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UNA EXCELENTE NOVELA

abril 30, 2009


Pedro de Ursúa, de William Ospina

La novela Ursúa, de William Ospina, de entrada muestra una virtud indudable: un conocimiento exhaustivo, casi increíble, del tema, del territorio, de la época. Lo sorprendente no es que el autor sepa o parezca saber casi todo sobre la América de los conquistadores sino que logra diluirlo de tal modo en una narración épica, que uno no tiene esa incómoda sensación de que el autor quiere apabullarnos con sus sapiencia. No es Palinuro de México o Terra Nostra, por fortuna. Es una novela legible de principio a fin, no sólo por la riqueza de las peripecias del protagonista y los que lo rodean, sino por la fineza de una prosa que en ocasiones obliga al lector a detenerse y a decir, ¡mierda, qué buena línea! Sin pedanterías, sin pretensiones, y sin embargo libre de indulgencias y concesiones al lector poco sutil.
No vino aquí buscando riqueza sino una tierra donde vivir, donde escapar de las persecusiones, aunque muy pronto entendió que la paz no es más que una palabra que inventaron los guerreros para no enloquecer (…)
El narrador que relata la historia de Ursúa le sigue los pasos y recorre las mismas selvas. Ello no físicamente, sino por medio de los relatos que el mismo Ursúa le hace. Dice:
Yo andaba en los pantanos del Imperio procurando olvidar mi adolescencia, el mal camino que me llevó con Pizarro y sus hombres en busca de la canela, y la serpiente sin ojos que arrastró nuestro barco por la selva.
Esa serpiente sin ojos es el río Amazonas y la epopeya de la busca del país de la canela es una aventura que contará el autor en el próximo libro de la serie.
¿Quién es Ursúa? Un muchacho que abandona España y se lanza a la aventura en América. Una mezcla de príncipe y bandido, que sueña con alcanzar una gloria semejante a la de Hernán Cortés: conquistar un imperio, someterlo, poseer ciudades enteras de oro y todas las glorias del mundo.
La novela no sólo vale como epopeya de un mozablete que se alza hasta el poder casi absoluto, sino como descripción y canto a territorios paradisiacos o infernales hallados por los conquistadores en América. El canto a la Sabana de Bogotá, el bellísimo valle en el que está asentada la capital de Colombia, es de gran elevación poética. En esta novela está cifrada, me atrevo a decir, más que en cualquier otra novela colombiana, la Colombia que hoy conocemos, y más allá la Nueva Granada: lo que es hoy Ecuador, Venezuela, Perú, Bolivia, ese gran país que un día logró unificar fugazmente Simón Bolívar.
En la obra se novela uno de los acontecimientos más asombrosos de la conquista: la coincidencia de tres expediciones de diferente nacionalidad, por caminos diferentes, en la Sabana de Bogotá: la expedición de Gonzalo Jiménez de Quesada, un varón con títulos e influencias en España; la del aventurero el alemán Federman, y la expedición de Belalcázar, quien fundaría la ciudad de Cali. La corona española le concedió al primero la primacía de los derechos del nuevo reino; a Federman se le premió con oro y a Belalcázar con la gobernación de Popayán.
Nadie podía creer que coincidieran tantos europeos en la misma sabana, y eso fortaleció la convicción de que habían acertado con el rumbo del tesoro. Como un imán los arrastraba a todos la leyenda de la ciudad de oro que se alzaba en las montañas centrales, y un relato repetido miles de veces, por sanos y enfermos, por los náufragos desdichados de Castilla de Oro y por los comensales felices bajo la ceiba grande de Margarita.
A pesar de la oposición de varios grupos de indígenas los españoles se establecen en la sabana donde fundan la que sería la capital de Colombia, y con Bolívar, del reino de la Nueva Granada.
Hay secciones en las que el lector siente estar leyendo apartes de la Iliada o la Odisea, particularmente cuando el autor se ocupa de hacer la enumeración de los grupos indígenas que colmaban un territorio casi virgen y de una exuberancia alucinante o cuando describe las orillas del río Magdalena, las serranías, la región zenú, los territorios de Nariño y las selvas casi impenetrables (aun hoy en día) del Chocó en la Costa Pacífica de Colombia.
La novela está plagada de escenas sorprendentes, atroces, poéticas, contadas con entera verosimilitud. Leamos sobre el asesinato atroz de la esposa de Athaualpa:
La princesa, fiel a su esposo, hizo lo imposible para esquivar los asedios de los hombres blancos, y cuando cayó finalmente en sus manos cubrió de excrementos su cuerpo desnudo para causar repulsión a los verdugos; pero Gonzalo Pizarro había crecido en la vecindad de los albañales y no dejó de violarla por ello, después de lo cual el propio Francisco Pizarro la retuvo como rehén intentando que el Inca Yupanki se rindiera a cambio de rescatarla. Manco Inca se negó, y el marqués cometió el peor de sus crímenes: hacer azotar hasta el rojo a la hermosa cautiva, hacer que sus flecheros practicaran el tiro en su cuerpo, y arrojar el cadáver profanado al río Yupanqui, que llora desde entonces por ella.
La muerte del marqués, y el consiguiente castigo por sus crueldades, son descritas por Ospina de manera magistral y no se puede evitar pensar en la muerte de Julio César a manos de Bruto, en la célebre tragedia de Shakespeare.
Una de las más altas virtudes de esta novela es el apropiado manejo de la diacronía, la sincronía y la ucronía: no sólo se cuenta lo que le está sucediendo en el presente al protagonista sino lo que le sucedió en el pasado e incluso lo que le sucederá en el futuro hasta su muerte; además se cuentan los sucesos contemporáneos a la acción central. Y a más de ello se entra en la conciencia de los protagonistas, logrando una muy verosímil omnisciencia. Tal despliegue de sapiencia e imaginación da como resultado una narración muy rica, que —y aquí estriba la habilidad grande del escritor— curiosamente no se siente diversa, farragosa o ociosamente discursiva. Todas estas virtudes se basan en un conocimiento minucioso del tema, y, naturalmente, en un adecuado manejo de la ficción. Historia y ficción se armonizan para crear una novela de lectura apasionante para el aficionado, e ilustrativa para el conocedor.
Auténtico surtidor de poesía es esta novela: la enumeración de las plantas que se dan en la sabana de Bogotá es un verdadero canto que envidiaría Neruda. Y todo ello con naturalidad, sin retórica, como si la poesía surgiera del mismo mundo, sin intervención de la mano del poeta. Invisible es el poeta porque el mundo es visible y más que visible, apabullantemente visible.
Hay un paralelismo de esta novela con Cuahutémoc, obra publicada recientemente por Pedro Ángel Palou; paralelismo en cuanto al tema: exploración de los tiempos de la conquista; protagonista: Cuahutémoc, uno de los pocos héroes intachables de México; paralelismo en cuanto al narrador, que es un narrador-testigo, contemporáneo de Cuahutémoc. En las dos novelas hay altas dosis de poesía, investigación documental minuciosa y narración apasionante. El vínculo entre Ospina y Palou lo encontré en internet, el aleph contemporáneo: Pedro Ángel presentó El país de la canela (novela de William Ospina, segunda de la serie que será completada cuando el colombiano publique la anunciada Serpiente sin ojos). En Guadalajara Palou afirmó que Ospina era, en su opinión, el escritor que estaba escribiendo la mejor prosa en Latinoamérica. Estoy de acuerdo.
Ursúa está plagada de ombligos de interés, de hoyos negros, de instantes significativos o misteriosos o sugerentes: la noche de la montaña de nieblas que se ilumina con una luz enceguecedora; el encuentro de Ursúa con Ciudad Tayrona; el hallazgo de los monstruosos monolitos de San Agustín; el primer enfrentamiento con el Salto del río Tequendama. Leyendo la novela uno no puede dejar de imaginar el esplendor de aquel territorio original plagado de paisajes insólitamente bellos y salvajes, de etnias diferentes, de culturas singulares, de secretos insondables como los sueños que se perdieron en su mayoría con la devastación propiciada por los conquistadores.
La novela basa gran parte de su tensión en los aplazamientos constantes del gran sueño de Pedro de Ursúa: la búsqueda de El Dorado. Aplazamientos ocasionados por las responsabilidades que se le asignan una tras otra, en general de conquistar o aplacar territorios o emprender guerras de conquista o pacificación. Y entre la narración de los sueños de hallar tesoros inconmesurables y las guerras, se entreveran los relatos de las escaramuzas amorosas con mujeres, con las que protagoniza amoríos que no alcanzan una dimensión tan trascendente como para hacerle olvidar su delirio de oro.
Otro de los centros de interés de la novela es el desarrollo de la personalidad de Ursúa, que va siendo moldeada por fortunios e infortunios, pero que mantiene incólume una tenaz virtud: el ejercicio férreo de una voluntad inquebrantable.
Esta es una obra de tal manera bien escrita e interesante que podría ser leída en voz alta y sin duda captaría el interés de la audiencia. Su importancia radica no sólo en la revisitación autorizada y entusiasta de las fuentes sino en la aplicación de una imaginación fértil, que puso carne y espíritu a una historia que yacía casi olvidada y seca en los libros de texto.
Documentándome sobre el tema, un poco tarde pero a buena hora, me entero que Pedro de Ursúa no es ente imaginario producto de las fiebres poéticas de William Ospina, sino capitán del gran loco que fuera Lope de Aguirre, que lo acompañó en la odisea final en busca de la ciudad de oro. El Ursúa histórico pereció a manos de sus compañeros, junto con su amante final, Inés de Atienza.
Ya recurriendo a fuentes exteriores a la novela de Ospina hallo que el asesinato de Pedro de Ursúa es relatado por Lope de Aguirre en carta dirigida a Felipe II:
Fue este mal gobernador (Pedro de Urzúa) tan perverso y ambicioso y miserable que no le pudimos sufrir y así por ser imposible relatar sus maldades y por tenerme por parte en mi caso como me tendrán, excelente Rey señor, no diré más de que LE MATAMOS, muerte cierto bien breve, y luego a un mancebo, caballero de Sevilla que se llamaba don Fernando de Guzmán, le alzamos por nuestro Rey y le juramos por tal, como tu persona real verá por las firmas de todos los que nos hallamos aquí, que quedan en la isla de La Margarita, en estas Indias, y a mí me nombraron por su maestre de campo, y porque no consentí en sus insultos y maldades, me quisieron matar, y YO MATÉ AL NUEVO REY, y al capitán de su guardia, y a su teniente general, y a cuatro capitanes, y a su mayordomo, y a su capellán, clérigo de misa, y a una mujer de la liga contra mí, y a un comendador de Rodas, y a un almirante, y dos alférez, y otros cinco o seis aliados suyos; y con intención de llevar la guerra adelante y morir en ella por las muchas crueldades que estos vuestros oidores usan con nosotros. Nombré de nuevo capitanes y sargento mayor, y luego me quisieron matar, y YO LOS AHORQUÉ A TODOS .
Francisco Carrasquer, al evaluar la novela La aventura equinoccial de Lope de Aguirre de Ramón J. Sender, antecedente célebre de la novela de Ospina, escribe:
Lo que hace Sender es dar la versión del pasado con la máxima amenidad y verismo, y lo que le importa sobre todo es dar su versión. Para lo cual revive él mismo ese pasado en todas las situaciones y en todos los personajes. Más su versión no se limita a hacer revivir el condicionamiento económico-social y político, sino también el psicológico y parapsíquico…
William Ospina en su novela emprende una aventura literaria semejante y de alguna manera complementaria a la de Sender y sin duda corona la empresa con solvencia, recreando y creando a veces sin pudor la historia, y haciendo que los lectores contemporáneos revivan los trabajos y los días de Pedro de Ursúa, un protagonista de las historias de la conquista que hasta la actualidad no había sido bien conocido y valorado.

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