Amor, eros y pornos en la obra de García Márquez
agosto 23, 2014
La primera versión de esta conferencia me sirvió para inaugurar en
octubre de 2008 el Congreso de Literaturas Hispánicas en Pennsylvania. Selección. El texto completo fue publicado
en Hispanic Journal...
En la mayoría de las obras de García
Márquez eros, entendido como la relación estrictamente erótica o física, domina
sobre el amor, entendido como una relación en la que están involucrados los
sentimientos, el espíritu o ese no sé qué que no termina por definirse. No
pretendo entrar en sutilezas teóricas, que harían más difícil este problema.
Comencemos casi al azar. El problema fundamental del patriarca de García
Márquez se halla en la incapacidad de amar, o por lo menos de tener un amor
“normal”. La posesión del poder absoluto y eterno mueve su vida como una
obsesión. En realidad El otoño del patriarcaes un largo,
larguísimo monólogo, que incluso supera en extensión al famoso monólogo de
Molly Bloom en el Ulises de Joyce; es un tour
de force sometido a las azarosas, caprichosas leyes de lo que el mismo
Joyce llamó “la voz interior”. El fracaso de su vida erótica y amorosa es
el lastre que arrastra por la vida, como arrastra desde su nacimiento un
enorme testículo, imagen desagradable y propia de la desmesura de un autor que
se ha caracterizado por la desmesura. Veamos las escenas de eros en esta
novela. Según el patriarca el amor es algo que le sucede a los hombres cuando
están “estreñidos de mujer” y la solución a este estreñimiento es el uso
violento, veloz y sin sentimientos de la hembra. Primera tesis: en general las
criaturas femeninas de García Márquez son más hembras que mujeres. El patriarca
le propone solucionar el problema de tal estreñimiento a su mejor amigo y
compadre, Patricio Aragonés, de la siguiente forma:…te la pongo a la fuerza
en la cama con cuatro hombres de tropa que la sujeten por los pies y las manos
mientras tú te despachas con la cuchara grande, qué carajo, te la comes
barbeada, hasta las más estrechas se revuelcan de rabia al principio y después
te suplican que no me deje así mi general como una triste pomarrosa con la
semilla suelta…
¿Cómo ha llegado el patriarca a esta
“concepción” del “amor?” Regresemos a su primera escena erótica, la de su
desvirgamiento en el río: …la primera vez que fue hombre con una
mujer de soldados a quien sorprendió a medianoche bañándose desnuda en el río y
cuya fuerza y tamaño había imaginado por sus resuellos de yegua después de cada
zambullida, oía su risa oscura y solitaria en la oscuridad pero estaba
paralizado de miedo porque seguía siendo virgen aunque ya era teniente de
artillería en la tercera guerra civil, hasta que el miedo de perder la ocasión
fue más decisivo que el miedo del asalto, entonces se metió en el agua con todo
lo que llevaba encima, las polainas, el morral, la correa de municiones, el
machete, la escopeta de fisto, ofuscado por tantos estorbos de guerra y tantos
terrores secretos que la mujer creyó al principio que era alguien que se había
metido a caballo en el agua, pero enseguida se dio cuenta de que no era más que
un pobre hombre asustado y lo acogió en el remanso de su misericordia, lo llevó
de la mano en la oscuridad del remanso… Varios elementos hay que
destacar en esta escena: el miedo del hombre, el carácter animal de la mujer,
la sorpresa inicial de ella y, finalmente, “la misericordia” de la mujer, que
es quien finalmente permite culminar el asunto en curso. El carácter orgánico,
animal del acto sexual es resaltado por la forma de describirlo: lo llama
“comer por el bajo vientre”. Las mujeres en general entregan al patriarca “sus
cuerpos de vacas muertas” y una de ellas le reprocha así su abuso de las
mujeres: “Sólo a usted se le ocurre creer que esa vaina es el amor, mi
general”.
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Las escenas del más puro erotismo
cercano al amor son precisamente aquéllas que no involucran posesión del
objeto de deseo. Veamos ésta, en la que se manifiesta una sutileza ajena a las
violaciones mediante zarpazos y violencia. Está incluida en El
amor en los tiempos del cólera y corresponde al instante en que
el doctor Urbina logra un vislumbre del cuerpo semidesnudo de Fermina Daza: No
era fácil saber quién estaba más cohibido, si el médico con su tacto púdico o
la enferma con su recato de virgen dentro del camisón de seda, pero ninguno
miró al otro a los ojos, sino que él preguntaba con voz impersonal y ella
respondía con voz trémula (…) Al final el doctor Juvenal Urbina le pidió a la
enferma que se sentara, y le abrió la camisa de dormir hasta la cintura con un
cuidado exquisito: el pecho intacto y altivo, de pezones infantiles,
resplandeció un instante como un fogonazo en las sombras de la alcoba, antes de
que ella se apresurara a ocultarlo con los brazos cruzados. Imperturbable, el
médico le apartó los brazos sin mirarla, y le hizo una auscultación directa con
la oreja contra la piel, primero el pecho y luego la espalda.
Gabriel García
Márquez establece en El amor en los tiempos del cólera una
clara distinción entre los “amores de planta” y los “amores de paso”: los
primeros son serenos, sin arrebatos, sujetos a rituales establecidos; los
segundos son de alguna manera artísticos, libres, arrebatadores y fugaces. El
caso más ejemplar de los amores de planta se presenta entre el doctor
Juvenl Urbina y su esposa, Fermina Daza. Veamos el primer acercamiento conyugal
y la forma tan poco pasional, tan calculadora en que se da el desfloramiento de
Fermina: ya en la cama permanecieron un rato callados e
inmóviles, él acechando la ocasión para dar el paso siguiente, y ella
esperándolo sin saber por dónde, mientras la oscuridad iba ensanchándose
con su respiración cada vez más intensa. Él la soltó de pronto y dio el salto
en el vacío: se humedeció en la lengua la yema del cordial y le tocó apenas el
pezón desprevenido y ella sintió una descarga de muerte, como si le hubiera
tocado un nervio vivo. (…) Entonces él supo que habían doblado el cabo de
la buena esperanza (…) la agarró de la muñeca y le fue llevando la mano a lo
largo de su cuerpo con una fuerza invisible pero muy bien dirigida, hasta que
ella sintió el soplo ardiente de un animal en carne viva, sin forma corporal,
pero ansioso y enarbolado. Al contrario de lo que él imaginó ella no retiró la
mano, ni la dejó inerte donde él la puso, sino que se encomendó en cuerpo y
alma a la Santísima Virgen, apretó los dientes por miedo de reírse, y empezó a
identificar con el tacto al enemigo encabritado, conociendo su tamaño, la
fuerza de su vástago, la extensión de sus alas (…)El doctor Uriba la
vio agarrar otra vez sin remilgos el animal de su curiosidad, lo volteó al
derecho y al revés, lo observó con un interés que ya empezaba a parecer más que
científico, y dijo en conclusión: “Cómo será de feo, que es más feo que lo de
las mujeres” El cuerpo de Fermina tiene “olor a animal de monte” y
este tipo de característica animalística se repite en la caracterización de las
otras mujeres. El acto entre el doctor y su esposa se consuma casi
atléticamente y termina en una imagen poética, “hasta que se gastaron en el
beso todo el aire de respirar”.
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Hay
una frase que García Márquez ha lucido no sólo en El amor en los
tiempos del cólera sino en la vida: “Se puede ser infiel pero no
desleal”: frase oximorónica, contradictio in adjectio o elemental
falacia, oculta precisamente el mal uso de la palabra amor, que si hemos
de entenderlo de manera platónica compromete necesariamente tanto a la lealtad
como a la fidelidad. Es cierto: no se puede servir a dos amos: o se sirve al
alma o se sirve al cuerpo. Y Florentino Ariza intenta servir a los dos, y lo
logra mediante una trampa que puede hacer a los demás pero no a sí mismo.
En El amor en los tiempos del cólera se destilan filosofías de
la vida, del amor, del matrimonio, de la fidelidad, de la lealtad. Termina
siendo una novela romántica y hasta decimonónica: los amantes someten el mundo
al imperio de su capricho, pues deciden vivir el resto de sus vidas en un
eterno ir y venir por el río Magdalena, amparados en el cólera.
Florentino
fue un hombre de paso para muchas mujeres (Leona Cassiani, Sara Noriega,
la viuda de Nazareth, Prudencia Pitre, Prudencia Arellano, Ángeles
Alfaro, Andrea Varón, Bárbara Lynch, Ausencia Santander, América Vicuña). Su
consigna parece ser: mi alma la guardo intacta para el amor, pero mientras
tanto mi cuerpo lo
abandono a la sensualidad. Amor y erotismo están separados en esta novela: el
amor sólo está presente como emanación misteriosa, como una especie de mentira
que ayuda a morir. Mientras que el erotismo, parece sostener García Márquez, es
una verdad que ayuda a vivir. Y es por eso que mientras los personajes
masculinos, como el Odiseo clásico, se aventuran por los mares procelosos de
las aventuras galantes, a las mujeres en general les queda vivir la vida
como una novela romántica. De ahí la violencia de la pasión de tantos
protagonistas masculinos que quitan virginidades con zarpazos, sin despojarse
de las ropas; que toman por asalto a las sirvientas en los patios de lavado y
arremeten como bisontes contra mujeres desprevenidas. Ejemplo acabado de estos
polvos de gallo, de estas violaciones consentidas, tan propias de las
obras de García Márquez es la que se ofrece casi al inicio de Memoria
de mis putas tristes. En esta novela un anciano decide
“regalarse una noche de amor loco con una adolescente virgen” para celebrar su
cumpleaños. Negocia la consecución de su objetivo con una alcahueta. A
partir de entonces pasa las noches al lado de una jovencita, a la que llama Delgadina,
por la que concibe un amor imaginario que lo hace feliz. Tal es el argumento de
la polémica novela de García Márquez. Gran parte deMemoria de mis putas
tristes se ocupa de escenificar la vida ritual de un periodista a
quien apodan Modesto Collado. Comparte este personaje con el
patriarca y con Florentino Ariza la costumbre de coleccionar aventuras sexuales
y soñar algún tipo de paraíso en el que estén incluidos el amor, la pureza, la
inocencia o algo así. Y al igual que los otros dos personajes, el anciano
ejerce una sexualidad desaforada (anota en un cuaderno las 514 mujeres con las
que ha yogado, tal como lo hacía Florentino en sus registros de fornicaciones).
Su sexualidad es frugal, apresurada y a veces violenta; tal violencia es
ejemplificada casi al inicio de la novela, cuando acomete súbitamente a su
sirvienta Damiana así: Recuerdo que yo estaba leyendoLa lozana
andaluza en la hamaca del corredor, y la vi por casualidad inclinada
en el lavadero con una pollera tan corta que dejaba al descubierto sus corvas
suculentas. Presa de una fiebre irresistible se la levanté por detrás, le bajé
las mutandas hasta las rodillas y la embestí en reversa. Ay, señor, dijo ella,
con un quejido lúgubre, eso no se hizo para entrar sino para salir.
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Otra de las frases célebres en las que se desnudan las ocultas convicciones del personaje, suena también a confesión cínica y a justificación de la impotencia: El sexo es un consuelo que uno tiene cuando no le alcanza el amor. De nuevo tenemos la idea de que sexo y amor son dos mundos que coexisten pero que no están necesariamente conectados. El sexo es una cosa que está ahí y con la que hay que cumplir porque está en la naturaleza humana, particularmente en la masculina, pero lo que en realidad importa es el amor.
Otra de las frases célebres en las que se desnudan las ocultas convicciones del personaje, suena también a confesión cínica y a justificación de la impotencia: El sexo es un consuelo que uno tiene cuando no le alcanza el amor. De nuevo tenemos la idea de que sexo y amor son dos mundos que coexisten pero que no están necesariamente conectados. El sexo es una cosa que está ahí y con la que hay que cumplir porque está en la naturaleza humana, particularmente en la masculina, pero lo que en realidad importa es el amor.
En
un violento salto atrás cronológico me dirijo al relato de la cándida Eréndira
(1978) en el que vemos muy bien delimitados los amores de zarpazo y los amores
de corazón. Eréndira es explotada inmisericordemente por su abuela, quien la
prostituye con filas interminables de hombres de todas layas. En este relato
las prácticas sexuales en general corresponden a una especie de labor titánica
que la joven de catorce años ejerce con absoluto estoicismo con el objetivo de
pagarle a su abuela una deuda que parece interminable. Eréndira es inaugurada
por un viudo escuálido y prematuro que pagaba a buen precio cualquier
virginidad. El viudo la tasa como a un cerdo, la pesa (en total 42 kilos,
descubre) y dice: “Todavía está muy biche. Tiene téticas de perra” y agrega:
“No vale más de cien pesos”. Tras la negociación con la abuela, el viudo compra
a la criatura y la lleva a un cobertizo donde le tuerce un brazo, la arrastra
hacia la hamaca, la abofetea y la hace “flotar un instante en el aire con el
largo cabello de medusa ondulando en el vacio”, la abraza por la cintura antes
de que vuelva a pisar la tierra, la derriba dentro de la hamaca, le da un golpe
brutal y la inmoviliza con las rodillas. Luego le arranca la ropa azarpazos y
la viola. De esta escena de desvirgamiento se pasa a la escena de la violación
multitudinaria de Eréndira por parte de los hombres pudientes de la localidad y
“cuando no hubo en el pueblo ningún otro hombre que pudiera pagar algo por el
amor de Eréndira”, la abuela se la lleva a otro pueblo donde continúa
prostituyéndola con filas de hombres que se pierden el en horizonte.
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La
segunda escena de acercamiento erótico entre Eréndira y Ulises sucede en el
segundo encuentro y es lo más parecido al amor que he hallado en las obras de
García Márquez: Ulises permaneció contemplándola con tanta intensidad
que Eréndira despertó. Entonces se besaron en la oscuridad, se acariciaron sin
prisas, se desnudaron hasta la fatiga, con una ternura callada y una dicha
recóndita que se parecieron más que nunca al amor.
Faltaría
revisar las escenas de amor y eros en Cien años de soledad y
en otras obras. Provisionalmente diremos que García Márquez no termina por
darnos certezas sino apenas acercamientos, vislumbres, como los que podría
darnos un ciego iluminado. Y podemos agregar lo que ya se sabe: los escritores,
particularmente los novelistas, no viven en el mundo de las verdades, sino en
el de las hipótesis, las posibilidades, los tanteos. Y en verdad que esta
suerte de buscar un gato negro en un cuarto oscuro, no es sólo la de los
escritores, sino la de todos los seres humanos, que viviremos sin entender qué
es el amor, cuál es el sentido de la vida, qué quieren las mujeres (aparte de
comprar todo lo que se les ponga al frente), qué nos espera después de la
muerte, existe o no Dios… y así hasta el infinito.
Cien años de soledad podría leerse como una especie de peregrinación de un narrador,
que podría ser el gitano alquimista Melquiades, el sabio catalán que estimuló
las ansias epistemológicas y literarias de los cuatro amigos (Alvaro, Germán,
Gabriel y XX) o el mismo García Márquez: peregrinación en búsqueda de al amor,
que culmina, casi siempre en la soledad, el desconsuelo y el desamparo. El
sabio catalán, antes de abandonar Macondo, como terminarían abandonándolo casi todos
los habitantes antes de que Macondo fuera “arrasada por el viento y
desterrada de la memoria de los hombres” les deja un mensaje a los cuatro
amigos: les dice que “en cualquier lugar en que estuvieran recordaran
siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso,
que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más
desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera”. Hay
abundantes escenas del eros ordinario en Cien años y
muy pocas de amor: hay muchas hazañas sexuales, descripciones de
desmesuras y características descomunales tanto de machos como de hembras ( la
mulata adolescente que inicia en la sexualidad a Aureliano cumple con una cuota
de setenta fornicaciones por noche; el coronel Aureliano Buendía hace
visitas nocturnas a muchas mujeres en cada una de las pausas de sus incontables
guerras perdidas y engendra 17 bastardos; el penúltimo Aureliano, equilibra una
botella de cerveza sobre su descomunal miembro; la tía pinta el falo de su
sobrino con carboncillo, le pone ojos y moñitos; Petra Cotes y la prostituta
Nigromanta, son auténticas atletas del amor mercenario; José Arcadio
Segundo se acostumbra al comercio con burras en complicidad con el sacristán
Petronio; el último Aureliano tiene entre las piernas un descomunal “moco de
pavo”. Macondo es un pueblo de una lubricidad exaltada, de la que sólo se
libran Remedios La Bella, Fernanda del Carpio y Úrsula, la matriarca. Escenas
de amor hay pocas en Cien años, y en general son
protagonizadas por parejas clandestinas, maridos infieles o parientes cercanos.
Los dos casos más evidentes de relaciones que son o parecen el amor son los
perpetrados por Aureliano Segundo y la prostituta Petra Cote; también las
relaciones que establece Aureliano con Amaranta Úrsula, su tía, amores éstos
que culminan con el nacimiento de un varón con cola de cerdo y con la
destrucción de Macondo por un viento. Esta última relación está
caracterizada por una especie de impulso casi irracional, obsesivo, que obliga
a tía y sobrino entregarse a los regocijos del cuerpo y a alejarse del resto de
la humanidad en una especie de desesperación antes del fin del mundo.
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No me parece aventurado afirmar que
tal felicidad, vedada a la mayoría de los seres humanos, estaba basada en la
presencia de dos ingredientes: transgresión y falta de testigos que juzgaran
los actos de la pareja. En aquella casa aislada del mundo tía y sobrino hacen
un estropicio de amor en el que se concilian eros y amor romántico,
conciliación prohibida, que de alguna manera desencadena el fin. De nuevo
verificamos la vieja verdad del Eclesiastés: no hay nada nuevo bajo el sol.
Síntesis: el amor auténtico no sólo es inconveniente sino extremadamente
perjudicial, solo se puede dar de manera clandestina y está destinado a la
muerte. Algunas conclusiones: todos los auténticos amores son desventurados; el
amor no existe sino como experiencia efímera o de infatuación; el erotismo fino
lo practican los personajes heterodoxos por medio de rituales sofisticados y es
bastante excepcional. Las relaciones con sexualidad tormentosa y feroz son las
más frecuentes en Cien años de soledad. El caso de las
relaciones de amor puroentre Fermina Daza y Florencio Ariza es
verdaderamente excepcional en la obra de García Márquez. En efecto, ellos se
aman en el tramo final de sus vidas con una especie de amor platónico… pero se
aman porque ya se ha extinguido el fuego sexual, aunque siguen jugando a tener
prendida la llama, lo que llama Octavio Paz, “la llama doble”. Los dos
transitaron por relaciones difíciles y al final de sus vidas, se entregan a más
espirituales que físicos.
El amor, o eso
que llaman amor, y el erotismo se seguirán practicando hasta el fin de la
humanidad, ya sea de manera “real” o como en la actualidad, de manera virtual.
Se seguirá hablando sobre ellos sin llegar a puerto alguno. La obra de García
Márquez sin duda alguna ha contribuido a enriquecer y a enrarecer este diálogo con
una de las partes más delicadas de la naturaleza humana: aquélla que al
acercarnos al animal, nos diferencia de él. De nuevo: no hay nada nuevo bajo el
sol. Somos animales que disfrutamos del sexo, nos inventamos el amor y
alcanzamos fugaces momentos de felicidad. Creo que eso justifica nuestra
existencia sobre la tierra. Que en la obra de GM exuda machismo, no hay duda;
pero también el hembrismo: hay mujeres duras, implacables, tozudas, entusiastas
y hasta excesivas en el amor y el sexo. Úrsula y Amaranta Úrsula, no ceden
jamás, como tampoco ceden Petra Cotes y Pilar Ternera y en general, cuando se
trata de grandes decisiones y de iniciaciones, las mujeres mantienen la
entereza, mientras los hombres se acercan al templo del amor con terror,
desazón e inseguridad.
Xalapa, octubre de 2010
Publicado 17th May 2011 por Marco
Tulio Aguilera
Etiquetas: García Márquez
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