Un capítulo perdido de Cien años de soledad
abril 21, 2014
39. Nueva
tragedia. La de la Santa Flaca.
Los
muchachos nunca le perdonaron a Colonia que fuera tan reservada. No es que
llamara la atención por particulares atributos, pues era sobresaliente, exuberante,
ecuménicamente fea, según ellos, aunque con unos ojos de princesa india, sino
que en ese tiempo la llegada de tanto hombre ansioso había hecho bajar
exageradamente el porcentaje de hombres por mujer cuadrada y se suponía que dada esta circunstancia, cada una de las del
sexo infeliz por naturaleza debía cumplir con su cuota de sacrificio o
beneficio. Sin embargo, debe hacerse la salvedad de que ella era una excepción:
nació con el luto puesto y cuando pretendió quitárselo la sorprendió la muerte.
Tal vez fueran estas oscuras inclinaciones, disposición y continente los que la
convirtieran en objeto de tantos galanteos desvergonzados a los que nunca
correspondió. No reía jamás, lo más que llegó a lucir fue una sonrisa muy a
destiempo.
La
llamaban la beata cronométrica. Bajaba todos los días a misa de cinco. Tenía
que recorrer siete kilómetros pues vivía
más allá del Liceo y a pesar de
ello nunca se la vio desaseada o curtida por el polvo o el sol, como si las
inclemencias naturales de vivir en San Isidro le tuvieran una secreta aversión
o respeto. El rostro era de una blancura de panadero y tenía la forma alargada
y triste de las melancólicas vírgenes bizantinas, las manos eran huesudas,
sanguinarias, azulencas y transparentes, el pelo negro recogido en una moña
tirante hasta el extremo de elevar sus cejas indias en un gesto que parecía de
asombro o interrogación petrificados.
Los párpados siempre bajos, la boca apretada en un mohín de desprecio al mundo,
las piernas largas y flacas como de avestruz, el pecho tábula rasa y, paradoja
de las paradojas, una magníficas caderas que de perfil simulaban un
embarazo desorientado.
Colonia
fue la que le devolvió el buen prestigio a la profesión de costurera, prestigio
que se había perdido desde los tiempos de la otra, también magra, también
costurera, la que se dedicó a astillar hasta sus últimas hilachas los
principios y las normas de la moral cristiana al lado del famoso gringo
Rotenhook, el que se pudrió de amor. La beata aprendió el oficio de su madre, María
de los Ángeles de la Medalla Milagrosa, la adicta al padre Soto, y lo
perfeccionó a extremos inconcebibles, cosía apretado y fino, con puntada de
hilandera eterna, a veces duraba años para finiquitar una prenda. Eso sí, lo
que cosía ella no lo descosía ni Gordio y soportaba tantos años que la gente
emprendía el viaje eterno o la ausencia interminable antes que acabar sus
prendas. Las generaleñas, sobre todo las beatas, que tenían profesión de
clepsidras, se peleaban los favores de ella, atisbaban el avance de las
confecciones como quien espera que se abra una puerta de esas que permanecen
mil años cerradas, se abren por un segundo, e inmediatamente vuelven a
cerrarse; ellas no se atrevían a preguntarle nada, permanecían al acecho,
espiando el momento en que Colonia asomara la cabeza y el instante de la
despedida, que ella les daba con sus pestañas de madreselva. Una cinta métrica
colgada del cuello a manera de bufanda, una hebra de hilo entre los dientes, el
más insignificante detalle les daba pie a largas conjeturas sobre el avance y
la posibilidad de que estuviera a punto de concluir el trabajo en marcha. Esta
espera era un factor disociativo entre las beatas, quienes acostumbraban
preguntarse que quihubo del vestido de la
afortunada de Marciana o de la triste de Mandolina y a responderse como
una fábula, falsa pero por todas reconocida, eso va para largo, aunque pensaran
todo lo contrario.
Cualquier
día, a los seis meses o al año, al asomar Colonia la cabeza para saludar con
las pestañas de madreselva, preguntaba a la afortunada con la mayor inocencia
de la tierra si no sabía quién estaba interesada en mandarse hacer un vestido,
y comentaba casi de rebote que ya había terminado el de la Marciana o la
Mandolina. Tanta trascendencia llegaron a tener sus labores que el tiempo se
medía en San Isidro por la duración de la confección; por ejemplo cuando
evocaban un suceso decían: eso como que fue en la época del vestido de
doña Crisálida María Méndez, de Etelváis
Jiménez o Suástica Pérez. Lo particular de todo aquello, pensaban sus amigas, o
las que se decían sus amigas, era que
siendo tan buena costurera nunca se le ocurriera fabricar sus propios vestidos;
se los encargaba a cualquier pegabotones rascuacha y mediocre. De ahí su facha
y continente incontenido, triste y quizás conscientemente inelegante.
Vivía con su madre, tres hermanas
inconsistentes e inficcionables, una espada enmohecida y muchos retratos meados por las cucarachas y ennoblecidos por
el tiempo. En ellos se veía a un señor
de mostacho bismark en poses muy bélicas. Esos retratos eran el secreto
familiar: doña María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa ni se ocupaba de
ocultarlos ni se preocupaba por aclarar su origen, tal vez para fomentar la
leyenda nebulosa de su marido. Para las niñas ese señor era su padre, el
General, el progenitor de San Isidro, quien en tiempos paleozóicos había sido
propietario de todas las montañas y los piojos del sur del país hasta Buenos
Ayres de Puntarenas. Para Colonia era un ser desconocido que en cualquier
momento podía regresar a perturbar la paz de las agujas, los tejidos y las
mujeres solas, esas, digo, que mantienen
las piernas apretadas y bien surtido a Diosito con rosarios guiness y aguas benditas. Para los vecinos el
mentado general era un contrabandista que a principios de siglo inundó el
mercado con baratijas traídas de la histórica y roída Panamá donde los negros
prófugos y trásfugas hicieron su jauja. La verdad, podemos decirlo sin
reticencias, es que el general, general de cinco estrellas de hojalata improvisadas con tapas de cerveza, el general
Belarmino Jáuregui Barrantes, fue el héroe que encabezó la resistencia de San
Isidro de El General en el 48, contra la turba de las tropas del doctor Rafael
Ángel Calderón Guardia. Con solo 25 efectivos, pertrechados con armas de
juguete, mantuvieron a raya a la avanzada de quinientos atarvanes iletrados que
pretendía entronizar el comunismo en una tierra que siempre había respetado a
Dios, honrado a la familia y exaltado el esfuerzo individual por encima de la
utopía materialista (los datos y la retórica los toma, no sin ironía, Mateo Albán de los documentos de la época). Y
si héroe fue, prócer y progenitor de un pueblo, nos preguntamos, ¿por qué María
de los Ángeles de la Medalla Milagrosa lo ocultaba o lo dejaba en el limbo de
la indiferencia, sin dejarlo brillar al sol de la fama y a la intemperie de la
historia? Razón sencilla: porque el general Belarmino Jáuregui Barrantes
durante toda su vida nunca se enteró de que existía el amor y consideraba que
el comercio de los cuerpos entre humanos era como el de los animalitos: llega,
mete y saca. Resultado de los encuentros traumáticos fueron las cuatro hijas y
un rencor que la Medalla Milagrosa nunca supo superar. (¿Cómo me enteré?, se
pregunta Mateo. Simple y sencillo: lo inventé como he inventado tantas
insensateces que los amables, comprensivos, inocentes o cómplices lectores, han
admitido…si es que no han abandonado a esta altura del libro la lectura… asunto
que ni me va ni me viene: ya saben: cumplo con mi imaginación…el resto es
bagazo… La realidad no importa. Lo que importa es mi realidad. Bla, bla, bla.)
[Mateo es tan mentiroso que miente cuando dice
mentiras. Mi general Jáuregui Barrantes sí existió. Yo estuve en las trincheras
con él y descargué la primera avioneta que llegó a San Isidro con pertrechos de
Nicargua.]
Además de
todo lo anterior Colonia veneraba a un batallón de cerditos enanos o
tepezcuintles que hozaban y gozaban como marsupiales por todas la casa y los
charcos vecinos, una casa que semejaba
el rincón más intrincado del Amazonas, con palmeras, plátanos silvestres,
árboles pigmeos, guarias moradas (cantadas tan galantemente por el malogrado
Benito Chúber), tomillos, perejiles, pterodáctilas, epífitas, pasionarias,
escolapias, eleuterias y megaterias.
Para su familia Colonia era una extranjera del mundo mundano; cuando les
hablaba era como si estuviera muy lejos,
al otro lado del abismo de la vida y muy cerca del alivio de la muerte y cada
palabra daba mucho que pensar a todos,
pero para sus bebitos tepezcuintles, era la madre más detallista, y para sus
plantas, ¿qué decir?... El celo más meticuloso, el cuidado más exagerado, les
hablaba a las hojas y a las flores al tiempo que con algodones humedecidos les
limpiaba el polvo y decía que le respondían, posaba las yemas en los tallos y
juraba sentir la circulación de la savia, afirmaba que las plantas no sólo
sentían sino que tenían lengua y alma y sufrían quizás más intensamente que los
seres humanos y eran tan delicadas que pocas personas del mundo podían
comprenderlas.
A veces cuando Colonia estaba en vena
comunicativa llamaba a sus hermanas Corinta, Sucinta y Eleuteria, y les decía
que posaran la superficie de sus dedos
sobre las hojas, apenas rozando y que sintieran el amor de las
pasionarias. Decía Sucinta, la más
mitotera, que sí, en efecto, a veces en obedeciendo a la loca, se le aguaban
los bajos fondos. Corinta y Eleuteria obedecían a Colonia, se comunicaba tan
poco la mustia, pero con honda pena debían confesar que no sentían nada. Es que son brígidas, decía Sucinta, que tenía
sus letras. Letras torcidas, pero letras al fin y al cabo.
Es que son muy tímidas, musitaba Colonia, y se
encerraba a acostarse sobre su habitual colchón de tachuelas y vidrios a soñar
con un Cristo degustador de pasionarias y cerdos enanos.
Salir
de la casa para ella era una penitencia, cuando lo hacía caminaba felina y
mansedumbremente, como queriendo disfrazarse de sombra, pero así y todo más la
veían los que recogían la basura en la madrugada, los camioneros desmadrugados
y los vagos de ley, Yamil Gelsteinberg Hohensolen abriendo El Trabajador, las
prostitutas retrasadas saliendo del Bar Tico y el Bar Rojo. También las muñecas
rubias de sololoy de Los Pollitos revelando a la luz del sol irrefutable del
amanecer la falsía de su rubiedad, los borrachines extraviados en busca de las
llaves de sus casas y Alisio quien continuaba entrenando para ganarse la
maratón de los olímpicos dando vueltas
en torno al parque desde las tres de la mañana hasta que la campana de la
virgen daba las cinco y media. Cuando Colonia iba por la esquina de La Grandeza
el fondista se decía faltan diez para las cinco, y hacía cuentas de las vueltas que había dado para aumentar o
disminuir el ritmo de trote y completar los cuarenta y dos kilómetros con
ciento noventa y cinco metros correspondientes.
Colonia
fue acompañada por su madre a la iglesia desde que tenía cuatro años hasta que
cumplió los veinte, luego la muchacha creyó hallar algo de pecaminoso
entre su madre, María de los Ángeles de
la Medalla Milagrosa, y el padre Soto: mucho cuchichear, suspiros y gemidos en
el confesionario. Horrorizada por el descubrimiento decidió avergonzarse y
caminar sola. El primer día de su solitario periplo los generaleños descubrieron
su existencia. Durante veintisiete años recorrió el mismo trayecto a la misma hora, todos los días, por
eso cuando desapareció hubo un trastorno tan grande como el que se suscitó el día en que el hijo de Rey David se
escondió en su casa para nunca volver a salir dicen los díceres y dejó a los
Intelectuales desorientados, sin mascota y con la imaginación seca.
Tres
helios después de la llegada de la RRR
Colonia salió de su casa aureoleada por su habitual olor a cochino mojado y
tierra húmeda, en el cerebro molestándole la idea de que hacía más calor que de
costumbre y que estaba a punto de cumplir los veintiocho. Se inquietó cuando al
asomar por la esquina de La Grandeza no vio al maratonista trotando, creyó que
estaría amarrándose un zapato o acomodando del cartón de parche al otro lado
del parque, o que se había detenido a orinar el cochino tras un árbol, o que
había cambiado de ruta, asunto tan improbable como la posibilidad de que la
Tierra doblara una esquina y tomara una órbita irregular. Casi como el
cumplimiento de un presagio algo había cambiado dentro de la catedral: en el
sitio que ella usualmente ocupaba íngrima estaba arrodillado un muchacho
bellísimo, como esos querubines que tenían pintadas las estampitas adheridas al
respaldo de su cama de bendita soñadora de buenaventuranzas. Estaba con la
cabeza consumida entre sus manos, la cabellera limpia y trigal como una larga
cascada se escurría entre sus dedos de clavecinista. Parecía llorar. Como si
fuera otra mujer la que lo hacía, Colonia, con aplomo de suripanta calculadora
en territorio sagrado, se arrodilló a su lado y rezó deseando algo que jamás
imaginó poder desear. Parece que hizo tanta fuerza que las paredes de la
iglesia comenzaron a estremecerse leve, muy levemente, se diría que sólo para
ella y el querubín. El muchacho levantó
los ojos enrojecidos y la miró como quien ve un faro en medio de la blanca
oscuridad de la bruma. Entonces Colonia se dio cuenta, por primera vez en su
vida, tuvo la absoluta certeza de que sí, Dios existía y estaba esperando en la
habitación vecina a que lo invoquemos con auténtica fe para aparecerse como el
supremo super héroe.
Ambos
se levantaron al mismo tiempo como cantando a coro y en contrapunto y salieron
tomados del brazo de la catedral, no pronunciaron una sola palaba hasta que
llegaron frente a la casa de ella. Hasta mañana, fue lo único que se dijeron, y
James se devolvió a casa flotando a cinco metros del suelo. Estuvo a punto de
morir electrocutado por un cable de alta tensión. Afortunadamente unos pequeños
malandrines le atinaron el occipucio a tiempo con una pedrada de mala leche y
feliz resultado. Entonces James se acordó de que no era criatura celestial o
literaria sino un convencional bípedo implúmido, cayó muellemente, y tuvo el pudor y la entereza de completar el
trayecto caminando como lo exigía su terrenal naturaleza.
Al
día siguiente y a partir de entonces siguieron yendo a misa de seis de la tarde sin importarles el inconveniente
de las cagarrutas de las golondrinas. Hubo gran extrañeza cuando por primera
vez se les vio caminando tomados decentemente del dedo meñique por el parque y sin prestar atención a nadie.
Las anteriores novias de James se sintieron muy mal pues qué iría a pensar la
gente si se las comparaba con esa solterona correosa, beata y bigotona que
exhalaba un olor a muladar. De pasada le hacían desprecios y expresiones de
asco a James. Él ni cuenta se daba. Los amigos de James le buscaban los ojos
para ver si aquello era broma o uno de los famosos actos extravagantes típicos
de los Intelectuales.
Las beatas de las seis estaban paradas de pie por los aledaños
de la Casa Cural y en medio del aquelarre bullía un puchero de brebajes malditos borboteando y jediendo como
el peor aliento del infierno. Una y otra avechucha atizaban el fuego de tiempo
en tiempo. Tan sabrosas sustancia no debía agotarse sin sacarle provecho. No obstante ser objeto de tan reconcentrada y rencorosa atención James
y su beata se obstinaban en permanecer del otro lado, en el territorio
exclusivo y solipsista del amor. Pasión como esa no es cosa del planeta Tierra,
decían algunos de los vagos del parque, reblandecidos por las noveluchas de
Corín Tellado. Pero como el tiempo hace
de la excepción costumbre y del pecado norma y de día noche, no pasaron diez días
con sus correspondientes noches de zancudos, sin que los generaleños se
aburrieran de especular, buscar posibilidades, recovecos, berenjenales y matas
de chayote.
Además
ya San Isidro tenía muchas cosas importantes, graves y alegres y de en medio,
en qué pensar. De todos modos vale la
pena anotar la hipótesis de don Camilo. A saber:
—Colina
es una bruja que tiene emperrizado y engatusado al buen James y le ha
despertado al inocente un ardor de pinga y corazón tan perncicioso que le ha
elevado la temperatura al punto de hacerle perder el mal juicio que tenía.
Y
sí, no sólo parecían afectadas las facultades mentales de James, sino que, dijo
Calixto, había comenzado a trastornarse el clima exterior, que ya está llegando
a los 45 grados a la sombra. ¿Conclusión?
-Colonia
es la culpable de que aire de San Isidro se vuelva irrespirable, de que
tengamos que dormir con ventanas y puertas abiertas y que el paisaje se está
incendiando irremediablemente.
Cuando
se asentó el revuelo, no el calor de caldera que estaba abatiendo a San Isidro
y agostando las cosechas y matando a las vacas y a los tepezcuintles, los
isidreños supieron aceptar ese romance con todas sus peculiaridades. Lo que
resultaba molesto eso sí es el hecho de que Colonia y James comenzaron a vivir
prácticamente pegados, como si fueran hermanos siameses. Para arriba y para
abajo iban, ella rodeándole el cuello a James como si lo llevara inmovilizado
en primera con una llave de lucha libre y él con una mano sobre la destacada
cornisa de sus nalgas. No se separaban dicen que ni para ir al baño o para
bañarse. James insistía en esa incómoda costumbre y ella en negarse al agua. Agarrados, aferrados,
apercollados, sobrecogidos por la dicha de haber encontrado alma y cuerpo
gemelos, decían, avanzaban por la Calle
del Comercio, iban a misa, se sentaban en la misma silla ante las mesas del
bingo que organizaba la de la Medalla Milagrosa. Quien, hay que decirlo, no
salía de su pasmo al ver el vuelco de su hija, que de sonámbula, solitaria,
taciturna, bipolar, abominadora de los hombres, ahora resultaba una auténtica
mariposa del amor, por Dios santísimo,
amor no consumado, ella podía jurarlo a fondo y hasta sus últimas y
antihigiénicas consecuencias, su nariz no sabría mentirle: a diez metros de
distancia María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa del Santísimo
Sacramento, nombre completo, podía reconocer los pestíferos indicios del pecado
carnal, asunto, señor, que le causaba náuseas y que le obligaba a eludir la
cercanía de prostíbulos y casas de mala ortografía moral.
Decía:
Cuando se asentó el revuelo los isiderños supieron aceptar ese romance con
todas sus particuliaridades y peculiaridades. Y a pesar de ello, el anuncio de
la boda volvió a alborotar el avispero y a hacer jeder la fritanga pues todos pensaban
que aquello no era más que un capricho pasajero de James Po, afectado por el
suceso en el que sufrió la alegre y
aleve agresión de míster Bordenhouse, acontecimiento que fue conocido por toda
la ciudad gracias a la técnica del samueleo y chisme ejercido por Alisio y
también por su futura y conjetural suegra que se enteró por infidencias del
mismo James y que lo obligó a aislarse de sus amistades.
Y
si no era un capricho de James, los isidreños infirieron que era el resultado de una de las fantasías
histéricas de Colonia, quien creía haber hallado un ángel terrestre. Y sin
embargo, sin enverga, el plazo de dos años fijado para la boda hizo que lo de
ellos perdiera de nuevo toda importancia. Colonia por primera vez se dedicó a
coser un vestido para su cuerpo de
armario barroco con nalgas de chica pom pom. En paciente labor, casi sin
tiempo para ir a misa y pasear su cuadrúpedo
amor, fue zurciendo pieza a pieza el rompecabezas de su destino. James
Po por su parte recobró algo de su antigua personalidad. Se dedicó a ordenar
papeles en la notaría e hizo descubrimientos notables: halló que en el año de
1948 Robustiano había capturado a un periodista acusándolo de comunismo y
disolución moral sin aportar una sola prueba, y que hasta el momento no aparecía
ninguna acta de juicio o de liberación. Mientras tanto revolcaba papeles y tarareaba canciones, lo que le sugirió la
idea de reingresar a la Banda Municipal. Pronto fue la atracción de los
domingos, las niñas casaderas lo miraban llenar de aire sus rosados carrillos y
escuchaban los sonidos que emitía a través del saxofón y para ellas no había
más que un músico y un buen partido y un alma limpia y ese era James Po, el
hijo de la sin par Marilú, la
desaparecida belleza que embistía y del ferretero Ponicano Po, don Tuercas y
Tornillos. Y las niñas le aplaudían hasta que la sangre se les iba a las manos
y lo ensoñaban con tal denuedo que se les humedecían los bajos fondos y
pensaban que era una lástima que un chico tan hermosérrimo se fuera a perder en
las interioridades mohosas de aquella maldecida arpía.
Lenta,
muy lentamente, las piezas el vestido blanco se unían como por ensalmo, quizás
con más firmeza y arte que las anteriores obras porque acaso, decían, la
cacatúa quería llevarlo más allá de la vida. Y no carecían de razón. El tiempo
y sus malas obras iban a demostrarlo. Los pliegues de damasco satinado bordado
con perlas cultivadas tenían la blancura de las garzas que hicieron famosas las
canciones de Benito Chúber, eran abundantes y generosos; las mangas forradas
con seda de Cantón y remates de encaje holandés, el busto cubierto por una
especie de peto de angora color champán, largo del todo hasta el nivel del
suelo y abotonado con de nuevo perlas de carey ceñidamente al cuello hasta la
altura de la barbilla. Explicable del todo la extravagancia del atuendo, pero
no la corona de azahares con espinas de árbol de limón agrio con la que quería
pararse ante el altar. Hereje, la muy bestia, comentaban, y llegaron a
preguntarse si no sería mejor quemarla con leña verde antes que verla defenestrando a tan galán mozalbete.
En
la confección no se utilizó ni un solo alfiler y nadie tuvo acceso a la
habitación donde ella cosía a la luz de una gran batería de velas en
candelabros de siete brazos cuyo origen nadie sabía pero podemos conjeturar
fueron producto de los saqueos de bueno del general tras el triunfo sobre los
calderónguardistas.
Indigresión
El primer
kilómetro de la Panamericana fue pavimentado en el Cerro de la Muerte dos años después
del compromiso. El alcalde fe invitado a la inauguración. Había baile, whisky,
guaro, mucha carne de res y una carrera
de motos… O debía haberla, según el programa.
Regresión
Colonia
comenzó a bordar el velo faltando tres meses para que se cumpliera el plazo
fijado para la boda. Debía cubrirle no sólo la cara sino el cuerpo entero. El
trabajo estaba atrasado y avanzaba tan lento que ella casi no dormía. James la
esperaba a la puerta esperando su dosis
de adhesión que decía indispensable para vivir.
—Si
no te tengo pegada a mi cuerpo se me va el aire — decía, y se aferraba a su
cintura con desesperación de lactante. Eso le hacía perder a la próxima santa
tiempo precioso. Las beatas, sus antiguas más que amigas, sufrientes, creyeron
llegado el momento de reivindicarla y con una enorme condescendencia decidieron
visitarla y ofrendarle sus servicios. Ella no les dijo nada, simplemente
permaneció en silencio, mirándolas como un gato que está en el fondo de un
hueco y no quiere salir. Ya había perdido la costumbre de tener los párpados de
madreselva caídos y miraba de frente, con descaro de mujer justa, virtuosa y
con lugar apartado en el cielo. Las beatas echaron un último y feroz atisbo
a la cada vez más escuálida y desproporcionada costurera: enflacaba ella
y embarnecían sus nalgas al extremo de
parecer que no era una sino dos las mujeres, una al norte y otra al sur, las que habitaban la humanidad de Colonia. La dejaron bordando el velo que ya se
extendía a sus pies como una inmensa tela de blanca araña.
—Que
esto va a terminar mal, termina mal —murmuró una lagarta—. Ya dice la Biblia
que si en una casa no quieren recibir a Dios, hay que sacudirse el polvo y
dejar al demonio hacer sus malas obras.
La
plaga de las motos la trajo Renato, el hijo pelosnecios de Penélope Fernández.
Se compró una Suzuki, impresionante y ruidosa, que espantaba a todos los perros
de la ciudad y mataba a los que se dejaban alcanzar y mantenía despiertos a los
que no estaban dormidos y despertaba a los que ya se habían olvidado de sus
recuerdos.
Colonia
seguía adelgazando. Comía sólo una manzana diaria y tomaba doce vasos de agua.
La cabeza ya parecía un fardo sobre el cuerpo de un títere desarticulado. James
estaba preocupado. Intentó decirle que el velo no era lo principal del
matrimonio. Ella le respondió:
—Sin
el velo no me caso y te voy a decir por qué, amordemi vida: necesito ocultar
una vergüenza muy grande.
—Pero
vergüenza de qué, si no te he tocado ni con el filo de un mal pensamiento.
—Es
que, mi James, hay secretos que ni Dios debe saber—. Y se volvió a consumir en
su actitud sombría y continuó bordando y
enflaqueciendo.
Los
cerdos enanos se murieron de inanición y solidaria pena. Las pasionarias se
secaron. Sobre el maniquí estaba listo el vestido. Sólo faltaba el velo.
Nadie
sabe cómo fue que a Penélope, la madre del loco Renato Fernández, se le ocurrió
comprarle una moto. Parece que la vanidad del muchachito ya no se contentaba
con pasearse a pie y necesitaba un aparato ruidoso y brillante como los que
usaban los black panthers de la televisión. Desde que Renato escuchó lo de la
carrera en el Cerro de la Muerte se imaginó a sí mismo batiendo todas las
marcas y saliendo con su sonrisa de James Dean en la primera plana de los
periódicos de la capital. Por una vez en la vida su heroísmo superaría el
destello de la belleza de Sol, Estrella y Lucero.
El
tiempo seguía pasando indiferente, como habitualmente sucede, a las angustias
de Colonia y al atraso de su velo. A medida que el plazo se acercaba sus manos
se agitaban y le impedían trabajar bien; cada puntada debía repetirla hasta
cinco veces.
La
calle que conducía al Liceo siempre fue oscurísima a pesar de que Oscar Lopera
y Asociados, propietario de la empresa de taxis y de la fuente de soda que
quedaba frente al Colegio donde cantaba Garufa a cinco céntimos la unidad de
tango, había prometido hacer el gasto de la iluminación y pavimentación. Estaba
llena de piedras menudas y cortantes que un camión del Municipio vaciaba todos
los años a principios de invierno.
El
velo estuvo terminado un día antes del plazo fijado para la boda. Colonia le
dejó el último nudo flojo para hacer que le durara la emoción al apretarlo a
última hora.
Eran
las cuatro.
Colonia
salió a la calle donde la esperaba James Po. Fueron juntos, apretados el uno
contra la otra y viceversa, amangualados, apercollados, confundidos y
compenetrados, a rezar por última vez a misa de seis.
Estaba
soplando un magnifico viento atrabiliario y Renato tenia apenas dos pesos para
comprarle gasolina a la moto.
Después de oír misa la pareja estuvo sentada
frente a la catedral haciendo planes, entrelazados los veinte dedos y juntas
las cabezas. La gente ya se había convencido de que el matrimonio era algo
inevitable y que despegar a los siameses asunto imposible.
Las
siete de la noche. Las beatas no pudieron soportar la curiosidad y entraron a
revolucionar la habitación de Colonia.
James
se olvido de la cortesía: al regresar esa noche dejo que su novia caminara por
la calle mientras él lo hacia por la acera y por una vez se sintió a la altura
del metro ochenta de la beata rodeándole el cuello con el lazo ciego de sus
brazos.
Una
moto pasó rauda como un relámpago del cielo e hizo volar diez metros a la
gentil varona. Dicen que el aparato la embistió como un toro de lidia y la
elevó allende los postes sin luz y que su cuerpo cayó muy despacio, su vestido
formando un paraguas invertido hasta el cuello, como si flotara y se posó en la
calle, desnuda de la nuca a las pantorrillas, quedando intacto del todo en
espectáculo inolvidable y sin calzones, muy bien peinado de su impávida e
intacta cuca, pero ausente de espíritu por completo el entero cuerpo.
Dicen,
aunque al autor de esta mentirosa historia no le consta, que una beata, la
beata lagarta, acababa de deshacer el nudo final del velo cuando se escuchó el
estruendo de la máquina, que quedó hecha pedazos, y un ruido como de
castañuelas por el lado del Liceo.
Descubierto
el rosto Colonia lució su única sonrisa a destiempo bajo su celebérrimo bigote
de mariscal de los ejércitos de Dios.
Al
entierro de Colonia, que siguió la ruta de todos los entierros, es decir la del
Calvario, asistió todo San Isidro, incluyendo las suripantas, una cauda de
ochenta donosas mujeres de la vida, vistiendo de rigurosos colores de
escándalo, tal vez para escarnio de la profesión beatífica. James Po lloraba
sobre el hombro de María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa del Santísimo
Sacramento. Californio el Simple llevaba del cabestro a su burrita amada, ya no
del todo ignorante de los trajines de la vida, con el adorno de un moño negro.
Don Camilo, por primera vez en subida verdaderamente compungido, llevaba
también por primera vez a su legítima esposa, Celina, del brazo. Robustiano
conservaba el orden de las filas de la multitud que quería ver por última vez a
la que se llamó desde ese mismísimo momento la Santa Flaca o la Costurera
Flaca. Míster Bordenhouse dejó sus camisas de flores hawaianas
semitransparentes en casa y vistió un pecable tuxedo negro que terminó siendo
pardo debido a la bauxita.
Cuando todo hubo pasado y la última palada de tierra
cayó sobre el ataúd, el gringo, dejando a un lado sus maricadas, se acercó a
James y le dio un pésame conmovedor y San Isidro de El General, por una vez, no
hizo juicios o conjeturas y reivindicó tanto al bello James como a Bordenhouse.
A los pocos valientes que hayan llegado hasta este final, les cuento que este capítulo no es de Cien años de soledad sino de mi Historia de todas las cosas
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