VIVIR MUCHAS VECES (Conferencia en Facultad de Derecho de la UV)
noviembre 28, 2016La foto es de cuando tenía 25 años |
Video de la presentación a cargo del Dr. José Luis Cuevas, director de la Facultad de Derecho de la Universidad Veracruzana...
https://www.youtube.com/watch?v=Dw_XrtupYn8&t=1s
https://www.youtube.com/watch?v=Dw_XrtupYn8&t=1s
Es curioso cómo los sucesos de la vida se
concatenan para desembocar en ciertos resultados: si uno mira hacia atrás se da
cuenta de que nada obedece al azar sino a una especie de plan que no es
precisamente el que uno lo diseña. Las decisiones del pasado determinan lo que
ha de suceder ahora. Y sin embargo el azar también interviene.
Hace una semana tuve una charla con
personas de mi edad en la Quinta de las Rosas. Hablé libre y caóticamente sobre
muchos asuntos: los escritores que determinaron mi vida, las mujeres que me
atrajeron, me hicieron caer y me levantaron, mis pequeñas hazañas deportivas, mis fracasos y triunfos literarios,
mis grandes alegrías y mis espantosas depresiones. Pero entre todas estas
anécdotas, algunas heroicas y otras menos celebrables, se fueron deslizando en
mi plática críticas a personalidades de la cultura, la política, la universidad
y el mundo. La plática fue video grabada y reproducida en youtube y facebook y
pude verme en pantalla objetivamente: Dios mío qué viejo y que feo estoy, me
dije, y sobre todo qué tremendas barbaridades dije, que peligrosas
afirmaciones. No me arrepiento de ellas: no dije ni una sola mentira; quizás sí
pequeñas exageraciones.
Doy un salto adelante: esta mañana (me
refiero a la mañana en que estaba escribiendo esta conferencia en mi nueva y vieja
MacBook Pro: aclaro que es nueva para mí pero vieja para la actualidad: la
compré en un empeño por una cantidad bastante exigua); esta mañana, repito, mientras
esperaba a mi esposa para llevarla a su trabajo, me puse a leer una
conferencia, una magnífica conferencia de Juan Villoro, pronunciada en un
congreso de médicos. Excelente conferencia, llena de erudición, amena e inteligente.
Y entonces me dije: ¿Por qué no puedo yo
dar conferencias como esa, en lugar de ponerme a divagar (como lo estoy
haciendo ahora) y me respondí: Pues claro que puedo hacerlo. Y eso es lo que
estoy haciendo o tratando de hacer: pronunciar una conferencia seria, meditada,
en el Aula Magna de la Facultad de Derecho de la Universidad Veracruzana; lo
que es una responsabilidad, concluí, una
responsabilidad que debo asumir con seriedad, tratando de eludir la levedad del
ser y de comunicar su sentido profundo, su densidad, o para decirlo con más
propiedad y menos originalidad, su trascendencia.
Vivir
muchas veces: el oficio del escritor es un título escogido un poco a vuelapluma y
aceptado por el doctor José Luis Cuevas, quien es culpable de que yo esté aquí.
José Luis es lector de muchos años, me conoce en letra y hoy lo conozco en vivo
y le agradezco la oportunidad de estar ante ustedes, un auditorio diferente a
los que acostumbro.
Sin preámbulos (nunca olvidaré una palabras de
Cantinflas, que citó sin pie de página Fernando del Paso: “Antes de hablar voy
a decir unas cuantas palabras”) visitemos las vidas de algunos escritores y
vinculémoslos con sus obras: el primero que se me viene a la cabeza es
Dostoievski, (“el mejor conocedor del alma humana de todos los tiempos” según Stefan
Zweig). Dostoievski, autor de Crimen
y castigo, una de las novelas más estremecedoras, en la que el joven estudiante
Raskolnikov asesina a una usurera, tuvo
un debut meteórico: escribió en forma veloz una novela cortísima, Pobres gentes; se la llevó a Belinski, el crítico más
importante de Rusia, éste la leyó en una noche y al día siguiente el crítico le
dijo: “A Rusia le ha nacido un genio”. Así empezó la carrera fulgurante y
trágica de Dostoievski, que estuvo marcada por excesos, vicios, enfermedades, y
que llegó al extremo de estar frente a un pelotón de fusilamiento en Siberia.
Dostoievski vivió en vida muchas vidas (el éxito, el fracaso, la cárcel, desastres
y desgracias familiares, la popularidad, el desprecio) pero en su literatura
vivió muchas más vidas: la del criminal en Crimen
y castigo; la del hombre rebelde condenado por defender sus ideas en Memorias de subsuelo; la de los hijos
que son responsables de la muerte de su padre, en Los hermanos Karamazov (novela muy vinculada con la vida y la enfermedad
de Dostoievski: la epilepsia, padecimiento que heredó su hijo Aliosha y que llevó
a la muerte del niño a la edad de tres años). Vida intensa la de Dostoievski, heroica,
patética, luminosa, que marcó su literatura y que ha marcado a interminables generaciones
de lectores: dijo Albert Camus (otro de las grandes, grandes escritores, autor
de dos obras absolutamente necesaria para cualquier buen lector: El hombre rebelde y El mito de Sísifo: si no las han leído, corran a hacerlo: su vida
cambiará, lo garantizo). Dijo Camus: “Los personajes de Dostoievski no son
absurdos ni locos: son como nosotros”.
Vayamos ahora a asomarnos a la vida y la obra
del otro gran autor ruso: Tolstoi, autor de grandísimas novelas como La guerra y la paz y Ana Karenina (que se inicia con una
frase memorable: Todas las familias
felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo
especial para sentirse desgraciada). Pero la que nos interesa ahora no es
ninguna de las anteriores novelas sino La
sonata a Kreutzer, obra brevísima íntimamente ligada a la vida de
Tolstoi: obra que resulta ser una
defensa de la abstinencia sexual, un análisis de los celos y un alegato
demoledor contra el matrimonio, que , si hemos de creerle, resulta ser la tumba
del hombre de genio. Pues bien, Tolstoi pudo escribir esta obra gracias
precisamente a su vida, la del escritor genial, adorado por toda Rusia, que
tuvo que huir de su esposa porque ya no soportaba su control y sus
requerimientos. Sin embargo, habría que estudiar también el anverso de la
moneda: Tolstoi, como Pushkin, el gran
poeta de Rusia, era una especie de semental al que no se le escabullía ninguna
doncellita o matrona. Por su parte la mujer de Tolstoi no era precisamente una
arpía sino una mujer que fue capaz de copiar novelas monumentales a mano cinco o
seis veces: estuvo, pues al servicio del genio de su marido. En los Diarios
de Tolstoi, su traductora al español, Selma Ancira, registra que el escritor
llevaba varias bitácoras de su vida y
que una de ellos, en la que escribía sus andanzas secretas, no se lo dejaba
leer a nadie y la llevaba cosido a su chaqueta.
Vida y obra están ligados íntimamente. Hay un
argumento de Pushkin que me ha impresionado y que he asimilado en carne propia.
En sus Memorias secretas (que se han reputado como apócrifas) afirma
que los grandes hombres no pueden ser fieles a sus esposas o amantes, porque la
fidelidad está lejana a la necesidad de aventuras, de ideas, de novedades,
absolutamente indispensables para alimentar la imaginación de un artista.
Hay un caso inolvidable que atañe a dos
escritores mexicanos y que tiene que ver con las otras vidas que viven los
artistas gracias a su imaginación. Cuando uno lee una novela tan abiertamente
libertina y casi pornográfica como es Inmaculada o los placeres de la inocencia, de Juan García Ponce, se pregunta
cómo fue posible que este autor, recluido en una silla de ruedas durante muchos
años, pudiera escribir tan tremendas escenas de la que es considerada la novela
erótica más importante de la literatura mexicana. Es inolvidable el inicio de
esta novela: Quiero que me cojan todo el día y toda la noche. Lo
dijo, eso fue lo que dijo. De regreso del baño, mirándonos a Anselmo y a mí
acostados aquí en la cama y que la mirábamos también. Huelo a ella; todo huele
a ella. Desnuda en el marco de la puerta. Alzó los brazos y era como si
quisiera borrarse por completo. Pero su cuerpo no la dejaba. No sé qué puedo
recordar. Corrió en seguida a la cama, como si no soportara estar lejos. ¿De
qué no soportaba estar lejos? Cuando caímos en la cama por primera vez me tenía
agarrado del sexo. Su mano en mi sexo. Ya le había visto las manos, desde que
llegó. Era fascinante cómo las movía. Allí estaba la necesidad de darse. Pero,
¿por qué? Ella sólo nos oía. Con la pierna cruzada se le veían los muslos. No
se pueden cruzar así las piernas. Ya sabía lo que iba a pasar. Pero ni siquiera
me conocía. Por eso; era mejor. No saber lo que iban a hacer con ella. En la
cama, Anselmo empezó a besarle los pechos. Pero cuando yo me le subí y entré
dijo: “No, míralo, me está cogiendo. No lo dejes”.
Y aquí voy a entrar directa e inverecundamente en el pedregoso y
divertido campo del chisme (que es, de paso, una de las fuentes indispensables
de la literatura): Juan Vicente Melo, uno de los grandes de la literatura
veracruzana, en una de sus últimas confidencias etílicas, contó a sus amigos
–entre los que me contaba- que García Ponce, que ya no podía gozar de su mujer
y con su mujer debido a la parálisis, invitaba a uno de sus compinches a hacerlo, mientras espiaba
por el ojo de la cerradura e invitaba a otros amigos a mirar a su mujer en
pleno disfrute de la más solidaria amistad erótica.
Estamos poniendo el pie, al hacer esta confidencia, en el terreno de la
moral (flexible, acomodaticia, trasgresora) de los artistas. Yo he repetido lo
que ya han dicho otros escritores: para escribir literatura hay tres requisitos
que se deben cumplir irremediablemente: 1,
tener algo que decir, 2, saber escribirlo, 3, atreverse a hacerlo. Y es por
eso, por el atrevimiento de tantos escritores, que terminaron censurados, en la
cárcel, acusados de inmoralidad o de tener ideas subversivas: la lista es
larga, casi interminable: Nabokov, por Lolita;
Henry Miller, por sus Trópicos de cáncer y de capricornio, Oscar Wilde, Sócrates,
Solsenitzin, James Joyce.
Hasta este personaje que les
está hablando ha sido amenazado por sus escritos: muy respetables señores han
solicitado su expulsión de México (historia que no contaré pero que ya he
contado varias veces). (Los escritores tenemos la costumbre de contar las
mismas historias una y otra vez, por lo que no es recomendable escucharlos con
demasiada frecuencia y por lo que las esposas de los escritores prefieren
quedarse en casa).
Al escribir esta conferencia quise evitar la divagación, el perderme
por el jardín de senderos que se bifurcan a cada paso, pero fue inevitable. Volvamos
pues a tratar de encarrilarnos. Escribir es, sin duda vivir muchas veces. Y leer
es también vivir muchas veces: es como atisbar la vida ajena subiéndonos en los
hombros de otras personas. Dijo
Schopenhauer que somos enanos subido en hombros de gigantes.
Por una elemental fórmula, es
que quien lee tiene ventajas grandes sobre todos lo que no leen. En principio
porque tienen tema para hablar, además, porque tienen armas, argumentos, para
no dejarse manipular, para tener un criterio crítico (valga la redundancia). En
la vida práctica las ventajas del buen
lector son evidentes: cuando se está
ante alguien que va a definir el rumbo de tu vida, por ejemplo, un empleador,
un entrevistador de una empresa, un académico de quien depende el ingreso a una
cátedra, si eres buen lector, tendrás las palabras adecuadas, los argumentos, las
razones para convencer.
El buen lector es como el hombre que llega a la batalla bien armado,
mientras que el analfabeta disfuncional es como el que se presenta desnudo en
todas partes.
Ahora vayamos más cerca: el mundo de ustedes, los abogados: mientras
más palabras tengan, mientras más argumentos esgriman, mientras más libros
hayan leído, más podrán dominar a sus adversarios, entender las leyes, incluso
tergiversarlas (si es que quieren cumplir la malintencionada y nefasta leyenda
de que no hay abogado que no sea transa). Sorry: los lugares comunes son
casi la ley en este país. Y es por eso que ustedes (me voy a poner de
predicador) tienen que ir contracorriente e imponer otra regla: la de la
inamovible rectitud ética. Fin de la epístola (que, por otra parte sus maestros
les deben haber machacado).
Ahora la pregunta es, ¿para qué escribir? ¿Qué gana el que escribe
libros? No les diré que dinero (ese es otro tema espinoso: de 50 000 escritores
sólo uno podrá vivir de lo que escribe).
Lo que gana el escritor es la posibilidad de vivir otras vidas. Y no
sólo eso gana, sino la posibilidad de crear otras vidas, que si se convierten
en clásicas, terminan por ser casi eternas.
Pues yo, como tantos otros a quienes no les ha bastado su vida, comencé
a inventar hace más de cincuenta años
otras vidas, vidas innumerables, que podrían a esta fecha de 2016 llegar
a ser 500, si consideramos que en una sola novela, Breve historia de todas
las cosas, inventé todo un pueblo,
San Isidro de El General, que en realidad no fue inventado por el Marco Tulio
Aguilera de veinticuatro años, sino que fue reproducido, tergiversado y
recreado por ese muchacho que por entonces se dedicaba a jugar básquet y a
tener sus primeros escarceos de amor.
No voy a hacer un recorrido exhaustivo por las vidas que inventé
en casi 30 libros, sólo me dedicaré a
recordar las vidas que incluí en el libro de más reciente aparición, Cuentos
para antes, después y en lugar de hacer el amor. Lo que abre el libro es un breve prólogo en el
que, a la manera de Borges, di leves atisbos del origen de algunos cuentos.
Luego viene el primer texto, una pequeña fabulita en la que de manera
simbólica, quise cifrar lo que es el amor. Este es el único cuento que he plagiado
en mi vida. Lo escuché de labios de Ricardo Elizondo Elizondo, escritor
regiomontano, y me pareció tan hermoso, que quise escribirlo. El relator nunca
lo escribió, solamente me lo contó. Pensé que al morir el autor, el cuento se
iba a perder. Y me apropié de él amparándome en la consigna de que el cuento no
es de quien lo cuenta sino de quien lo escribe y publica. Un pecadillo
literario en el que incurrí como incurrieron en el mismo pecado ingente número
de autores; entre ellos Boccaccio, Shakespeare, Borges y muchos más.
El segundo cuento, “Cantar de
niñas” escenifica una de las obsesiones de muchos hombres mayores: el gusto
por criaturas demasiado jóvenes, tan jóvenes que el ejercicio de la pasión amorosa
con ellas es considerada ilegal.
“Amor contra natura”, el segundo cuento, también
relata los amores heterodoxos entre un rinoceronte macho y un helicóptero
hembra, amor que da como resultado un producto nuevo: el rinoceróptero. Este
cuentito fue celebrado por García Márquez y Augusto Monterroso; fue puesto en
música y en video por Natalia Lafourcade y ha sido traducido a muchos idiomas.
“Paso de baile”, el tercer cuento, relata las aventuras nocturnas de una esposa que
escapa cada noche de los brazos de su esposo, lo que hace, según parece, de
manera sonámbula o con alguna alteración mental.
“Historia de un orificio” es el primer cuento que escribí en mi vida; aborda el tema espinoso de las curiosidades
infantiles con respecto a la vida íntima, sexual, aterrorizante, de su madre.
Hay cuentos que son extraídos, casi calcados, directamente de la vida o
de las fantasías o temores del autor. Otros son limpiamente inventados a partir
de la imaginación pura (digámoslo así): tal es el caso de “Las tablas crujientes”, que se me ocurrió cuando escuché esta
frase en labios de una anciana: En las casas de madera es difícil guardar
secretos.
Todos los anteriores relatos pertenecen a mi primer libro, Cuentos para después de hacer el amor, publicado en 1983, cuando yo tenía 33 años; eran
tiempos de muchos premios, tiempos de soltería y desafuero.
Gracias a ese libro recibí el Premio San Luis Potosí, el
Latinoamericano de Excélsior, el de La palabra y el hombre y otros tres. Añoro de verdad esos tiempos:
recuerdo que en 1979 recibí tres premios, snif. Con ellos compré mi primer
coche, un Volkswagen que choqué en mi primera salida. Gracias a esos premios me
despedí de Monterrey, donde trabajaba como un burro dictando clases de
traducción de inglés y francés a hordas
de inquietantes mujeres en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Gracias a
ellos me instalé en Xalapa, después de compartir el Premio de Cuento de La
palabra y el hombre con Sergio
Pitol.
Del segundo libro de relatos, Cuentos en lugar de hacer el amor, publicado
en 1994, quince años después del primero, tomé seis cuentos, algunos de un
subido tono erótico, lo que hizo que uno de esos críticos etiqueteadores me
calificara como “maestro del cuento erótico”.
“Olor a cuero”, el primero, fue escrito con la
intención expresa de imitar al gran maestro brasileño del cuento negro, Rubem
Fonseca: en él se cuenta la violación de una vedette famosa y la subsiguiente
venganza de la mujer. La fuente de este cuento es una noticia aparecida en un
diario.
Otro cuento basado en una noticia periodística es “El suave olor de la sangre”. En la noticia se contaba de un grupo
de asaltantes que abordaron un autobús en la Ciudad de México y procedieron a
robar y a violar a las pasajeras.
Para escribir este cuento leí la Biblia de principio a fin y también
gran cantidad de libros sobre los sacrificios de los aztecas. Suena exagerado y
extravagante: para escribir un cuento leer más de 2000 páginas. Pero eso fue lo
que hice. Yo puedo ser todo menos mentiroso (eso lo saben quienes me conocen).
“Un matrimonio feliz” representa lo que me parece es una novelad en el mundo del género
cuentístico: un cuento que incluye tres sub cuentos seriados con los mismos
personajes. Trata del erotismo conyugal, de los límites que imponen a los
esposos los preceptos de la religión cristiana y de los excesos a los que a
veces se llega en el matrimonio en aras de buscar alguna novedad. No oculto que
hay algo de autobiográfico en el texto y hasta este extremo llevo la confesión.
El siguiente cuento, “La noche
de Aquiles y Virgen” también aborda el tema del amor conyugal: trata de una
noche de excesos amorosos y eróticos entre un par de esposos atrevidos,
dispuestos a experimentar y a romper la rutina. Para establecer una comparación
cercana, diría que se trata de contar una noche de amor con todo, como las
hamburguesas con todos los ingredientes. En este relato llevo mi atrevimiento a
contar dentro de un cuento relativamente convencional, un cuento abiertamente
pornográfico que comienza así: La señora pelapapas, mujer madura pero
hermosa, escuchó que tocaban a la puerta. Se lavó la manos, se las secó en el
delantal y suspirando se dirigió a abrir. ¿Será el lechero? (… p 133). El resto pueden imaginárselo.
Luego vienen dos cuentos que tienen por protagonista a “el humilde
Willy”, un modesto burócrata que viaja a Cuba, donde descubre que es poeta y
que todas las hermosas y lúbricas poetas de la isla quieren disfrutar de su
lira poética y de su cuerpo. Estos son cuentos bufos que escribí gracias al
relato que me hizo un compañero de oficina tras un viaje turístico a Cuba,
donde fue exprimido de su órgano más sentimental por infinidad de mujeres
necesitadas de amor y fornicio urgente.
La tercera parte del libro incluye relatos extraídos de Cuentos en
lugar de hacer el amor. Son tres
cuentos largos, casi noveletas, en las
que tres artistas (dos escritores y un pintor) sucumben ante los encantos de
mujeres subyugantes, voraces, hiperactivas, que terminan por trastornar a sus
víctimas masculinas.
He de decir que estos cuentos también tienen elementos autobiográficos.
Uno de ellos surgió del hecho de haber compartido una noche entera con una
joven y atractiva profesora en un hotel de Pansylvania, noche en que tanto ella
como yo nos planteamos la necesidad de contarnos nuestras respectivas
fantasías, con la condición perentoria de que no deberíamos acercarnos,
tocarnos o establecer cualquier contacto físico. Tanto ella como yo teníamos
relaciones armoniosas con nuestros cónyuges.
El cuento comienza así: Se puso los zapatos. Se dirigió a la puerta.
La abrió. Antes de salir regresó. Me tomó de los hombros y me besó. No con
pasión sino con amor. Oh, Dios, con amor, con auténtica ternura y compasión.
Compasión por él y por mí misma. Hubiera querido que me agarrara las nalgas y
me las estrujara, que vapuleara mi cuerpo, que me hubiera violado una y otra
vez con saña. No que me rozara el corazón con un beso tan limpio, que dijera
con voz ronca lo que dijo, y que después simplemente cerrara la puerta tras él
y desapareciera de mi vida.
Pienso
que este libro, Cuentos para antes, después y en lugar de
hacer el amor, incluye los mejores cuentos que he escrito y me parece que
todos son bastante legibles. En ellos están presentes una serie de vidas
paralelas que he vivido y disfrutado, y que me han ayudado a vivir esta
existencia real y concreta que he llevado a lo largo ya de bastantes años.
Gracias los cuentos no he vivido una sino muchas vidas. Ellos han enriquecido
mi transcurso vital, me han sostenido en mis momentos difíciles, me han dado
algunas monedas, un pequeño prestigio y la certeza de que estoy cumpliendo una
misión más allá de la de sobrevivir. Se puede decir que he vivido del cuento y
que he disfrutado de esta actividad que ha potenciado mi existencia.
Los
escritores, en fin, no vivimos una sino muchas vidas y esta actividad tan
placentera está al alcance de todos los que se lo propongan. Escribir es vivir
muchas veces, vivir más intensamente, reflexionar sobre los grandes problemas e
inscribirse en el mundo y en la historia ejerciendo el más grande poder que
tiene el ser humano: el de la imaginación.
Eso
es todo lo que voy a decir por ahora a ustedes, futuros abogados. Muchas
gracias.
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