Palabras para despedir al padre Gabriel García Márquez
abril 18, 2014
Criticable o no, me es
inevitable escribir una larga y sentida carta para despedir a mi padre y
maestro Gabriel García Márquez. Como muchos de mis amigos y algunos de mis
enemigos saben yo he vivido a la sombra y a la luz de este escritor tan
querido. Al punto de no dudar en considerarlo el más querido del mundo hoy en
día. Llamarlo padre y maestro podrá sonar trillado, un horroroso lugar común,
que no vacilo en asumir. Fue mi padre porque descubrí el mar interior de la
literatura que podría hallar en mí en el momento en que tras doce horas de
lectura, acostado en una cama rústica en una casa de asistencia del barrio Siloé,
en Cali, terminé de leer Cien años de
soledad. Y fue mi maestro porque apenas una semana después de la lectura de
esta obra, inicié la escritura de mi novela Breve
historia de todas las cosas, en la que se podían leer las huellas, el
aliento, la fuerza que me había dado el leer la obra mayor de Gabo.
Ya he contado varias veces y en
diversos medios cómo y dónde conocí personalmente a GGM. No voy a repetirlo.
Diré simplemente que le entregué mi novela Breve
historia de todas las cosas, publicada en Buenos Aires, en su propia mano. Una semana
o quince días después (no recuerdo) Felipe Ossa (creo que fue Felipe Ossa),
quien era gerente de la Librería Nacional en Cali, me dijo que García Márquez
había llamado desde Barcelona a la librería (porque le habían dicho que yo iba
con frecuencia allí) y que al no hallarme me dejó un mensaje con Felipe, en el
que me felicitaba por la novela, que le había gustado mucho.
La voz se corrió por Cali y Colombia.
La voz se corrió por Cali y Colombia.
Cuando
Daniel Divinsky, el editor de mi novela visitó Cali, reiteró lo que había
escrito en la contraportada de mi libro. Que le gustaba más mi novela que Cien años de soledad.
Imiginen,
amigos, lo que semejantes declaraciones hicieron en la mente afiebrada del
muchacho que era yo por entonces. La apuesta estaba lanzada: yo
quedé marcado por ese debut, que alguien ha llamado "patada de
antioqueño". Mi vida a partir de entonces consistiría en estar a la altura
del reto.
Que alguna vez García Márquez
haya dicho públicamente y para la prensa palabras elogiosas sobre mí o sobre mi
obra no puedo afirmarlo de ninguna manera. A mí sí me las dijo, y yo me
apresuré a divulgarlas.
En
el Hotel Xalapa, hace quizás 15 años me dijo Breve historia de todas las cosas es lo mejor que has escrito y
quizás lo mejor que escribirás". Personas que visitaron en su estudio a
Gabo (el profesor Motato y Fabio Jurado Valencia) me contaron que Gabo tenía un
estante tras su escritorio dedicado enteramente a Mutis y otro dedicado a mí. Y
les dijo que le gustaban mucho las obras de ese loquito colombiano que vive en
Xalapa.
¿Qué
aprendí de Gabo? La pasión por la escritura; mantener por años guardados los
libros, trabajándolos hasta que estuvieran maduros; aprendí que cada novela es
una auténtica tesis de grado sobre la vida y que uno es responsable soberano de
un universo; aprendí la soberbia soberana de creer que cada obra mía era una
obra maestra. Y algo muy importante: aprendí que hay que usar todos los
recursos disponibles para difundir las obras (sentado a una mesa en el
restaurante del Hotel Xalapa, al lado de Gustavo Sainz y Angel Rama, lo escuché
urdir las mentiras adecuadas para difundir ya no me acuerdo que novela a punto
de salir publicada).
Si bien he tenido periodos de adoración a GM,
también he tenido etapas en las que de alguna manera lo he rechazado y en las
que llegué a decir que era necesario matarlo para que los escritores colombianos
pudiéramos vivir. Y esa actitud ya estaba o estuvo presente desde el primer
encuentro en Bogotá, en 1975, cuando en la dedicatoria que le puse a mi
ejemplar de Breve historia de todas las
cosas le escribí: "Para García Márquez, a quien pienso matar...
literariamente".
Ingenuo y maniqueo deseo que obviamente no se
cumplió ni se cumplirá. Aunque no me siento inferior a Gabo (lo digo con
claridad y sin rubor) sé que lo suyo no tiene comparación alguna, y que ninguna
obra mía o ajena lo va a opacar.
Que personajes como Seymour Menton, René Avilés
Fabila, Guillermo Samperio, Héctor D’Alessandro y otros diez hayan repetido
elogios desmedidos a mi novela más reciente (llegando a colocarme por encima de
Gabo) no me hace más grande de lo que creo ser. Mi obra es diametralmente
opuesta a la de Gabo, va por otros caminos y si tiene algunos valores, serán
valores independientes.
Mucho se me ha criticado que yo haya usado a Gabo
como trampolín para catapultar mi "fama". Acepto las críticas pero en
mi salvedad debo decir que la "leyenda" no la inventé yo, sino el
primer editor, el argentino Daniel Divinsky, Seymour Menton y muchos otros que
repitieron el cliché "el más posible sucesor de García Márquez"...
que se convirtió en el trade mark no
sólo mío sino de diez o 15 escritores colombianos a los que se les colgó el
mote de posibles sucesores: Tomás González, Santiago Gamboa, Juan Gabriel
Vázquez -el más endeble- Evelio Rosero, etc.
Recuerdo que en el primer encuentro con Gabo me
atreví a decirle "no me gustó El
otoño del patriarca". El me respondió: "pues si no te gustó es
porque no sabes nada de literatura".
Leí casi todas las obras de García Márquez con
pasión y a veces con rencor. Las reseñé, dicté conferencias (la más memorable
fue en Indiana; la llamé "Escenas de amor, eros y pornos en las obras de
García Márquez"). Viví pasionalmente su literatura y ello me marcó,
aunque en ninguno de mis libros posteriores a Breve historia de todas las cosas sean notables las huellas de su
influencia.
Gabo tuvo tres actos de tremenda caballerosidad
conmigo, aunque sabía que yo era "peligroso" (en el sentido de que
sabía que yo iba a escribir TODO lo que me dijera): uno fue invitarme a comer
tacos en una taquería de cuarta en Coyoacán (con Eduardo García Aguilar y
Nicolas Lozano, que no me
dejarán mentir) y rechazar un ejemplar de Cuentos para después de hacer el amor que
yo quería regalarle (le pidió a su hijo Gonzalo que fuera a la librería El
Parnaso a comprar el libro).
Otro acto de gentileza fue descolgarse (manejando
él mismo su propio deslumbrante coche computarizado) desde su casa en la calle
Fuego hasta el centro del DF para ir a verme al Sanborns Las Lajas.
El tercer acto, que hoy ya puedo divulgar, fue
defenderme muy en secreto cuando me querían expulsar de México por escribir lo
que gentes "probas" (léase Pabello Acosta y amigos) consideraban
pornografía que denigraba a las damas jalapeñas.
"Yo te salvo del problema pero te pido que no
lo divulgues", me dijo.
Lo guardé durante años.
Y también tuvo un acto de descortesía: ocupó el
tiempo que me había asignado para una cita en atender a una periodista que sin
duda le llamaba más la atención que yo (la pequeña Rosa Elvira Vargas -hoy en La Jornada-, que por esos días era un
platillo apetitoso para un cincuentón como lo era Gabo entonces (hago constar
que no fueron más allá de la convencional entrevista, de la que fui testigo a
la distancia, hasta que me enojé y fui a reclamarle a Gabo su incumplimiento.
Ya le había reclamado y dado la espalda a mi héroe
cuando me alcanzó, me tomó del brazo y me dijo ""cachaco tenías que
ser... ¿no ves que estoy atendiendo a esta cabrita?"
Solamente tres veces pude estar a solas con
Gabo (eliminemos el “solamente”: tres veces ya es un honor memorable): en el
Sanborns en el DF; en Bogotá en el local de la revista Alternativa y en el Hotel Xalapa. Nunca pude expresarle
adecuadamente mi afecto filial.
Generalmente fui agresivo,
intolerante, severo con aquel monumento vivo. Publiqué
las crónicas de mis encuentros con él y él mismo me las criticó. Me dijo:
"Me usas para hacerte publicidad". Y lo acepté.
En una ocasión lo abracé y él me dijo: "No vayas a poner
que yo te abracé. Tú fuiste el que me abrazaste".
Que era petulante y ególatra en público, eso es notable. Hablaba como si
fuera el papa. Sólo conocí a dos personas que pudieron llevarle la contraria y
dejarlo callado: Ángel Rama y Mercedes Barcha.
Cuando me atreví a decirle algunas frases duras, lo tomó con buen humor:
"Ah, estos hijos díscolos que tengo esparcidos por el mundo".
¿Fue egoísta? Sí. Nunca entendió Gabo que la gloria es para compartirla.
La quiso toda para él solito y la consiguió.
"Nunca voy a hablar bien de ti porque te enfermaría y no volverías
a escribir nada bueno", me dijo.
Y bien vistas las cosas, al no ayudarme -como podría haberlo hecho: una
palabra de él hubiera bastado para lanzarme al mundo de las grandes editoriales
europeas- me hizo un favor: gracias a la especie de leve anonimato que he
mantenido durante casi toda mi vida, he podido seguir escribiendo con
tranquilidad y he podido moderar mi megalomanía -megalomanía tan semejante a la
de Gabo, que dijo "si cuando me siento a escribir no pienso que voy a escribir
una obra superior al Quijote, mejor me retiro de la profesión" (cito de
memoria).
Buen viaje, querido maestro y padre, nos vemos al rato.
Marco T. Aguilera Garramuño (17 de abril de 2014)
2 comentarios
¿Confesiones?
ResponderEliminarConfesiones a la sombra en medio de un espantoso desierto.
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