NEUMAN EL INVULNERABLE
agosto 30, 2009EL VIAJERO DEL SIGLO
He seguido leyendo El viajero del siglo de Andrés Neuman más por disciplina que por gusto. El primer suceso de la novela acaece en la página 250 (la novela tiene más de 500): se trata de un beso travieso que la erudita Sophie le da al atarantado de Hans. Y eso sucede después de interminables discusiones sobre la revolución francesa, filosofía, lingüística, economía; después de disertaciones sobre cómo se baila el minué y cómo se prepara el besugo. Si algo sostiene a la novela es la brillantez del estilo y la erudición a veces agradable sobre algunos temas. Por lo demás, la obra resulta tediosa. Desde el punto de vista novelístico (desde el punto de vista del progreso de la novela como género) aporta poco. ¿Cuál es la novedad de esta novela...? El hecho de que utiliza paréntesis en lugar de guiones para separar los parlamentos de los personajes. Y el hecho de que atropella algunas convenciones de la novela decim
onónica... lo que ya había hecho con fulgurante efectividad el mexicano Elmer Mendoza en Balas de plata.
La pregunta que se me suscita es la siguiente: ¿si el premio Alfaguara había tenido tantas pifias (entre las más destacadas la de La piel del cielo, de Poniatowska; la de la novela de Laura Restrepo, cuyo nombre no recuerdo --con recursos casi calcados de Saramago, quien de paso la premió--, la del español Leante, escritor de paupérrimos recursos) cómo se atrevieron a premiar una novela tan densa, poco legible y artificiosa, por no decir artificial? No lo entiendo. Una nota de blog reciente ofrece una respuesta: Alfaguara quiso apropiarse de un autor que ya había hecho su camino en Anagrama, un autor joven, del que se espera mucho.
No niego el talento de Neuman. Sólo afirmo que de ser un autor de culto, que había escrito novelas y cuentos muy legibles, en esta novela se muestra amanerado, excesivo, demasiado confiado en sus recursos, irrespetuoso de la contemporaneidad, de alguna manera perverso en su pudor (quien lea la novela entendrá lo que quiero decir).
Hay en esta apuesta de Alfaguara una celebración de la juventud, una celebración de la novedad, un culto al puede ser, el esfuerzo de construir una veta explotable a futuro. Dudo que uno solo de los miembros del jurado haya leído toda la novela y estoy seguro que ninguno leyó todas las novelas --lo que, de paso, es imposible. Uno, como miembro del jurado de este tipo de concursos, generalmente lee el primer capítulo de todas las novelas (si es que antes no hubo un prejurado que se encarga de reducir las elegibles a unas pocas). Antes --aquí me voy a poner vejete, sorry--, antes, y en algunos casos, los jurados recibían todas las novelas. Recuerdo que en el Concurso de Novela Jorge Isaacs en Colombia, en 1980, más o menos, siendo jurados MT, José Donoso y Johnattan Titller-- los jurados recibimos trescientas o cuatrocientas novelas.
Regreso al tema central. Lejos de ser original en sus planteamientos de fondo, la obra de Neuman resulta ser profundamente convencional, la obra de un latinoamericano que quiere explicar a los europeos su historia, su ciencia, su filosofía. Obra de un erudito, sin duda, de un superdotado que encuentra en su sobredosis de literatura --parece haber leído todo-- el antídoto del placer del texto. Por pura terquedad seguiré leyendo. Si no aprendo de los errores propios espero aprender de los ajenos. Ahora, si me preguntan que si creo que se va a vender, les responderé que sí: las novelas ya casi no se venden por su calidad, sino por la cantidad de publicidad que se les hace... Y en esto mis amigos de Alfaguara son maestros (y conste que tengo tres libros en Alfaguara; no por ello voy a ocultar mi criterio: si ellos no me quieren otros me querrán). Yo no le rezo al becerro de oro sino a mi soberana y díscola conciencia. Además a todos los cochinos les llega el día de dar a torcer su rabo. Hagan un experimento: busquen una auténtica reseña del libro de Neuman en los próximos meses. Apuesto todas mis fichas que sólo encontrarán publicidad.
He seguido leyendo El viajero del siglo de Andrés Neuman más por disciplina que por gusto. El primer suceso de la novela acaece en la página 250 (la novela tiene más de 500): se trata de un beso travieso que la erudita Sophie le da al atarantado de Hans. Y eso sucede después de interminables discusiones sobre la revolución francesa, filosofía, lingüística, economía; después de disertaciones sobre cómo se baila el minué y cómo se prepara el besugo. Si algo sostiene a la novela es la brillantez del estilo y la erudición a veces agradable sobre algunos temas. Por lo demás, la obra resulta tediosa. Desde el punto de vista novelístico (desde el punto de vista del progreso de la novela como género) aporta poco. ¿Cuál es la novedad de esta novela...? El hecho de que utiliza paréntesis en lugar de guiones para separar los parlamentos de los personajes. Y el hecho de que atropella algunas convenciones de la novela decim

La pregunta que se me suscita es la siguiente: ¿si el premio Alfaguara había tenido tantas pifias (entre las más destacadas la de La piel del cielo, de Poniatowska; la de la novela de Laura Restrepo, cuyo nombre no recuerdo --con recursos casi calcados de Saramago, quien de paso la premió--, la del español Leante, escritor de paupérrimos recursos) cómo se atrevieron a premiar una novela tan densa, poco legible y artificiosa, por no decir artificial? No lo entiendo. Una nota de blog reciente ofrece una respuesta: Alfaguara quiso apropiarse de un autor que ya había hecho su camino en Anagrama, un autor joven, del que se espera mucho.
No niego el talento de Neuman. Sólo afirmo que de ser un autor de culto, que había escrito novelas y cuentos muy legibles, en esta novela se muestra amanerado, excesivo, demasiado confiado en sus recursos, irrespetuoso de la contemporaneidad, de alguna manera perverso en su pudor (quien lea la novela entendrá lo que quiero decir).
Hay en esta apuesta de Alfaguara una celebración de la juventud, una celebración de la novedad, un culto al puede ser, el esfuerzo de construir una veta explotable a futuro. Dudo que uno solo de los miembros del jurado haya leído toda la novela y estoy seguro que ninguno leyó todas las novelas --lo que, de paso, es imposible. Uno, como miembro del jurado de este tipo de concursos, generalmente lee el primer capítulo de todas las novelas (si es que antes no hubo un prejurado que se encarga de reducir las elegibles a unas pocas). Antes --aquí me voy a poner vejete, sorry--, antes, y en algunos casos, los jurados recibían todas las novelas. Recuerdo que en el Concurso de Novela Jorge Isaacs en Colombia, en 1980, más o menos, siendo jurados MT, José Donoso y Johnattan Titller-- los jurados recibimos trescientas o cuatrocientas novelas.
Regreso al tema central. Lejos de ser original en sus planteamientos de fondo, la obra de Neuman resulta ser profundamente convencional, la obra de un latinoamericano que quiere explicar a los europeos su historia, su ciencia, su filosofía. Obra de un erudito, sin duda, de un superdotado que encuentra en su sobredosis de literatura --parece haber leído todo-- el antídoto del placer del texto. Por pura terquedad seguiré leyendo. Si no aprendo de los errores propios espero aprender de los ajenos. Ahora, si me preguntan que si creo que se va a vender, les responderé que sí: las novelas ya casi no se venden por su calidad, sino por la cantidad de publicidad que se les hace... Y en esto mis amigos de Alfaguara son maestros (y conste que tengo tres libros en Alfaguara; no por ello voy a ocultar mi criterio: si ellos no me quieren otros me querrán). Yo no le rezo al becerro de oro sino a mi soberana y díscola conciencia. Además a todos los cochinos les llega el día de dar a torcer su rabo. Hagan un experimento: busquen una auténtica reseña del libro de Neuman en los próximos meses. Apuesto todas mis fichas que sólo encontrarán publicidad.
Outlier. Detesto ser arbitrario e intolerante. Y por ello me voy a permitir reproducir una reseña hermosa y entusiasta de El viajero del siglo escrita por la poeta Lucía Angélica Folino.
Andrés Neuman me impresionó como un bicho raro apenas lo conocí.Era simpático, pero no con la simpatía impostada que es la marca del gremio. Entre los escritores, hasta un simple hola suena a ironía tortuosa. Nadie recibe saludos de un colega sin preguntarse qué habrá querido decir. Sin embargo Neuman parecía emperrado en usar las palabras para su función original: esto es comunicar, y respetaba sus significados con escrúpulo tal que me creí en presencia de un ecologista del lenguaje. Neuman como una suerte de ONG unipersonal, consagrada a defender los derechos, pero ante todo las posibilidades del idioma. Hablaba mucho, en esto igual a tantos otros escritores. Pero todas sus ideas estaban desprovistas de la violencia habitual. En sus frases brillaban por su ausencia la chicana, el golpe bajo, el desprecio por los otros que muchos entienden como condición sine qua non de la autoestima.Los saberes de que hacía gala también eran insólitos. Lejos de la cita arcana y del pronunciamiento esotérico, Neuman se proponía a sí mismo como intérprete de canciones de Paul McCartney, asombraba con su conocimiento sobre el mejor imitador de Los Beatles en YouTube y se comportaba como un jukebox humano especializado en canciones de Les Luthiers. ¡Diga un título y Neuman se lo cantará!Hubo otros dos detalles a la manera de gotas que colman el vaso. En primer lugar, Neuman era un tipo afectuoso. Que quede claro: entre los escritores, no existe característica humana más despreciada que el afecto. Se lo considera un resabio de etapas superadas de la evolución, como las muelas del juicio. ‘Escritor afectuoso’ constituye un oxímoron, una contradicción en los términos. Y sin embargo Neuman no temía mirar a los ojos ni abrir los brazos, para demostrar, como en los comienzos del contrato social, que no escondía arma alguna entre sus ropas.La muestra final de su inadecuación era la más visible de todas. Esa barba. Neuman parecía ignorar que al menos desde los 70, los escritores estamos llamados a ser lampiños. Nos procupa menos la calvicie que la presencia de pelos en el mentón –a no ser que tengan forma de barba candado recortada por adminículo eléctrico, lo cual estaba muy lejos de ser el caso. A esa altura, yo no hacía otra cosa que orar por un milagro. No habiéndolo leído, le rezaba al Dios de la Literatura, diciendo: Sé que pido demasiado, Señor, pero haz que además de buena gente y un tipo encantador, Neuman sea un buen escritor.Y entonces lo escuché leer. Leyó un cuento llamado La felicidad que operó como profecía. No sólo era buenísimo, sino que además lo interpretó con gracia. Hablo de la gracia del divertimento pero también de aquella que compete a la elegancia. Cuando leen sus textos, la mayoría de los escritores argentinos que conozco suenan a Riquelme interpretando Rayuela. Neuman, en cambio, sabía lo que hacía. Leía como si evocase el proceso de escritura, y como si aquel acto pretérito y este presente de leer le produjesen (¿se trataba acaso de la clave de su diferencia?), como si todo esto le produjese, digo, placer.Corrí a leerlo. Leí sus libros de cuentos, leí Bariloche, leí Una vez Argentina. Pero hasta El viajero del siglo, nunca encontré una obra que expresase mejor al Neuman que había tenido la fortuna de conocer.El viajero del siglo me impresionó como la perfecta encarnación esa rara avis que es Andrés Neuman. Una novela que hace todo lo que se supone que las novelas de hoy (y en particular las novelas escritas por argentinos) no deben hacer.Es larga, cuando se nos demanda que seamos breves.Ocurre en Europa, durante un tiempo pretérito que no tiene nada de tópico. Ni Guerras Civiles, ni Inquisiciones, ni dictaduras sangrientas. Neuman opta por un momento del siglo XIX que fue puro interregno, cuando el imperio napoleónico se desintegraba y todavía no se había insinuado lo que habría de venir –un momento, en suma, que como nuestro presente era pura posibilidad. Consecuentemente Neuman se pone en la piel de personajes que son de todo menos argentinos. Esto es algo que casi nadie hace aquí en estos días, lo cual conlleva el mensaje tácito de que esto es algo que no debe hacerse. La imaginación de los escritores locales lleva tiempo analizando la perspectiva de presentarse a moratoria, y por eso no hacemos otra cosa que concebir personajes argentinos, contemporáneos y que, si se puede (bendita Gripe A, que caíste como anillo al dedo), no salgan nunca de casa. Pero Neuman, para variar, hace otra cosa. No sólo elige como protagonista a un viajero de profesión, sino que lo hace detenerse en una ciudad que, dado que se llama Wandernburgo y wandern significa, en efecto, andar o bien caminar, es ella misma una ciudad móvil. En la novela de Neuman nada se queda quieto –ni siquiera la tierra.Otra de sus rupturas pasa por los personajes. En el tiempo de las literaturas del yo, donde los personajes son más bien veladas versiones del Autor, al punto que a veces ni siquiera se toman el trabajo de buscarles nombres distintos del propio, Neuman crea personajes robustos y llenos de vida. Y los habita con generosidad shakespiriana, permitiéndose ser todos ellos, sin despreciar ni siquiera a los más reprobables.Del repertorio –una transgresión más, y van…- los que más me gustan son las mujeres. Sophie Gottlieb y Liza Zeit son verdaderamente entrañables.También me complace que Neuman no intente ni por un segundo convencernos de la objetividad de su relato. A la manera de Dickens, bautiza a sus criaturas con total alevosía, definiéndolas ya desde el nombre. Dado que Wandernburgo misma se mueve, resulta lógico que los viajeros se alojen en la posada del señor Zeit, o sea Tiempo: simple coherencia einsteniana. Sophie es la encarnación del amor de Dios, como su apellido deja en claro. Y los dos hombres que se disputan su amor revelan a simple llamada por cuál de ellos debemos apostar. Hans es la roca sobre la que Sophie puede construir una vida, a pesar de que se trata de un intelectual y por ende de un artista del hambre. En cambio Rudi es rico, pero inconsistente.Hans. Rudi.¡Hans! Rudi…Señalaré dos últimas osadías.El viajero del siglo es una novela que habla, y donde se habla, de cosas que para Neuman importan de verdad. Lo cual resulta inusual en una cultura que privilegia las bajas calorías. Puede que Europa como posibilidad, la filosofía y los pros y contras de la traducción no sean temas esenciales para el común de sus lectores. Pero lo que no podemos negarle a Neuman es que ha sido fiel a preocupaciones que encuentra esenciales. Como argentino que vive en Europa, y más precisamente en Granada, desde hace tantos años, Neuman es lo que la novela define como un poeta viajero, esto es un poeta que no está del todo en ninguna parte –como Hans, como la misma Wandernburgo. Por eso mismo, la conversación sobre el alma del migrante que la novela pinta en una tertulia resulta conmovedora. Porque al poner puntos de vista contradictorios en voces variopintas, Neuman revela que no precede desde la complacencia, sino que por el contrario, se cuestiona su circunstancia.Un escritor que se cuestiona. He aquí una expresión que en otros tiempos era natural y últimamente se parece cada vez más al anacronismo.El hecho de que Neuman no se proponga como el reservorio máximo de la sabiduría sino que la busque, y hasta la encuentre en otro, también resulta sorprendente. Neuman no tiene prurito alguno en zanjar esa discusión citando a otro escritor, Chretien de Troyes, que dijo lo siguiente. Los que creen que el lugar donde nacieron es su patria, sufren. Los que creen que cualquier lugar podría ser su patria, sufren menos. Y los que saben que ningún lugar será su patria, esos son invulnerables. Finalmente, El viajero del siglo es una historia de amor. No insistiré aquí en la falta de propiedad que entraña el afecto en los escritores de hoy y sus obras. Sin embargo Neuman insiste con el tema, y deja que Hans y Sophie creen un romance que aunque transcurre entre libros tiene poco de libresco. Un amor que se cuestiona a sí mismo, del mismo modo en que los traductores se cuestionan si su menester es traición o recreación, y que emerge de todas las pruebas lleno de salud, abrazando lo humano con todas sus imperfecciones. (Esta es una novela que deja claro en sus primeras páginas que los peditos pueden ser encantadores.) Como tiene la manía de sentir, a Neuman le consta que el amor es una efusión original, pero que amar al otro significa traducir, recrear para el amado con signos nuevos aquello que nuestro corazón tiene por claro y evidente. Es decir que entiende no sólo que el amor entraña un viaje, sino que además ese viaje es imprescindible para definirnos como personas.Los hombres respetables le temen más a una revolución en la cama que a la anarquía política, dice Sophie. Y ella, como su nombre lo indica, sabe de lo que habla. El viajero del siglo es, por último, una novela que se niega a terminar sin plantearse aquello que todas las novelas deberían plantear. ‘¿De dónde sale la belleza?’, pregunta Sophie en una carta. Y Hans le responde: ‘De la fugacidad y la alegría’. Esta novela pasa fugaz a pesar de su extensión, y se lee tal como fue escrita: con alegría.Como lector, le estoy profundamente agradecido a este escritor que logró el objetivo de parecerse en algo a Goethe: ser como él ‘un lector eterno, hablar un montón de idiomas, conocer todos los países, estudiar todas las épocas’. Hay algo de invulnerable en Andrés Neuman.
2 comentarios
Bien por la disciplina.
ResponderEliminartal vez se pueda aprender algo de esta novela, pero no se si vale la pena, cuando hay tanta buena literatura disfrutable
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