Regreso ¿triunfal? a Colombia

diciembre 03, 2012

Foto tomada por Stanislaus Bhor en su casa, tras un magnífico almuerzo
en su casa y durante una entrevista
La depresión es como los pájaros de Hitchkock: uno no sabe por qué ataca, dice Diana, la novia de Gustavito. Me acerco a las mil páginas en la novela que estoy escribiendo. Cualquiera pensaría que mi regreso a Colombia fue triunfal: no: en ocasiones pasé como un fantasma, hubo poca asistencia a algunos eventos (lo que es en parte disculpable porque se programaron al vapor: de un día para el otro), otros eventos fueron magníficos (la recepción que me hicieron los escritores en el Valle; los encuentros con editores; la presentación en la Biblioteca Departamental del Valle; la acogida entusiasta en Neiva, los viajes a Boyacá, etc); la prensa (a excepción de El Espectador y Radio Nacional de Colombia, que se ocuparon de mí, la prensa estaba ocupada con Madonna). En la presentación en el Gimnasio Moderno hubo varios amigos pero faltaron muchísimos. El domingo espero que salga una entrevista en El Espectador y una buena nota en Libros y Letras. Según parece ya amarramos la edición de mi libro de cuentos infantiles El rinoceronte enamorado gracias a Mario Mendoza, querido amigo que se portó muy bien y estuvo todo el tiempo pendiente de mis asuntos. Todo se equilibra: lo que más le conviene al escritor es la indiferencia y una dosis de fracaso. Hice largos recorridos por la patria, que en algunas partes intacta y deslumbrante en el esplendor de una naturaleza sin par. Me enorgullezco de seguir siendo colombiano después de residir casi cuarenta años fuera del país. Tal vez el león, como Donoso, vuelva a la cueva a pasar sus últimos años. No creo que sea casualidad que en 1975, cuando apenas estaba comenzando a escribir, titulara mi novela de sueños Rostro con máscara y que ahora titule la novela que estoy escribiendo Sin máscara frente al espejo. Obsesionado por entonces por Freud, estaba leyendo los 25 tomos de sus obras completas (empastadas en cuero) mientras hacía el fatigoso y largo trayecto del Barrio San Fernando a la Ciudad Universitaria en Cali. En la leyenda que tejo para mí, terminé de leer los 25 tomos. No sé si tal leyenda coincida con la realidad vivida. Proyectos por entonces monumentales emprendía, como leer La Ilíada, La Odisea, La Biblia y el Quijote, antes de emprender la corrección final de Breve historia de todas las cosas. Para Rostro con máscara hice experimentos con mis sueños: la idea era sorprenderlos precisamente en los momentos estelares: para ello concertaba el despertador cada dos o tres horas. Al despertar abrúptamente, daba un salto y tomaba lápiz y papel y apuntaba mis sueños. Algunos bastante convencionales (como los típicos sueños de vuelo); otros obscenos y hasta despiadados (mi madre desnuda mirándose el centro de su cuerpo abandonado por los hombres). Con mis sueños ligeramente hilvanados tejí y publiqué en la ya desaparecida Colección Rotativa de Plaza y Janés una noveleta que supongo nadie entendió ni disfrutó: los comentaristas se ocuparon de otros textos incluidos en este volumen. Pero yo no quería hablar sobre esto (precisamente) en el primer momento de calma que tengo desde que salí de Colombia (mientras el Airbus 320 de Avianca sobrevuela el Atlántico rumbo a México): quería hablar de la extraña, inquietante princesa chibcha que cuida al sobrino Gustavito, que se va consumiendo lentamente en los médanos del cáncer y de su carácter atrabiliario que le hace rechazar todos los tratamientos: es una mujer hermosa, suave, melancólica (en el viaje al Tequendama hablamos sobre la depresión y me confesó que ella había estado también en el hueco y me habló de los pájaros de Hitchkock), que tiene frecuentes explosiones de carcajadas (como la sueca Suzette), que le besa la cabeza calva por la quimioterapia al sobrino, que se tiende a su lado horas y horas y soporta sus frecuentes rudezas, que lo ha seguido con sus bolsas llenas de verduras, medicinas alópatas y ropas como una gitana por Cali, Boyacá, Bogotá, el Valle del Tequendama, cuidando su dieta, atenta a sus caprichos y que duerme en el piso con sumisión casi fervorosa, a la espera de que Gustavito con su voz pedregosa, cada vez más lejana, le pida tráeme una cobija, prepárame un te, quiero agua. Diana se llama la princesa chibcha y parece que está dispuesta a seguir a su amado a todas partes, afrontando la posibilidad de tener que asistirlo en el trance mayor, que podría estarse preparando, en vista de que Gustavito simplemente ya no quiere ocuparse de su enfermedad. Gustavito tiene 27 años, mide un metro 92, está flaco, se mantiene macilento y tristón, a veces esboza una media sonrisa, pero en general está de un humor de perro rabioso. O de hombre al que ya nada del mundo le importa (a exepción de su princesa chibcha). En casa de mi hermana la Nena, Gus estaba escuchando ska o algún ritmo jamaicano. Yo me puse a bailar, payaso como soy y torpe (adulto mayor con déficit de atención: ese es el diagnóstico de mi hermana, que no escatima descalificaciones para su hermanito el olvidadizo, el tontito, el machista, el famosillo). Gus se puso en pie y trató de enseñarme: bailó como flotando, mira, como flotando en el espacio, dijo, no hay que mover las caderas. Poco le duró el entusiasmo. Pronto fue a arruncharse como un gato en un hueco de la cama de Nena, su tía, que es una especie de madre universal. ¿Cómo te fue en Colombia?, me preguntó mi amigo el escritor secreto, que me acompañó al aeropuerto y me ayudó a cargar las maletas (que se van de Colombia tan cargadas de libros como llegaron: 50 kilos de libros de mis amigos escritores, ay compromisos de lectura ineludibles). Bien, mal y más o menos, le dije. Ese es el resumen de mi estancia en Colombia. Y procedí a desmenuzar mi respuesta. Insólita amistad la que establecí con el escritor secreto, como particular e inexplicable es la amistad que pacté con Di Marco, al que premiamos en la Bienal Internacional José Eustasio Rivera, escritores que comienzan a respirar los aires mefíticos de los premios literarios y a quienes sin duda apoyaré como un padre, como el padre que nunca tuve. A Di Marco le di un beso en la mejilla, efusión muy desacostumbrada en mí. Di Marco me dijo antes de despedirnos: Sé que pronto nos volveremos a ver. Casi inexplicable mi comportamiento en las celebraciones de la Bienal de Novela en Neiva: no soportaba estar mucho tiempo sentado hablando con mis colegas, lanzaba invectivas a veces demasiado agresivas, me dolía la cabeza, conjeturo que mi rostro estaba crispado por una seriedad que no acostumbro: ¿qué me pasaba? No era simplemente falta de sueño o falta de ejercicio físico, sino el hecho de que estaba engentado: ver tanta gente junta y con tanta frecuencia me causaba disgusto: a mí, que paso el tiempo encerrado escribiendo y que sólo salgo a hacer deporte y a gastar mis excedentes. (Héctor Sánchez fue quien más hizo notar mi comportamiento: "Marco es un antisocial, ya quiere ir a hundirse en su cueva". Y tenía razón, pienso). Como Di Marco insistiera en que yo emitiera el discurso de entrega del premio (sabe que yo fui la instancia decisiva para que le diéramos el premio: 20 000 dólares se agradecen), al final hice un esfuerzo supremo y le dije a Héctor: Sí, voy a decir el discurso. ¿Qué vas a decir?, dijo un poco asustado, pues ya conoce mis despropósitos en ceremonias oficiales. No sé, le dije, algo se me ocurrirá. Y en efecto: algo se me ocurrió. Comencé diciendo lo que dijo Fernando del Paso que dijo Cantinflas en un discurso de película:” Antes de hablar quiero decir unas cuantas palabras”. Luego hablé de Neiva hace 26 años (1988), hablé de mi depresión y del día en que un psiquiatra me dijo: Resúmame un libro. Y yo le resumí La Vorágine. Lo hice tan bien (dijo el psiquiatra) que el hombre me dijo (y le dijo a LL): "No hay por qué preocuparse, lo del señor Marco es apenas un relámpago en su cerebro hipercargado, pronto pasará y volverá a ser el de antes". Pero no pasó pronto: estuve cinco años en el abismo y si salí (como Dante del infierno, dice Styron en La ardiente oscuridad) fue por cuatro razones: 1, LL, que me dijo, corta las medicinas de raíz, si quieres suicidarte, suicídate, pero no jodas; 2, el ejercicio físico, que no abandoné, aunque corriera como un zombie protegido por la compasión de mis compañeros del básquet; 3, la lejana idea de que yo seguía siendo un escritor y que algún día publicaría una novela (una gran novela: como pretendo que sean todas las que escribo: ya está escrita: se llama El sentido de la melancolía y ya perdió su primera batalla) y finalmente, 4, el convencimiento de que la clave de la salida a la luz tras la depresión se hallaba en un agenda, en la que uno debería anotar todo lo que haría mañana, pasado mañana, dentro de un mes, dentro de un año.
         Ya en el ADO rumbo a Xalapa escribo. Anoche pernocté en el Hotel Posada del Sol: toallas de blanco terroso, un travesti indiferente en la recepción, atosigante perfume ambiental con olor a jazmín, habitación 212 (en mi hotel, el Hotel Bello, no había cupo). No hay correos electrónicos. En la televisión del ADO disparos y gritos. Las noticias: disturbios durante la toma de posesión del nuevo presidente, el guapito analfabeta. Hordas de hombres vestidos de negro y enmascarados que se pregonaban anarquistas a gritos asolaron el centro histórico del DF. El gurú Maracuyá escribió: Es difícil dar la cara hoy cuando toda la vida se ha pasado dando las nalgas. ¿Quién? No dije. Se entiende. Inventé al gurú Maracuyá para decir mis verdades y eludir la censura: sigo siendo extranjero y sobre mí pesa la espada de Dámocles: artículo 33. Envejecer no es más que una vieja costumbre que una persona ocupada no tiene tiempo para adquirir, dice Maurois. Mi amigo el escritor oculto dice: La única opción que tienen hoy las novelas para salvarse, es que sean sólo los huesos, lo esencial. Todo me da lo mismo. Ohm, ohm, ohm. La vida comienza todos los días. Valga este mensaje de manual de auto ayuda. El dinero es un buen amigo del novelista. Si quieres ganar el interés del lector desde la primera página de tu libro, di a cuánto asciende la deuda del protagonista. En la foto que acompaña la entrevista se ve a Franzen, el novelista norteamericano, el que acaba de escribir "la gran novela americana" (sick), sin afeitar, con sus anteojos de pasta negra y una expresión de gringo tonto. La misma foto que exhibe en todos los reportajes. Parecida a la única foto que difunde Santiago Gamboa, el patito feo de la literatura colombiana: la cara picada de viruela, una barba rala, gafas baratas y expresión de gran maestro de generaciones. Ya me voy aproximando a las 1000 páginas de esto que estoy escribiendo y que subo por partes a mis tres blogs. El 31 de enero del 2013 suspenderé el flujo y comenzaré a corregir desde el principio, cortaré despiadadamente. Espero dejar solamente 400 páginas.

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2 comentarios

  1. Presumo que la depre te la causa el haber estado cerca del mundillo literario colombiano. La mía la sobrellevo practicando la invisibilidad, y que mi literatura se defienda como pueda. No desgasto mi ingenio en cosas ajenas a la fascinación por la escritura. Te abrazo. Todavía corrijo los trabajos de mis alumnos, así que tu libro me espera. Lina María

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  2. Un saludo, querida Lina. Fue un gusto verte, pero, no me lo vas a creer: alguien se quedó con tu libro. No lo encontré entre los que me dieron en el Gimnasio

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