Fin de "El Donoso que conocí" (Quinta parte. Fin)
febrero 12, 2012Desde que llegamos al aeropuerto de Bogotá comenzaron las atenciones.
Nos esperaba un autobús lleno de jóvenes rubicundos, saludables, elegantes y
sofisticados del Colegio Nosécuántos, cuyos padres habían pagado una carretada
de oro para que los alumnos de su taller literario pudieran escuchar, tocar y
ver a un miembro del boom, un poquito
marginado, pero saludable y lleno de humor. Ya estábamos libres del mundo de
las señoras, libres del mundo de los homosexuales, ahora íbamos a caer en un
mundo que se dividía: el de los escritores e intelectuales, muchos de ellos
ofendidos por haber perdido los dólares del concurso, y el de los adolescentes,
que competían por hacer preguntas inteligentes y por exhibir sus naturalezas
díscolas. No podía quejarme por el anonimato: varios de los nenes habían leído
sin desagrado mi primera novela y los periodistas se empeñaban en demostrar que
yo no era el miserable corrector de galeras que se moría de hambre y abandono
en un pueblito llamado Xalapa. (Nota actual: la anterior frase me hace pensar
que lo que estoy contando sucedió entre 1980 y 1983). Entre los jóvenes hubo
una rubia hermosita, algo entrada en carnes y cultura, que desde que me vio se
me adjuntó: en el autobús, en el restaurante y luego, a la hora de despedirnos,
en el lobby del Hotel Tequendama. ¿Te puedo acompañar?, preguntó sin bajar un
ápice la voz, de modo que sus compañeros de taller la escucharan y que
incluso, de paso, el mismo Donoso se diera cuenta y lanzara una mirada de
encantador reproche: ¡Marco, Marco, otra vez a tus andadas! Sorprendido,
extasiado, lleno de susto, pues la niña apenas tendría quince o dieciséis
años, tal vez catorce bien trabajados por la vida, le dije que cumpliera sus
deseos pero sin meterme en líos.
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