Egolatría: ¿respeto o admiración?
diciembre 18, 2011Diario de un escritor (Domingo 13 de febrero de 2008)
Después de todo la vida es básicamente comerse los unos a los otros
A lo largo de mi vida he tenido varias obsesiones. Una de ellas es el ejercicio físico, otra la literatura. Hay una tercera, que mis lectores ya conocen. Las dos primeras obsesiones tienen que ver con la vanidad, la egolatría, el autoaprecio, la necesidad de atención, el deseo de destacar y la exigencia de estar a la altura de la opinión que tengo de mí mismo. Muchas personas me han criticado este rasgo de mi personalidad, a veces calificándola de enfermiza. Pienso que todos los seres humanos necesitamos amor y respeto por parte de nuestros semejantes, sólo que a unos se les nota más otros. Quienes descansan sólo en Dios consideran vano todo intento de sobresalir. Quienes prefieren aliviar a Dios de sus cargas, se ocupan de producir algo nuevo, no simplemente de repetir salmodias y lamentos. Pero si Dios hizo al hombre, no lo hizo para bajar la cabeza sino para levantarla. Vinimos a levantar polvo, no a apisonarlo. El mundo podría dividirse en dos campos enfrentados: el de los humildes y el de los vanidosos. De la humildad se deriva en muchas ocasiones la sumisión. De la vanidad se deriva la soberbia. Uno y otro extremos son, sin duda, perniciosos. Hay quienes alaban la esclavitud, arguyendo que mientras más se sufra, más se merece. Si nos preguntamos, con la mano en el corazón, quienes han movido el progreso de la humanidad, tenemos que responder que han sido los soberbios quienes han movido los motores de la civilización. ¿Quién que no crea poder competir con todos sus antecesores, incluso con Dios, llevó a cabo algo verdaderamente grande? Cada vez que alguien me acusa de vanidoso o ególatra, me sobran frases para responder: “Siempre es más valioso tener el respeto que la admiración de las personas” (Rousseau). “Las almas más grandes son capaces de los mayores vicios, como de las mayores virtudes” (Descartes). “No hay castos; solamente hay enfermos, hipócritas, maniacos y locos” (France). Pienso en la prensa local, nuestros periodistas jalapeños, nuestros intelectuales: ¿quién ejerce su criterio? ¿Quién hace temblar a los grandes? A mis oídos llegó que en Humanidades, en la Universidad Veracruzana hubo quines censuraron mi primer Descabezadero. Qué bueno. Si vinimos a este mundo fue a levantar polvo. No a apisonar las huellas que dejaron nuestros antecesores. Repito. Pero, bueno, vamos a otra cosa: a practicar, como decía Ortega y Gasset, el sublime deleite de hablar de mí mismo (por eso he subtitulado esta columna Descabezadero: Diario de un escritor.) Estoy capturando, con toda lentitud y placer, mi primera novela, Breve historia de todas las cosas. Se publicó en 1975 en Buenos Aires en Ediciones La Flor, cuando yo tenía 25 años. El editor, Daniel Divinsky (editor histórico, del padre de Mafalda, Quino) viajó a Cali a llevarme el contrato. La novela se publicó con la siguiente texto de contraportada: “NOS, los editores de este libro declaramos al lector: Que AGUILERA GARRAMUÑO no es un seudónimo utilizado por García Márquez para escribir una novela más divertida que Cien años de soledad. Aguilera Garramuño es el de la fotografía y, como se verá, no tiene bigote. Que Breve historia de todas las cosas es la novela más imaginativa, loca, entretenida y rica que haya pasado en mucho tiempo por nuestras manos. Que garantizamos al lector satisfacción completa. Caso contrario, se le devolverá el importe de su compra en la tienda principal de San Isidro del General Que el mencionado pueblo, San Isidro del General, no es Macondo, y su único parecido es que ambos sólo podrían estar en Colombia. Que todos los comentarios bibliográficos de este libro van a relacionarlo con García Márquez, siendo esto una mentira: a nosotros nos gusta más Aguilera Garramuño. Con Breve historia de todas las cosas inicié mi carrera literaria. Tenía yo por entonces 25 años, estaba estudiando Filosofía en la Universidad del Valle, y en el futuro estaba agazapado un universo: la Universidad de Kansas, la de Nuevo León, la Veracruzana, el matrimonio, dos hijos, 25 libros, algunos premios literarios, algunos errores graves, una visita al infierno donde casi me quedo a vivir, y ahora, esta columna en Milenio, mediante la cual me voy a comunicar con los que quieran leerme sin prejuicios. Básicamente soy, o creo ser, un hombre libre, con criterio y capacidad de ejercerlo. Espero cumplir con estos postulados y ganar unos cuantos amigos y una mirada de enemigos (esos los doy por descontados). Para tener un millón de amigos basta poner cara de tonto, sonreírle a todo el mundo y decir a todo que sí. ¿Y entonces, qué mérito tiene, mis queridos frenápteros y frenolitos, vivir con cara de bobos para hacer felices a los demás? Dice García Márquez que escribe para que lo quieran. Yo escribo para que me odien al principio y me terminen amando. En el fondo, como dice Borges, todos los hombres somos el mismo hombre. La vida se reduce a dos o tres garabatos que trazamos sobre las arenas del tiempo. (Descanse en paz Emilio Carballido, hombre de talento grande y de generosidad sin tacha. Pocas veces un hombre de letras concita tanta aprobación de sus contemporáneos.)
2 comentarios
Deja de estar haciendote publicidad en todos los muros de FB, das verguenza ajena.
ResponderEliminarAvergüenzate de tus defectos y problemas. No de los ajenos. De mediocres y envidiosos está lleno el mundo. ¿Tienes algo que mostrar? Si no, consúmete en tu baba.
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