MARCO TULIO AGUILERA GARRAMUÑO
EN EXCLUSIVA PARA OTROLUNES
REVISTA DE LITERATURA HISPANOAMERICANA EN BERLÍN
num 50
Sentí su asquerosa presencia respirando directamente en mi nuca. No me asusté. No soy una mujer débil, no soy asustadiza, aunque tampoco pueda decir que soy una amazona. Soy más bien normal: tengo algunos miedos naturales, podríase decir que convencionales: a los ratones, a las serpientes, a las cucarachas. Los hombres que me miran insistentemente no me molestan. Me divierten. No soy mujer, hembra, walkiria espectacular que amerite grandes ovaciones, lo sé. Tengo mis nalgas bien puestas y unas tetas eso sí, de estatua de Praxíteles. (Eso me lo dijo un sonso estudiante de artes plásticas del piso de abajo, que quería impresionarme con su sabiduría. Tal vez buscaba ganarse el consuelo de un revolcón con la pobre vecina solitaria de arriba y evitarse los inevitables alivios manuales). (Que por qué vivo sola es asunto que a ustedes no les importa. Baste saber que no soy neurótica ni antisocial.) Y tampoco soy una criaturita indefensa. He asistido a clases de karate y me ha tocado ponerles la planta del pie derecho en la cara a varios machitos de bíceps inflamados y tatuajes. Por eso no me asusté cuando sentí su aliento en la nuca. El mejor antídoto contra este tipo de situaciones es saber que tarde o temprano llegará tu hora y que debes estar lista, con las garras escondidas. Nada de lloriqueos. No hay que despreciar las enseñanzas que te dan los apretujamientos en el metro. Como quien dice: en esta ciudad de psicópatas las hembras tenemos que tener un corazón frío y un entrenamiento diario. Ni tantito indefensa. Soy más bien una yegua briosa que sabe usar los codos y las rodillas. Y es que (voy a justificar mi sangre fría) el hombre era relativamente insignificante. Lo había visto segundos antes al lado del contenedor de basura del edificio. ¿Qué hacía ahí parado, sabedor que era en una visión sospechosa, con una estudiada actitud de ¡buuu!, ¡alerta!, mujeres solitarias, adornada su figura por una niebla de cuento de espantos, coronado por un ridículo sombrerito de calaña semi intelectual y su cuerpo cubierto por un sobretodo que podría haber lucido un mendigo de Nueva York? Ni siquiera estaba fumando. Como si no tuviera nada que hacer sino estar ahí. Como si no estuviera en ninguna parte. Como perdido en su propia cabeza. No me inquietó. En absoluto. ¿Qué estaba haciendo yo a las 12 de la noche en una zona solitaria de nuestra modesta unidad residencial, sabiendo que en esta selva tenebrosa la estadística de feminicicidios, etcétera? Pero, bueno, uno se dice: eso pasa en otro planeta, a mí nunca me va a pasar. Pues, de loquilla o más bien de imprudente y ociosa me lancé a la noche como quien se echa al mar en calma: vi la basura acumulada en la cocina, bajo el fregadero, en el baño, en mi recámara. Basura de quince días. ¡Puerca!, me dije, hay que hacer patria. Me sentía llena de energía, insomne, sin nada que hacer. No tenía ni siquiera un buen libro, la televisión estaba dañada y la señal del internet muerta. Y los amores de mis manos, bah. Mujer madura sin amante y sin ganas de tenerlo. Eso soy yo y mucho más que no les voy a decir. De modo que en esa encrujijada de mi vida se impuso la lógica (irresponsable, lo sé) del instante. Decidí juntar la basura en bolsas de plástico y salir a botarla. No sabía cómo empezar a contarles esta situación y por eso me fui por las ramas. ¿Qué es el ser humano? Un árbol con muchas ramas. Basta, regresemos al aliento en mi nuca. En lugar de dar un salto de película volteé mi rostro lentamente hasta verlo, hasta ver su rostro a cinco centímetros del mío. Me impresionaron sus ojos de pupilas dilatadas. Sus ojos fijos, estáticos, acuosos, como de pescado muerto. Barba sin afeitar, cabello sucio y alborotado. Soporté sin achicarme la fetidez de su aliento y su gesto de soy malo, muy malo. Aliento de quien no ha comido en varios días, aliento a carne rancia, a basurero con desechos orgánicos, un olor dulzón, nauseabundo. Sólo lo orgánico se descompone, eh, extraña disposición del creador. Con minúscula, claro. Olor embriagador en el peor sentido. Hubo en mí un vahído, pero breve. Me dije: ésta es una prueba, perrita, aquí vas a saber de qué estás hecha. Estamos solos, amiga, dijo. Abrió ligeramente el abrigo y me mostró un puñal de matarife pobre, un barato (barato pero efectivo stainles brasileño, hasta risita me dio: tengo uno idéntico en el apto). Hoja triangular (triángulo escaleno) de quince o veinte centímetros con un mango negro lleno de muescas en cuya punta se reflejaba la luz del último farol vivo de nuestro edificio. Lo de las muescas (diferencia específica en género próximo: los que han leído Aristóteles me entenderán), lo de las muescas no me gustó pero, mitotera o más bien mitomana y novelera que soy (y buena lectora de novelas de terror y de cuentos de Borges, creo que se nota, me dije: la cosa va en serio). Mi amor, no quiero hacerte daño pero te abnuncio (así dijo, “abnuncio”) y te digo que si no haces lo que te voy a decir me va a causar mucha pena hacerte lo que ya le hice a media docena. ¿Sabes lo que son estas rayitas, eh? Te aseguro, criatura, que ya soy práctico en estos asuntos. Soy una especie de cirujano amateur. Y como me tengo el infierno asegurado, bah, una más una menos, da lo mismo. ¿Miedo? No, les aseguro que no. Más bien una especie de emoción. Como que yo no era la protagonista sino la espectadora de una aterrorizante película basada en un cuento de Stepehn King. Sé que vives sola. Sé que nadie te visita. Quiero que seas mi amiga esta noche y bueno, corazón, que sea lo que Dios quiera… después. Le sonreí. Sé que no me van a creer. Le dije: querido, guarda ese aparato, no vaya a ser que se nos aparezca una patrulla y se imaginen que tienes malas intenciones. Cualquiera se puede dar cuenta que no somos compatibles. ¿Tengo que decirles que el tipo estaba desconcertado? Me tomó del brazo, tembloroso, lanzó miradas de pájaro o de gallina a todos lados. No sé si han notado que las gallinas mueven la cabeza de forma discontinua, como a saltos. Miró mi edificio. El verde esplendor de la mugre a la luz del íngrimo farol. No hay cámaras, tranquilo. Los vecinos son unos pichicatos que no han podido ponerse de acuerdo aunque unos tipos más perjudicados que vos nos asaltan una vez al mes. Pero no te ves mal, amigo, un poco trasnochado quizás. A mí no me engañas. Apuesto que no eres un raterillo común y corriente. El hombre apretó los puños, aspiró a fondo como si fuera a lanzarse al agua y con lo que me pareció una risible indignación dijo. ¿Es que no entiendes, pendejita, lo que son estas rayitas en mi puñal? Lo extrajo para que lo mirara. Me permitió pasar los dedos por el mango el muy imprudente. Hubiera sido el momento de aplicarle la regla básica de defensa personal en caso de amenaza con arma cortopunzante: apartar el cuchillo en movimiento relampagueante asiéndole con fuerza la muñeca al tiempo que con la otra mano le doblaba la articulación de modo que se abrieran los dedos como con resorte y cayera el cuchillo y ¡zas! patada a los atributos masculinos, ¡zaz! Lo he practicado y me sale bien. Voy al gimnasio a diario y una vez a la semana a clases de jujitso y karate. Pero me dije: va a salir barata la cosa, el personajito saldrá corriendo y no tendré nada que contarle a las babosas de la oficina. No me pregunten en qué trabajo. Durante ocho horas soy una cucaracha. Lo miré directamente a los ojos. Con intensidad. Como en ese juego de niños en el que dos contrincantes fijan los ojos en los ojos hasta que uno de ellos parpadea. La que perdí fui yo. Parpadié. Me lagrimearon los ojos. El tipo era más duro de lo que había imaginado. Apreté los párpados y al abrirlos le dije: tú ganas, amigo, pero esconde la herramienta. Vamos a mi apartamento. Aquí hace mucho frío. Me tomó del brazo, arriba del codo, como si fuera mi marido de veinte años y avanzamos hacia el edificio. Al subir las escaleras vi al chismosito de mi vecinito, capitán Lujuria, lo llamo, fumando apoyado en el barandal afuera de su apartamento. Fingió indiferencia pero no pudo evitar una media sonrisa de rencor o envidia. Si no fuera la lujuria de carnívoro la que ocupa todas sus horas de masturbador obsesivo me habría mirado directamente, como un buen vecino, habría dicho buenas noches y entonces, en un golpe de lucidez, se habría dado cuenta de la calaña de mi acompañante. ¡Imbécil! Se perdió la oportunidad de ser mi héroe favorito. Es en realidad un muchacho atlético, ágil, que habría machacado al presunto violador, asesino, asaltante o lo que fuera. Pero la verdad es que no lo necesitaba o por lo menos era lo que menos necesitaba. Habría estorbado mis planes, que eran… Bueno, la verdad es que los planes son como los famosos senderos que se bifurcan. Supongo que saben de lo que estoy hablando. No hablo del famoso cuento de Borges, que lo he leído, o como diría (escribiría, más bien: Borges nunca decía nada, siempre estaba escribiendo y era como si de sus labios saliera un libro ya bien redactado con puntos y comas, un libro interminable, de arena, digamos), como diría Borges, los he fatigado (a esos libros, me refiero) en las altas noches. Hablo del hecho de que cada acto que uno emprende es hijo de los anteriores actos y padre de cincuenta o más actos o posibilidades. ¿Mente analítica, eh? Así me decía un profesor de lógica que nunca terminaba de responder mis muchas, mis demasiadas preguntas. Mientras subíamos las escaleras mi mente analítica iba discurriendo los futuros posibles: 1, la víctima amordazada y amarrada (con los cables de las cortinas, digamos), el forajido revolviendo cajones (qué podía esperar el pobre tipo): ¿robar, qué? ¿Los libros de Borges y Saramago? (Me haría el favor si se llevara los de Saramago). Cacerolas y sartenes. Después, de pura frustración: desvístase, puerca. ¿Pero cómo, si estoy amarrada? Sí, eh. El chacal se queda pensando, se sienta en la cama. Puede cortar las amarras, le digo. Me voy a portar bien. Sonrisa (mía). Insinuante. Soy una mujer solitaria. Lo sé, dijo. Desamárreme. Lo invito a que compartamos un filetito y un vino, un poco viejo pero de aguante. Eh. Desorientado. Me mira con fijeza. ¿Es en serio? ¿No tiene miedo? No, señor, ¿su nombre? Ora resulta que es de la policía. No, es para entrar en confianza. Comemos, bebemos y después, que sea lo que Dios quiera. ¿Sí? Sí. No ha oído el tema ese de que las mujeres, todas las mujeres, queremos ser violadas? Pues sí pero no, la verdad es que quizás, a la mera hora aflojan, dijo. Pero no todas, más bien pienso que se finjen desmayadas. Eso, eso le digo. Yo soy el caso típico. Mujer solitaria que quiere ser violada. ¿Sí? Sí. No sé si me van entendiendo el plan. Llegamos. El corredor estaba vacío. Las luces de la ciudad fingían un cielo en feliz armonía. Abrí. Pase usted, señor, le dije extremando mi cortesía. Por un momento el tipo se sintió invitado de honor. Gracias, señorita. Ya no tenía el cuchillo en la mano sino ceñido por un cinturón de pobre. Eso que ve , amigo, es mi sala. Tenga la amabilidad de sentarse. Súbitamente regresó a su papel de hombre malo, pésimo. ¿Sabe que la voy a violar, señorita? Ya me lo había imaginado, pero para qué preocuparse. Comamos y bebamos, le dije, y después que sea lo que Dios quiera. Puso el cuchillo sobre la mesa. Calenté medio Pollo feliz en el micro ondas. Serví dos vasos con Padre Kino. Brindamos, comimos. Me contó su historia. Yo le conté la mía. ¿Sabe qué, señorita? Ya no quiero perjudicarla. Me voy. No se vaya, señor, me estoy encariñando con usted. Hagamos el amor, algo bonito. Lo hicimos. O más bien lo fingimos. Mi violador no tuvo siquiera tiempo de entrar. Estaba tan urgido que el pan se le quemó en la puerta del horno. Hubo un detalle desagradable que debo soslayar. Tiene que ver con la higiene. Cayó en una especie de letargo. Saqué las esposas, se las ceñí a las muñecas y a los barrotes de la cama de fierro. Lo que sucedió después se los dejo a la imaginación. Con el mismo cuchillo hice otra muesca, ya no en el mango de su arma, sino en la misma solidaria cama que me ha dado tantos placeres.
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