EL ESCRITOR DEL POSTBOOM
febrero 15, 2010Ofrezco un cuento de El imperio de las mujeres. Cuentos EN LUGAR de hacer el amor (publicado recientemente en Educación y Cultura, México).
Y ahora que estoy de nuevo en la azotea de mi casa en Johns Hopkins mirando el cielo, recuerdo a La de Castos Ojos y me siento triste, como una vaca en un desierto. Prefiero evocar los tres alegres lunares como tres estrellas en el rostro de Cleides. Uno extraordinariamente bien situado, justo en la punta de la nariz, otro en la mejilla derecha, y el tercero bajo el ojo colateral, formando un perfecto triángulo equilátero, como las estrellas que veo desde la azotea de mi casa en Johns Hopkins. Yo había llegado una semana antes a la ciudad de Buenos Aires. En el aeropuerto de Eseiza me recibieron dos mujeres. Ese era mi destino en Buenos Aires, las mujeres. Muchas mujeres. En realidad ese ha sido mi destino toda la vida y en todas partes, soy un privilegiado, lo digo de antemano para evitar juicios a priori, soy un macho intelectual latinoamericano en las fauces del imperio de las mujeres. Así como suena y sin rubores. Tuve amores abundantes y en general desoladores con chicas de tatuajes y drogas, con darketas y punketas, con nenas de club social y Mustang, y fui el amante secreto de una de mis alumnas en Johns Hopkins, pero no me atreví a seguir con el amorío por simple estrategia académica. Soy alto y guapito, rayando en atlético, boliviano, además, doctor en Berkeley y he aparecido en la portada de Newsweek. Dije que en Buenos Aires me recibieron dos mujeres. Tuve que salir del aeropuerto con mis maletas, mis perfumes y mis trajes Versace, y me puse a otear el horizonte: debía recibirme una persona de la editorial (de paso les comento: por fin logré colarme a La Editorial, después de andar en pequeñas compañías: toda una vida de miserias, de porcas miserias, en busca del éxito: ¿qué otra cosa quiere un escritor, sino éxito, dinero también, y of course, satisfacer la vanidad. Eso esperan los escritores, incluso aquéllos que como Borges o Sábato hacen de la humildad su palabra fetiche. Viajar por todo el mundo de gorra, decir tonterías sublimes en las entrevistas, estadías en hoteles de cinco estrellas y comilonas pantagruélicas, multitudes exclamando ¡Hossana, hossana, en nombre del señor! A la espera en el aeropuerto de Eseiza también debía estar una vieja amante, digo “vieja amante” no porque fuera de edad provecta, sino porque pertenece a mi pasado, fue compañera en Berkeley y antes de que se convirtiera en feminista recalcitrante y secreta lesbiana era entusiasta del amor libre y heterosexual. Yo fui uno de sus conejillos de indias. Con ella visité todos los extremos, sin excluir los cueros negros, las cadenas, las máscaras y, debo decirlo con vergüenza, las películas atroces. En realidad la compañera de Berkeley hoy es una mujer de casi cuarenta años, auténtica atleta y vegetariana intolerante. Se llama Lucía de Moore, y dejó de fumar, lo que le acarreó inicialmente una gordura epatant. La sorpresa de este año fue verla llegar casi esbelta, con sus poderosas nalgas y sus pechos de diosa madre, en su vehículo diminuto, urguíendome para que metiera las maletas aprisa pues los bichos de tránsito ya estaban incordiando. Momento en el cual vi también a una criatura de ojos pasmosos y casi juraría castos, enfundadas sus piernas en unos jeans de marca, y su busto en una blusa de botones cómplices, que me decía usted debe ser el escritor boliviano autor de La histeria del amor. Vime pues en un jardín con dos senderos: Lucía de Moore, su hercúleo porte, blanca y saludable, afectuosa y sin embargo brusca, como toda mujer que ha decidido vivir sola el resto de su vida y tener todos los amantes —jóvenes, pues las mujeres que se liberan después de los cuarenta se convierten en viejas verdes— que se le dé la gana. Lucía de Moore por un lado, y Patricia Moreno por el otro. La segunda me mostró sus credenciales: Directora de Relaciones Públicas de La Editorial. Había pues dos autos a mi disposición (el de La Editorial era un Mercedes que había tenido mejores acometimientos y más dignos inquilinos, pero todavía imponía su nobleza; el de la Moore, resultaba ser una pirruña de auto que hacía pensar en un perro cabalgado por una pulga.) Tuve que buscar la forma de conciliar: le pedí a Patricia Moreno que nos siguiera en su vehículo (si hubiera optado por el Mercedes, Lucía me habría sometido a su desprecio feminista: no hay nada que deteste tanto una mujer madura y hembrista como una mujer joven y de aspecto desamparado). Le dije a Lucía que condujera rumbo a su apartamento (donde yo iba a pernoctar) y que lo hiciera lentamente, para que Patricia no se perdiera en el tráfico, y es que en mi interés estaba hablar con la Directora de Relaciones, quien debía entregarme la agenda de prensa y los quinientos dólares que serían mis viáticos durante la semana en Buenos Aires (debo aceptar que es poco dinero para un escritor de mi envergadura y para una empresa de las dimensiones de La Editorial, particularmente cuando vamos a presentar una obra literaria de mi autoría.) En el aeropuerto de Eseiza iba a comenzar la semana más movida de mi existencia, el sueño de cualquier escritor, semana que culminaría con el espectáculo —habrá que llamarlo de alguna forma— de la fotógrafa de los tres hermosos lunares. Cleides se llamaba, se llama, y era rubia (dice Lucía de Moore que rubia teñida, yo no estoy muy seguro.) Rubia, alta, bella, decidida, culta, elegante, libre de prejuicios, con unos ojos lindos, agresivos, de mirar directo, retador, como sus palabras: “Me parece que estas fotos están demasiado formales, escritor. ¿No podrías abrirte un par de botones y mostrar el pecho? Apuesto que eres velludo como un turco.” Pero dejemos eso para después. Quedamos en la forzuda Lucía de Moore, metiéndole el acelerador a su diminuto vehículo, una caja de limpiar zapatos de colores muy vivos, todo de plástico, un vehículo absurdo, creo que francés, biplaza con maletero, y detrás venía la inocente de Patricia Moreno tratando de no extraviarse en el tránsito. Estás más delgada que el año pasado, dije besándole el cuello (ligeramente húmedo) mientras ella miraba al frente sin inmutarse. Perdí quince kilos en un año, dijo, soy de voluntad inflexible, bicicleteo al amanecer todos los días, troto en un parque cerca de la oficina y durante los fines de semana subo a las montañas en mi bici de cross. ¿Montañas en Buenos Aires?, pregunto. Son montañas artificiales, de un club, dice. ¿Podrías reducir la velocidad?, digo, mientras escucho el claxon de Patrica pidiendo auxilio, a punto de perder la pista. “Bueno, Raz Ruguendas, ¿es que tu amiguita es tarada?”, pregunta Lucía. (Ya en confianza aprovecho para presentarme formalmente: Raimundo Raz Ruguendas, boliviano, PhD en Berkeley, autor del posboom, profesor asistente en Johns Hopkins, recientemente aparecido en la portada de Newsweek y con vistas a una tenure que me asegurará el resto de la vida en un pedestal.) “No, respondo. No es tarada mi amiga: es una mujer típica: una indefensa; no un ejemplar como tú, vikinga, amazona, walkiria”. Pido compasión en nombre suyo y del género más delicado. Patricia Moreno llegó heroicamente a la cola de del Twingo –creo que así se llama la pirruña de auto de la amazona de Moore—, subimos al apartamento y allí La De Castos Ojos me hizo entrega de la agenda de prensa que tendría que cubrir a lo largo de la semana: en total treinta y ocho entrevistas con medios de prensa, radio y televisión. La de castos ojos sería mi auriga, me llevaría de un lado a otro en el Mercedes, me conduciría al local de la Feria del Libro, sería la responsable de que yo estuviera a tiempo en todos los eventos, y, con respecto a lo del dinero, dijo impávidamente, tengo que decirle señor Ruguendas, que todavía no ha sido liberado su pago. De modo que, me dije, tendría que recurrir a mi modesta reserva de dólares. Hagamos cuentas. Hasta aquí van tres mujeres. Prometo muchas más. Por lo menos otra media docena. Regresemos a la fotógrafa de los tres lunares. Acondicionémosla con unos anteojos grandes, dramáticamente feos, calculadamente desmedidos, para hacer contraste con un rostro que podría ser el de una pícara de Lope de Vega. Entró al apartamento la dominante Cleides —hasta su nombre cabalga en el aire con argentina alegría— equipada ql extremo con su arsenal fotográfico (eso fue precisamente el día de mi partida de Buenos Aires, siete horas antes del vuelo, ¿ya lo dije?) y esa sonrisa de cejas levantadas, un poco de superioridad de la mujer que se sabe irresistible. ¿Estamos solos?, preguntó. Le dije que sí, pero no le confesé que mi terror femini —no sé si existe la expresión en latín pero valdría la pena que existiera— me había obligado a convocar a un periodista de última hora, para que con su presencia desarmara el posible complot de la bella Cleides contra mi armadura de hombre temeroso. ¿Qué podía hacerme esa mujer? ¿Tirar todas las cosas de la mesa central del apartamento y usarme para su deleite? ¿Eso era lo que yo temía? Todo hombre guarda bajo la piel a dos entidades: una timorata, temblorosa, que ve en cada mujer a una leona; y otra entidad osada, irresponsable, prepotente, que exige que todas las mujeres se le entreguen de manera inmediata.) ¿Eso era lo que quería Cleides: abusar de mi bonhomía? Non lo so. Armó su trípode sin dejar de hablar, su sonrisa de sigilosa sabiduría escurriéndose de su boca como una serpiente insidiosa. Su voz destilaba una especie de inevitable inyección de dentista. “¿Puedo tutearte?”, preguntó. “Es que después de leer tu novela sentí como si fueras mi hermano, me la bebí como si estuvieras contando mi vida, Raimundo, me la bebí y por eso me dije, a ese hombre tengo que hacerle las fotos que nadie le ha hecho”. Durante el domingo no hice otra cosa que regodearme: mirar la agenda de prensa: todos los diarios importantes de Buenos Aires y América Latina, agencias internacionales, revistas, los canales de cable, los periodistas más connotados, todos tenían cita conmigo y disponían de media hora a lo máximo. La Editorial me había abierto todas las puertas. Los que antes me ignoraban, hoy hacían reverencias. Se iba a cumplir el sueño que había cifrado en una frase acuñada casi desde el inicio de mi carrera: “Sólo iré a Europa cuando me reciban con alfombra roja en el aeropuerto”. El lunes, cita con el Presidente de la Feria Internacional, un hombre de melena abundante, muy bien afeitado y con aires de galán –“Cree que todas las mujeres están enamoradas de él”, me comentaría La de Castos Ojos—. Dice el Presidente que es un honor tenerme como conferencista principal en la sesión plenaria y que mi cheque estará listo inmediatamente después de la conferencia (que será el último día.) De modo que otro cheque aplazado. Debo recurrir otra vez a mis sufridas reservas de dólares. Veo que en la oficina del Presidente hay una mujer aposentada tras un escritorio y que esa mujer (la número cuatro) me mira con unos ojos verdes de caricatura. El demonio tiene los ojos verdes, dijo no sé quién. No deja de mirarme. El Presidente me pide un instante y se retira a arreglar un asunto de logística ferial. La mujer se levanta tras el escritorio y veo que su cuerpo se va ampliando de la cabeza a los pies, como si fuera un pino de navidad. Termina siendo una elemental gorda de ojos verdes que no deja de mirarme como emitiendo radiaciones. Avanza hacia mí sin dejar de mirarme y me ofrece una copa de vino, me dice que si quiero sentarme en la salita mientras su esposo –su esposo es el Presidente de la Feria— termina sus asuntos. “¿No te acuerdas de mí?”, pregunta. “Me llamaste Mariana Poll en una novela que publicaste en México”. Y entonces como un alud de nieve —aclaro “de nieve”, pues el recuerdo es abrumador y me deja frío—, recupero a una criatura de quince años que en esta misma ciudad de Buenos Aires, hace mucho tiempo, se metió a mi habitación del Hotel Marriot Plaza y allí permaneció agazapada, mientras yo fungía como jurado de un concurso al lado de Vargas Llosa –compartir fotos con Marito ante la prensa internacional fue mi primer gran triunfo— y cuando yo llegaba a la habitación, allí estaba Mariana Poll niña diciéndome que la protegiera contra el mundo y contándome todas sus desdichas: que era hija de un ex presidente de la nación, que había tomado drogas y tenido un aborto y que cuando me vio en la televisión argentina supo que yo podría salvarla porque descubrió en mis ojos lo que no había visto antes en nadie. “Aunque seas boliviano me apasionas, Raz Ruguendas”, dijo la niña. Y entonces Mariana Poll, cuyo verdadero nombre no recuerdo, fue al hotel donde yo estaba alojado, me tomó del brazo y subió a mi habitación, donde estuvo escondida inventando una tragedia cada noche, entre ellas, que se quería suicidar arrojándose desde la azotea o cortándose las venas como una vulgar emperadora romana. Mariana Poll, ya gorda y casi cuarentona –su verdadero nombre no lo recuerdo, insisto, además ya se sabe: los caballeros no tenemos memoria— me miraba con sus ojazos de Ford Explorer y respiraba con agitación. La encrucijada era incómoda, no sólo porque aquel marsupial parecía estarse haciendo ilusiones conmigo, sino porque yo sentía que de alguna manera había pecado contra ella en su última pubertad (terminamos por fornicar en la suite del Marriot de forma traumática, mientras ella hablaba como una cotorra sobre las desventuras de su vida) y porque su esposo, el galán Presidente de la Feria del Libro, estaba a pocos pasos. Mariana cambiaba de luces altas a luces bajas con intermitencia amenazante y seguramente estaba esperando que yo le deslizara un número telefónico o algo por el estilo. Para fortuna de este atribulado escritor del post boom, en ese instante llegó un novelista cubano, Oscar Rentería, tan vanidoso como todos los escritores del mundo y más feo que todos ellos juntos, y comenzó a hablar de sí mismo. La conversación sobre poetas locas de La Habana y el hecho de que Rentería hubiera monopolizado la conversación, me sirvió para que me pusiera en pie y al tiempo que comenzaba a alejarme esgrimiera la disculpa de que tenía una cita urgente. Me despedí del Presidente. La gorda de ojos de Ford Explorer o de ojos de mosca de caca me acompañó hasta la puerta. Intenté disculpar mi pasado. “Al contrario”, dijo Mariana, “conocerte fue el principio de mi auténtica libertad. Nunca te olvidé, Raz Ruguendas. Gracias a vos recuperé mi autoaprecio y emprendí trabajos que algún día quisiera contarte”. Al decirlo, toda la grasa del rostro parecía desplazarse hacia las cejas, en un gesto que quería ser licencioso. Le di un apresurado beso en la mejilla, tersa como el culito de un baby y flojo como un mar de gelatina, y desparecí entre la multitud de la feria. Apareció milagrosamente Patricia Moreno con su don angélico, me tomó del brazo y me lanzó al torbellino. Lunes 8:15 am: entrevista telefónica para Radiomil con Jorge Gil Vargas, que llama al apartamento, lee la contraportada de la novela y pregunta si con Raz Ruguendas Bolivia tendrá su primer premio Nobel; le respondo que no aspiro a eso pero que ya es la enésima persona que me hace la misma pregunta. 10 am: en la Fundación Candiotti entrevista con Jimmy Arenas de El Clarín, quien resulta ser el típico escritor metido a periodista, un porteño que considera a todos los bolivianos indígenas semialfabetas. Su nota en el periódico sería insultante: “Con su inmodestia característica —que no le desagrada aceptar— Raz Ruguendas dice que esta novela está llamada a causar revuelo internacional porque revelará muchos secretos”. En la foto del diario este servidor saldría con una chamarra, chompa o chaqueta de Lucía de Moore. “No me digas que vas a ir con ese traje a tu entrevista —me dijo la forzuda hembra— :vas a parecer funcionario de banco”. “Es un Versace”, protesté. “Inocente, aquí cualquier oficinista menor se viste con una imitación Versace mejor que el original”. Toma esto, dijo, entregándome una prenda deportiva, colores brillantes, cremallera y cueros por todas partes. 12 meridiano: entrevista con Sebastián Verti Villamizar, de Argentina Press: pregunta si me considero el fundador de la nueva novela boliviana. Le respondo descaradamente que sí, y más aún, que soy la vanguardia de la literatura del pos boom, un movimiento que le da la espalda al exotismo y que entra de lleno al mundo de la cibernética. Patricia Moreno, como un ángel guardián flotando a medio metro sobre mi cabeza, está pendiente de que todo marche aceitadamente. Cronometra el tiempo, pide café, tiene listo el Mercedes para llevarme al restaurante, luego a la siguiente entrevista en Radio Nacional, periodista Diego Bolinski, un mariconsote que no deja de repetir que mi novela es una maravilla. “¿Qué es lo que crees que hace a tu novela tan grande, tan inolvidable, placentera y tremenda, no se imaginan señores radioescuchas, una maravilla, qué crees que hace tu novela tan imperecedera?” Respondo: “Gustave Flaubert decía que toda gran novela debe tener un gran personaje femenino. Me atrevo a pensar que mi protagonista es un gran personaje femenino”. 10: 20 pm, ya al borde del bostezo, entrevista en Radio Austral. Antonia Meléndez da muestras de haber leído todos mis libros y hace una respetuosa y entusiasta entrevista. Regreso al apartamento de Lucía de Moore en el Mercedes que conduce La de Candorosos Ojos, me despido de Patricia Moreno con un besito en la frente y le digo que ha sido mi inspiración en medio de la guerra. Son las doce de la noche. Todo está apagado. La atlética anfitriona duerme ya para levantarse mañana temprano a hacer sus ejercicios matinales. Con Lucía de Moore el día domingo —mi día libre— había hecho mi primera visita al stand de La Editorial (insisto en ponerla en mayúsculas, porque es la empresa editorial más grande del mundo de habla española.) Tomé el antebrazo de Lucía cuando vi el enorme letrero de La editorial: “Detente, sombra de mi bien amado”, le dije, “no quiero entrar de sopetón sino que quiero prepararme”, agregué, “desde hace mucho tiempo tengo dos fantasías de escritor famoso, y en este instante me ataca la intuición de que estas dos fantasías se me van a cumplir”. Escúpelas, dijo la ruda de Lucía, que ya estaba comenzando a sentirse molesta con mi actitud de escritor famoso (el escritor famoso es el que sólo habla, sólo piensa, sólo vive, sólo existe, pensando en sí mismo, sentenció Lucía.) “Una”, dije casi sin aliento: “al entrar en una gran feria internacional hallar en mi camino una montaña de mis propios libros que me llegue arriba de la cintura” (mido un metro ochenta y cinco sin zapatos, aclaro.) “Dos, ver un poster, cartel o pendón, con una foto de mi rostro más grande que mi propio cuerpo”. Señores del jurado: las dos fantasías se me cumplieron. Ya puedo morir feliz. Edmundo Raz Ruguendas era en aquel instante el astro más radiante del firmamento, el vanidoso satisfecho, oh, podría morir ahí mismo, my god. Para qué quiero una hembra, siendo yo tan famoso. Hay momentos en los que los escritores famosos como yo se acuerdan de los principiantes, esas entidades anhelantes que deambulan como zombies en torno a la gloria, la gloria, que podría definirse como una perra altamente ingrata, que a todos tienta y a pocos satisface —yo era una de esas entidades anhelantes hace más bien poco— y tratan de confraternizar: Sí, muchacho, yo fui como vos, y no tenía sino una vieja Olivetti y muchas ganas de colocar mis obras maestras en la cima del Everest, y andaba mendigando premios y atención, y ahora mírame, es cierto lo que me dijo en una ocasión el García Márquez (esa es la otra parte de mi fama: haber tenido acceso al Gabo en un congreso): Si escribes bien los editores llegarán de rodillas a tus puertas. Martes 10:30, entrevista en RBA Noticias. Frente a las cámaras Raz Ruguendas actuó con desenvoltura y coherencia, mientras el espíritu celeste de Ojos Inocentes (para quien la vanidad no parecía un vicio sino una virtud, una virtud comercial) sonreía satisfecha. A las 12 con HCK; a las 4 pm en la Universidad de Buenos Aires, con un periodista muy parecido a auna rata de laboratorio. Luego entrevista con City TV. Almuerzo apresurado con Patricia Moreno, que tenía ojos tristes. ¿Por qué, Patricia? Es que me estoy separando de mi marido. Sacó la foto de un hombre extremadamente feo. No es el tipo de hombre que me gusta para ti, le digo. Eso me dice todo el mundo, pero yo lo amo, dice La de Pálidos Ojos. La fotógrafa de tres lunares seguía maniobrando con sus aparatos ópticos. Se subió a la mesa, pidió que Raz fumara, que se cruzara de brazos, que se cruzara de piernas. “No me gusta esa camisa”, dijo, “¿puedes ponerte algo más informal?” Raz entró a la habitación de la forzuda Lucía de Moore y buscó una chaqueta. “No te la cierres, escritor, muestra pecho. ¿Podrías quitarte el pantalón?” Ya para entonces yo estaba comenzando a emocionarme y a sentir preocupación. En general las mujeres de entrega inmediata me asustan. Prefiero que haya algo de resistencia. Me deshice del pantalón. “No tienes malas piernas”, dijo la fotógrafa. Era frondosa e intrépida la tipa, como las hembras que habitan mis primeros cuentos. ¿Sería una vil vampiresa o una auténtica profesional? La conocí después de la presentación de mi novela, en medio de la natural apoteosis del escritor famoso. Estaba Raz Ruguendas en su hora feliz, rodeado por la multitud que pedía autógrafos, cuando fue testigo de un espectáculo ante el cual se abría el mar de la muchedumbre: una mujer que si fuera hamburguesa sería especial con doble queso y doble carne, un largo abrigo de cuero de color caki, un escote vertiginoso como un maelstorm, los tres lunares, la sonrisa de mar abierto, de ninguna manera pretenciosa. Me tendió la mano: “Me llamo Cleides Chao, soy la fotógrafa oficial de La Editorial y quiero que hagamos una cita para una sesión de fotos antes que salga del país”. Of course, dijo Raz Ruguendas, sólo hay un problema: mañana mismo salgo para Nueva York... pero, bueno, si me visita antes de las diez de la mañana podremos hacer algo. Y así fue como llegó aquella Salomé al apartamento de Lucía de Moore, el sábado por la mañana, siete horas antes de la salida del avión rumbo a New York, y la divina providencia hizo que la atlética Lucía de Moore tuviera su training de bicicross ese mismo sábado y que el periodista guardián de mi honra no se manifestara, de modo que estuvimos frente a frente. Hubo otra mujer que arrasó con la atención del escritor famoso. Deambulaba por el stand de La Editorial, tomaba un libro, tomaba otro, lo ojeaba. En el momento en que tenga mi libro en las manos la voy a abordar, me dije, y así lo hice. “Yo soy autor de esa novela que tienes en las manos”, le dije. Me miró sonriente, serena. Era bella como no se puede imaginar otra. Una criatura de juventud espléndida y de lozanía sin par. “¿Por qué no te sientas a mi lado un rato?” El escritor famoso estaba sentado a una mesa, ocupado en el oficio de firmar libros a un público en ocasiones indiferente, y bebía whisky que le suministraba la impoluta Patricia Moreno. La Visión se sentó al lado de Raz Ruguendas y le dijo: “Yo quiero ser escritora como usted, ése es mi sueño”. El escritor famoso no dejaba de mirarla, de beberla con los ojos: ningún pintor jamás había logrado una imagen más perfecta de la belleza y la placidez. No había palabras para expresarlo. La criatura además conocía el poder de su belleza. Se puso de pie y se despidió. “Espero que algún día nos encontremos”, dijo la inconcebiblemente bella criatura. Raz Ruguendas le dio un beso de nunca jamás y vio que en ese instante La de Cándidos Ojos arqueaba las cejas con escepticismo. Raz estuvo a punto de regalarle un ejemplar de su novela a aquella visión parecida a la Beatriz de Dante en el Puente, pero el demonio de la tacañería se lo impidió. ¿Qué era lo que le había llamado tanto la atención de esa mujer tan reciente? Lo supo fulminantemente: era demasiado parecida a Cathy, la alumna con la que tuvo amoríos en Johns Hopkins, sólo que mucho más joven, con un rostro de belleza bíblica, enmarcado en una especie de capucha de virgen medieval que resaltaba la perfección de su imagen. La nostalgia le pateó el corazón al escritor que había aparecido en la portada de Newsweek: supo que la vanidad y la ambición le habían impedido tener una relación normal con Cathy, supo que había colocado su ascenso en Johns Hopkins por sobre toda otra consideración, supo que la profesión de escritor famoso le vedaba la posibilidad del amor por una mujer y del interés auténtico por los demás seres humanos. Recordó el Salmo 39: “Como una sombra pasa el hombre y se afana en vano. Atesora, y no sabe para quién.” Si hubiera estado un poco más borracho, Raz Ruguendas se habría puesto a llorar ahí mismo, en el stand de La Editorial, en plena Feria del Libro de Buenos Aires. Afortunadamente en ese momento llegó una periodista de Radio Nederland. Ya lo había prevenido La de Cándidos Ojos contra esa mujer: es extraña, es peligrosa, no sé si convenga que tenga esa entrevista, escritor. Adelante, dijo Raz Rugendas, ¿qué me puede hacer? Llegó una señora muy llena de collares, telas colgantes, maquillada hasta el zafarrancho, con una de esos bolsos que parecen albergar al mundo entero, se aposentó con enorme confianza al frente de su presa, después de ofrecer su magna mejilla derecha al beso. Primero pidió que fueran a un sitio más íntimo, donde hubiera menos ruido, pues las grabaciones oscuras se las rechazaban en Radio Nederland. Raz Ruguendas se negó, argumentando que en la Feria no había lugares íntimos, todos estaban llenos de gente, había filas para comprar café, para ir al baño, para tomar lugar en los restaurantes al aire libre. La de Cándidos Ojos aplaudió con las yemas de los dedos. La mujer se resignó: sacó de su bolso, después de hurgar por unos minutos y de revolcar el contenido como si fuera una lavadora, una tape recorder diminuta, con la que estableció un breve coloquio. Pero antes de empezar la entrevista relató su experiencia de lectura: “Yo y Misael” —aquí explicó la historia completa de su actual esposo, diez años menor que ella— “leímos tu novela en un parque y nos reímos como orates, no tienes idea cómo nos reímos, qué novela más divertida”. El escritor famoso no salía de su asombro: La histeria del amor no era obra para reírse, sino para meditar: era trágica y sombría, como Cumbres borrascosas, filosófica e inteligente, como las tragedias de Shakespeare, deprimente y endiabladamente técnica, como Mientras agonizo. Se preguntó Raz Ruguendas si aquella urraca nalgona no estaría burlándose de él. Y no: era seria la mujer, dio argumentos, fundamentó, hizo preguntas brillantes, puso zancadillas y concluyó una buena entrevista. Antes de ponerse en pie y desaparecer organizó todo un maremagnum de gestos, revolcó su lavadora, contó historias de pasados amores, fumó un último cigarrillo, de los diez o doce que formaron un mundo de brumas en torno a la mesa. Sin embargo lo más impresionante no fue nada de lo anterior, sino el hecho de que la mujer al tiempo que hablaba se metía las manos bajo el portabustos y se masajeaba constantemente los pechos, sin que aquello pareciera una insinuación o un gesto antisocial, sino como una especie de costumbre muy idiosincrática. Patricia Moreno miraba de reojo, entre preocupada y risueña. El siguiente periodista, me advirtió Patricia, es quizás el más eficiente de todos, el más ágil e informado, pero también tiene su handicap: sus entrevistas aparecen al lado de mujeres desnudas en feas posiciones y cerca de historias de pasiones bastante deplorables. No hay ningún problema, dijo Raz Ruguendas, yo también he escrito textos eróticos bastante fuertes. Llegó el hombre con lápiz y papel, saludó de mano y dijo voy a proceder porque tengo poco tiempo. Comenzó a escribir con lápiz una introducción, al tiempo que la leía en voz alta: “Sereno, pausado, con ese halo de los hombres que han consumado las delicias y las desgracias de la existencia, el escritor boliviano Edmundo Raz Ruguendas vuelve a sorprender con su magistral novela La histeria del amor. Es, sin la más mínima duda, una de las voces más brillantes de la literatura latinoamericana”. Pregunta: ¿Cree que entre la histeria y el amor no hay sino un paso? Respuesta: El amor es la preparación para afrontar todos los problemas de la vida y para enfrentarse serenamente a la muerte. El lápiz del periodista corría a velocidad endiablada, escribiendo con puras mayúsculas. ¿Cómo son sus amores? Son amores pasionales que me vuelven un hombre mejor y me acercan a Dios. ¿Es hombre de una sola mujer? Soy hombre de una sola mujer y de muchos amores, porque estoy enamorado de todas las mujeres. ¿Ha sido el erotismo su eterno cómplice solitario? El erotismo me ha movido porque es una especie de curiosidad vital, que me ha llevado a establecer contacto con la esencia de la creación, que es la mujer. ¿Qué es más difícil, hacer el amor o escribir? Hacer el amor, porque a la mujer no se le puede arrugar y tirar al bote de la basura. ¿La literatura es para usted como una especie de orgasmo? Sí, porque escribir es muy placentero. Cada vez que estoy escribiendo le estoy haciendo el amor al lector. Por eso lo que yo escribo tiene que ser apasionante y si no lo es, lo considero un fracaso. La fotógrafa de los tres lunares me pidió que me sentara en flor de loto sobre la mesa de la sala, que tomara un cigarrillo entre las manos, que me rodeara de humo, que pusiera las manos al frente, que las dejara laxas, mostrando los dorsos. Ya para entonces yo estaba sin pantalones, sin camisa, sin calcetines, sin reloj, solamente con un calzoncillo bastante convencional, como de oficinista, una de esas piezas Hannes de color blanco, un poco grande, amplia y cómoda, pero definitivamente antiestética. Cleides se encaró conmigo, arqueó las cejas, dejando a un lado sus aparatos. ¿Te atreverías a posar desnudo? Raz Ruguendas, en una de esas irresponsables decisiones que se permite cuando está lejos de su rutina, dijo con toda naturalidad que sí, se despojó inmediatamente de la prenda y dejó que Cleides le diera instrucciones: “Acuéstate sobre la mesa, tiéndete en el sillón, estira la pierna, quita la mano de ahí”. No hablaba con frialdad profesional, sino de manera risueña, juguetona. Quiero fumar un cigarrillo, dijo Ruguendas, estoy nervioso. Aspiró largamente y lanzó una estocada: Cleides, ¿cómo te gusta hacerlo? La fotógrafa parecía blindada. Respondió con naturalidad sin dejar de tomar fotos: “Me gusta ponerme en cuatro patitas, que me tomen por los hombros y recibir desde atrás”. Ruguendas insistió: ¿Y le eres infiel a tu marido? Naturalmente, dijo con un airecito de indignación. Seguía tomando fotos pero se mostraba descontenta. “Tu partecita está muy asustada”, dijo señalando la entrepierna de Raz Ruguendas. “¿Crees que si hacemos esto —se levantó la blusa y mostró un par de pechos espléndidos y medio bizcos, pero tan redondos y turguentes, que Ruguendas comenzó a sospechar la intervención de una mano ajena a la divina— tu partecita podrá mostrar mejores armas?”. La partecita respondió haciendo honores al acto de Cleides, cosa que agradó a la fotógrafa al extremo de buscar el ángulo preciso para captar el vuelo del águila. Ahí estaba La de los Tres Lunares, en el suelo, como en medio de una gran batalla, con su cámara entre las manos, apuntando. El acto culminante de la Feria fue la presentación de La Novela. Dos auténticos papas de la literatura se enfrentaron a un público numeroso, lleno más de curiosidad que de interés literario: se había anunciado la aparición de una obra de arte del tamaño de las más grandes, escrita por un pálido boliviano, que ejercía la docencia en Johns Hopkins. Aquello era, sin duda, una aberración. Bolivia no había dado ni un solo genuino novelista, aparte de Roa Bastos, con una íngrima novela rescatable, en sus doscientos años de existencia independiente y súbitamente, de la nada, surge un Cervantes. Raz Ruguendas pensó que las tres cuartas partes del público iban dispuestas a asistir a una bufonada. La Editora, una mujer rubia y de serena modestia, sin darse grandes aires, anunció su orgullo de presentar una obra que partiría en tres la historia de la literatura latinoamericana. El primer presentador, en tono sosegado, y diríase despectivo, afirmó que la novela era de buena lectura y nada más. Los aplausos fueron leves y las sonrisas maliciosas. El segundo presentador inició en un tono moderado, que fue creciendo gradualmente hasta alcanzar la vociferación, aquello parecía un discurso político ante la multitud rugiente. Los aplausos fueron más de complacencia que de entusiasmo. Raz Ruguendas se sintió a la vez orgulloso y desilusionado. Esperaba elogios más grandes. El vanidoso sólo admite que se le compare con Dios. Que dijeran que su obra iba a aplastar a la literatura universal, que iba a borrar el pasado e inaugurar una nueva era. No. Simplemente dijeron que era una buena novela y basta. Buena lectura para una noche de insomnio. Terminó el evento y las personas se arracimaron para pedir autógrafos. Una rubia alta, hermosa, consciente de su poder, se aproximó y le dijo: “Escritor, necesito hacerle un estudio fotográfico. ¿Cuándo nos vemos?” Tenía tres hermosos lunares muy bien distribuidos en el cielo de su rostro. El final de la noche fue más bien convencional. Raz Ruguendas fue a comer pizza y a beber vino con La de Castos Ojos. Al despedirse, a las doce de la noche, Patricia Moreno dijo: “Bueno, escritor, nos vemos dentro de seis horas. Recuerde que a las siete tenemos entrevista”. En ese caso, querida, mejor durmamos juntos, aventuró Raz Ruguendas. Un gran suspiro más de impaciencia que de indignación signó el rechazo de la castísima. Luego a dormir. Pobre Raz Rugendas: no le sucedió lo que le sucede en los instantes de grandes iluminaciones: que se le quedan todas las luces prendidas como un aeropuerto y no puede dormir. Pensó en los tres lunares y en la cita del día siguiente. Pero antes de ello hubo un asunto humillante: perseguir con la ayuda del presidente de la Cámara del Libro, un elusivo cheque: secretarias, funcionarios, mensajeros, libreros, fueron puestos en movimiento hasta que finalmente el presidente se dio por vencido y pagó de su propio bolsillo la deuda. “Ahora, escritor, dijo Cleides, súbete en la mesa del comedor —que había despejado previamente sin dejar de exhibir las prendas de sus encantos, esa blusa de seda anaranjada ceñida al cuerpo, el pantalón descaderado y ombligero que cuando se agachaba de espaldas permitía ver el hilo de un bikini—: quiero que poses como la maja desnuda”. Y así estaba el profesor de Johns Hopkins, el escritor que apareció en la portada de Newsweek, PhD de Berkeley, posando como un majo desnudo sobre la mesa del comedor de Lucía de Moore, cuando se abrió la puerta y entraron la propia Lucía, y un par de amigas de la forzuda. Un momento de sorpresa y luego las carcajadas: Así te quería agarrar, Raz Ruguendas, posando para la posteridad. Cleides pareció sacar de aquello la mejor parte, siguió disparando fotos, terminó, guardó sus aparatos, se despidió de todos. Y ahora estoy en la azotea de mi casa en Johns Hopkins. Mis manos están llenas de billetes. Todos los pagos llegaron a última hora. Miro las estrellas y no sé en realidad a quién recordar. Debo confesar que hice el intento de acercarme a Patricia en el último momento cuando me llevó al aeropuerto. Ella puso las manos al frente, con una media sonrisa de monjita de clausura: “Vade retro, Raz Ruguendas. Guarda tu amor. Tienes tan poco, que sólo te alcanza para ti mismo”. Recordé de nuevo el Salmo 39: “Como una sombra pasa el hombre y se afana en vano. Atesora, y no sabe para quién”. No pude llamar por teléfono a Cathy. Tampoco a Patricia Moreno. Perdí mi agenda de teléfonos en el viaje. El único número que recuerdo es el de mi propia casa. ¿Serviría de algo hablar conmigo mismo?
Y ahora que estoy de nuevo en la azotea de mi casa en Johns Hopkins mirando el cielo, recuerdo a La de Castos Ojos y me siento triste, como una vaca en un desierto. Prefiero evocar los tres alegres lunares como tres estrellas en el rostro de Cleides. Uno extraordinariamente bien situado, justo en la punta de la nariz, otro en la mejilla derecha, y el tercero bajo el ojo colateral, formando un perfecto triángulo equilátero, como las estrellas que veo desde la azotea de mi casa en Johns Hopkins. Yo había llegado una semana antes a la ciudad de Buenos Aires. En el aeropuerto de Eseiza me recibieron dos mujeres. Ese era mi destino en Buenos Aires, las mujeres. Muchas mujeres. En realidad ese ha sido mi destino toda la vida y en todas partes, soy un privilegiado, lo digo de antemano para evitar juicios a priori, soy un macho intelectual latinoamericano en las fauces del imperio de las mujeres. Así como suena y sin rubores. Tuve amores abundantes y en general desoladores con chicas de tatuajes y drogas, con darketas y punketas, con nenas de club social y Mustang, y fui el amante secreto de una de mis alumnas en Johns Hopkins, pero no me atreví a seguir con el amorío por simple estrategia académica. Soy alto y guapito, rayando en atlético, boliviano, además, doctor en Berkeley y he aparecido en la portada de Newsweek. Dije que en Buenos Aires me recibieron dos mujeres. Tuve que salir del aeropuerto con mis maletas, mis perfumes y mis trajes Versace, y me puse a otear el horizonte: debía recibirme una persona de la editorial (de paso les comento: por fin logré colarme a La Editorial, después de andar en pequeñas compañías: toda una vida de miserias, de porcas miserias, en busca del éxito: ¿qué otra cosa quiere un escritor, sino éxito, dinero también, y of course, satisfacer la vanidad. Eso esperan los escritores, incluso aquéllos que como Borges o Sábato hacen de la humildad su palabra fetiche. Viajar por todo el mundo de gorra, decir tonterías sublimes en las entrevistas, estadías en hoteles de cinco estrellas y comilonas pantagruélicas, multitudes exclamando ¡Hossana, hossana, en nombre del señor! A la espera en el aeropuerto de Eseiza también debía estar una vieja amante, digo “vieja amante” no porque fuera de edad provecta, sino porque pertenece a mi pasado, fue compañera en Berkeley y antes de que se convirtiera en feminista recalcitrante y secreta lesbiana era entusiasta del amor libre y heterosexual. Yo fui uno de sus conejillos de indias. Con ella visité todos los extremos, sin excluir los cueros negros, las cadenas, las máscaras y, debo decirlo con vergüenza, las películas atroces. En realidad la compañera de Berkeley hoy es una mujer de casi cuarenta años, auténtica atleta y vegetariana intolerante. Se llama Lucía de Moore, y dejó de fumar, lo que le acarreó inicialmente una gordura epatant. La sorpresa de este año fue verla llegar casi esbelta, con sus poderosas nalgas y sus pechos de diosa madre, en su vehículo diminuto, urguíendome para que metiera las maletas aprisa pues los bichos de tránsito ya estaban incordiando. Momento en el cual vi también a una criatura de ojos pasmosos y casi juraría castos, enfundadas sus piernas en unos jeans de marca, y su busto en una blusa de botones cómplices, que me decía usted debe ser el escritor boliviano autor de La histeria del amor. Vime pues en un jardín con dos senderos: Lucía de Moore, su hercúleo porte, blanca y saludable, afectuosa y sin embargo brusca, como toda mujer que ha decidido vivir sola el resto de su vida y tener todos los amantes —jóvenes, pues las mujeres que se liberan después de los cuarenta se convierten en viejas verdes— que se le dé la gana. Lucía de Moore por un lado, y Patricia Moreno por el otro. La segunda me mostró sus credenciales: Directora de Relaciones Públicas de La Editorial. Había pues dos autos a mi disposición (el de La Editorial era un Mercedes que había tenido mejores acometimientos y más dignos inquilinos, pero todavía imponía su nobleza; el de la Moore, resultaba ser una pirruña de auto que hacía pensar en un perro cabalgado por una pulga.) Tuve que buscar la forma de conciliar: le pedí a Patricia Moreno que nos siguiera en su vehículo (si hubiera optado por el Mercedes, Lucía me habría sometido a su desprecio feminista: no hay nada que deteste tanto una mujer madura y hembrista como una mujer joven y de aspecto desamparado). Le dije a Lucía que condujera rumbo a su apartamento (donde yo iba a pernoctar) y que lo hiciera lentamente, para que Patricia no se perdiera en el tráfico, y es que en mi interés estaba hablar con la Directora de Relaciones, quien debía entregarme la agenda de prensa y los quinientos dólares que serían mis viáticos durante la semana en Buenos Aires (debo aceptar que es poco dinero para un escritor de mi envergadura y para una empresa de las dimensiones de La Editorial, particularmente cuando vamos a presentar una obra literaria de mi autoría.) En el aeropuerto de Eseiza iba a comenzar la semana más movida de mi existencia, el sueño de cualquier escritor, semana que culminaría con el espectáculo —habrá que llamarlo de alguna forma— de la fotógrafa de los tres hermosos lunares. Cleides se llamaba, se llama, y era rubia (dice Lucía de Moore que rubia teñida, yo no estoy muy seguro.) Rubia, alta, bella, decidida, culta, elegante, libre de prejuicios, con unos ojos lindos, agresivos, de mirar directo, retador, como sus palabras: “Me parece que estas fotos están demasiado formales, escritor. ¿No podrías abrirte un par de botones y mostrar el pecho? Apuesto que eres velludo como un turco.” Pero dejemos eso para después. Quedamos en la forzuda Lucía de Moore, metiéndole el acelerador a su diminuto vehículo, una caja de limpiar zapatos de colores muy vivos, todo de plástico, un vehículo absurdo, creo que francés, biplaza con maletero, y detrás venía la inocente de Patricia Moreno tratando de no extraviarse en el tránsito. Estás más delgada que el año pasado, dije besándole el cuello (ligeramente húmedo) mientras ella miraba al frente sin inmutarse. Perdí quince kilos en un año, dijo, soy de voluntad inflexible, bicicleteo al amanecer todos los días, troto en un parque cerca de la oficina y durante los fines de semana subo a las montañas en mi bici de cross. ¿Montañas en Buenos Aires?, pregunto. Son montañas artificiales, de un club, dice. ¿Podrías reducir la velocidad?, digo, mientras escucho el claxon de Patrica pidiendo auxilio, a punto de perder la pista. “Bueno, Raz Ruguendas, ¿es que tu amiguita es tarada?”, pregunta Lucía. (Ya en confianza aprovecho para presentarme formalmente: Raimundo Raz Ruguendas, boliviano, PhD en Berkeley, autor del posboom, profesor asistente en Johns Hopkins, recientemente aparecido en la portada de Newsweek y con vistas a una tenure que me asegurará el resto de la vida en un pedestal.) “No, respondo. No es tarada mi amiga: es una mujer típica: una indefensa; no un ejemplar como tú, vikinga, amazona, walkiria”. Pido compasión en nombre suyo y del género más delicado. Patricia Moreno llegó heroicamente a la cola de del Twingo –creo que así se llama la pirruña de auto de la amazona de Moore—, subimos al apartamento y allí La De Castos Ojos me hizo entrega de la agenda de prensa que tendría que cubrir a lo largo de la semana: en total treinta y ocho entrevistas con medios de prensa, radio y televisión. La de castos ojos sería mi auriga, me llevaría de un lado a otro en el Mercedes, me conduciría al local de la Feria del Libro, sería la responsable de que yo estuviera a tiempo en todos los eventos, y, con respecto a lo del dinero, dijo impávidamente, tengo que decirle señor Ruguendas, que todavía no ha sido liberado su pago. De modo que, me dije, tendría que recurrir a mi modesta reserva de dólares. Hagamos cuentas. Hasta aquí van tres mujeres. Prometo muchas más. Por lo menos otra media docena. Regresemos a la fotógrafa de los tres lunares. Acondicionémosla con unos anteojos grandes, dramáticamente feos, calculadamente desmedidos, para hacer contraste con un rostro que podría ser el de una pícara de Lope de Vega. Entró al apartamento la dominante Cleides —hasta su nombre cabalga en el aire con argentina alegría— equipada ql extremo con su arsenal fotográfico (eso fue precisamente el día de mi partida de Buenos Aires, siete horas antes del vuelo, ¿ya lo dije?) y esa sonrisa de cejas levantadas, un poco de superioridad de la mujer que se sabe irresistible. ¿Estamos solos?, preguntó. Le dije que sí, pero no le confesé que mi terror femini —no sé si existe la expresión en latín pero valdría la pena que existiera— me había obligado a convocar a un periodista de última hora, para que con su presencia desarmara el posible complot de la bella Cleides contra mi armadura de hombre temeroso. ¿Qué podía hacerme esa mujer? ¿Tirar todas las cosas de la mesa central del apartamento y usarme para su deleite? ¿Eso era lo que yo temía? Todo hombre guarda bajo la piel a dos entidades: una timorata, temblorosa, que ve en cada mujer a una leona; y otra entidad osada, irresponsable, prepotente, que exige que todas las mujeres se le entreguen de manera inmediata.) ¿Eso era lo que quería Cleides: abusar de mi bonhomía? Non lo so. Armó su trípode sin dejar de hablar, su sonrisa de sigilosa sabiduría escurriéndose de su boca como una serpiente insidiosa. Su voz destilaba una especie de inevitable inyección de dentista. “¿Puedo tutearte?”, preguntó. “Es que después de leer tu novela sentí como si fueras mi hermano, me la bebí como si estuvieras contando mi vida, Raimundo, me la bebí y por eso me dije, a ese hombre tengo que hacerle las fotos que nadie le ha hecho”. Durante el domingo no hice otra cosa que regodearme: mirar la agenda de prensa: todos los diarios importantes de Buenos Aires y América Latina, agencias internacionales, revistas, los canales de cable, los periodistas más connotados, todos tenían cita conmigo y disponían de media hora a lo máximo. La Editorial me había abierto todas las puertas. Los que antes me ignoraban, hoy hacían reverencias. Se iba a cumplir el sueño que había cifrado en una frase acuñada casi desde el inicio de mi carrera: “Sólo iré a Europa cuando me reciban con alfombra roja en el aeropuerto”. El lunes, cita con el Presidente de la Feria Internacional, un hombre de melena abundante, muy bien afeitado y con aires de galán –“Cree que todas las mujeres están enamoradas de él”, me comentaría La de Castos Ojos—. Dice el Presidente que es un honor tenerme como conferencista principal en la sesión plenaria y que mi cheque estará listo inmediatamente después de la conferencia (que será el último día.) De modo que otro cheque aplazado. Debo recurrir otra vez a mis sufridas reservas de dólares. Veo que en la oficina del Presidente hay una mujer aposentada tras un escritorio y que esa mujer (la número cuatro) me mira con unos ojos verdes de caricatura. El demonio tiene los ojos verdes, dijo no sé quién. No deja de mirarme. El Presidente me pide un instante y se retira a arreglar un asunto de logística ferial. La mujer se levanta tras el escritorio y veo que su cuerpo se va ampliando de la cabeza a los pies, como si fuera un pino de navidad. Termina siendo una elemental gorda de ojos verdes que no deja de mirarme como emitiendo radiaciones. Avanza hacia mí sin dejar de mirarme y me ofrece una copa de vino, me dice que si quiero sentarme en la salita mientras su esposo –su esposo es el Presidente de la Feria— termina sus asuntos. “¿No te acuerdas de mí?”, pregunta. “Me llamaste Mariana Poll en una novela que publicaste en México”. Y entonces como un alud de nieve —aclaro “de nieve”, pues el recuerdo es abrumador y me deja frío—, recupero a una criatura de quince años que en esta misma ciudad de Buenos Aires, hace mucho tiempo, se metió a mi habitación del Hotel Marriot Plaza y allí permaneció agazapada, mientras yo fungía como jurado de un concurso al lado de Vargas Llosa –compartir fotos con Marito ante la prensa internacional fue mi primer gran triunfo— y cuando yo llegaba a la habitación, allí estaba Mariana Poll niña diciéndome que la protegiera contra el mundo y contándome todas sus desdichas: que era hija de un ex presidente de la nación, que había tomado drogas y tenido un aborto y que cuando me vio en la televisión argentina supo que yo podría salvarla porque descubrió en mis ojos lo que no había visto antes en nadie. “Aunque seas boliviano me apasionas, Raz Ruguendas”, dijo la niña. Y entonces Mariana Poll, cuyo verdadero nombre no recuerdo, fue al hotel donde yo estaba alojado, me tomó del brazo y subió a mi habitación, donde estuvo escondida inventando una tragedia cada noche, entre ellas, que se quería suicidar arrojándose desde la azotea o cortándose las venas como una vulgar emperadora romana. Mariana Poll, ya gorda y casi cuarentona –su verdadero nombre no lo recuerdo, insisto, además ya se sabe: los caballeros no tenemos memoria— me miraba con sus ojazos de Ford Explorer y respiraba con agitación. La encrucijada era incómoda, no sólo porque aquel marsupial parecía estarse haciendo ilusiones conmigo, sino porque yo sentía que de alguna manera había pecado contra ella en su última pubertad (terminamos por fornicar en la suite del Marriot de forma traumática, mientras ella hablaba como una cotorra sobre las desventuras de su vida) y porque su esposo, el galán Presidente de la Feria del Libro, estaba a pocos pasos. Mariana cambiaba de luces altas a luces bajas con intermitencia amenazante y seguramente estaba esperando que yo le deslizara un número telefónico o algo por el estilo. Para fortuna de este atribulado escritor del post boom, en ese instante llegó un novelista cubano, Oscar Rentería, tan vanidoso como todos los escritores del mundo y más feo que todos ellos juntos, y comenzó a hablar de sí mismo. La conversación sobre poetas locas de La Habana y el hecho de que Rentería hubiera monopolizado la conversación, me sirvió para que me pusiera en pie y al tiempo que comenzaba a alejarme esgrimiera la disculpa de que tenía una cita urgente. Me despedí del Presidente. La gorda de ojos de Ford Explorer o de ojos de mosca de caca me acompañó hasta la puerta. Intenté disculpar mi pasado. “Al contrario”, dijo Mariana, “conocerte fue el principio de mi auténtica libertad. Nunca te olvidé, Raz Ruguendas. Gracias a vos recuperé mi autoaprecio y emprendí trabajos que algún día quisiera contarte”. Al decirlo, toda la grasa del rostro parecía desplazarse hacia las cejas, en un gesto que quería ser licencioso. Le di un apresurado beso en la mejilla, tersa como el culito de un baby y flojo como un mar de gelatina, y desparecí entre la multitud de la feria. Apareció milagrosamente Patricia Moreno con su don angélico, me tomó del brazo y me lanzó al torbellino. Lunes 8:15 am: entrevista telefónica para Radiomil con Jorge Gil Vargas, que llama al apartamento, lee la contraportada de la novela y pregunta si con Raz Ruguendas Bolivia tendrá su primer premio Nobel; le respondo que no aspiro a eso pero que ya es la enésima persona que me hace la misma pregunta. 10 am: en la Fundación Candiotti entrevista con Jimmy Arenas de El Clarín, quien resulta ser el típico escritor metido a periodista, un porteño que considera a todos los bolivianos indígenas semialfabetas. Su nota en el periódico sería insultante: “Con su inmodestia característica —que no le desagrada aceptar— Raz Ruguendas dice que esta novela está llamada a causar revuelo internacional porque revelará muchos secretos”. En la foto del diario este servidor saldría con una chamarra, chompa o chaqueta de Lucía de Moore. “No me digas que vas a ir con ese traje a tu entrevista —me dijo la forzuda hembra— :vas a parecer funcionario de banco”. “Es un Versace”, protesté. “Inocente, aquí cualquier oficinista menor se viste con una imitación Versace mejor que el original”. Toma esto, dijo, entregándome una prenda deportiva, colores brillantes, cremallera y cueros por todas partes. 12 meridiano: entrevista con Sebastián Verti Villamizar, de Argentina Press: pregunta si me considero el fundador de la nueva novela boliviana. Le respondo descaradamente que sí, y más aún, que soy la vanguardia de la literatura del pos boom, un movimiento que le da la espalda al exotismo y que entra de lleno al mundo de la cibernética. Patricia Moreno, como un ángel guardián flotando a medio metro sobre mi cabeza, está pendiente de que todo marche aceitadamente. Cronometra el tiempo, pide café, tiene listo el Mercedes para llevarme al restaurante, luego a la siguiente entrevista en Radio Nacional, periodista Diego Bolinski, un mariconsote que no deja de repetir que mi novela es una maravilla. “¿Qué es lo que crees que hace a tu novela tan grande, tan inolvidable, placentera y tremenda, no se imaginan señores radioescuchas, una maravilla, qué crees que hace tu novela tan imperecedera?” Respondo: “Gustave Flaubert decía que toda gran novela debe tener un gran personaje femenino. Me atrevo a pensar que mi protagonista es un gran personaje femenino”. 10: 20 pm, ya al borde del bostezo, entrevista en Radio Austral. Antonia Meléndez da muestras de haber leído todos mis libros y hace una respetuosa y entusiasta entrevista. Regreso al apartamento de Lucía de Moore en el Mercedes que conduce La de Candorosos Ojos, me despido de Patricia Moreno con un besito en la frente y le digo que ha sido mi inspiración en medio de la guerra. Son las doce de la noche. Todo está apagado. La atlética anfitriona duerme ya para levantarse mañana temprano a hacer sus ejercicios matinales. Con Lucía de Moore el día domingo —mi día libre— había hecho mi primera visita al stand de La Editorial (insisto en ponerla en mayúsculas, porque es la empresa editorial más grande del mundo de habla española.) Tomé el antebrazo de Lucía cuando vi el enorme letrero de La editorial: “Detente, sombra de mi bien amado”, le dije, “no quiero entrar de sopetón sino que quiero prepararme”, agregué, “desde hace mucho tiempo tengo dos fantasías de escritor famoso, y en este instante me ataca la intuición de que estas dos fantasías se me van a cumplir”. Escúpelas, dijo la ruda de Lucía, que ya estaba comenzando a sentirse molesta con mi actitud de escritor famoso (el escritor famoso es el que sólo habla, sólo piensa, sólo vive, sólo existe, pensando en sí mismo, sentenció Lucía.) “Una”, dije casi sin aliento: “al entrar en una gran feria internacional hallar en mi camino una montaña de mis propios libros que me llegue arriba de la cintura” (mido un metro ochenta y cinco sin zapatos, aclaro.) “Dos, ver un poster, cartel o pendón, con una foto de mi rostro más grande que mi propio cuerpo”. Señores del jurado: las dos fantasías se me cumplieron. Ya puedo morir feliz. Edmundo Raz Ruguendas era en aquel instante el astro más radiante del firmamento, el vanidoso satisfecho, oh, podría morir ahí mismo, my god. Para qué quiero una hembra, siendo yo tan famoso. Hay momentos en los que los escritores famosos como yo se acuerdan de los principiantes, esas entidades anhelantes que deambulan como zombies en torno a la gloria, la gloria, que podría definirse como una perra altamente ingrata, que a todos tienta y a pocos satisface —yo era una de esas entidades anhelantes hace más bien poco— y tratan de confraternizar: Sí, muchacho, yo fui como vos, y no tenía sino una vieja Olivetti y muchas ganas de colocar mis obras maestras en la cima del Everest, y andaba mendigando premios y atención, y ahora mírame, es cierto lo que me dijo en una ocasión el García Márquez (esa es la otra parte de mi fama: haber tenido acceso al Gabo en un congreso): Si escribes bien los editores llegarán de rodillas a tus puertas. Martes 10:30, entrevista en RBA Noticias. Frente a las cámaras Raz Ruguendas actuó con desenvoltura y coherencia, mientras el espíritu celeste de Ojos Inocentes (para quien la vanidad no parecía un vicio sino una virtud, una virtud comercial) sonreía satisfecha. A las 12 con HCK; a las 4 pm en la Universidad de Buenos Aires, con un periodista muy parecido a auna rata de laboratorio. Luego entrevista con City TV. Almuerzo apresurado con Patricia Moreno, que tenía ojos tristes. ¿Por qué, Patricia? Es que me estoy separando de mi marido. Sacó la foto de un hombre extremadamente feo. No es el tipo de hombre que me gusta para ti, le digo. Eso me dice todo el mundo, pero yo lo amo, dice La de Pálidos Ojos. La fotógrafa de tres lunares seguía maniobrando con sus aparatos ópticos. Se subió a la mesa, pidió que Raz fumara, que se cruzara de brazos, que se cruzara de piernas. “No me gusta esa camisa”, dijo, “¿puedes ponerte algo más informal?” Raz entró a la habitación de la forzuda Lucía de Moore y buscó una chaqueta. “No te la cierres, escritor, muestra pecho. ¿Podrías quitarte el pantalón?” Ya para entonces yo estaba comenzando a emocionarme y a sentir preocupación. En general las mujeres de entrega inmediata me asustan. Prefiero que haya algo de resistencia. Me deshice del pantalón. “No tienes malas piernas”, dijo la fotógrafa. Era frondosa e intrépida la tipa, como las hembras que habitan mis primeros cuentos. ¿Sería una vil vampiresa o una auténtica profesional? La conocí después de la presentación de mi novela, en medio de la natural apoteosis del escritor famoso. Estaba Raz Ruguendas en su hora feliz, rodeado por la multitud que pedía autógrafos, cuando fue testigo de un espectáculo ante el cual se abría el mar de la muchedumbre: una mujer que si fuera hamburguesa sería especial con doble queso y doble carne, un largo abrigo de cuero de color caki, un escote vertiginoso como un maelstorm, los tres lunares, la sonrisa de mar abierto, de ninguna manera pretenciosa. Me tendió la mano: “Me llamo Cleides Chao, soy la fotógrafa oficial de La Editorial y quiero que hagamos una cita para una sesión de fotos antes que salga del país”. Of course, dijo Raz Ruguendas, sólo hay un problema: mañana mismo salgo para Nueva York... pero, bueno, si me visita antes de las diez de la mañana podremos hacer algo. Y así fue como llegó aquella Salomé al apartamento de Lucía de Moore, el sábado por la mañana, siete horas antes de la salida del avión rumbo a New York, y la divina providencia hizo que la atlética Lucía de Moore tuviera su training de bicicross ese mismo sábado y que el periodista guardián de mi honra no se manifestara, de modo que estuvimos frente a frente. Hubo otra mujer que arrasó con la atención del escritor famoso. Deambulaba por el stand de La Editorial, tomaba un libro, tomaba otro, lo ojeaba. En el momento en que tenga mi libro en las manos la voy a abordar, me dije, y así lo hice. “Yo soy autor de esa novela que tienes en las manos”, le dije. Me miró sonriente, serena. Era bella como no se puede imaginar otra. Una criatura de juventud espléndida y de lozanía sin par. “¿Por qué no te sientas a mi lado un rato?” El escritor famoso estaba sentado a una mesa, ocupado en el oficio de firmar libros a un público en ocasiones indiferente, y bebía whisky que le suministraba la impoluta Patricia Moreno. La Visión se sentó al lado de Raz Ruguendas y le dijo: “Yo quiero ser escritora como usted, ése es mi sueño”. El escritor famoso no dejaba de mirarla, de beberla con los ojos: ningún pintor jamás había logrado una imagen más perfecta de la belleza y la placidez. No había palabras para expresarlo. La criatura además conocía el poder de su belleza. Se puso de pie y se despidió. “Espero que algún día nos encontremos”, dijo la inconcebiblemente bella criatura. Raz Ruguendas le dio un beso de nunca jamás y vio que en ese instante La de Cándidos Ojos arqueaba las cejas con escepticismo. Raz estuvo a punto de regalarle un ejemplar de su novela a aquella visión parecida a la Beatriz de Dante en el Puente, pero el demonio de la tacañería se lo impidió. ¿Qué era lo que le había llamado tanto la atención de esa mujer tan reciente? Lo supo fulminantemente: era demasiado parecida a Cathy, la alumna con la que tuvo amoríos en Johns Hopkins, sólo que mucho más joven, con un rostro de belleza bíblica, enmarcado en una especie de capucha de virgen medieval que resaltaba la perfección de su imagen. La nostalgia le pateó el corazón al escritor que había aparecido en la portada de Newsweek: supo que la vanidad y la ambición le habían impedido tener una relación normal con Cathy, supo que había colocado su ascenso en Johns Hopkins por sobre toda otra consideración, supo que la profesión de escritor famoso le vedaba la posibilidad del amor por una mujer y del interés auténtico por los demás seres humanos. Recordó el Salmo 39: “Como una sombra pasa el hombre y se afana en vano. Atesora, y no sabe para quién.” Si hubiera estado un poco más borracho, Raz Ruguendas se habría puesto a llorar ahí mismo, en el stand de La Editorial, en plena Feria del Libro de Buenos Aires. Afortunadamente en ese momento llegó una periodista de Radio Nederland. Ya lo había prevenido La de Cándidos Ojos contra esa mujer: es extraña, es peligrosa, no sé si convenga que tenga esa entrevista, escritor. Adelante, dijo Raz Rugendas, ¿qué me puede hacer? Llegó una señora muy llena de collares, telas colgantes, maquillada hasta el zafarrancho, con una de esos bolsos que parecen albergar al mundo entero, se aposentó con enorme confianza al frente de su presa, después de ofrecer su magna mejilla derecha al beso. Primero pidió que fueran a un sitio más íntimo, donde hubiera menos ruido, pues las grabaciones oscuras se las rechazaban en Radio Nederland. Raz Ruguendas se negó, argumentando que en la Feria no había lugares íntimos, todos estaban llenos de gente, había filas para comprar café, para ir al baño, para tomar lugar en los restaurantes al aire libre. La de Cándidos Ojos aplaudió con las yemas de los dedos. La mujer se resignó: sacó de su bolso, después de hurgar por unos minutos y de revolcar el contenido como si fuera una lavadora, una tape recorder diminuta, con la que estableció un breve coloquio. Pero antes de empezar la entrevista relató su experiencia de lectura: “Yo y Misael” —aquí explicó la historia completa de su actual esposo, diez años menor que ella— “leímos tu novela en un parque y nos reímos como orates, no tienes idea cómo nos reímos, qué novela más divertida”. El escritor famoso no salía de su asombro: La histeria del amor no era obra para reírse, sino para meditar: era trágica y sombría, como Cumbres borrascosas, filosófica e inteligente, como las tragedias de Shakespeare, deprimente y endiabladamente técnica, como Mientras agonizo. Se preguntó Raz Ruguendas si aquella urraca nalgona no estaría burlándose de él. Y no: era seria la mujer, dio argumentos, fundamentó, hizo preguntas brillantes, puso zancadillas y concluyó una buena entrevista. Antes de ponerse en pie y desaparecer organizó todo un maremagnum de gestos, revolcó su lavadora, contó historias de pasados amores, fumó un último cigarrillo, de los diez o doce que formaron un mundo de brumas en torno a la mesa. Sin embargo lo más impresionante no fue nada de lo anterior, sino el hecho de que la mujer al tiempo que hablaba se metía las manos bajo el portabustos y se masajeaba constantemente los pechos, sin que aquello pareciera una insinuación o un gesto antisocial, sino como una especie de costumbre muy idiosincrática. Patricia Moreno miraba de reojo, entre preocupada y risueña. El siguiente periodista, me advirtió Patricia, es quizás el más eficiente de todos, el más ágil e informado, pero también tiene su handicap: sus entrevistas aparecen al lado de mujeres desnudas en feas posiciones y cerca de historias de pasiones bastante deplorables. No hay ningún problema, dijo Raz Ruguendas, yo también he escrito textos eróticos bastante fuertes. Llegó el hombre con lápiz y papel, saludó de mano y dijo voy a proceder porque tengo poco tiempo. Comenzó a escribir con lápiz una introducción, al tiempo que la leía en voz alta: “Sereno, pausado, con ese halo de los hombres que han consumado las delicias y las desgracias de la existencia, el escritor boliviano Edmundo Raz Ruguendas vuelve a sorprender con su magistral novela La histeria del amor. Es, sin la más mínima duda, una de las voces más brillantes de la literatura latinoamericana”. Pregunta: ¿Cree que entre la histeria y el amor no hay sino un paso? Respuesta: El amor es la preparación para afrontar todos los problemas de la vida y para enfrentarse serenamente a la muerte. El lápiz del periodista corría a velocidad endiablada, escribiendo con puras mayúsculas. ¿Cómo son sus amores? Son amores pasionales que me vuelven un hombre mejor y me acercan a Dios. ¿Es hombre de una sola mujer? Soy hombre de una sola mujer y de muchos amores, porque estoy enamorado de todas las mujeres. ¿Ha sido el erotismo su eterno cómplice solitario? El erotismo me ha movido porque es una especie de curiosidad vital, que me ha llevado a establecer contacto con la esencia de la creación, que es la mujer. ¿Qué es más difícil, hacer el amor o escribir? Hacer el amor, porque a la mujer no se le puede arrugar y tirar al bote de la basura. ¿La literatura es para usted como una especie de orgasmo? Sí, porque escribir es muy placentero. Cada vez que estoy escribiendo le estoy haciendo el amor al lector. Por eso lo que yo escribo tiene que ser apasionante y si no lo es, lo considero un fracaso. La fotógrafa de los tres lunares me pidió que me sentara en flor de loto sobre la mesa de la sala, que tomara un cigarrillo entre las manos, que me rodeara de humo, que pusiera las manos al frente, que las dejara laxas, mostrando los dorsos. Ya para entonces yo estaba sin pantalones, sin camisa, sin calcetines, sin reloj, solamente con un calzoncillo bastante convencional, como de oficinista, una de esas piezas Hannes de color blanco, un poco grande, amplia y cómoda, pero definitivamente antiestética. Cleides se encaró conmigo, arqueó las cejas, dejando a un lado sus aparatos. ¿Te atreverías a posar desnudo? Raz Ruguendas, en una de esas irresponsables decisiones que se permite cuando está lejos de su rutina, dijo con toda naturalidad que sí, se despojó inmediatamente de la prenda y dejó que Cleides le diera instrucciones: “Acuéstate sobre la mesa, tiéndete en el sillón, estira la pierna, quita la mano de ahí”. No hablaba con frialdad profesional, sino de manera risueña, juguetona. Quiero fumar un cigarrillo, dijo Ruguendas, estoy nervioso. Aspiró largamente y lanzó una estocada: Cleides, ¿cómo te gusta hacerlo? La fotógrafa parecía blindada. Respondió con naturalidad sin dejar de tomar fotos: “Me gusta ponerme en cuatro patitas, que me tomen por los hombros y recibir desde atrás”. Ruguendas insistió: ¿Y le eres infiel a tu marido? Naturalmente, dijo con un airecito de indignación. Seguía tomando fotos pero se mostraba descontenta. “Tu partecita está muy asustada”, dijo señalando la entrepierna de Raz Ruguendas. “¿Crees que si hacemos esto —se levantó la blusa y mostró un par de pechos espléndidos y medio bizcos, pero tan redondos y turguentes, que Ruguendas comenzó a sospechar la intervención de una mano ajena a la divina— tu partecita podrá mostrar mejores armas?”. La partecita respondió haciendo honores al acto de Cleides, cosa que agradó a la fotógrafa al extremo de buscar el ángulo preciso para captar el vuelo del águila. Ahí estaba La de los Tres Lunares, en el suelo, como en medio de una gran batalla, con su cámara entre las manos, apuntando. El acto culminante de la Feria fue la presentación de La Novela. Dos auténticos papas de la literatura se enfrentaron a un público numeroso, lleno más de curiosidad que de interés literario: se había anunciado la aparición de una obra de arte del tamaño de las más grandes, escrita por un pálido boliviano, que ejercía la docencia en Johns Hopkins. Aquello era, sin duda, una aberración. Bolivia no había dado ni un solo genuino novelista, aparte de Roa Bastos, con una íngrima novela rescatable, en sus doscientos años de existencia independiente y súbitamente, de la nada, surge un Cervantes. Raz Ruguendas pensó que las tres cuartas partes del público iban dispuestas a asistir a una bufonada. La Editora, una mujer rubia y de serena modestia, sin darse grandes aires, anunció su orgullo de presentar una obra que partiría en tres la historia de la literatura latinoamericana. El primer presentador, en tono sosegado, y diríase despectivo, afirmó que la novela era de buena lectura y nada más. Los aplausos fueron leves y las sonrisas maliciosas. El segundo presentador inició en un tono moderado, que fue creciendo gradualmente hasta alcanzar la vociferación, aquello parecía un discurso político ante la multitud rugiente. Los aplausos fueron más de complacencia que de entusiasmo. Raz Ruguendas se sintió a la vez orgulloso y desilusionado. Esperaba elogios más grandes. El vanidoso sólo admite que se le compare con Dios. Que dijeran que su obra iba a aplastar a la literatura universal, que iba a borrar el pasado e inaugurar una nueva era. No. Simplemente dijeron que era una buena novela y basta. Buena lectura para una noche de insomnio. Terminó el evento y las personas se arracimaron para pedir autógrafos. Una rubia alta, hermosa, consciente de su poder, se aproximó y le dijo: “Escritor, necesito hacerle un estudio fotográfico. ¿Cuándo nos vemos?” Tenía tres hermosos lunares muy bien distribuidos en el cielo de su rostro. El final de la noche fue más bien convencional. Raz Ruguendas fue a comer pizza y a beber vino con La de Castos Ojos. Al despedirse, a las doce de la noche, Patricia Moreno dijo: “Bueno, escritor, nos vemos dentro de seis horas. Recuerde que a las siete tenemos entrevista”. En ese caso, querida, mejor durmamos juntos, aventuró Raz Ruguendas. Un gran suspiro más de impaciencia que de indignación signó el rechazo de la castísima. Luego a dormir. Pobre Raz Rugendas: no le sucedió lo que le sucede en los instantes de grandes iluminaciones: que se le quedan todas las luces prendidas como un aeropuerto y no puede dormir. Pensó en los tres lunares y en la cita del día siguiente. Pero antes de ello hubo un asunto humillante: perseguir con la ayuda del presidente de la Cámara del Libro, un elusivo cheque: secretarias, funcionarios, mensajeros, libreros, fueron puestos en movimiento hasta que finalmente el presidente se dio por vencido y pagó de su propio bolsillo la deuda. “Ahora, escritor, dijo Cleides, súbete en la mesa del comedor —que había despejado previamente sin dejar de exhibir las prendas de sus encantos, esa blusa de seda anaranjada ceñida al cuerpo, el pantalón descaderado y ombligero que cuando se agachaba de espaldas permitía ver el hilo de un bikini—: quiero que poses como la maja desnuda”. Y así estaba el profesor de Johns Hopkins, el escritor que apareció en la portada de Newsweek, PhD de Berkeley, posando como un majo desnudo sobre la mesa del comedor de Lucía de Moore, cuando se abrió la puerta y entraron la propia Lucía, y un par de amigas de la forzuda. Un momento de sorpresa y luego las carcajadas: Así te quería agarrar, Raz Ruguendas, posando para la posteridad. Cleides pareció sacar de aquello la mejor parte, siguió disparando fotos, terminó, guardó sus aparatos, se despidió de todos. Y ahora estoy en la azotea de mi casa en Johns Hopkins. Mis manos están llenas de billetes. Todos los pagos llegaron a última hora. Miro las estrellas y no sé en realidad a quién recordar. Debo confesar que hice el intento de acercarme a Patricia en el último momento cuando me llevó al aeropuerto. Ella puso las manos al frente, con una media sonrisa de monjita de clausura: “Vade retro, Raz Ruguendas. Guarda tu amor. Tienes tan poco, que sólo te alcanza para ti mismo”. Recordé de nuevo el Salmo 39: “Como una sombra pasa el hombre y se afana en vano. Atesora, y no sabe para quién”. No pude llamar por teléfono a Cathy. Tampoco a Patricia Moreno. Perdí mi agenda de teléfonos en el viaje. El único número que recuerdo es el de mi propia casa. ¿Serviría de algo hablar conmigo mismo?
2 comentarios
Marco Tulio, fíjate que estaba por escribirte para pedirte tu autorización para publicar alguno de los cuentos del Imperio... en mi blog... Este que has publicado me gusta mucho.
ResponderEliminarAh, te ves muy bien en las fotos con ese toque canalla,
un saludo afectuoso,
Martha
Claro que puedes publicar el que quieras anotan do la fuente y mi dirección al final.
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