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Los míseros errores de mi corazón

enero 27, 2013


Los escritores acostumbramos ampararnos bajo las ramas de los árboles del espíritu más frondosos y seguros. Si me preguntaran cuáles han sido mis árboles posiblemente daría una lista relativamente larga de la que no podrían estar ausentes Dostoievski, Henry Miller, Rubem Fonseca; García Márquez no: de alguna manera lo considero un escritor menor, de grandes mayorías, sin fondo; y Bergson, Nietzsche, Schopenhauer, entre los filósofos, sin olvidar a Platón, a quien siempre recurro, y quien está casi en la piel de mi  Historia de todas las cosas. No debo olvidar a Freud, cuyos 25 tomos de obras completas empastadas en piel leí de pie, en la buseta que iba del Barrio San Fernando a Ciudad Universitaria en Meléndez, en las afueras de Cali. ¿Shakespeare? Sí, claro, pero por un poco de esnobismo intelectualoide y por esa malhadada tendencia a convertir cada frase en un dictum inapelable: siempre he tenido la idea de que el buen escritor, el escritor-escritor, debe poner en cada línea su alma: ni un valle, sólo cimas, todo esplendor; esplendor incluso en la miseria. Cuando terminé de escribir  Mujeres amadas  me dije: debo buscar para mi engendro un epígrafe que sea como el corazón de esta novela, una frase interesante, profunda, grave, inapelable. ¿Dónde hallarla? En Shakespeare, solamente en Shakespeare. Como acostumbro a lanzar balandronadas, que a veces responden a hechos hechos y en ocasiones son solamente inventos de mi mente afiebrada, adicta a los excesos, a las trascendencias dinámicas, como dice mi máneger (mi más acérrima crítica), les diré que espulgué todas las obras de Shakespeare en las que el amor era la ley mortal, en busca de esa cita que fuera la llave de la cerradura de mi novela. Repito: no sé si es cierto que leí todas  esas obras  de Shakespeare para buscar la ínclita frase. ¡Y la encontré! ¡Qué míseros errores cometió mi corazón cuando se creía más dichoso que nunca! 

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