EDITORIAL DE LA UNIVERSIDAD VERACRUZANA Y AEROPUERTO DE PITTSBURG
septiembre 03, 2010
Diario de 1966 (segunda parte)
En la foto con Joaquín Díez-Canedo durante la presentación de Agua clara en el Alto Amazonas en Puebla.
Hace muchos años Gustavo Alvarez, un buen escritor colombiano que fue mi maestro, luego alcalde de su pueblo, después gobernador del Valle del Cauca y hoy está preso por intrigas de sus enemigos, se atrevió a definirme como un mediocre que trabaja. En aquel tiempo la definición me ofendió. Hoy me halaga.
En Xalapa ultimo los preparativos para el viaje a E.U., recojo papeles para presentarlos en el Programa de Productividad Académica de la Universidad Veracruzana, ese otro aguinaldo que se consigue vendiendo de chile y de manteca, es decir, escribiendo cuarto o cinco libros por año, dictando ocho conferencias, asistiendo a diez congresos, escribiendo cuatro artículos en revistas extranjeras, dando charlas en círculos culturales, ganando un premiecillo, presentando libros y traduciendo lo que se deje. Pero, amigos, es un dinerito (aquí llaman a los puntos de productividad tortibonos y los que más los desprecian son los que más los buscan) que está ahí y no hay por qué despreciarlo. El que diga que no le gusta el dinero es un perro hipócrita. A mí me gusta, sobre todo cuando lo gano haciendo lo que me place, que tal es mi caso. No me quejo. Tengo suficiente y lo he ganado a pulso, sin decir una sola mentira ni hacer una sola trampita. Soy más honrado que la mayoría de los escritores, que no se atreven a decir ciertas cosas, más íntegro que Fuentes, quien elogia a escritores francamente mediocres, más comprensivo que Vargas Llosa, quien me dio la espalda cuando yo tenía 17 años para irse con una burguesa pringosa en el Museo La Tertulia de Cali, menos insolente que Sábato quien rechazó un libro mío en la ciudad de Kansas y me dijo despectivamente mándamelo por correo a Santos Lugares, allí todos me conocen.
Vivo en una colonia de clase media más bien baja. Compré, compramos, con mi esposa, una casa que era una conejera. La fuimos agrandando, echamos abajo paredes y construimos grandes ventanales, compramos el lote vecino (como en un cuentito que publicó Huberto hace meses y que se llama "Una inconfesable y acaso noble crónica de amor"). Desde las ventanas vemos una extensión de árboles frutales. Ya están poniendo el drenaje en nuestra calle y pronto habrá pavimento. Yo mismo, junto con los vecinos, fuimos a hablar con el alcalde, Carlos Rodríguez Velasco, para promover mejoras en la calle. Mi coche se llama La pantera rosa y es un desastre. El de mi esposa -yo tengo esposa, no compañera- no tiene apodo porque es más decente. Hace poco vendí una camioneta lechera que me dio mucha lata pero que me gustaba un Himalaya. Tenía asientos de cuero y doble cabina y los niños podían brincar en la parte trasera. Mi trabajo es agradable: dirijo La Ciencia y el Hombre, la revista científica de la Universidad Veracruzana, y me dedico en ratos libres a traducir, lentamente, el libro Dieu et la science, de Jean Guitton. Le robé el proyecto a José Luis Rivas, director de la Editorial de la Universidad Veracruzana y ello no le molestó. El se dedica a traducir a Verlaine, creo. Aunque José Luis es del grupo Vuelta, y yo del no grupo Sábado nos llevamos bien. La editorial de la Universidad Veracruzana, donde trabajo, es el único sitio del mundo donde nadie, absolutamente nadie pelea, ni hace grilla y, si alguien envidia a los otros, lo hace en voz baja y sin insidias. Por eso llevo casi 20 años trabajando aquí.
Me recibe en el aeropuerto de Pittsburgh mi amigo Peter Broad, especialista en mi obra. Tiene el proyecto de tomar su sabático e irse a Xalapa a escribir un libro sobre el desarrollo del concepto de amor y el erotismo en mis novelas, lo que le permitirá escapar de la rutina que ya lleva treinta años instalada en su vida. En el aeropuerto debemos esperar a la profesora Georgina X, quien tardará un par de horas en llegar.
"Qué te parece si nos dejamos invitar por el rey de España a la más opípara comida del mundo", dice Peter y luego explica: "La corona española nos dio 2000 dólares para el Congreso y los podemos gastar en atender a nuestros invitados".
De modo que Peter y yo nos instalamos en el Fridays del aeropuerto de Pittsburgh. Nos atiende un mesero joven y guapo vestido de escocés y con cientos de escudos en su ropa. Habla un inglés acelerado que no entiendo, gesticula como Jim Carrey. "Está actuando porque quiere una propina", dice Peter, "por eso hace todo lo posible para llamarnos la atención".
El aeropuerto de Pittsburg es gigantesco y de gran eficiencia. De un edificio se va a otro en un tren tan ligero y suave como el metro del DF.
Hablo con mi esposa 10 minutos. Está tranquila y contenta, casi feliz. El hecho de que pueda manejar la casa a su antojo y ejercer su autoridad sin compartirla conmigo la hace sentirse bien. Siempre que viajo y permanezco fuera del país varios días, a mi regreso encuentro sorpresas: paredes eliminadas, casa pintada, bardas más altas.
En Xalapa ultimo los preparativos para el viaje a E.U., recojo papeles para presentarlos en el Programa de Productividad Académica de la Universidad Veracruzana, ese otro aguinaldo que se consigue vendiendo de chile y de manteca, es decir, escribiendo cuarto o cinco libros por año, dictando ocho conferencias, asistiendo a diez congresos, escribiendo cuatro artículos en revistas extranjeras, dando charlas en círculos culturales, ganando un premiecillo, presentando libros y traduciendo lo que se deje. Pero, amigos, es un dinerito (aquí llaman a los puntos de productividad tortibonos y los que más los desprecian son los que más los buscan) que está ahí y no hay por qué despreciarlo. El que diga que no le gusta el dinero es un perro hipócrita. A mí me gusta, sobre todo cuando lo gano haciendo lo que me place, que tal es mi caso. No me quejo. Tengo suficiente y lo he ganado a pulso, sin decir una sola mentira ni hacer una sola trampita. Soy más honrado que la mayoría de los escritores, que no se atreven a decir ciertas cosas, más íntegro que Fuentes, quien elogia a escritores francamente mediocres, más comprensivo que Vargas Llosa, quien me dio la espalda cuando yo tenía 17 años para irse con una burguesa pringosa en el Museo La Tertulia de Cali, menos insolente que Sábato quien rechazó un libro mío en la ciudad de Kansas y me dijo despectivamente mándamelo por correo a Santos Lugares, allí todos me conocen.
Vivo en una colonia de clase media más bien baja. Compré, compramos, con mi esposa, una casa que era una conejera. La fuimos agrandando, echamos abajo paredes y construimos grandes ventanales, compramos el lote vecino (como en un cuentito que publicó Huberto hace meses y que se llama "Una inconfesable y acaso noble crónica de amor"). Desde las ventanas vemos una extensión de árboles frutales. Ya están poniendo el drenaje en nuestra calle y pronto habrá pavimento. Yo mismo, junto con los vecinos, fuimos a hablar con el alcalde, Carlos Rodríguez Velasco, para promover mejoras en la calle. Mi coche se llama La pantera rosa y es un desastre. El de mi esposa -yo tengo esposa, no compañera- no tiene apodo porque es más decente. Hace poco vendí una camioneta lechera que me dio mucha lata pero que me gustaba un Himalaya. Tenía asientos de cuero y doble cabina y los niños podían brincar en la parte trasera. Mi trabajo es agradable: dirijo La Ciencia y el Hombre, la revista científica de la Universidad Veracruzana, y me dedico en ratos libres a traducir, lentamente, el libro Dieu et la science, de Jean Guitton. Le robé el proyecto a José Luis Rivas, director de la Editorial de la Universidad Veracruzana y ello no le molestó. El se dedica a traducir a Verlaine, creo. Aunque José Luis es del grupo Vuelta, y yo del no grupo Sábado nos llevamos bien. La editorial de la Universidad Veracruzana, donde trabajo, es el único sitio del mundo donde nadie, absolutamente nadie pelea, ni hace grilla y, si alguien envidia a los otros, lo hace en voz baja y sin insidias. Por eso llevo casi 20 años trabajando aquí.
Me recibe en el aeropuerto de Pittsburgh mi amigo Peter Broad, especialista en mi obra. Tiene el proyecto de tomar su sabático e irse a Xalapa a escribir un libro sobre el desarrollo del concepto de amor y el erotismo en mis novelas, lo que le permitirá escapar de la rutina que ya lleva treinta años instalada en su vida. En el aeropuerto debemos esperar a la profesora Georgina X, quien tardará un par de horas en llegar.
"Qué te parece si nos dejamos invitar por el rey de España a la más opípara comida del mundo", dice Peter y luego explica: "La corona española nos dio 2000 dólares para el Congreso y los podemos gastar en atender a nuestros invitados".
De modo que Peter y yo nos instalamos en el Fridays del aeropuerto de Pittsburgh. Nos atiende un mesero joven y guapo vestido de escocés y con cientos de escudos en su ropa. Habla un inglés acelerado que no entiendo, gesticula como Jim Carrey. "Está actuando porque quiere una propina", dice Peter, "por eso hace todo lo posible para llamarnos la atención".
El aeropuerto de Pittsburg es gigantesco y de gran eficiencia. De un edificio se va a otro en un tren tan ligero y suave como el metro del DF.
Hablo con mi esposa 10 minutos. Está tranquila y contenta, casi feliz. El hecho de que pueda manejar la casa a su antojo y ejercer su autoridad sin compartirla conmigo la hace sentirse bien. Siempre que viajo y permanezco fuera del país varios días, a mi regreso encuentro sorpresas: paredes eliminadas, casa pintada, bardas más altas.
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