­

Sigue la historia del negro Vladimiro

noviembre 13, 2008

Para leer la primera parte de la historia del negro simpático Vladimiro vaya con el cursor hacia abajo. Si quiere leer más capítulos de la novela Breve historia de todas las cosas, que estoy corrigiendo para su próxima edición) debe explorar en los meses anteriores. Creo hacer publicado el capítulo de la Musoc y la Sietecolores, las dos prostitutas principales de San Isidro de El general.

Cap. 5 Vladimiro bajo el árbol de la vida. Un negro llega a doctor en zapatería
Reproduzco la coninuación de la historia del negro simpático, parte de la novela Historia de todas las cosas, que estoy reescribiendo para su próxima edición.

Y a pesar de los pesares iniciales, Vladimiro entró por la puerta grande a San Isidro: su relación con los camioneros se hizo estrecha y todos portaban con orgullo las botas que el negro les fabricaba; también con los carniceros intimó y pronto aprendió a gozar de los inciensos con que ellos aromaban sus vidas; los camioneros, a semejanza de los camioneros, gozaban de una fama bien afincada: eran heroicos zajadores de carnes, matadores de reses, quebrantadores de huesos y pesadores de pulpa los días entre semana, nunca defenestradores de cerdos, que los cerdos eran sagrados, como las vacas en India, y muy prestigiosos y dignos de temer bebedores los viernes y los sábados; se daban el gusto de combinar yantadas apoteóticas en el Restaurante de Los Camioneros con bebetas interminables y yogadas deleitosas en el Bar Rojo, donde Clementina La Más Fina, y si los favorecía el dios sol, en Los Pollitos, donde todas eran rubias naturales incluso del mono. Y todo ello sin que dejaran de asistir, de vez en cuando, a los Jueves del Prado Bar, donde se cocinaban matrimonios de alcurnia, conveniencia u oportunidad, iniciaciones, honoríficas enfermedades y toda laya de conciliábulos y despropósitos sociales, en horario meticuloso.
Claro que el primer día los carniceros arrugaron las narices al ver a Vladimiro recorrer las calles con sus zapatitos diminutos en una bolsa de plástico celofán; a la gente de San Isidro —por lo menos a los habitantes del Barrio de Abajo— se les había olvidado que existían seres humanos de otro color y si los recordaban era como curiosidades postales o porque, rebuscando entre los baúles viejos, habían encontrado fotos de negros desnudos de torso dándole a pico, pala y mazo en la vieja carretera. Pero a Vladimiro no le preocupó tanto mirar de reojo y chiflido. Entró al pueblo clandestinamente y muy consciente del riesgo que constituiría trabajar bajo las órdenes de una persona tan prestante como Crisóstomo Reflejo y no pensaba dejar que le hicieran monerías, tampoco era para ponerse a pelear desde el principio con renacuajos, él que había derribado a más de un mastodonte en riñas callejeras, además porque su sonrisa abotonada desarmaba al más agresivo y porque su cuerpo, aunque de una perfección insólita plagada de músculos brillantes y precisos, solamente lo consideraba objeto de admiración y placer, nunca instrumento de bravuconería y por eso fue que cuando pasó frente a la plaza de mercado y algún malandrín le pintó una madre maloliente, él le respondió con una sonrisa que era todo un amanecer de paz.
Aunque nunca gastó su doblón de plata no pasó mucho tiempo sin que consiguiera dinero suficiente como para que le dieran ganas de casarse para tener donde entrar cada noche y estaba anhelando ver qué resultaba de un negro garboso como él: pensó en viajar de nuevo a la Puerto Limón pero el recuerdo de los azares del primer viaje lo disuadió, además, en su tránsito de prostíbulo en prostíbulo para calmar las calores del cuerpo le fue resultando la ternura; después de gozar con la juventud de la Musoc y otra docena de entusiastas celebrantes de su poderío, cayó como de un acantilado en un abismo de pasión en los brazos de una Niña Blanca y desorientada que se estaba estrenando en Bar Rojo y no volvió a salir a flote.
No se casó con ella por blanca sino porque la muchacha conocía los siete efectos que traería años más tarde como novedad la Sietecolores y además sabía de cosas del alma, son cosas de la vida, repitió, y cuando trataban de insultársela diciendo que la había conseguido en el peor tugurio de San Isidro, ebria hasta el infinito y la bilis, él les respondía con su sonrisa de carrilera de mármol que la prestitución era de las más difíciles profesiones y de las más honradas y caritativas y cristianas. A mí nadie me va a descontradecir, concluyó con la sabiduría de los negro fundamental. Con esa concepción de la putería no había quien lo ofendiera.
Y así fue como Vladimiro se ganó a San Isidro de El General, con pura tranquilidad, filosofía y una sonrisa de santo y sabio e indiferente a las acechanzas de los que sólo viven juzgando las vidas ajenas. Lo dejaron entonces en paz y solamente diez años después volvieron a preocuparse cuando encontraron bandadas de chavalillos negros como la más negra noche en todas las esquinas levantando industrias mil para seguir respirando y sonriendo, y claro, eran los hijos de Vladimiro y la Niña Blanca que habían heredado la afición del padre por la vida industriosa.
Pero ya era tarde para hacer algo contra la plaga de negros y mulatos. La comisión cívica se había disuelto en medio de disputas bizantinas, que si los negros eran más simpáticos y menos contagiosos, que si subyugaban a las mujeres decentes y les hacían soñar pesadillas lúbricas, que si las dejaban embarazadas en sueños, que si habían construido la gran muralla china y derrotado al Cerro de la Muerte, inventado la música y hallado la forma de despertar a los muertos. Y además por ese tiempo el otro negro, Termidor, ya se había instalado en la ciudad y se dedicaba a sembrar el espeluzno en el Liceo Unesco y a poblar las calles con otra laya de negritos.
Vladimiro y Termidor hicieron en poco tiempo lo que le había costado lustros borrar a los fornicantes sanisidrogeneraleños. La sangre negra de los trabajadores de la vieja carretera que se había diluido lentamente y sólo mostraba sus tintes en Melpómena y acaso en alguna de las putitas del Bar Rojo, reapareció con fuerza y ya no existía un solo lugar donde uno no se encontrara con labios apasionados o narices aladas y a menudo los transeúntes se tropezaban con ángeles embetunados y orgullosos, porque eso sí, gastaban un orgullo hasta raro, tanto los hijos del zapatero como los del profesor Termidor. A decir verdad era difícil diferenciarlos a menos que uno fuera muy detallista. Quizás fijándose en el tono de la piel de los de Vladimiro notara una palidez que tendía hacia lo mulato. Ciertamente también eran distintos en sus actitudes: mientras los hijos del zapatero conversaban con mucho tino y expresiones de cortesía a veces más dignas de simpatía que de risa, conocían la tabla de multiplicar, sabían leer y escribir y decir thank you y son of a bitch, si era necesario, los de Termidor recorrían la ciudad blandiendo varejones, cañas de bambú o esparto que cortaban en el río y se dedicaban a apalear perros y mendigos, los rodeaban en filas de dos en fondo y los cascaban hasta que Robustiano hacía acto de marcial presencia, lo que los ponía en fuga despavorida y escandalosa, aderezada por cuantos insultos llegaban a concebir en la jolgoriosa ocasión. El sargento se había aburrido de hacer advertencias a Termidor pero éste replicaba que sus hijos eran ciudadanos como cualesquiera de los otros, con las prerrogativas y debilidades de la infancia: ¿quién no había matado a un perro o a un gato en los años mozos, eh? Y que por lo menos no andaban ofendiendo la moralidad cristiana y las leyes de la naturaleza como el asqueroso Ildefonso con la burra de Alisio en el lote de la alcaldía, y que por qué no le iba con la queja a Óscar Lopera, por qué, y que no tenía razón para andarse ocupando de sonseras cuando Bogart Berganza amenazaba la paz pública con su rifle de copas, cuando Renato Fernández estaba a punto de causar una tragedia con su escandalosa motocicleta de mil cilindros, cuando su propio hijo, el Paticorvo Palomo, pretendía seguir los pasos de su padre, no respetando virgo intacto o matrimonio legal.
Robustiano, que en cuestión de razones era tan corto como largo en cuestión de palos, debía pues alejarse con el rabo entre las piernas. Si por lo menos el negro le hubiera lanzado un golpe a la mandíbula, él hubiera sabido qué hacer.
Y aunque la gente de alto coturno y grandes sonajas hacía mohines a los negritos, prefería a los de Vladimiro, que hasta poemas de amores castos sabían recitar a cambio de monedas de medio centavo. Los de Termidor semejaban en todo a su padre y esparcían por la ciudad no sé que veneno, deshacían honras y remendaban tuertos, cocinaban embrollos y luego se cagaban de risa en el lote vacío de la alcaldía, donde tenían su guarida de macacos insolentes y de samueleantes diversiones. De su padre también habían adoptado la manía de los símbolos matemáticos y se los podía ver tomándole medidas a los objetos más peregrinos y haciendo estadísticas de lagartijas e iguanas por metro cuadrado de parque y cosas así, sin más utilidad que el gasto de vidas.
Termidor era pues, muy a pesar de este humilde ranador, en el anatemático mundo de los buenos y los malos, malo. Y además era profesor en el Liceo Unesco. Y ésta era una de las frustraciones del culto San Isidro: la caterva de pedagogos infames que habían ido llegando uno a uno para formar un museo de personalidades, para algunos funestas, para otros divertidas y cosmopolitas, entre las que destacaban la de don Camilo, obsceno y risueño dentista que dictaba las cátedras de biología y química; la del gordo director del Liceo, intemperante y soberbio, quien sería apodado Momotombo y quería imponer la ley y el orden a punta de poemas; la ambigua condición de Monsieur Voila, toda una tormenta de perfumes y esnoberías; el ecuménico cariño y la opulenta generosidad de dona Lina, la castellana que iba a iniciar en el misterio del conejo a los chicos entusiastas; pero sobre todo el refinado sadismo de Termidor, que se expresaba en su actitud ante el pizarrón, donde planteaba problemas muy dificilísimos, los resolvía sin dar tiempo a explicaciones, no permitía siquiera copiarlos porque apenas terminados se paraba al frente y estorbaba la visión; los exámenes que administraba con sonrisa de Jack el Destripador eran de lo más rebuscado, ponía a calcular a los muchachos cuánta leche podría contener la pirámide de Keops en el caso que fuera hueca, o la velocidad que sería preciso imprimirle a un balón de fútbol para que llegara a la Luna en X tiempo, y lo peor de todo es que siempre se guardaba un dato. Con todo lo anterior le hubiera bastado para que todos los importantes que mandaban sus endriagos al Liceo lo odiaran, sin embargo hacía más: le gustaba decirle a los padres de los chicos que sacaban buenas calificaciones en el resto de las asignaturas, que sus hijos eran reverendos cretinos que le prestaban el rabo a Mosiú Voilá o le prestaban la perinola a doña Lina y para terminar de adornar el pastel se les reía en las narices con un gesto de cínica superioridad, impunidad y perverso placer.
Los estudiantes, salvo contadas excepciones, le temían. Cuando el negro malo entraba a clase se hacía un silencio de elevación, nadie lo miraba a los ojos, a esos siniestros ojos de un color amarillo hepático. Esperaban que el profesor se volteara (también él, como Vladimiro, tenía un cuerpo de felino, hombros redondos, cuello robusto, nalgas apretadas de bailarín clásico) para hacerle muecas. Él, quién sabe cómo, siempre acertaba a pedirle al gracioso que resolviera el problema en curso ante sus compañeros, lo que era prácticamente imposible porque los enigmas los buscaba Termidor en libros de física cuántica y otras ciencias antinaturales bastante incultas (Bastante ocultas, querrás decir). De esta particular perspicacia fue de donde surgió la leyenda de que ese humano tenía un tercer ojo en la base superior de la nuca, camuflado entre el pelo de esmeril. Falsos o ciertos los rumores, nadie o casi nadie podía acercársele sin sentir una fuerza ignota que repelía y ponía los pelos de punta. A los únicos que nunca pudo poner en ridículo fue a Zaratustra, el hijo mayor de los Pereira, y a su hermano, Serafín, que muchos años después daría tanto que hablar al lado de la Malandra y el Marino Tragaldabas. A las burlas del negro respondía Zaratustra con burlas, los problemas sin solución los resolvía por medio del cálculo de probabilidades y el arte del bateo, y por si quedaban dudas, le traía un invento mensual para el curso de física.
Con el negro Vladimiro las cosas eran a otro precio: todos sus trabajos estaban garantizados por la calidad de negro trabajoso, decía, y tenía razón, porque además de elaborar unas obras de arte que envidiaría un orfebre italiano, todo lo que él hacía duraba hasta veinte roturas de calcetines y generalmente sobrevivía al cliente. La mujer del zapatero, la Niña Blanca, que según algunos era la zona oscura en la vida del artesano, nunca salió de casa desde el matrimonio; eso preocupaba a muchos, no había forma de decir que la había asesinado Vladimiro porque cada nueve meses éste hacía el recorrido por el matadero y la plaza de mercado en busca de los clientes consentidos, con una nueva bola de carne oscura y paliducha ceñida por luciente tela babosa y se la enseñaba a sus amigos y les preguntaba si se parecía a él. No cierto que el escuincle se desparece a mí, decía. Había veces en que salía con tres al mismo tiempo, entonces se alegraba con su risa de rebanada de sandía en diciendo hice moñona, como si la vida y el legal fornico fueran juego de bolos. A nadie le parecían bonitos esos cosos, pero quién iba a desilusionarlo, con lo buen zapatero que era, tanto que ya le habían cambiado el título y le decían talabartero o artista del cuero, y aquello era como decirle doctor al buen Vladimiro que había sabido ganar el mundo con su sonrisa eternamente abotonada.

RELACIONADAS

2 comentarios

  1. MT,como verás en mis apuntes, el Vladimiro es un personaje inolviable, estoy seguro de que muchos lectores coincidirásn conmigo. Ese negro es un personaje fenómeno. Síguelo.

    Un abrazo:

    Félix Luis

    ResponderEliminar
  2. Gracias Felix, le pondre mucha atencion al negro Vladimiro porque yo tambien simpatizo con el.Curiosamente es de los pocos personajes imaginarios. Los otros estan basados en personas reales

    ResponderEliminar

Seguidores