­

DIARIO DEL 2002

junio 17, 2010

En el 2002 hice un viaje a Colombia. Estuve en Villavicencio con el cartógrafo Pedro Botero. Recogí parte del material que utilicé en Agua clara en el Amazonas.

Nereo llevó una silla de plástico y la colocó a manera de escalera para poder alcanzar la ventana. Retiró sin dificultad el anjeo. Luego uno de los vidrios y se elevó, para entrar con la cabeza por delante, sin abandonar su cerveza Costeña. Encendió la luz, abrió la puerta. Pude respirar tranquilo después de doce horas de viaje que nos llevó cerca de la muerte y el amor. Al llegar del viaje desde Bogotá a Villavicencio. Una auténtica aventura con un conductor, Nereo, eufórico, ebrio de velocidad y alcohol, esquivando monstruos bufantes cabalgados por suicidas que jugaban a lanzarnos a los precipicios en una carretera que parecía un auténtico descenso al infierno. Larga espera de dos horas antes de entrar al túnel. No sabíamos qué había sucedido. ¿La explosión de un carro bomba dentro del subterráneo practicado en roca viva o guerrilleros en un retén, un accidente? Mi obeso Caronte decidió detenerse a la entrada de Villavicencio a visitar a una de sus novias. Dice que tiene cincuenta y seis y tengo la tentación de creerle. Nereo es la encarnación perfecta del hombre feliz que reparte su dicha con generosidad de iluminado. La idea era pedirle prestado un teléfono a la agraciada para llamar a Pedro Botero, mi informador. Necesitábamos instrucciones que nos permitieran llegar a su finca. Yo pensaba pasar un par de días hablando con él sobre el Amazonas, a donde tenía la intención de viajar semanas más tarde. Acabo de ver un gavilán parado sobre una palmera, al lado de la piscina del Casino La Libertad, nuestra meta después del viaje. Soy en este momento un habitante extraño. Nadie me conoce. Estoy en un enorme edificio que es centro de investigaciones agrícolas en los Llanos Orientales de Colombia. Esta especie de hotel de funcionarios y trabajadores, con billar, muchos cuartos, alberca, canchas de tenis, básquet, fútbol y todo lo necesario para unas vacaciones de dos o tres estrellas, se encuentra un poco abandonado. Es testimonio de que hubo épocas de esplendor pasadas. Llueve torrencialmente. Estoy sentado en el corredor solitario, tras tomar un café, comer dos rodajas de pan y un huevo. Escribo, tratando de recuperar el día y la noche anterior: el viaje que se inició con mil vueltas por Bogotá, una madre muerta, la de Nereo, y los hijos tratando de recuperar una herencia, detenciones en notarías, bancos, ferreterías, luego la salida de la ciudad por unos cerros llenos de triste existencia, en medio de una naturaleza en sí misma perfecta—y tal sería la constante de Colombia: magnificencia de natural belleza natural, desastre humano hasta la última ignominia—, la llegada a Villavicencio y el encuentro del hombre parecido a Hemingway con su novia cincuenta y cinco. Xiomara, una suculenta mujer en plenitud, dos hijos, marido ausente, tedio de ciudad chica y calor de cuarto de máquinas. Y súbitamente llega Nereo con dos botellas de vino chileno y un atragantamiento de historias por contar. Se durmieron los niños y comenzamos a beber. Entonces fui testigo del sitio de aquella plaza de amor imposible. Nos amamos desde hace veinte años y no nos hemos tocado un dedo, contaba Hemingway, al tiempo que le pasaba la mano por el rostro, la espalda, le besaba los brazos y las manos, los dedos uno tras otro, como bebiéndosela, mientras ella dejaba hacer con una sonrisa de Mar de la Tranquilidad. No reciprocaba, pero se dejaba hacer, en la sala de su casa, sus hijos durmiendo, el marido ausente, un par de cuñados en las cercanías. Nereo es doctor en ingeniería industrial. Ella también tiene un grado. Los dos trabajan en Corpoica. Si hace 20 años tú hubieras caminado diez metros más bajo las estrellas, toda esta historia sería diferente, dice Xiomara. Ella no tendría hijas con su esposo, a las que amaría apasionadamente. La esposa de Nereo no sería amiga íntima de Xiomara. Y el esposo de Xiomara no sería el mejor amigo de Nereo. Los cuatro se quieren mucho, muchísimo, y saben de la pasión entre Hemingway y Julieta. Consienten esta pasión, confían plenamente. Si hubieras caminado diez metros más bajo las estrellas todo sería diferente, repite Xiomara. Bebíamos y hablábamos, don Amoroso seguía magreando a la cincuenta y cinco, la atraía hacia sí, la besaba. En veinte años no la he tocado. Casi como por casualidad le rozaba los pezones y Xiomara temblaba como ropa tendida al viento, y sin embargo no trataba de evitarlo. El marido de Xio nos deja solos. Confía plenamente en mí. ¿Crees Xiomara hermosa que debe confiar? Ella responde pícaramente y especiosa que no sabe, ella esta ahí como una piel de oso tendida al lado del fuego mientras afuera la nieve entierra la cabaña.
Se terminaron los vinos y Hemingway salió a buscar más. Xantipa, o Xiomara, es lo mismo, preguntó si yo estaba casado. Al escuchar que sí mostró su desilusión. Tal vez considerara a todos los hombres príncipes en cabalgadura que anunciaban el gran rescate. Se dirigió a la cocina para cocinar delicias a los invasores: arepa con queso y una salchicha. Carne dura de muy buen sabor. Cuando llegó Néstor sudoroso, sucio, con la cara rubicunda, no quiso comer, lo suyo era la embriaguez del amor y el vino. Cataba a Xantipa con los ojos. Esbelta y sin embargo frondosa, maleable como el metal más noble, disciplinada en el matrimonio, quería seguir conservando el espejismo de un acertijo de antemano ciego. Hermano, vos no te has comido a Xantipa por moralismo, porque no te atreves, porque te gusta disparar sin pólvora y conservar memoria de fracasos a los que llamas triunfos, le había dicho Babel, mi hermana. Nereo le respondió que no era cierto. Mi relación con esta criatura es perfecta y no necesita de las miserias biológicas y menos de los destrozos emocionales que ocasiona el matrimonio. Así somos felices, ¿no es cierto, amor? Nos vemos cada dos meses y reiteramos la fidelidad a esta pasión. Yo intervengo. Lo que hay entre ustedes dos tiene un nombre: se llama represión. Digo que de todos modos respeto esa concordancia; no es platónica sino algo peor: poética. Nunca vas a entender esto, nunca, dice Nereo con elocuencia de orador en la tribuna. Es algo entre ella y yo, el refinamiento de la relación humana, la santidad sin tacha, una vinculación entre ángeles. No somos seres humanos cuando estamos juntos. Es muy sencillo de entender para nosotros, imposible de entender para el mundo. Tú, muchacho, eres hijo de Henry Miller y Nabokov, ¿cómo quieres entender esto? Xantipa asiente levemente. Se abandona, su entrega es el juego sin consecuencias. Material para los sueños.
Hemingway tiene un Peugot con asientos de cuero. Exteriormente el auto es un desastre, interiormente un prodigio tecnológico. El vehículo perfecto para Colombia, donde un auto lujoso es una sentencia de muerte o secuestro. Xantipa dice que los colombianos ya perdieron a su país. Lo único que les queda es su casa. Antes salíamos al río, al campo. Ahora no podemos. En cualquier parte explota una bomba. Hay una pesca milagrosa. Ya no hacemos más que trabajar y regresar a casa. Eso es todo. Estamos presos entre las paredes de nuestra casa.
El paisaje de los Llanos es verde, verde, verde hasta el infinito, en grados de sutileza nanométrica, un esplendor que canta las alabanzas a un creador despiadado, verde, verde, verde. En el horizonte nocturno se ve una alborada artificial. Son los pozos de petróleo ardiendo. Por los Llanos se puede avanzar mil kilómetros en planicie sin una sola montaña hasta Brasil.

En la serranía de Chiribiquete no hay nadie, nada. No hay comunicaciones. Suelos pobres, cañadas, desfiladeros surcados por águilas arpías. Aquello es un parque natural virgen. Después de la serranía se llega a Araracuara. A ese pueblo sólo se puede acceder por avión. Es territorio de grandes ríos: el Meta, el Guaviare, el Caquetá. A dos kilómetros de la ciudad está la pista y cerca el río. Hay que caminar bordeándolo dos kilómetros para bajar a la orilla. Al lado del pueblo lo que hay es un abismo. Habla Pedro Botero.
Veo un pímparo en una araucaria. En el gualanday se posan los pájaros carpinteros.
Botero me da las instrucciones para mi viaje a Leticia. Llegando al aeropuerto, tras un vuelo de hora y media en jet de primera, desde Bogotá, y después de sobrevolar parte de los Llanos Orientales dividiendo simétricamente la Amazonía colombiana, pedirle al taxista que me lleve a la Posada Los Delfines. Decir que soy profesor de la Nacional o de la Universidad de México. Hablar con la señora Bety Gómez, decir que quiero pasear por el Amazonas. También ir al Yavarí. Hay por allá un pueblo que se llama Benjamin Constant. Leticia está pegada a la población brasileña de Tabatinga. Otra posibilidad: ir por una carretera que se llama Los Kilómetros. En el once y medio está Pablo Morales, indígena huitoto. Decir que me lleve a caminar un día hacia el río Calderón. Comprar botas pantaneras y medias delgaditas y bañarlas con talco. Otro paseo: ir por el río Amazonas hasta Puerto Nariño. El viaje dura hora y media en rápido, son ochenta y seis kilómetros. Aquella es la parte colombiana del río Amazonas. Al frente de Leticia está Santa Rosa, pescado y ceviche al estilo peruano. Que si se puede nadar en el Amazonas. Claro, pero no es recomendable, pues lleva mucho barro, muchos palos, especialmente cuando está creciendo. A Leticia se llega con ochocientos pesos el pasaje de avión, unos 350 dólares. El dato es equivocado: sólo pagué 570, doscientos dólares. Calcular cien pesos cada día de gastos. Habitación veinte, comida diez. Hotel Los Delfines, 078 27488. Se vuela en Aerorepública. Buen servicio. En Colombia las comunicaciones aéreas se han desarrollado porque en tierra a se puede correr peligro en cualquier parte, en cualquier momento. Todo fuera del hogar es selva.
Pedro Botero me sigue ilustrando. En su rostro hay una sonrisa permanente, entre maliciosa, del que lo cree saberlo todo, y de bondad, con algo de excesivo auto aprecio, no en vano ha vivido tantas selvas y tantas mujeres. Es hermano carnal del Hemingway que quedó atrás. En la actualidad su mujer es una breve muchacha treinta años menor que él, quien lo venera como si fuera un dios. Ella es antropóloga y tiene un extraño hijo, que usa pelo largo y lacio, como los indígenas tarahumaras y los araucanos.
Estoy en casa de Pedro Botero, en Villavo. Una edificación hecha cuarto a cuarto, año tras año, poco a poco, con deleite egipcio o azteca, en medio de una casi ofensiva naturaleza feraz y una fauna abrumadora y escandalosa, que Pedro ha logrado integrar a su vida. El hermano de Hemingway no sólo da sustento a sus doce perros, media docena de cabras, un hato de vacas, sino a los pájaros de todo tipo, para los que deja colgados de las ramas de los árboles racimos de plátanos maduros. Veo que hay un árbol completamente cubierto por pájaros. Es un camarón, dice Pedro Botero, da flores amarillas, lanceoladas, que apuntan al cielo y que tienen un néctar exquisito que atrae a los pájaros. Mira, dice, un colibrí ya lo ha convertido en su casa, pero a veces su territorio es invadido por los azulejos y él no se atreve contra ellos, porque son muy grandes. Le comento que me agrada la idea de colgar un manojo de plátanos para que vengan los pájaros. Uno de los principios de los indígenas del Amazonas es no comerse todas las frutas de un árbol. La idea es compartir los dones de la tierra con los animales. Dice.
Si el indígena me acompaña medio día, quince mil, si me acompaña todo el día, 30 000.
Cuando hay mucho mosco en Araracuara es un lugar agresivo, salvaje, inaguantable. Ni los indígenas soportan la tortura. La piel es una sola erupción. Fueron unos camarógrafos. Uno salió en pantaloneta y camiseta esqueleto. Todo el mundo estaba horrorizado. Tranquilos, a mí no me pican los insectos. Y así fue. La selva otorga privilegios incomprensibles. Como la vida. A mí padre, dice Botero, nunca lo picó un animal. Una vez estaba en una finca en Puerto López, alguien arreglaba un arriate. Con el martilleo se alborotó un enjambre de abejas africanas. Todos se tiraron a un charco. Mi papá se quedó quieto, parado y no lo picó ni una abeja.
¿Edad de Pedro Botero? No sé, dice, entre el setenta y siete y treinta y ocho, ya perdí la cuenta. Yo tenía mi mujer. Estábamos haciendo un estudio de la Amazonía, un estudio de recursos naturales que incluía cartografía, pues no había buenos mapas en ese entonces. Primero se tomaban las imágenes de radar, radar gramétrico. Luego hacíamos recorridos físicos por toda la región para ir comprobando. Uno llega a un campamento central, ahí se acumula comida, medicinas y de allí se hacen travesías por los ríos. Una semana, quince días, haciendo chequeos a lado y lado del río. Cada cual tiene su especialidad. Yo iba checando los suelos, recogía muestras en bolsitas. Uno antes marca los sitios en la plancha del radar. Ahí con una agujita marca el sitio exacto donde tomó la muestra. El territorio se divide por paisajes. Un paisaje es un área que tiene características diferentes a las otras. En la plancha se dividen los paisajes y se va al campo a cotejar los paisajes teóricos con los reales. Mas he aquí: una cosa es la plancha del radar y otra la realidad, amigo. Primero que todo uno tiene que contactar con los indígenas. Sin su guía uno es como un niño en una ciudad desconocida. Casi todos los indios hablan español. Sólo los viejitos, los chamanes son los que menos hablan. En la Amazonía la gente se va, llega otra y le cambia de nombre al lugar. Todo es fugaz, hasta el paisaje. La Amazonía es como un animal. Es algo para enloquecer a cualquiera. Yo iba a favor de la corriente. Llegué a Araracuara en una hora, despacio. Pasamos por raudales: uno de ellos se llama La Sardina. Llegamos a un remanso. A la orilla había tres chocitas. Los indígenas se mueven mucho, se van, vienen, dejan solas a sus mujeres. La vieja, la muchacha, los niños. Había dos casitas vacías. Yo hablé con la vieja para pedirle permiso y solicitarle el favor de que sirviera de cocinera. A cambio de dinero. Uno les regala anzuelos, munición, ropa. Se pusieron contentos, estaban solos en medio de aquel océano de verdor y agua. La vieja se dio cuenta de la coquetería de la joven, los indígenas son muy sagaces. A mí me dijeron nada. La chica se veía muy inocente. Me comunicaba con ella de manera gestual. Me miraba, se me arrimaba, sonreía. Yo iba con otras personas, un holandés, el motorista y otro técnico. Ellos no se dieron cuenta del asunto. La mujer no tenía consideración moral en el acto. Era un juego como de dos animales. Es muy difícil que la india sea virgen. Una mujer de veintidós o veintitrés años está muy recorrida. Uno trata de no meterse con los indios. Ellos lo pueden atacar a uno o lo expulsan. Es muy peligroso, tremendamente peligroso, ellos te pueden extraviar con enorme facilidad. Un trabajo que puede costar dos cientos millones se echa a perder. Tuve una novia en Villavo. Yo le hacía el amor sin romperla. Se fue para Inglaterra. Yo he sido muy cerebral. Era una muchacha de mucha capacidad.


RELACIONADAS

0 comentarios

Seguidores