MEMORIAS MUY INDISCRETAS (MIS AMORES CON GARDEAZÁBAL)

octubre 13, 2018

 Espero que Gardeazábal nunca lea estas infidencias.
Recurrí a mi encanto personal o a mi don de secretarias para que Fanny, Luz Marina y Eva, secretarias de Filosofía, Letras e Historia se dedicaran en sus ratos libres a pasar a máquina mis considerables garrapateos ( ¿sabían ustedes que “garrapateas” son las notas más veloces que se puedan producir en los instrumentos musicales?, nota cultural) que llegaron a llenar casi cuatrocientas páginas, un volumen respetable que titulé inmodestamente Breve historia de todas las cosas y que le llevé a Gustavo Álvarez Gardeazábal, quien con un ¡humm! de explicable tedio vital anticipado, aceptó leer el mamotreto después de mirarme descaradamente las piernas (desnudas, rozagantes y suculentas tras el habitual trote de diez kilómetros por los rumbos de a Pance).
Una semana más tarde me encontré al cabezón escritor de los ojos lindos en un corredor de Humanidades, me dijo tenemos que hablar, lo dijo con voz de autoridad inapelable, te espero en mi apartamento el sábado a las cinco de la tarde (los compañeros de Filosofía, que asistían a distancia al coloquio del cordero propiciatorio y el lobo feroz hambriento de adolescentes talentosos nos miraban sonrientes y yo, retador, les hacía creer que sí, de veras, nada de lo humano me era ajeno. La tarde en que visité a Gustavo hacía un calor de horno crematorio por lo que, lo juro, no me pareció improcedente la sugerencia del escritor de que nos quitáramos la ropa, de modo que tuvimos una sesión de taller literario en calzoncillo, y todo marchó sobre ruedas, me dijo que sí, que en mi manuscrito había un no sé qué que anunciaba algo más grande, que había mucha, mucha vida abigarrada, muchísimos personajes interesantes, divertidos, extravagantes, todos acumulados como en una pelea de perros y que el mundo de ese pueblo, San Isidro de El General, era muy particular, como de vida palpitando al borde del infarto, pero que, amiguito, hay que poner puntos de vez en cuando, hay que terminar las historias que se inician, hay que detenerse en los instantes más hermosos y significativos, hay que romper ese enorme, enormísimo coágulo narrativo y tratar de hacerlo digerible.
Me entregó el mamotreto. Vi a golpe de ojo de perdiz que estaba plagado de observaciones y de signos de exclamación, de interrogación, de rabiosos rayones, y al final, al puro final de nuestro encuentro me dijo, hijo mío, antes de hacer la casa tienes que tener cimientos, de modo que abandona esa vagabundería de la filosofía y dedícate a leer las grandes novelas de la humanidad, lo que hice literalmente durante los siguientes meses: leí en tiempo récord La Iliada, La Odisea, el Quijote, el Ulises de Joyce y, hasta la Biblia, ¡de principio a fin, sin saltar un solo evangelio!, hasta conseguí los evangelios apócrifos y me los receté, no sé qué tanto aprendí, qué tanto digerí, el caso es que lo hice y que tras hacerlo reescribí la novela, rompí coágulos, separé historias, puse subtítulos al estilo de las novelas picarescas o de caballería y listo, ahí estaba mi novela, mi Breve historia de todas las cosas, para salir al mundo a dar una batalla que sigue perdiendo pero que continúa vigente. Ya va por tres ediciones: una en Argentina, de La Flor; otra en Colombia, en Plaza y Janés; y la tercera en coedición México (Educación y cultura) y España (Trama editorial). Sobre esa novela se ha dicho y repetido lo indecible. Y como subtexto he de decir que la aventura de los dos hombres en calzoncillos, agobiados por los 40 grados centígrados en un apartamento en la ciudad de Cali (sería 1973), tras una sesuda sesión de crítica literaria culminó cuando Gustavo me puso una de sus calientes y delicadas manos sobre el más alto muslo, acto que aunque previsible y sutil, no me agradó de forma alguna, por lo que tomé su mano indiscreta por la muñeca y apreté con todas mis fuerzas, tratando de triturar sus huesitos de leche, al tiempo que sonreía y con la superioridad de macho recontramacho quince centímetros más alto que Gustavo y con el plus de veinte kilos extra le dijo, no sin afecto y admiración, querido Gustavo, ese tipo de crítica literaria no va con mis intereses.xxx
He de decir que ese fue el último tendencioso acercamiento de Gustavo y que fuimos durante más de treinta años los mejores amigos del mundo hasta que se me ocurrió escribir que uno de sus libros (sobre las masturbaciones y actividades de extrema sociabilidad de los curas en los seminarios) estaba mal escrito.

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