Un cuento tristemente célebre

julio 07, 2016

La publicación de este cuento ocasionó que se cerrara el único suplemento literarío que había en Xalapa en los años noventa. Se relata la historia trágica de quien fuera administrador de la Orquesta Sinfónica.

 

UN MUERTO SIN ESTATUA

 Es menos desconcertante que te dé por el culo un viajante que un obispo

Auden



Lo conocí en el Cine Radio, uno de esos sórdidos lugares que nunca faltan en cualquier cuidad, por recatada que parezca. Especie de palacio de ópera o de sala de conciertos, el Cine Radio en algún indiferente pasado tuvo su época de esplendor, en la que sin duda albergó orquestas sinfónicas, compañías de zarzuela y acaso a una María Callas o a un Beniamino Gigli.
         El Cine Radio es el inevitable lugar común de los pueblos chicos que se convierten en ciudad: de mansión de arte a sala de pornografía. En la actualidad no es sino las ruinas de lo que fuera y su estructura grita al cielo la derrota de sus glorias. 
         No me tocó tener a Cervantes a mi lado en el gallinero del cine Radio (una especie de
circo romano de dimensiones monumentales, con asientos de cemento, sumido en una oscuridad verdaderamente criminal), donde la acción era más cruda y cada cual se ocupaba más de los suspiros ajenos que de los propios y había muy poco respeto por las perversiones ajenas. Me tocó justo abajo, en platea, en medio del ágora, donde quien se considerara relativamente decente podía estar a salvo. (Era claro que ninguna persona que quisiera pasar por respetable —respetable del todo— se atrevía a franquear las enormes puertas del Radio.)              Yo me había sentado muy lejos de todos, donde podría disfrutar con entera libertad. Acababa de rebasar la adolescencia y las mujeres de carne y hueso simplemente no mostraban interés alguno por mi modesta persona—secretamente modesta: la verdad es que nadie tenía mejor opinión de mí mismo que mi propia conciencia afiebrada—.  Trabajaba en el nuevo diario de la ciudad y lo mío era todo lo que no fuera sociales. Al Radio iba en busca de mujeres extraplanas, quizás en venganza contra las de tres dimensiones, que me ignoraban arteramente.
        
Súbitamente fui consciente de que a mi lado había una presencia inquieta. Inquieta e inquietante. Lo supe porque sentí una respiración pesada y una especie de fetidez como la que emitiría una de esas entidades nunca definidas que sólo aparecen en los antros de la pesadilla. Imaginé que el hedor partía de un reptil, de una criatura que se acercaba a sus víctimas no con sigilo y entera seguridad, sino con torpeza de principiante. (Es claro que por esos días estaba intoxicado con todo tipo de literatura. Tal vez fuera Lovecraft el culpable de mis obsesiones y temores de entonces.)
         Todo él era un acezar, un jadeo más animal que humano. ¿Qué buscaba ese hombre, esa criatura deplorable?  No quise investigarlo.
         Me puse de pie rápidamente, salí, y eché a caminar. Cuando iba por el Parque Juárez me di cuenta que un Ford negro, anticuado, casi de museo, brillante como una aparición, me seguía. Avancé por Úrsulo Galván, doblé hacia los Lagos y llegué a la estatua de San Sebastián.
         Súbete, muchacho, me dijo con voz temblorosa, yo te llevaré hasta donde quieras.                     Caminé más aprisa, tomé una calle en contravía y cuando creí haberme librado de él, me salió al frente y me cerró el paso.
         —Quiero que escuche dos palabras —dijo tartamudeante—. Sólo dos palabras, por caridad.  Sé quién es usted. Necesito contarle algo.
         Lo empujé y seguí caminando.
         Ya cerca del Monte de Piedad, Cervantes subió el auto a la banqueta, me cerró el paso, descendió y casi suplicante me pidió de lo escuchara por un minuto.
         Estuve a punto de ceder a su solicitud cuando vi sus ojos: unos ojos turbios y tristes, que daban lástima y espanto. Imaginé que quería sincerarse conmigo, contarme alguna historia terrible al amparo de unos tragos. Quedaba en mí la sospecha de que quisiera otra cosa. Y eso —tengo que aceptarlo— me asustaba.
         La verdad es que mi espíritu cristiano es débil y yo tenía asuntos urgentes esa misma noche. Se trataba de una crónica de la que no vale la pena ni hablar.
         —Sólo le pido 30 minutos de su vida —dijo con voz trémula.
         Todavía nadie se había suicidado por mi culpa y no estaba seguro de querer iniciar la cuenta. Acepté.
         Me llevó a la cantina del Tío Mikey, pidió una botella de Tequila 30-30 y se sentó al frente mío. No dijo una sola palabra. Sólo juntó las manos, como si estuviera rezando y me miró. Imaginé que con su mirada quería transmitirme todo lo que no se atrevía a decir. Yo, que soy, que era —lo que estoy contando sucedió hace quizás once o doce años—más escéptico que curioso, lo dejé disfrutar de su pena, me tomé dos tragos, dije que iba al baño y ya no regresé.

Semanas más tarde tuve noticias de Cervantes, del profesor Cervantes —pronto tuve información abundante sobre él—: fue también el relato de un abordaje. Un abordaje que concluyó de manera deplorable con toda esta historia. Reproduzco un texto periodístico: "Lo conocí en el Cinema Pepe cuando veía una película de terror. Se me acercó  y me preguntó qué me parecía la película. Le contesté que bonita pero aburrida.  Entonces el profesor me invitó a su departamento a ver unas películas francesas muy especiales. Cuando llegamos a ese lugar me dijo descaradamente que me bañara y luego me pidió que lo usara:  Quiero que me uses, muchacho, dijo, con toda confianza, y después quiero que me dejes usarte y que no protestes ni te quejes ni le cuentes a nadie lo que va a pasar. Si lo haces, nada te faltará. Te compraré ropa, comida, alguna propiedad, te buscaré trabajo, te daré educación. Eso me dijo.”
         El personaje objeto del abordaje se pregonaba pobre. Concluyó que el negocio era bueno. Que el trabajo no tan difícil y el dinero fácil. “Si lograba juntar un dinerito hasta podría casarme".

Habrá de decirse sin mucho aderezo que así como Cervantes tenía dos vidas perfectamente diferenciadas que salieron a la luz tras la tragedia, tenía dos casas completamente distintas. En su casa de Azueta vivía con su nana, una viejita de casi noventa años, a la que adoraba y quien nunca se enteró de los secretos de su ahijado. Allí nadie del ambiente nocturno lo visitaba. Sólo recibía a artistas, músicos, gente del arte, la ciencia y el poder. Allí estudiaba, escribía, manejaba sus negocios musicales y administrativos.
         En su apartamento de Altamirano, por otra parte, disponía de una cama, un gran equipo de sonido, su televisión panorámica con pantalla gigante, una videocasetera. Todas las paredes estaban cubiertas por alfombras rojas, los cielos rasos con espejos, los armarios llenos de objetos propios para sus fechorías o deleites. (Todos estos detalles los tomo de recortes periodísticos del otro diario. Espero que sepan disculparme el abuso de confianza.)

Antes de que sucediera el infausto suceso que dará fin a esta historia, acepté reunirme con él por segunda vez. De nuevo en la cantina del Tío Mikey, de nuevo tequila 30-30, de nuevo silencio. Mi propósito de investigar su vida se vio frustrado. Tengo que confesarlo: la curiosidad no era malsana, simplemente profesional. Quería escribir un reportaje de altura. Nada tan conmovedor como los pecados ajenos. Se siente uno virtuoso al enterarse de ellos. Eso lo sabe cualquiera. Tengo una disculpa: en este pueblo los temas son escasos: la niebla, escándalos de corrupción política, algún conferenciante de segunda.
          Lo miré casi con cariño, acaso con un poco de pena. Tez oscura y barba muy cerrada, cuyas sombras hacían pensar en un rostro mal lavado; ojos eternamente turbios, no tanto por su naturaleza, sino (conjeturé) por la interminable angustia de sus noches y las pasiones que le dejaban el blanco del cristalino inyectado en sangre.
         Usaba anteojos de vidrio espeso, que velaban el hálito de maldad o inconciencia que emanaba de su mirada. Anteojos con marco de  plástico negro, poco elegantes y siempre amarillentos. En el vestir no tenía estilo alguno. Más bien parecía usar cualquier cosa, siempre barata, como si le molestara ostentar algún lujo, cuando podría usar Armani, Pierre Cardin, trajes de cuatro o cinco millones, como el rector o como don Raciel, y nadie se lo habría reprochado. (Eran los tiempos en que el rector de nuestra universidad usaba la Sinfónica para sus fiestas y en una sola botella de vino —Chardonais, creo que se llamaba uno bastante célebre— podía gastar lo que vale un buen auto. Lo apodaban Ludwing el rey loco de Baviera...)
         Perdón, regreso a mi historia. Lo demás es una larga novela que quizás algún día escriba. Si antes no sucede alguno de los acontecimientos que están haciendo que nuestro pueblo pierda su inocencia. Ya se sabe: a medida que se contamina el aire comienza a ennegrecerse la conciencia.
         El profesor Juval Cervantes usaba guayabera, pantalón oscuro, zapatos negros. En su muñeca izquierda un reloj-calculadora de plástico. Esa era la única vanidad que exhibía. El pelo apretado como el esmeril. La nariz un puñito apretado, una especie de corbatín sin forma.
         Extraño es que aunque llegó a ocupar un lugar eminente —administrador y casi dueño de la Sinfónica— no cayera en la tentación de cambiar su imagen de don Nadie. Nunca hubo mejor administrador y organizador. Aunque odiara a las mujeres (y lo pregonara con absoluta seriedad), se valía de ellas para formar sus cuadros administrativos, que le obedecían militarmente. Con mujeres Cervantes alcanzaba altos niveles de eficiencia y se evitaba, de paso, la tentación de los mozalbetes, a quienes usaba solamente para sus negocios del cuerpo. 
         —El primer gran alboroto público en el que me vi envuelto fue motivado por una trampa que me tendió el dueño del viejo cine Lerdo —. Por fin escuché su voz, una voz semejante del todo a su figura: cascada, en derrota.
         —¿El Cine Lerdo?
         —Sí, ese fue el primer lugar donde nos encontrábamos los solitarios. Después, cuando lo rehabilitaron, nos pasamos al Cine Radio.
         Juval Cervantes dijo que el dueño del Lerdo estaba hastiado de los ataques de don Raciel Valenti, el viejo moralista y poseedor del único diario por entonces del pueblo. Que el Lerdo era el refugio de las más grandes degeneraciones y aberraciones contra natura, escribía don Raciel en sus célebres Epístolas Profanas. “Y tanto insistió don Raciel, que el dueño del Lerdo me puso una trampa de alimaña en conciliábulo con un adolescente traidor y hermoso. La carnada coqueteó unos días conmigo y me ofreció con los ojos y el caminar lo que siempre buscaba”.
         —¿Qué buscabas, Cervantes?
         —No lo sé. Algo como la juventud, la fuerza, el poder de los muchachos.
         —Luego vinieron las palabras en la oscuridad y los roces. Hasta que un día el mancebo arregló todo. En el momento en que yo le estaba dando todo mi cariño, dejó caer unas llaves, se encendieron las luces del cine y me agarraron como a una rata royendo el queso. Tres policías me detuvieron, un notario dio fe del asunto y terminé en la cárcel.
         De allí salió gracias a la señora O’ Donnel, eterna benefactora de la Sinfónica.  Ella pagó una enorme fianza, indemnizó a los padres del afectado (aquí valdría la pena incluir un par de carcajadas) y se llevó a Cervantes a Sinaloa, donde lo convirtió en secretario privado del Director de Cultura. Pasados los meses el recuerdo de su eficiencia hizo que se le llamara  para rescatar a la Sinfónica, que había caído en un bache a causa de la deserción del director, un tal Lenormour.  Regresó pues el profesor Juval Cervantes a administrar la Sinfónica y cumplió a cabalidad.
         Con el crecimiento de su influencia y el manejo de excedentes del presupuesto, Cervantes logró tener a su merced no a uno o dos mancebos, sino a todo un harem de jóvenes, en general magníficos y atléticos, a los que trataba despóticamente, teniendo sin embargo, siempre, preferencia por uno, al que pregonaba amor. Si fue fiel o no, se ignora. Las revelaciones que surgieron a raíz de su muerte hacen sospechar que lo suyo no era la fidelidad sino las vías retorcidas.
         El criminal declaró, "ante la alta presión psicológica de los investigadores" —sobra hacer notar el eufemismo de los redactores de la nota roja—, "que el Profesor había pedido que lo usara contra natura y que luego se negó a liquidar el pago de sus servicios. Cuánto se negó a pagar, preguntó el agente del ministerio público. Tres pesos, respondió el criminal. ¿Se arrepiente de haberlo hecho? No, dijo sereno, me siento feliz, orgulloso, y sé que muchos en secreto se solidarizarán conmigo. ¿Por qué? Porque el profesor me trató muy mal, era un déspota y yo ya había soñado con asesinarlo desde el momento en que por primera vez sucedió aquello.  Después de que me usó, me sentí débil, vomité, dormí un rato. Y cuando desperté, no me quiso pagar.”
         No todo era sombra nefasta y eficiencia administrativa en Cervantes (Doctor Jenkill y Mister Hyde siguen recorriendo las calles de muchas ciudades del mundo). Su sensibilidad artística fue cantada por músicos de alcurina. Llegó a escribir un libro ya clásico sobre Arthur Rubinstein, a quien siguió en sus giras por el mundo con celo de amante despechada.
         Nadie como Juval Cervantes para escribir las crónicas de los conciertos, las entrevistas a los virtuosos que visitaron la ciudad, los programas de mano. Nadie como él para negociar con celebridades. El profesor Cervantes fue quien trajo a Emil Gilells, Pablo Casals y Rostropovich a la ciudad. El profesor fue quien los paseó por los alrededores, les cumplió sus caprichos, les gestionó los cheques extraordinarios.
         También fue músico, pero esto es casi un secreto. Cervantes insistió en mantener ocultas sus dotes. ¿Cómo llegó a ser pianista? Con enorme esfuerzo, sin duda. Huérfano de padres desconocidos, fue abandonado a la puerta de la Casa Sol cuando tenía un mes de vida. Poco se sabe de su infancia y adolescencia. Fue adoptado por una vieja dama, de esas de piano de cola y solfeo. El niño Juval Cervantes Duval —tal era su nombre completo o por lo menos el que usaba— comenzó a trajinar las teclas hasta que mostró instinto natural y la vieja dama supuso que no sería acción sin recompensa darle pinceladas de educación a aquella especie de criatura silvestre que parecía sublimarse frente al piano.
         Imagino que en sus primeros años, todavía incierto de su rumbo sexual y de sus últimos placeres, pero con las tendencias ya definidas aunque no racionalizadas, Cervantes desfogaba sus pasiones en escalas infinitas. Conjeturo que llegó a un punto en el que tuvo que optar entre la apoteosis de los concertistas y las modestas labores de pianista de segunda. Apuesto que no pudiendo abandonar los reflectores, buscó un camino paralelo, como sería el de la difusión cultural, que le daría acceso a Menuhin, Abbado, Plácido Domingo, con quienes trató en confianza, pues su erudición en asuntos musicales y su don de gentes —siempre que estuviera lejos del Cine Radio y sus adictos— no eran cortos.
         Que haya habido un autor intelectual tras el asesinato, es dudoso. Los detalles del hecho fueron tan poco elegantes que ningún asesino premeditado habría utilizado esas armas tan domésticas y primitivas: un cuchillo de mesa romo y dentado, y un bastón de bastonera de desfiles.
         ¿Es concebible que una persona que tuvo la sensibilidad y el don para encantar a Pablo Casals, Henryk Zseryng y Rostropovich, pudiera terminar su vida con los calzoncillos a media pierna, embarrado en sangre y mierda, apaleado hasta caer de hinojos, descalabrado con un bastón de bastonera y con la tráquea destrozada por un cuchillo de mesa, y ello solamente porque no quiso darle tres pesos a un albañil que estaba cobrando sus servicios sexuales?
         Días antes de la tragedia, el asesino, quien tenía un horario de citas íntimas con Cervantes (sábados por la tarde, declaró a los periodistas —aquí las versiones se contraponen y lo mejor es dejarlas así, pues, ¿de qué sirve la verdad, si no es para agregar miseria a la miseria?) estaba sentado en el parque Juárez con su novia. La estaba besando en el instante en que llegó el profesor, quien lo increpó. “Prostituto, homosexual y degenerado”, así me dijo el infame, declaró el futuro asesino.
            Esa misma tarde el hombre fue a visitar a Cervantes para reclamarle. ¿Cómo es que usted, profesor, sí puede tener otros amigos y yo tengo que reservarme sólo para usted?, le preguntó humildemente. Cervantes le respondió: Porque yo tengo todo el dinero del mundo para comprarme todos los machos que quiera y tú eres un miserable albañil que me coge y a quien chupo la sangre por diez pesos. E inmediatamente le pidió que se bajara los pantalones, dulcificó la voz y le dijo humíllame, mi amor. El asesino, en lugar de hacerlo, empujó a Cervantes sobre la cama, le sacó un billete de la billetera y huyó. "Estuve tomando hasta el otro sábado, en que me tocaba visita conyugal con el Profesor. Cumplí la cita y pasó lo que pasó.”
         Días después del asesinato el  diario —el diario de la competencia— dio la noticia de que el profesor había padecido de una enfermedad incurable. Los parroquianos se dieron a las conjeturas: ¿Enfermedad incurable? Obvio. ¿Conclusión? El asesino se había enterado de la enfermedad incurable. ¿Total? El móvil de la venganza estuvo más que completo. Las declaraciones de los asiduos al profesor se desencadenaron. Sí, el profesor había padecido de la enfermedad maldita, lo que en lugar de mitigar su ansia sexual, se la estimuló y la llevó más allá, hasta el punto en que se convirtió en una especie de insaciablilidad. Los vecinos señalaron que Cervantes recibía a grupos de muchachos que podían llegar a diez y que en ocasiones éstos salían desnudos al corredor del apartamento en Altamirano.
         "X", uno de los ocasionales visitantes del Profesor, que dio declaraciones al programa Evidencias, de una cadena televisiva nacional, accedió a revelar detalles de la intimidad del hoy occiso. Lo primero que hacía el profesor cada vez que quería realizar sus desmanes, era poner música grandiosa, la obetura Semiramis, Los maestros cantores de Nuremberg  u otras de grandes coros y orquestas, cerraba los ojos y comenzaba a dar instrucciones, haz esto haz lo otro.
         Esta ciudad le debe gran parte de su esplendor a Juval Cervantes. Fue él quien le llevó las mañanitas al Coronel Tejar con la banda municipal y quien le sugirió que financiara una orquesta sinfónica; fue él quien reclutó a Herralde de la Reguera y lo trajo con engaños desde Roma para que se hiciera cargo de la Sinfónica, que estaba a punto de caer en ruinas; fue él quien se dedicó a repartir bonos para sostener la orquesta cuando el gobernador decidió retirarle el subsidio de un millón de pesos anuales. El profesor fue el artífice de la primera interpretación de la Novena de Beethoven y de la Octava de Malher, ocasiones en que el público aplaudió ininterrumpidamente durante quince minutos y veinte minutos respectivamente.
         La ciudad fue pacífica y culta, una verdadera Atenas, pero en los últimos tiempos ha habido una serie de crímenes atroces. El primero de ellos fue el del antropólogo Ferráez, que fue envuelto como un taco con una soga de muelle, amordazado y torturado, cubierto con una sábana y dejado a la intemperie, escurriendo sangre hasta la muerte. El segundo fue el de una lesbiana que recibió setenta puñaladas en el parque Bicentenario. Se conjetura que en la ciudad anda suelto un asesino de homosexuales, acaso una víctima del mismo Cervantes, que le dejó el obsequio de la enfermedad incurable.
         Habiendo sido tan adicto a los grupos de muchachos, no sería remoto que haya toda una corte de criaturos contagiados en la ciudad. Don Raciel cayó en cama después del asesinato de Juval Cervantes y el viejo diario suspendió sus investigaciones en torno al caso del profesor. Parece que el prócer está con un pie en la tumba y que no quiere que nadie se le acerque, acaso porque, habiendo tenido tanto poder, se ha creído inmortal y no quiere que nadie lo vea con las sombras de la muerte en el rostro.
         El tema de las dos vidas y los dos espacios de Juval Cervantes tuvo nuevas versiones. El diario Política publicó los siguientes datos. En su casa de Azueta, un caserón viejo lleno de muebles antiguos, cortinajes, columnas y estatuillas— reproducciones de Rodín, casi todas ellas— se hallaba la parte divina de su vida. Allí almacenaba tres vehículos: un Rolls Royce impecable, que sólo sacaba cuando debía ir por los directores de la sinfónica o los solistas; un Suburban, para grupos selectos de gente, y un Ford antiguo, para la vida diaria. Su lugar preferido era una enorme sala en la que había instalado una televisión con sistema digital de pantalla gigante. Allí veía sus videos de las grandes orquestas en compañía de estudiantes de música y de amigos del mundo culto. En su apartamento de Altamirano todo era de una austeridad franciscana (y de un mal gusto insuperable, agreguemos): apenas una sala mal acondicionada con asientos de vinil, y una recámara con una rústica y sólida cama extragrande. Sobre una  mesa de madera de pino sin cepillar se encontraba el equipo de sonido, de calidad dudosa, y otra televisión gigante, para las películas que acompañaban a sus orgías.
        Y así como era la división de sus espacios, su cielo y su infierno (afirma el periódico), era su vida: llegaba de un viaje a Bélgica, en el que se había entrevistado con los grandes directores de orquestas e inmediatamente corría a buscar a sus muchachos, entidades con aretes, tatuajes, olorosos a sudor rancio y perfumes baratos.

Hay una anécdota iluminadora que sucedió en una de las giras provinciales de la Sinfónica. Fue en Chicontepec, durante un concierto en la Asociación Ganadera. Un perro, antes del inicio del concierto, insistía en entrar al escenario y no había forma de sacarlo. El director, Herralde de la Reguera, decidió tener la fiesta en paz. "Déjenlo pasar. También las bestias tienen derecho escuchar La consagración de la Primavera", dijo. De modo que se dejó estar al perro, que se echó al lado del podio. Allí escuchó el concierto mientras miraba atentamente al director. Cuando éste salió del escenario acompañado por los primeros aplausos, el perro lo siguió tras bambalinas. Y cuando Herralde de la Reguera regresó llamado por el público, el perro venía detrás. Una y otra vez perro y director de orquesta entraron tras bambalinas y volvieron al escenario e incluso cuando el director se inclinó para agradecer, el perro también lo hizo.
         Como este perro fue Cervantes, que siguió a la orquesta por todo el mundo, con humildad, con cariño, cultivando como un huerto sellado una leyenda que guardó para sí, esa parte bestial, que desgraciadamente salió a la luz en sus últimos días. Tres pesos le hubieran bastado para conservar limpia su memoria.
         Juval Cervantes ya no podrá tener estatua, como sí la tiene don Raciel Valenti, de quien se conocieron tras su muerte asuntos aún más atroces, que fueron sepultados bajo siete sellos —yo conocí a la persona que mes a mes le llevaba un gran cheque a Valenti, para que no denunciara a los que estaban desforestando el Cofre de Perote, nuestra montaña tutelar, fuente de agua y de todo esplendor. Y, ¿saben quién era el presidente del Comité de defensa del Cofre de Perote? ¿Es necesario escribir su nombre?). La leve diferencia entre Valenti y Cervantes es que nuestro estatuario prócer era propietario del único periódico que establecía los límites entre el chisme y la verdad histórica. El precio de un ejemplar de su periódico era de tres pesos. No deja de ser curiosa la simetría de los números.
         Esta memoria no pretende rescatar a Cervantes ni condenar a Valenti. Si hay una justicia divina ella se encargará de arreglar las cargas que quedaron tan mal distribuidas en la memoria de esta ciudad.


                                                                                                          

 








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