AMAZONAS TRES
noviembre 25, 2009
AVENTURA EN ARARACUARA
Estoy publicando el tercer fragmento de mi novela Amazonas-París. Quien esté interesado en recibir la novela completa puede escribirme a matuagga@hotmail.com
Por la noche, antes de emprender la aventura de Araracuara, tengo dificultades para conciliar el sueño. Leónides ya echó a los últimos borrachos tristes fuera de su apartamento, limpió todo apresuradamente, me dio lora mientras lavaba los vasos, limpiaba la mesa, aspiraba la alfombra y antes de cerrar la puerta de su recámara volvió a advertirme. “No me hago responsable de lo que te pase. Hoy mismo le escribo a tu esposa y me lavo las manos. No sé cómo ha podido Antonia soportar tu irresponsabilidad tantos años”. Yo tampoco lo entiendo. Padezco de una especie de vergüenza crónica por no tener la capacidad para cumplir el papel de padre (la verdad es que paso encerrado en mi estudio, un cuchitril a medio construir, la mayor parte del tiempo, y cuando salgo es a regañadientes) y ello se convierte en motivo de una catilinaria que lleva décadas. Mi esposa, después de una de esas interminables pláticas sobre la misión del padre, el sentido de la vida, el valor de las pequeñas cosas, la vanidad del individualismo y la importancia de la humildad y la falta de ambiciones, accedió a dormir conmigo en el estudio y efectivamente se acomodó en una esquina, más allá del colchón individual sobre una colchoneta, cerca, pero separada de mí, y dijo, buenas noches. Y yo, ¿qué hacer? Suspiré y me dispuse a dormir. Ella intentó por unos instantes hacerlo lejos de mí, luego se volteó —tantos años de costumbre no son fáciles de superar— y me pidió que la abrazara (era nuestra despedida: al día siguiente emprendería un viaje de un mes, un viaje azaroso, a un país en guerra, al borde del cataclismo...) Cuando se entregó a mis brazos y rindió su orgullo a la rutina, le di un gran beso, uno de esos besos que tienen algo de absoluto, de fusión total, con un sentimiento como de pasión desesperada, quizás era un intento de refundir lo que parece del todo roto. Hubo armonía recompuesta, remiendo de todo, la traje sobre mí, me entretuve en su heliconia, entré en ella con el ceñimiento de pocas veces y la deleitosa dificultad —quizás los aplazamientos eternos, las desesperantes elusiones de mi mujer, no sean más que muestras de sabiduría amorosa, que este apresurado que soy, este insaciable, no sabe apreciar: me da su amor y su entrega a cuentagotas y por eso me disfruto en ella con deleite de peregrino perdido en el desierto. Logramos esa noche un instante de conciliación, superamos provisionalmente —todo es provisional en el matrimonio mientras uno de los dos mantenga viva la imaginación— un viejo problema que había nacido después de mi pasado viaje. Todo el año anterior al gran acto y posterior al escape del 98 había sido de reproches y mezquindades económicas —le quité la administración del dinero, lo que es un golpe mortal a su necesidad de orden y a su gusto por el mando. Hoy de regreso de aquel azaroso viaje, hace ya casi un año, Antonia tiene de nuevo las riendas del dinero, lo que la hace pregonar que después cada escapatoria, este bandido que soy se convierte en cordero. ¿Será? Ella gimió y suspiró con libertad y yo supe contener mi euforia gracias al pecado de hace días, a esa liberación de energía previa. Soy como una represa, que tengo que desfogarme si no quiero producir inundaciones irreparables. Me había descargado gracias a uno de esos juegos de solitario, juego absurdo, pero saludable, ya se sabe que semen retentum... ¿Por qué no puedo liberarme de la culpa? Tal vez porque aquello que podría ser gozo compartido, una larga y deliciosa caminata a dos, resultaba mejor sin duda que un hartazgo individual y sin más testigos que una conciencia cristiana y vergonzante. Dice Lawrence que el amor del solitario deja al hombre como un cadáver, y agrega que el amor compartido es enriquecedor. Confieso que estoy de acuerdo: en esos instantes de épica y egoísta sordina no me doy a nadie sino a mí mismo y ello mutila mi amor, es decir, la poca capacidad que tengo de darme. En general soy un amante a la fuerza y me dedico a otros oficios porque mi amada no milita tan arduamente como yo. ¿Disculpa? Mi esposa se empeña en olvidar las ansiedades del cuerpo. Se gasta en mantener un orden absoluto y en practicar unos aeróbicos desaforados que la dejan reducida a escombros.
Nos despedimos en paz y armonía, libres de las ataduras que crea el peso de los deseos insatisfechos. Ella se desbocó como pocas veces, sin angustia alguna y me dijo, antes de despedirnos: pórtate mal, haz lo que quieras. Era un reto, claro, una forma de decirme: atrévete a portarte mal, ya deja de imaginar grandes amores y atrévete a serme infiel. Le respondí: eso haré cuando sea necesario, no cuando tú lo ordenes, doncellita mía, y agregué; Y tú, hija de Dios, no hagas lo que quieras, cuídate, que ya sabes que te amo. Temo que su alegría al dejarme ir, su desasimiento, su solicitud de que yo encuentre otra relación, sirva para que ella a su vez se sienta libre, de modo que yo cargue con la responsabilidad de la ruptura.
Falso. Falsísimo. Estoy inventando tonterías, auto justificaciones, haciendo juegos de palabras, que eso son, palabras. ¿Quién dijo que las palabras significan algo en el amor? Generalmente significan lo contrario a lo que pretenden.
Días después Mariño Riascos, en plena selva de Araracuara, me daría en un aforismo su filosofía del amor: “Cuando una mujer dice no, es que sí. Cuando dice que sí, hay que echarse a correr.”
A las siete de la mañana salimos de la estación de autobuses de Bogotá —muy semejante a la TAPO de México, con la diferencia de que las diversas líneas de transporte colombianas conservan el color de las regiones a las que se dirigen, hay restaurantes con todos los sabores, con todos los acentos y matices del país, un país tan diverso y difícil como quizás no haya otro— rumbo a Villavicencio. Una hora antes de llegar, nos impidió el paso un tronco atravesado sobre la carretera. De la espesura salió un grupo de hombres armados. Yo iba a montar en terror cuando vi la sonrisa sosegada y superior de Mariño Riascos. Tranquilo, hermano, son conocidos, amigos del ELN, guerrilleros decentes que luchan por el futuro de la patria o por lo menos de su propia cuenta bancaria. Eso en Colombia es rutina.
—¡Ayuda para la revolución, caballeros! —preguntó entre sonriente y agresivo un adolescente de anteojos Ray ban, reloj Citizen y uniforme que apestaba como una manada de leones de circo pobre. Portaba a la espalda una ametralladora que parecía estar a punto de desgajarle la columna vertebral. En la mano derecha una pistolita bruñida como de juguete. En torno al autobús se apostaron varios personajes armados, aparentemente más nerviosos que el optimista muchachón. Una mujer con cabellera de yegua silvestre y unos ojos de hembra dura, una musculatura de atleta apasionada, bajo una gorra militar y con traje de fatiga, recorrió con la vista los rostros de los pasajeros en busca de alguien que finalmente no halló.
—Claro que sí —respondió Riascos, sacando un billete de 10.000 de una cartera que parecía un autentico archivo muerto.
Agradecimos el don de la vida, que en ese territorio parece no ser tan frecuente. Seguimos nuestro camino. Llegamos a Villavicencio sin más contratiempos que dos o tres falsos infartos motivados por la afición suicida del conductor. Lo suyo era dar el volantazo una milimicra antes del choque. Jamás he tenido emociones más intensas que las que me proporcionaron los viajes entre las ciudades colombianas. Nunca olvido una travesía entre Tunja y Bogotá. El autobús de Los Libertadores me llevó de regreso a la capital, en una carrera vertiginosa y desbocada que me tuvo al borde del pánico. El chófer parecía un loco furioso, rebasando en curvas, echando carreras contra trailers y contenedores de gasolina, bajando de manera suicida a unos abismos aterrorizantes. Cada vez que daba una vuelta estaba a punto de volcarse. Le pregunté a una monjita por qué los pasajeros iban tan tranquilos si estábamos a cada instante al borde de la muerte, y ella me respondió impasible que aquello era perfectamente natural en Colombia. Le dije que por qué no nos uníamos para protestar y me respondió que no lo hiciera, pues el chófer, que ella conocía por haber hecho el mismo viaje varias veces, se enfurecería y correría aun más. Ni siquiera cuando subí al rócket de Can Cun —que es una cauchera gigante que lanza al incauto hacia el cielo a una velocidad que le ha ocasionado paro cardiaco a más de un turista: antes de subir al roket el incauto debe firmar una especie de testamento, en el que libera a la empresa de toda responsabilidad— tuve una emoción y un terror tan grandes. Leonardo —quise que se llamara Leonardo Da Vinci, pero Antonia se opuso y juró divorcio si me atrevía a ponerle ese nombre a la pobre víctima—, mi hijo menor, subió dos veces al rócket y regresó tan tranquilo como si hubiera dado una vuelta a la cuadra en triciclo. Leonardo tiene cinco años y una terquedad de neurótico obsesivo.
Las monjitas que iban a mi lado en el autobús suicida rezaban su rosario tan sosegadas y quietas como si estuvieran en una sacristía mientras por un lado rozábamos los abismos y por otro las espantosas maquinarias de guerra que eran los otros vehículos, trailers o camiones.
Ya en el aeropuerto de Villavicencio, una vez superado el susto, tomamos un DC3 y volamos sobre el llano. Vi ríos anchísimos y sosegados, inmensas planicies cubiertas de pasto, una soledad increíble, vacas en medio de la llanura, pocos árboles. Incendios limitados apenas por los ríos carcomiendo los pastizales. El humo impedía toda visibilidad. La ironía del piloto fue tranquilizadora.
—He hecho este trayecto tantas veces que podría hacerlo con los ojos vendados. Además antes de chocar con una montaña se nos acabaría el combustible.
Cuando pasamos los incendios, pudimos ver de nuevo el llano y un río tan ancho que en tramos parecía un lago.
—Mira—dijo Riascos poniendo las manos frente a él, como quien apacigua las tierras y las aguas de su territorio--: en ese río Leónides y yo pasábamos las horas de calor, sentados sobre las piedras, con el agua a la cintura y bajo enormes sombreros. Allí leímos al viejo Tolstoi. Sólo así podíamos soportar el tedio del llano, el calor seco que nos permitía cocinar los filetes sobre las piedras y que nos impulsaba a una lujuria desesperada.
Omití cualquier respuesta. La majestad de aquel paisaje original me llamaba. Tenía razón Humboldt: contemplar un horizonte inmenso tiene algo de prodigio, de instante irrepetible. La inconmensurabilidad del espacio se refleja en nuestras almas. Cualquier límite que se ponga a nuestros ojos —un edificio, por ejemplo— es una venda que nos prohíbe ir más allá de nuestra nimia vanidad. El espacio abierto se relaciona con ideas de orden más elevado, ensancha el espíritu del que encuentra su gozo en la paz de la contemplación solitaria. Toda guerra, toda ansia de conquista nace del odio a los espacios cerrados.
Quise filosofar con Mariño. Levantó las cejas con larga persistencia y paciente actitud. De la filosofía, como del amor, sólo queda el veneno, dijo, y se dedicó a lanzar cacahuates en la boca golpeando con el canto de una mano su otra muñeca a modo de catapulta.
El vuelo sobre la selva fue breve y apasionante. Tanto vieron mis ojos que hoy no queda nada en mi memoria y al intentar recuperar fragmentos sólo vienen a mí palabras vulgares e imágenes planas. Dos horas después del despegue aterrizamos sobre una pista muy brillante, que parecía de acero.
Esta pista, dice Mariño, la tallaron los reclusos a puro cincel, miles y miles de reclusos dándole al cincel bajo un sol del infierno.
Araracuara fue durante muchos años —agregó— una colonia penitenciaria. Era imposible salir de aquí. Mira —dijo tomándome del brazo y llevándome hacia el borde de la pista, en el que se despeñaba un acantilado vertiginoso—: al otro lado está la selva invulnerable: un hombre que no esté bien equipado no puede sobrevivir allí más allá de medio día: serpientes, pantanos, fieras salvajes, nubes de mosquitos implacables, tábanos, garrapatas, niguas, todo lo que se pueda imaginar en el infierno para lastimar al hombre se halla en cada metro cuadrado de selva.
Y aquí —dijo lanzando una piedra al vacío— un cañón de 120 metros de caída libre, y al fondo las aguas turbulentas del Caquetá azotándose contra las rocas por kilómetros y kilómetros. Cuando un recluso de los tiempos de la colonia penitenciaria se rebelaba, lo amarraban de pies y manos, lo ponían al borde del cañón y le daban una patada en el culo.
Recorrimos la pista del aeropuerto de Araracuara, enteramente de piedra, y vimos tallados a cincel los nombres de los reclusos que quisieron dejar memoria de su miseria. Mira, dijo Mariño, el Caquetá, antes de meterse como una serpiente por un hueco, al Cañón del Desbarrancadero, tiene tres kilómetros de ancho y aquí se estrangula. En esos estrechos basta estar cinco segundos en el agua para ganarse la muerte segura.
Le pregunté que cuál sería nuestra ruta. Dijo que bajaríamos por un camino de cabras al río y allí embarcaríamos en La Vaca Loca, una lancha techada que había hecho el trayecto mil veces sin naufragar. Le dije que yo no iba a hacer eso, que estaba loco. Respondió: Bueno, doctor, entonces te quedas en el Hollyday Inn de Araracuara. Señaló una especie de casa de concentración con cien ventanas rotas, un elegante porche con columnas labradas, dos ancianas secreteándose al tiempo que nos miraban y una manada de perros asediando a una cuzca flaca. Pero una cosa te advierto, aquí los desconocidos no duran más de 24 horas.
Miré el pueblo que se extendía al otro lado de la pista de aterrizaje. Formaba una especie de despojo acuclillado sobre el fondo de un paisaje como no podría imaginar otro en el mundo. Una fila de casas de madera desvencijadas, hamacas tendidas de poste a poste, gran cantidad de mujeres desvergonzadas, sudorosas y harapientas, que no podían ser más que las últimas putas de los límites de la civilización, hombres blancos apoyados en puertas de cantinas mirándome con intenciones oblicuas: hebillas brillantes, sombreros y pistolones al cinto; muchos indígenas semidesnudos, borrachos, algunos simplemente durmiendo la mona bajo el sol en plena calle. En un destello de memoria comparé las descripciones que hizo Cristóbal Colón de los primeros hombres que vio en la isla de Guaraní con las descripciones que hizo Humboldt varios siglos después. Cantaba el descubridor los más hermosos y bien proporcionados cuerpos, mientras el botánico insistía en comparar a los otomacos con los más espantosos monos que se puedan hallar. Y, en ese pueblo perdido de Araracuara, ante mí, estaban los despojos de las razas amazónicas, entre dogos flacos rodeados por aureolas de moscas verdeazules, moscas de mierda, dijo Mariño, bandadas de monos asediando a los pobladores con sus gestos humanos y sus burlas de borrachos.
Yo aquí no me quedo, le dije a Mariño. Una decisión bastante prudente, doctor: aquí basta respirar para contraer una sífilis o una puñalada. El próximo DC3 llega dentro de una semana. En el momento en que yo te dé la espalda, tendrás cinco brazos amistosos sobre tus hombros, serás llevado casi a rastras a un juego de dados, beberás un guarapo del demonio y sin que sepas cómo ni cuándo tus nuevos amigos tirarán tu cuerpo encima de los desdichados que ves ahí sobre el barro. Si tienes suerte y eres simpático, estarás vivo, y si no, te harán una autopsia prematura y serás alimento para los gallinazos.
Bajamos por un camino que sale directamente del pueblo de Araracuara, bajando tras una cantina que tiene el augural nombre de El último hueco. Transportamos las cosas con ayuda de dos mulas, que avanzaban como señoritas de tacón alto por un estrecho sendero de tres cuartas de ancho, llegamos a las orillas del Caquetá y seguimos una trocha al lado del río. Tras casi ocho horas de avance al borde del abismo de aguas turbulentas, en una zona en que la corriente se sosiega —agua tan clara y hermosa que no pude resistir la tentación de meter medio cuerpo a ella, aferrándome a la roca, y recordar con atroz espanto la oportunidad en que se me ocurrió lanzarme a las aguas del Coatzacoalcos, el río más contaminado del mundo— abordamos La Vaca Loca, una especie de cajón grande y puntiagudo con dos motores fuera de borda y una lona grasienta a manera de techo.
Mariño maneja la barca —hay que llamarla de alguna forma— como si fuera de su propiedad. Había tomado posesión de ella tras ceder unos cuantos billetes a un hombre impresionantemente inexpresivo. Casi dos horas pasó Riascos amarrando bultos, maletas, bidones de combustible, lo que, aunque de alguna manera entendí, dejé pasar, entregado como estaba a la emoción del principiante. Al principio usamos uno solo de los motores. El río comenzó a llevarnos maternalmente, hasta que nos instaló en el centro de un flujo veloz y aparentemente seguro, lejos de los laberintos de piedra que nos rodeaban y que en ocasiones se estrechaban tanto en la cima que parecían tornar el día noche. Busqué, bucólico y erudito, sin duda absurdo, un subrayado en mi libro de Humboldt y leí: La exhuberancia de la vegetación aumentaba en un grado inimaginable, incluso para el que está familiarizado con el espectáculo de la selva tropical. No hay ya campo raso: una empalizada de árboles de espeso follaje constituye la orilla. Se extiende delante del viajero un canal de 390 metros de anchura, enmarcado por dos enormes muros de hojas y bejucos. Intentamos desembarcar repetidas veces, pero no hubo modo de poder hacerlo.
Si será menso, doctor, estar leyendo mentiras mientras tiene la verdad al frente, dijo Mariño. Ya le dije que la filosofía sólo sirve para enbolatar las cosas. Pasamos cerca de la desembocadura del Río Yarí, cuyas aguas, de color absolutamente negro, tiñeron el Caquetá durante varios kilómetros. Dice Humboldt que las aguas negras de los ríos del Amazonas son la más grande paradoja, pues en contra de la sórdida apariencia que ostentan a la distancia, son de una rara pureza, de una diafanidad y transparencia, así como de una nitidez extraordinaria, que les permite reflejar los colores y los contornos de los objetos circundantes. Esta afirmación de Humboldt pude verificarla: a lo lejos, cuando ya nos estábamos despidiendo de la desembocadura del Yarí, tuve una visión solo imaginable en el paraíso: el río negro había desaparecido, y ahora duplicaba el cielo, con sus nubes de un blanco destellante nimbado por el metal del sol, fluyendo entre la selva hasta ser tragado por el Caquetá. Ya no había un cielo sino dos: uno arriba y otro abajo.
Viajamos dos días sin detenernos, comiendo carne seca, tomando aguardiente y bajo un sol sin clemencia. Súbitamente La Vaca Loca comenzó a adquirir velocidad. Mariño prendió el motor auxiliar con premura. El río bajaba por una pendiente cada vez más pronunciada y yo no tenía palabras para protestar, simplemente vivía el instante con deleite y terror. Supongo que mi espanto se originaba en la idea de que por mi deseo de aventura mi pobre cuerpo y todo lo que yo era, podían desaparecer en la selva y que la cuitada de Antonia quedaría sola y que por consiguiente mis hijos —tengo tres, ¿ya lo dije?, que luchan a brazo partido contra la natural rutina de los estudiantes y de la familia (el mayor está enamorado de una linda vanidosa y no tiene cabeza sino para buscar el momento de encerrarse con ella a poner en peligro su futuro; el segundo ve televisión día y noche, es erudito en todos los juegos de video y come con desesperación; el tercero es un ángel del Señor: disciplinado, honesto, buen hijo y amoroso, es el delirio de Antonia y su paño de lágrimas en toda ocasión. Se llama Leonardo y tiene sus defectos, creo que ya lo presenté)— no tendrían un padre. Dinero para sobrevivir no les faltaría, pero eso era lo de menos. Antonia había contratado media docena de seguros: “Te morirás un día en medio de tus locuras, pero no nos vas a dejar en la calle, atarantado”. Cada vez que yo le anunciaba un viaje a mi esposa ella me decía: "Ya quiero que te sosiegues. No quiero ser rica ni quiero que seas un científico famoso, no quiero que andes de viaje en viaje, tentando a la fortuna, lo que quiero es que lleguemos a viejos juntos y tranquilos en la casa que estamos construyendo".
(Un paréntesis para la casa: ya tenemos una planta y media construida, pero ahora se me ocurrió que mi estudio debe estar en la tercera planta, tener amplios ventanales desde donde se vea gran parte de la ciudad de Querétaro, un inmenso horizonte de palomas y cielo de cristal celeste. En lugar de techo pondré un gran vidrio, para mirar las estrellas mientras escribo mis artículos y al lado del estudio habrá un balcón desde el que seré soberano de las alturas... pero, para terminar la casa me falta por lo menos un modesto golpe de suerte. Es cierto que no es más feliz el que más tiene sino el que menos desea, pero también es cierto que al que madruga Dios lo ayuda, y yo llevo madrugando varios años.)
Regreso al río Caquetá.
Cuando la pendiente del río se hizo tan pronunciada y la cabalgata tan hosca que nuestros cuerpos para sostenerse en La Vaca Loca debían pegarse al piso, a las bancas, a los rebordes, con uñas, dientes y cuerdas, supe que el desenlace estaba cercano.
—Se me había olvidado preguntarte: ¿sabes nadar?
Ni siquiera le respondí porque en ese instante La Vaca Loca llegó literalmente al vértice del río, quedó suspendida en el aire durante un eterno segundo de caricatura, que hoy puedo entender como producto de la inercia, y luego comenzó a desplomarse en el vacío, en picada hacia un enorme pozo que alcancé a determinar con precisión de moribundo. Mi sangre fría, mi locura, que me había impulsado a emprender tantas barbaridades —como atravesar a nado y de noche el Lago Calima en el Valle del Cauca o dar un rodeo completo nadando en torno a la Piedra de Cortés en Villa Rica de la Vera Cruz (pero eso fue cuando mi soltería estaba floreciendo en el medio del camino de mi vida)— me dijo que no iba a morir y ello terminó por darme un sentimiento de poderío, de invulnerabilidad casi divina.
Gracias a esa tranquilidad, que mi mujer llama estupidez, o atarantería, en lugar de aferrarme a La Vaca Loca, lo que hice fue saltar lejos, lo más lejos posible, para que la lancha no me golpeara al caer. Y luego meditando el asunto recordé que no es que yo hubiera saltado por mi voluntad y decisión, sino que vi que Mariño Riascos saltaba y que al hacerlo me gritaba, ahora sí espantado, que hiciera lo mismo. No recuerdo en qué instante me quité los anteojos ni cómo sobrevivieron al golpe, el caso es que hoy, después de todo lo que tuve que pasar, todavía cabalgan mi nariz mientras escribo estas líneas y Juanita mira por encima de mi hombro.
Me vi de pronto bajo el agua, en un mundo de burbujas y tuve el sosiego suficiente para ecualizar, pues mi cuerpo, en lugar de salir a flote, había sido llevado a la profundidad por la caída de agua y la fuerza de la cascada. Me apreté la nariz con los dedos y soplé con prudencia —la fortuna, el azar o el trazado del mapa de mi vida, me habían llevado a mi primera excursión submarina meses antes, y por ello tenía nociones de inmersión en aguas profundas—. Luego miré a mi alrededor y vi que La Vaca Loca, tras llegar a lo que podría ser el fondo, había comenzado a ascender, ya volcada. Pensé que lo conveniente sería dirigirme a ella bajo el agua y aferrarme a sus maderos, pero luego me dije que era preferible confiar en mis propias fuerzas y salir lo más pronto posible a la superficie. Tanta sangre fría y meditación estuvieron a punto de hacer que mis pulmones reventaran. Razón tiene Antonia: el hecho de querer ser siempre espectador de mí mismo algún día puede hundirme. Tal vez estoy mintiendo y quiero convertir en osadía lo que era elemental terror.
Como en un espejeo de conciencia, mientras ascendía hacia la superficie recordé el que quizá sea el mejor cuento de Ambrose Bierce, "Un suceso sobre el río Owl", en el que un hombre vive toda una vida entre el instante en que siente el ceñir de la cuerda que lo está ahorcando y el momento de su muerte.
2 comentarios
Querido MT:
ResponderEliminarEn este capítulo sigues ganado intensidad en la narración y uno se siente impactado por las descripciones y a la vez agradecido por ellas, esos ríos, ese pueblito, esos "patriotas" del ELN, muy bien adémás en mi humilde opinión las digresiones que haces llevándonos a la vida doméstica, al estudio del narrador, eso hace contrapeso.
"Toda guerra, toda ansia de conquista nace del odio a los espacios cerrados".
" De la filosofía, como del amor, sólo queda el veneno", estoy de acuerdo.
En realidad en este fragmento tu lenguaje es mucho más creativo, como siempre. Gracias.
Félix Luis Viera
Gracias a ti, Felix, que sacas tiempo para leer y comentar...Seguiré publicando fragmentos. Escríbeme y cuentame coómo van tus cosas
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