MEMORIAS INDISCRETAS 1,2,3

enero 22, 2019



RECUERDO una piscina rústica y cinco hermanos desnudos persegui
dos por gansos, recuerdo a nuestra madre, ligera de ropa, cuidando al más reciente de sus hijos, Mauricio, que siendo el más joven de todos, el último de los Aguilera Garramuño, resultaría sesenta años después, el más deteriorado. Nos reunimos después de muchos años de separación el pasado diciembre, todos, todos o casi todos (faltó Sergio, el Rasputín de la familia: un metro ochenta y cinco, barba descuidada, cuerpo nervudo hasta el extremo, personaje difícil, complejo) en la casa cerca del lago Calima en medio de un paisaje de belleza serena e inefable. Allí constatamos el trabajo de los años sobre nuestros cuerpos y nuestro humor. Mi esposa, Lety, asistió a la controversia entre Marco Antonio, el mayor, y yo. Qué diferentes son ustedes, me dijo. Era un elogio. Marco Antonio es un déspota: siempre ha manejado mecánicos y hombres rudos que beben Budweiser,  ha vivido entre grasa y engranajes, durante 40 años ha usado el mismo maletón de cuero negro lleno de calcomanías deterioradas.  Sigue hablando secamente, con autoridad irrefutable, como si fuera o creyera ser el rey del universo. Yo me he pasado la vida entre libros, violines, mujeres, obsesiones febriles y el sudor honrado de los deportes. Gracias a mis tres deportes -carreras de fondo, baloncesto y, ya de viejo, natación- he logrado controlar mis periodos de escueta locura. Lo reconozco e incluso lo disfruto: soy un psicótico controlado. Todos los Aguilera Garramuño padecemos de megalomanía y vanidad perniciosa, pero los que llegamos a extremos a veces insoportables somos mi hermano mayor y yo.

Antonio: ojos azules, prepotencia, mujeriego desde joven, en San Isidro de El General formaba parte de un grupo de adolescentes borrachines, pendencieros, que se emborrachaban los fines de semana y terminaban en la cárcel tras liarse a puñetazos. En aquellos años polvorientos Marco Antonio era el único de los hermanos que trabajaba, tenía una habitación propia y disfrutaba de los encantos o miserias de las empleadas domésticas. Hubo algunas sirvientitas bellas, inocentes, diligentes, y otras espantosamente feas como La Manchada.  A casi todas las miré en sus ritos de higiene o sueño a través de agujeros practicados en paredes… o desde abajo del piso de madera (la ca Marco sa era de madera y estaba levantada sobre pilotes de piedra, lo que ofrecía al investigador la posibilidad de reptar por un laberinto de túneles, que igual servían para el espionaje lúbrico que para huir de las realidades domésticas).
La finca estaba localizada en Chaguaní o Santandercito (no tengo el dato preciso) y era una especie de refugio en tierra caliente, a donde nos recluía nuestro padre (mucho he escrito sobre él en varias novelas: un hombre impresionante, imponente, un júpiter tonante, que se transformaba en una hermanita de la caridad cuando estaba rodeado por sus hijos y en un sultán ebrio de amor y de celos cuando estaba bajo el imperio de doña Ruth).
Recuerdo a una mujer corriendo por los corredores de la hacienda y gritando, sin hacerse entender del todo, y señalando la piscina, donde se podía ver la espalda de un cuerpo que flotaba boca abajo. Era Juliancito, el hijo del jardinero, un niño callado, humilde, al que los hermanos Aguilera hacíamos objeto de nuestras bromas perversas; una de ellas, amarrarle el pito con alambre y atarlo al tronco de un árbol.
La niña Ruth tenía los más gloriosos diecisiete años cuando se escapó con ese hombre monstruosamente flaco que era mi padre a los 33 años (medía un metro noventa; tres centímetros más que Sergio, el Rasputín de la familia) al que vio en una playa en Punta del Este (le habían extirpado al gigantón las tres cuartas partes del estómago en una operación salvaje que le permitió seguir viviendo hasta las sesenta y dos años). Cuenta la leyenda (propalada por la prima Lucero, eterna enamorada del viejo) que la niña Ruth volvió a ver al señor Marco Tulio Aguilera Camacho en una recepción diplomática.
La niña Ruth iba del brazo del embajador de Brasil (un anciano homosexual que según parece había comprado a la niña Ruth, no para usarla como mujer, sino como adorno y parapeto que soslayara sus inclinaciones, que eran por entonces consideradas criminales). Don Marco Tulio vio a la niña (una criatura exquisita, de belleza serena y desquiciante: conservo fotos de ella y no dudo que su presencia en cualquier recepción diplomática habría sido motivo de estupores masculinos y atrevimientos sin par). Vio a la niña tomada del brazo de aquel vejestorio diplomático (imagino a un dandy con el pecho plagado de condecoraciones) y jugando al gran mundo y de forma relampagueante procedió.
Algún poder casi sobrenatural poseía nuestro padre. No solamente porque fuera un potentado, dueño de gran parte de la Sabana de Bogotá, sino porque había sido educado en Rochester, hablaba francés e inglés a la perfección y vestía sobre trajes medidas cosidos en Londres, no sólo eso, sino porque poseía (como Sergio, nuestro Rasputín) el don casi hipnótico de subyugar a cualquier persona que tuviera al frente.
Imagino que se acercó al embajador marica, le dio dos o tres pases mágicos, lo mesmerizó, le pidió el don de que le permitiera bailar con la niña, le dio dos o tres vueltas de vals sin devolverla a su propietario, tiempo que le permitió trepanar el cráneo de la niña Ruth (el doctor Aguilera Camacho fue el primero que trepanó un cráneo en Colombia) y favoreció el hecho de que la criaturita saliera de su brazo, montara en el Cadillac y desapareciera para siempre de la vida del embajador marica, de su familia y de Río Cuarto, provincia de Córdoba, Argentina, de donde era originaria.
Que el doctor Marco Tulio Aguilera Camacho, mi padre, con sus casi dos metros de estatura y su elegancia de lord inglés, su angulosa cara de descendiente de chibchas,  judíos conversos y holandeses errantes, bajara de la escalerilla del Superconstellation acompañado por una mujercita que parecía una diva del cine italiano de los años veinte, activó de manera fulminante las lenguas del Bogotá cristiano, camandulero y recalcitrante, no sólo porque el doctor fuera una celebridad científica y un elemento imprescindible en cualquier club de la más alta jerarquía, sino porque nuestro padre era el legítimo esposo de la hija del alcalde de la ciudad.

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