SIGUE AMAZONAS-PARÍS
diciembre 01, 2009
EL NAUFRAGIO E HISTORIA DE AMOR CON UNA INDIGENA YAGUA
CAPÍTULO TRES
Este que leerán, si les acomoda, es un nuevo capítulo completo de mi novela ambientada en el Amazonas: incluye dos partes: la novela en sí, y una crónica real de un viaje de MT al Amazonas. Así esta constituida la obra: novela y crónica, alternadamente. Sé de por lo menos un lector que la está siguiendo, Félix Luis Viera, novelista cubano... Los demás lectores se agradecen. Para quienes estan iniciando la lectura aquí, les comento que ya he publicado varios capítulos más abajo.
Ya en la superficie y lo suficientemente lejos del torrente como para poder respirar tranquilo, vi a Mariño Riascos que me hacía señales con los brazos apuntando hacia la un punto de la orilla. Se estaba riendo el perverso. La Vaca Loca bailaba en un remolino boca abajo. Riascos no dejó de reírse hasta que estuvimos en tierra. Me abrazó casi con afecto y me dijo:
—Pasaste la segunda prueba, la prueba práctica, doctor, recibe el respeto de un hombre que ha vivido sin rasguño la misma situación tres veces y siempre la ha dado gracias a Dios, a pesar de pregonarse ateo.
—¿Qué quieres decir, Riascos? ¿Que esto sucede frecuentemente?
—No, hombre, sólo una de cada veinte veces. La topografía de este territorio cambia todos los años. Un invierno demasiado violento o un terremoto puede transformar un chorro inofensivo en una cascada de postal.
—Pero me dijo que La Vaca Loca nunca se había volcado.
—Lo que dije fue que nunca había naufragado. Mira a la cien veces heroica Vaca Loca, enterita como su madre la parió. No perdió ni una tabla y las propelas siguen girando. Ahora nada más necesitamos la ayuda de unos cuantos pelafustanes para voltearla, sacarla a tierra, rescatar lo rescatable, que se sequen los motores y adelante. ¡Avanti, fachisti! —. Eso dijo: ¡Avanti, facisti!, apuntando al cielo con sus manos como un flechero divino.
Y esto sucedió. Riascos se dedicó a golpear con un palo una raíz de ceiba que parecía estar hueca. (Escribe el padre José Gumilla sobre el maguare, un instrumento basado en el mismo principio y hecho con la misma madera: Dichas cajas, cuyo sonido formidable, fomentador del eco con que responden los cerros y los bosques se percibe a cuatro leguas de distancia, siendo los de más alcance los de los caberres. Cito de memoria. No sé dónde puse el libro.)
Antes del anochecer apareció un grupo de indios. Parecían micos alborotados, subiéndose y bajándose de los árboles, mirándonos de manera oblicua, burlándose, desternillándose de risa. Señalaban nuestra embarcación y abrían grandes ojos, la medían por cuartas y jemes imaginarios a la distancia, inclinaban las cabezas, discurrían formando conciliábulos tan solemnes que uno se imaginaba a los sabios de la Academia de Atenas en algún trance de alta filosofía.
La negociación de Riascos con ellos fue larga y chistosa. Aunque Mariño no hablaba del todo su lengua, suponía que eran yaguas (dijo después) y sabía hacerse entender. Comprendí —poco brillantemente, sin duda— que les ofrecía algunos artículos que estaban en la lancha —sólo entonces supe por qué Riascos había insistido en cargar con tantos cherebeques y en amarrarlos tan ceñidamente— a cambio de que nos echaran una mano.
Los indígenas accedieron a ayudarnos a voltear y sacar a tierra a La Vaca Loca. Luego se fueron, dejándonos aturdidos por el loco parloteo.
—Bueno, doctor, ahora tenemos que esperar un par de días para que se sequen los motores y podamos seguir nuestra marcha.
Le dije que el río, a partir de la cascada, parecía lo suficientemente calmado como para que nos dejáramos arrastrar por la corriente.
—Lo mismo pensaron un montón de dizque exploradores de muchas nacionalidades y ahora están nadando en el vientre la las pirañas. El asunto es sencillo: los motores deben estar listos cuando el río comience a alborotarse. Si no, simplemente la corriente de los chorros nos hará añicos contra las rocas.
Los chorros son los rápidos, deduje, de nuevo brillantemente.
Descansamos pues a la orilla. Poco puedo recordar de ese par de días: un sopor de muerte, lluvias torrenciales que aparecían y desaparecían como por encanto dejando el mundo lavado y el sol resplandeciente, una cantidad de ruidos, sonidos, aullidos, rugidos, que me mantenían en un solo temblor que mi alma paranoica comenzó a llamar parkinson, nubes de mosquitos, zancudos, jejenes, hacían fila para atacarnos mañana, tarde y noche. Yo los imaginaba formando interminables batallones que cumplían con un horario estricto de hostigamiento. (¿Piensas que tus artículos mentirosos son más importantes que la familia? ¿No crees que algo le puede pasar a nuestros hijos mientras andas papaloteando? ¿Dónde estabas cuando Federico —el mayor, a quien quise ponerle Federico El Grande— se fracturó la rodilla? Crees que tienes protección divina para andar como un maniático tentando la suerte? ¿Recuerdas cuando Enrique — nuestro amado, peludísimo, inolvidable gran danés— murió envenenado en mis brazos? Te llamé a la oficina y qué me dijiste? “Dale mucha leche y espera. Ten calma, hija, es la ley de la vida”. Te quedaste en la oficina revolcando tus fantasías y tus aventuras de pacotilla mientras toda la familia asistía a la tragedia. Antonia tiene razón. Ese es su mayor defecto: tener siempre la razón. Cuando regresé a casa Enrique estaba tieso. Salí a media noche con una pala y lo enterré en un lote baldío. Los muchachos en torno mío llorando, Antonia sumida en una histeria que le duró varios días. Una semana más tarde escapé de la casa dispuesto a separarme de la loca. Regresé contrito, hicimos el amor y la vida siguió su curso.)
Confusamente recuerdo que mientras esperábamos que se secara La Vaca Loca Mariño me contó una historia que llamó El poder de las gorditas mientras preparaba una sopa de babillas. Me excuso de explicar lo que son babillas, pues no es mi intención hacer un tratado científico. La verdad es que, después de diez años de corregir listas de nombres de plantas en latín, ya la edición científica me parece uno de los peores tormentos a los que se puede condenar a un soñador de intimidades como yo. Las babillas eran babillas y no me interesaba su nombre científico. El caso es que se anunciaban como un manjar de viajeros atribulados, que eso éramos.
Y dice así el famoso cuento de Mariño Riascos: "Resulta que en la casa donde vivíamos en el Tolima, mi madre contrató a una gordita, linda —aquí el cartógrafo prolongó la "i" lo suficiente para que yo entendiera el tamaño de su admiración—. Era como una porcelana de Holanda. No medía más de un metro cincuenta y tenía un rostro tan delicado y suave, que me pasaba las horas acariciándolo, mientras le musitaba al oído muñeca, muñeca, eres mi muñeca, aunque a decir verdad en esos días ni siquiera sabía pronunciar la "ñ" y la sustituía por "ni", de modo que terminaba diciendo munieca, munieca, eres mi munieca. Yo por entonces tenía nueve años y no medía sino un metro o un metro diez. La gordita me parecía un monumento. Además la maldecida me amaba. Era brillante como un lechoncito aceitado, rolliza, preciosa, muy blanca, y de una arrechera bárbara. Esa gordita se pisaba a todos los peones de la finca y todavía tenía ánimo para ir al pueblo a buscar su doble ración. A mí me quería mucho y me pegaba unos abrazos que me dejaban en el cielo. Ella fue la que me enseñó todo. A los diez años yo ya era un doctor de la ciencia del amor húmedo gracias a mi gordita. Lo único deplorable es que yo todavía no estaba para esos sofocos y no pude disfrutar de mi muñeca. Desde entonces me gustan las mujeres así, gorditas, cariñosas y arrechas."
Cuando Riascos terminó su historia la sopa ya estaba lista. Nos sentamos a tomarla bajo un techo de palmas y yo sentí que de alguna forma por primera vez estaba vivo. Saqué de mi equipaje el libro de Humboldt que encontré envuelto en diez pliegues de plástico y busqué un párrafo que había subrayado meses antes, sin saber que la providencia —sea Dios o la naturaleza, no puede negárseles tal calificativo: los dos proveen y el hombre no tiene otro destino que abrir las manos— me colocaría justamente en medio de un paisaje que ya había habitado en la imaginación y leído en libros. Apreté el volumen contra mi corazón y volví a envolverlo sin leer una línea. Era mi amuleto. Mi guía para extraviados. Miré a mi alrededor. Yo estaba en el centro mismo de la pintura original de la creación: los colores latían de frescura. La naturaleza era un templo de la que no estaban ausentes una materia, un color, un matiz: el universo alcanzaba allí su punto más alto de organización y belleza. Todo aquel espectáculo estaba montado para mí, y además, era gratuito. Es justo decir que yo no creía merecerlo y que la idea de Dios comenzaba a rondarme.
—¿Qué edad tienes?, le pregunté a Mariño Riascos.
Dijo que sesenta y quiso contar su segunda historia, que llamó Las hermanas de Boyacá. Antes que se despeñara hacia una nueva hazaña de sátiro otoñal yo decidí entonar mi lira.
—Disculpa, Mariño —ya el tuteo era inevitable— déjame que yo te cuente una historia. Yo también tengo algo que contar. Es la historia de Lorena,
III. Historia de amor yagua
Por la mañana regresamos a desayunar a Puerto Nariño. Hicimos algunas compras. Yo adquirí unos pants y unas camisetas, así como una mochila impermeable. Toda mi ropa está húmeda, sudada, maloliente: la humedad, el calor y la lluvia son interminables en el Amazonas. Regresamos a la lancha y volvemos a remontar el río Loretayaku con rumbo a Santarem, pequeña comunidad tikuna. Cerca de la orilla del Loretoyaku vimos a una tikuma semidesnuda sobre una especie de muelle precario, formado por tablas amarradas a gruesos troncos de balso. Estaba lavando la ropa y los platos sobre sus piernas bruñidas, al tiempo que ella misma se bañaba. ¿Podrá haber forma más placentera de lavar platos y ropa, que hacerlo así, en medio del paisaje, con todo un río de agua limpia, totalmente integrada la criatura, bajo la sombra de un yarumo, bellísima, sonriente, tímida, bella, medio atrevida y medio temerosa. ¡Ahí está, ahí está!, grita eufórico Chirri, a quien ya le he contado mi novela del Amazonas. Ahí está la india de tu novela.
Los huitotos mezclan semillas de guarumo con hojas de coca seca y los maceran hasta tener un polvo homogéneo. Con él hacen bolas que mastican continuamente. A eso llaman mambear. El mambeo los llena de energía, es tranquilizante y su efecto inhibe el hambre. Cuando pasa el efecto tienen que comer en abundancia para recuperarse. Lo mismo sucede con los hongos alucinógenos, que consumí guiado por Adolfo Montañovivas, el frenáptero, en los pastizales que rodeaban a Cali, hace ya casi treinta años. La coca es como una batería. Chirri opina que la legalización de la coca acabaría con el problema del narcotráfico. Pero eso no conviene a los negociantes, a los paramilitares, a los guerrilleros, incluso al gobierno, que se ve beneficiado por la entrada de toneladas de dólares que activan la economía del país. El pago que Colombia debe abonar para que unos cuantos magnates barrigones tengan sus jets privados, sus mansiones con fontanería de oro, jardines versallescos y estatuas griegas y zoológicos con animales exóticos, sus fiestas con las luminarias de la farándula, sus orgías perpetuas con las reinas de belleza, el pago que Colombia debe abonar por tanto lujo ajeno es acostumbrarse a vivir ahogada en sangre hasta el cuello y la banalización de todo lo que no sea lujo, sexo, excesos, la pérdida de valores.
Vamos por el río Yavarí. Llegamos a una comunidad de yaguas. Durante el trayecto Chirri me contó un recuerdo de sus viajes por la zona: Había una chica a la orilla de este mismo río. Me miraba muy fijamente, con una especie de energía especial. Buscamos la oportunidad para encontrarnos. Ella estaba con su mamá y familia, de modo que era difícil encontrar el momento y el lugar adecuado. Utilicé un pretexto para ir a la selva sin que nadie me siguiera. Le dije a ella hacia dónde me dirigía. Y efectivamente ella me siguió. Comencé a admirar la belleza de su piel, sus ojos grandes y brillantes, el cabello muy liso y destellante, pesado. Apenas se cubría con un vestido de tela muy tenue. Empezamos a sonreír y poco a poco nos fuimos aproximando. Cuando empecé a sentir su respiración muy cerca, me emocioné. Nos besamos y el beso dio inicio a un juego de intercambios, nos abrazamos y fuimos conociendo nuestros cuerpos. Yo sentía la suavidad y tersura de su piel, distinta a todas cuantas haya sentido. Al rayo de sol su piel se veía de color oro quemado. Olía a canela. Ese fue el primer encuentro y apenas estábamos tomando confianza. Fue necesario esperar otro día. Fue tan emocionante como la primera vez. Nos quedamos de encontrar otra noche en la selva. Como yo estaba con un mundo de turistas y era responsable de ellos, debía robar tiempo a mi sueño. La noche anterior no dormí pensando en ella. La siguiente tampoco dormiría pero por otra razón más… Chirri vacila un momento, sonríe, suspira y encuentra la palabra. Poética. Toda la noche anterior sentí su respiración. En la primera ocasión nos dedicamos a olernos. Lo que es rápido y fugaz para nosotros, los indígenas quisieran hacerlo eterno. Ellos tienen todo el tiempo del mundo a su disposición. Además disfrutan de una especie de irresponsabilidad que les hace olvidar todo lo que no sea presente… presente perfecto. Ella sabía que yo no regresaría por esa ruta sino años después o quizás nunca y yo sabía que su vida en la selva estaría sujeta a muchos azares. Un mes más tarde podría haberse ido a vivir en otra comunidad, estar casada. En el segundo encuentro con la mujer me tomé mi tiempo para volver a olerla y dejarme oler. Aquello era muy lindo porque estábamos en un lago donde la vegetación se reflejaba en el agua. Y nos alejamos en una canoa. Hablábamos en portugués. Remamos por el lago y fuimos a un lugar especial escogido por la yagüita, que iba en la proa remando. La escena parecía la primera de la existencia humana y yo me sentía el privilegiado del mundo. Ese instante no lo cambiaría por nada. Entramos a la selva. Caminamos hacia un lugar alto porque el lago había crecido e inundaba mucho territorio. Llegamos al lugar perfecto. Comenzamos con caricias y besos. La fui apreciando, tenía una belleza muy particular, un cuerpo sobrehumano, de criatura acostumbrada al ejercicio constante, a correr por la selva, a trepar árboles. Ella disfrutaba de cada instante. Respiraba profundo, profundo, profundo, se emocionaba muchísimo. Me apretó de forma increíble, tan fuerte y tan intensamente que casi comencé a sentir terror. Me pasaron por la mente historias que había escuchado sobre las hembras indígenas que llegan a poseer a los hombres para siempre. Los convierten en perros fieles, en servidores, en esclavos. Pasó el arrebato. Volvimos a ser dos. Nos despedimos. Yo regresé a Leticia y ella quedó en su tierra. La yagüita quería que yo regresara, pero fue imposible hasta muchos años después.
Chirri hace una pausa, suspira a fondo. Es como si en el suspiro se le fuera desvaneciendo lo que le quedaba de vida.
Cuando pude regresar todo había cambiado. Tardé demasiado en volver. Perdí mi paraíso, disculpa la cursilería, dice Chirri con una expresión de nostalgia mezclada con lo que yo llamaría una bondad metafísica: el respeto profundo por todo lo que existe. Yo por esos placeres tan intensos me vuelvo yagua. Pero perdí mi oportunidad. Ahora solamente soy un guía y ando como loco Amazonas arriba Amazonas abajo, buscando una como ella, porque ella ya no es ella y sería ocioso tratar de explicarlo, o reducir la historia a ciertos hechos no lamentables pero sí tristes. La vida es así. Nada en el mundo exterior me ha proporcionado un sentimiento tan inmenso de plenitud como esa mujer.
Chirri ahueca las palmas de las manos, las hace chocar frente a la boca entreabierta. Produce un sonido grave que se escucha a larga distancia. Es el llamado del Chirri, conocido en toda la Amazonia colombiana. Tal vez la yagua lo esté escuchando.
2 comentarios
MT, leído este capítulo, estoy a punto de decir que estos fragmentos son los de más fuerza narrativa de lo que he leído tuyo (casi todo) y esas digresiones tan bien hechas, quisiera yo saber hacerlo. ¿Has leído Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier? Por ahí va pero con otro estilo, otra voz, claro.
ResponderEliminarOye, yo le auguro un buen destino a tu Amazonia. Dale.
Te escribo a tu c.e. y te mando el capítulo con mis humildes observaciones.
Un abrazo:
Félix Luis Viera
Felix
ResponderEliminarMe entusiasma mucho tu lectura y estaré pendiente de tu correo electronico. Pronto subire un cuarto capitulo. Pienso que la novela va agarrando cada vez mas fuerza. Sobre esa misma historia he escrito por lo menos siete variantes y ya llevo publicadas dos. Espero ir a presentar un libro a la Feria de Mineria y verte.