totonaca. Le di vino. No quería hacer
catleya (no quería que me subiera a su árbol, que empanizara su pescado, que
hiciera sonar a rebato las campanas de su iglesia) pero finalmente la convencí.
Traía ligueros y le pedí que se los dejara para imaginar que estábamos en una
película francesa de los veintes. El asunto estuvo bien aunque sin fuegos
artificiales. Luego me dijo que anoche había llorado mucho, hasta llegar a una
decisión: No quiero nunca volverte a ver. (Fin de la Libreta del
año 82).
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