El narrador de historias
marzo 14, 2015
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Un amigo que conocí en Guadalajara |
Desde el balcón, a través de las
enredaderas, desde la madrugada hasta el anochecer el narrador de historias
permanecía atisbando a cuanto personaje extraño o suceso peregrino cruzaba por la
acera frente a su casa. Gracias a su oído finísimo lograba escuchar
conversaciones susurradas que daban cuenta de
asuntos extraños o curiosos. Y cuando lo visto o escuchado no le
satisfacía, el narrador de historias simplemente inventaba. Con su lengua de
canario hacía danzar las palabras en la máquina de escribir a un ritmo
endiablado. Logaba escribir historias bellísimas y sorprendentes, a veces
delicadas o atroces. No le importaba que allá abajo todo lo maravilloso
estuviera contaminado con dosis tristes de suciedad o desgracia. Él tomaba las
historias, las lavaba, las desbarataba como a relojes viejos, las engrasaba con
los más finos aceites, las maquillaba y por fin las dejaba marchando como un
cucú resplandeciente recién salido de manos del artesano. El narrador de
historias tuvo sus premios y sus satisfacciones y se podría decir que era un
hombre feliz. No estaba casado, no tenía hijos, no necesitaba a nadie. Un día
cuando estaba sentado ante la máquina escuchó el grito desacompasado de una
multitud: ¡Hambre, hambre, hambre! Carambas, qué tema tan bueno, se dijo: una
multitud que grita hambre y un escritor que está aislado escribiendo
precisamente una historia sobre una multitud que grita hambre. Pero, se
preguntaba el escritor: ¿cómo voy a terminar la historia? Sencillo, se
respondió: mientras él narrador de historias escribe que la multitud grita
hambre, la multitud invade su casa, sube al balcón y se lo come. En esos
momentos el narrador de historias escuchó el estruendo de muchas voces, el retumbar
de su puerta a punto de ser derribada. Sonrió. Sabía que no iba a tener tiempo
de poner el punto final a su historia.
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