CON TOMÁS GONZÁLEZ EN CONEY ISLAND. DESCABEZADERO.
noviembre 07, 2010La farándula literaria en Nueva York
Diario de 1996
Asistí, con Márceles Daconte, líder de la cultura colombiana en Nueva York, a la embajada de Ecuador, donde se presentaba la novela de un escritor hondureño. Hubo mucho público, varios discursos de cónsules y embajadores y la lectura de un texto algo infantil que pareció agradar a casi todos. A mí me pareció ridícula esa especie de novela que pretendía ser ingenua y resultaba mongoloide. Ridícula me pareció también la admiración de toda aquellas personas a un escritor a todas luces mediocre. Conocí a Gregory Rabassa, el traductor de García Márquez y Cortázar, un viejo encantador y sencillo, quien naturalmente no me conocía. Lo hallé muy parecido en su bonhomía a Edmundo Valadez. Le regalé la nueva edición de Mujeres Amadas. Prometí comunicarme con mi editor en Colombia para que le enviara una colección completa del resto de mis libros. Rabassa dijo que había un gran desinterés de las editoriales norteamericanas por la literatura latinoamericana. Le dí una de mis tarjetas. Yo no uso tarjetas, dijo Rabassa, porque una vez que las mando imprimir me cambio de dirección. Rabassa hizo la presentación pública del libro del hondureño. Dijo que era el final de la línea iniciada por Cervantes y destacó el hecho de que seguía una forma del realismo mágico que caracteriza a Latinoamérica. A la hora de las preguntas al autor hubo abundantes felicitaciones. Vi aquello como un asuntillo doméstico, la exaltación de un escritor de segunda, la complacencia, el regocijarse en el cuento ya resobado de la indentidad latinoamericana. Aquello me pareció tonto. Una presentación más provinvial que cualquiera de las que se hacen en Xalapa. Algo tonto, falto de sentido crítico, el cantar alabanzas a cualquier esperpento impreso en letras de molde. Me dieron ganas de joder, de echar todo aquel tinglado abajo, como en los viejos tiempos en que me atrevía decir cualquier cosa en cualquier parte en el tono en que se me daba la gana. Me levanté y tomé el micrófono. No hablé mal del texto del escritor, pero aproveché para fustigar el machacado asunto del realismo maravilloso. Dije que tenía con García Márquez una relación de amor y odio: reconozco que es deslumbrante y agradable leerlo, pero le pido más que esa barata complacencia a la literatura. Después de ser leídos, los textos de García Márquez desaparecen, no pasa nada. Es como si uno hubiera leído el humo. Extraño en Latinoamérica el aliento de Thomas Mann, la profundización en la naturaleza humana. No el espectáculo circence para los extranjeros. Ya tenemos que dejar de ser payasos con colorines, funámbulos, culebreros y buscar los seres humanos.
El escritor hondureño prácticamente me quitó el micrófono, pues el discurso amenazaba prolongarse. Una persona del público preguntó mi nombre y los de mis obras, pues suponía que yo era escritor. Lo dije y comencé a recitar los nombres de mis libros como ensalmos. El escritor hondureño pidió que le devolviera el micrófono y el cetro de la situación. Se lo entregué. Ese era su momento: reina por un día, y no había razón para echárselo a perder. Al final del evento una mujer me abordó indignada. Yo no tenía derecho a a decir que la literatura latinoamericana era superficial: olvidaba a Roa Bastos... Le respondí que Roa Bastos escribió un libro, Hijo de hombre, y luego se dedicó a aburrir a los lectores hasta dar la obra maestra de la pedantería en Yo el supremo. En fin, encontré aquel ambiente mucho más provinciano que el de Xalapa, que el de Toluca e incluso Monterrey.
Ya en el avión rumbo a Houston terminé de leer Primero estaba el mar, obra primeriza de Tomás González. En la dedicatoria escribió: Para mi gran amigo, Marco Tulio, lo que considero un honor, siendo Tomás tan parco. Es una novela sencilla, conmovedora, extraña, sobre personajes solitarios que parecen lanzados al mundo contra su voluntad y que viven con gran dificultad el amor, el placer y el dolor. Al terminar beso el libro y me propongo escribirle una carta pidiendo que rescate esta novela del olvido y le busque editor. Que le pula algunas ingeniuidades y que la tenga lista. Tomás es el tipo de escritor que no necesita buscar editor. Le llega. Su vocación de monje cartujo, su disciplina y su talento son conocidos y antes de terminar sus obras ya tiene editor. Yo mismo me ofrecí a buscarle edición en México.
La calidad literaria no tiene absolutamente ninguna relación con la ventas de libros. El libro de relatos de Tomás es maravilloso, con personajes inolvidables, bellísimo, se lee con enorme placer. Y además fue publicado en Planeta. Cómo explicarse que fuera un fracaso de ventas si estuvo en supermercados, tenía buena portada y es excelente. Definitivamente la literatura está jodida. Lo que hoy importa, como dice Tola, es la mercadotecnia y no nos hagamos pendejos. O eres escritor o eres mercader, pero no puedes ser las dos cosas.
Coney Island
Mi estadía en NY tuvo un gran final hermoso e inolvidable. Fui con Tomás González a Coney Island. Hay cierto aire desolado en esa playa. Una montaña rusa abandonada. La estación del metro descuidada, poca gente. Comenta Tomás que este fue uno de los sitios de moda en Nueva York y que tiene mucha historia. Grandes películas se filmaron allí. Recorrimos bajo una llovizna pertinaz y con una temperatura de 30 grados Farenheit (2 o tres centígrados bajo cero) una playa abandonada. Vi que estaban filmando una película y me acerqué. EL protagonista yacía muerto sobre la arena y una mujer, supongo, su esposa, su amante, caminaba a lo lejos, veía el cuerpo caído, corría hacia él, se acostaba a su lado, le acariciaba el rostro y sonreía. La mujer estaba cubierta apenas con un sutil vestido de gasa y estaba aterida. El hombre se mantuvo casi una hora sobre la arena mientras se hacían cuatro o cinco tomas de la misma escena. Mientras esto sucedía Tomás fue a mirar el mar. Lo ví de pie sobre unas rocas, como un punto inmóvil. "Cada vez que me siento oprimido por Manhattan vengo a ver el mar", me comentaría después. Supe que Tomás y el mar tenían una relación extraña. Y ahora, trás leer su novela Primero estaba el mar, lo sé con mayor razón. El mar para este singular novelista parece ser la entraña de lo que quedó, de todos los que ya pasaron, la entraña de uno mismo y de todos los que pasarán. Una entraña desconocida y palpitante, un signo que está ahí acaso dejado por Dios para que sepamos algo que la vida se empeña en ocultarnos.
Cuando se iba a iniciar la quinta toma de la misma escena, Tomás pidió que nos fuéramos. Caminamos por un larguísimo malecón de madera cortada en pequeñísimos trozos atornillados. La llovizna y el frío comenzaron a afectarnos. Caminemos rápido, pidió Tomás. Mejor trotemos, dije. Trotamos sobre la madera varios kilómetros hasta llegar a una cafetería rusa, atendida por personas poco amables. Unas chicas con minifaldas tenían su alboroto ruso armado en otra mesa. Nos llevamos los cafés afuera y nos sentamos en unos bancos, bajo un techo de concreto a mirar el mar. "A mí lo que me importa es escribir, no publicar. Yo lo que quiero es escribir una novela de cinco mil páginas que me tenga ocupado el resto de mi vida. Pienso que es una tontería buscar editor. Cuando era joven pensaba que la literatura podía servir para otra cosa, como hacer dinero o ser famoso. Ahora sé que el verdadero fin de la literatura es proporcionarle al escritor un mundo feliz, propio, con reglas particulares, diferentes a todas las demás".
De alguna manera sentí esas palabras de Tomás como una crítica a mi actitud ante la vida. Pero también supe que no me estaba juzgando. Tomás no quiere poner reglas. Simplemente vive a su gusto y se porta como ermitaño. Y si cedió a la seducción de mi amistad fue tal vez porque siendo tan diferente, encontró en mí a un ser abierto, dispuesto a querer a los que lo merecen, a reconocer y divulgar su talento.
Fue una digna despedida a unos días inolvidables --¿cuándo volveré a tener diez días libres, sin responsabilidad alguna, con dinero a disposición, en una ciudad como Nueva York?-- y el sello a una buena amistad entre dos personas tan diferentes como Tomás y este escribiente. Él tan reservado, tan ausente de ambiciones y de toda vanagloria, tan dispuesto al sacrificio a cambio de nada. Yo tan comunicativo, tan locuaz y acaso insoportable, tan presto a todo. Soy el tipo de personas que quieren tirarse a nadar en todos los ríos que encuentran en su camino y antes de mi matrimonio era el tipo de hombre dispuesto a tirarse a todas las mujeres que se prestaran al asunto. Me encanta ponerme en peligro en cualquier situación, estar siempre al borde del abismo, especialmente cuando hay público. No olvido la imprudencia en el Descabezadero, unos días antes de salir hacia EU. Quise atravesar la corriente a nado, sabiendo que si me arrastraba el río iba a azotarme contra los rápidos. Y no contento con eso, después me lancé de nuevo a la corriente con una cuerda atada a la cintura para amarrarla al otro lado del río, de modo que los demás bañistas pudieran atravesar sin riesgos. Descabezadero, el agua más limpia, violenta, fría y hermosa que haya visto en el mundo. Días más tarde apareció en El Diario de Xalapa la noticia de que el Descabezadero se había tragado a dos nadadores y que los buzos de rescate tardaron varios días en hallarlos: las corrientes los atraparon en cavernas subterráneas. Mientras yo jugaba al suicida, Lety estaba en la cima del Cerro y no podía ver mi temeridad. Si la hubiera visto me mata a pedradas.
Solamente se comparan con las aguas del Descabezadero las de Agua Azul en Chiapas y las de las playas de la Isla del Carmen, en Campeche. Recuerdo la experiencia de tenderme en la playa de Isla del Carmen y ver que sobre mi cuerpo volaban por el aire centenares de pecesillos. Otras aguas inolvidables: las del Lago de Nicaragua, hace ya tantos años, donde nadé cuando tendría diez o doce años, y de donde mi madre tuvo que sacarme casi a rastras. No me cabe duda alguna de que en mi pasada encarnación fui mudo pez y que en la próxima regresaré al agua. Incluso me atreví a lanzarme a las aguas del río más contaminado del mundo, el Coatzacoalcos, del que salí con una película semejante a un plástico cubriendo todo mi cuerpo.
Catorce años despues de haber escrito lo anterior Tomás sigue siendo un ermitaño, pero sus libros se leen en alemán y en muchas otras lenguas. Ahora vive en una finca en Chía, cerca de Bogotá y casi no sale al mundo.
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