El corazón de las tinieblas
febrero 27, 2013
El corazón de las tinieblas[1] de Joseph Conrad nos presenta una nueva forma
de novelar en la que el narrador le cede la palabra a un personaje para que
éste cuente la historia central. Este mismo procedimiento fue el que utilizó
Sergio Pitol en Domar a la divina garza: poner a hablar a un personaje y que éste
cuente la historia principal de la novela. Marlowe, el protagonista de El corazón de las tinieblas, es un marinero, pero no un marinero típico,
que carece de rumbo y que se embarca en cualquier barco, con tal de que le
paguen; el rumbo de Marlowe no es sólo geográfico, sino moral: busca algo más
allá de la paga física. Tal actitud fue también la de Conrad, a lo largo de su
vida: emprendió viajes imprevisibles, con intenciones que rebasaban el deseo de
aventuras y la ambición de dinero o poder. No dudo que Marlowe sea el
antecedente más directo, el pariente más
cercano, del Maqroll de Álvaro Mutis,
cosa que ni el mismo Mutis, creo, niega; tampoco Pitol debe negar que el
procedimiento que utilizó en Domar
a la divina garza proviene
directamente de El corazón de las
tinieblas. Mutis es demasiado antisolemne para querer apropiarse de glorias
ajenas y Pitol nunca ha tenido pretensiones de originalidad.
El corazón de
las tinieblas no es solamente una
novela de aventuras, sino de una novela
de búsqueda moral. De búsqueda de certezas. Un intento de comprender las
fuerzas oscuras, primitivas, que yacen en el fondo de todos los seres humanos,
incluso de los más civilizados. Conrad compartía, sin duda, la idea de Thomas
Hardy, según la cual “la tarea del poeta y del novelista es enseñar la vileza
que se encuentra debajo de las cosas más grandes y la grandeza que se encuentra
en las cosas más viles”.
Repitamos una
frase interesante de Pitol con respecto a Conrad: “Llegar a Conrad marca uno de
los momentos decisivos que puede conocer un lector cultivado”. La cima de esos
momentos, sería, a no dudar, la lectura y un cierto tipo de comprensión del Ulises de Joyce, que, como señalamos anteriormente consitituye
el Everest de la novela. (Everest que tiene un más allá, en la novela Finnegans
Wake, del mismo Joyce).
El corazón de las tinieblas se abre con un
barco anclado en la inmovil oscuridad de la desembocadura del Támesis. En la
cubierta de ese barco los marineros escuchan la historia que cuenta Marlowe
sobre su aventura en el Congo en busca de Kurtz, un agente comercial de la
misma compañía, que se encuentra enfermo en el corazón de la selva
El procedimiento que usan Conrad, Mutis y
Pitol no es nuevo, es más bien bastante viejo: el contar una historia dentro de
otra historia; lo usó la Scherezada de Las mil y una noches y fue usado
en los Cuentos de Canterbury y en El Decamerón. La novedad se
halla en que Conrad se salta olímpicamente la verosimilitud temporal y se
permite contar de un tirón historias que en la vida real llevarían varias
horas. Es pues un procedimiento artificioso, pero que en el arte de la novela,
se disuelve. La narración de Marlowe es
tensa y angusiosa y sus escuchas (y sus lectores) se ven atrapados en ella. El
relato se inicia con la descripción de una navegación por un territorio lleno
de amenazas, de hombres cercanos a la bestialidad, de ritos inconcebibles. En
su nivel más aparente la novela es una una denuncia mordaz de los abusos de la
civilizacion sobre las tierras y habitantes africanos, una denuncia amarga,
llevada al extremo. Marlowe ve aquella
tierra sombría y diferente con ojos inquisitivos, además con una especie de
intención trascendental: pretende explorar más allá de la convención
occidental, que ha convertido a Africa en tierra de salvajes y fuente de
riquezas. Marlowe descubre que Kurtz, ese agente comercial al que busca y
pretende rescatar, se ha convertido en una especie de semidiós para los
nativos. Y aquí es donde comienza el misterio: en el hecho de que el agente,
Kurtz, no es un occidental convencional, sino una persona de gran poder, que de
una forma inexplicable ha entrado en la médula de aquella tierra aparentemente
opaca a la comprensión de los ojos extranjeros. Marlowe conserva su honradez
hasta el final, su odio a la mentira y termina por admirar en Kurtz su
despiadada ambición de riqueza y su atrevimiento para invlucrarse en el
misterio de un mundo secreto, aparentemente incognoscible.
Algo diferencia claramente el estilo de Conrad del
estilo de un libro de aventuras: la capacidad de reflexionar sin hacer
concesiones: “No, no me gusta el trabajo. Prefiero holgazanear mientras pienso
en todas las cosas buenas que podrían hacerse. No me gusta el trabajo, a nadie
le gusta—, pero me gusta lo que hay en el trabajo; la oportunidad de
encontrarse uno mismo”. Es Marlowe, quien habla, pero tras él está Conrad más
Conrad que nunca: en esta novela el autor recrea, revive la aventura que él
mismo vivó en el Congo Belga. En este viaje en vapor remontando el río —como
los remota el Macqroll de Mutis— hay un aire de alucinación: la naturaleza es
de tal manera abrumadora, que el hombre no puede sino sentirse pequeño, víctima
indefensa en manos de un destino monstruoso.Así describe un tramo de río en el
que la extrañeza está más presente que de costumbre: “El tramo era angosto,
recto, con altos árboles, como terraplenes de ferrocarril. El crepúsculo fue
deslizándose sobre él antes de que el sol se hubiera puesto. La corriente fluía
mansa y rápidamente, pero una muda inmovilidad cubría las márgenes. Los
árboles vivientes, aprisionados por las
enredaderas y por cada uno de los arbustos vivientes de la maleza, podrían
haber sido convertidos en piedra, hasta la rama más delgada, hasta la hoja más
liviana. No era un sueño; aquello parecía innatutral, como un estado de trance.
No podía oírse ninguna clase de ruido, ni aún el más débil. Uno miraba pasmado
y empezaba a sospechar si no estaría sordo. En esto se hizo la noche,
repentinamente, y nos dejó también ciegos”.
El barco avanza
río arriba en busca de la estación donde
está Kurtz, el agente comercial que envía marfil, grandes cantidades, desde el
fondo de la selva, hacia Europa. Pero el viaje en el vapor es azaroso. Varios de
los marineros son caníbales. En la espesura se adivinan grandes peligros, se
escuchan gritos desgarradores.
Marlowe
encuentra a Kurtz muy cerca de la muerte, recoge todo el marfil restante, lo
sube en el barco. Y aquí es cuando se destaca la personalidad de Kurtz un
hombre que ha sido seducido por la selva, a la que considera suya, que está
consubstanciado con ella, con su arcano. “Todo le pertenecía, pero eso era una
insignificancia. La cuestión era saber a qué pertenecía él, cuántos poderes de
las tinieblas le reclamaban como suyo”. Algo ominoso se cierne sobre el lector,
el narrador no puede o no quiere precisarlo y es este núcleo de misterio el que
mantiene tensa la narración. El
corazón de las tinieblas es el tipo
de novela que no cede sus secretos y en este ocultamiento casi vergonzoso o
púdico se cifra su encanto renovado. El descubrimiento de que Kurtz, en su
inmensa soledad, no sólo había escrito
una especie de tratado para la Sociedad
Internacional para la Supresión de las Costumbres Salvajes, sino que había
entrado en relación con esas costumbres y además, “cuando sus nervios le
fallaron” comenzó a “presidir ciertas
danzas nocturnas que terminaron en indescriptibles ritos que se ofrecían a él”
—todo ello hace que la narración se torne más tensa, más opresiva. El
protagonista no entiende qué es lo que yace en el corazón de las tinieblas,
pero lo siente, lo sufre, y de la misma manera lo padecen sus lectores. La
narración asume caractéteres menos incidentales, más esenciales, cuando
intuimos que Conrad no alude a los salvajes sino a todos los seres humanos, que
ocultan en su corazón lo innombrable, lo indecible. Pitol, en el prólogo, aventura que estos
ritos se incluyen orgías de orden sexual, pero en la novela en ninguna
circunstancia se menciona tal cosa, sólo se repiten adjetivos ominosos:
innombrable, espantoso, pavoroso. Tal vez en la traducción, en las
traducciones, se perdió algo de esa verdad oculta. Poco a poco Marlowe va
descubriendo el imperio de violencia de Kurtz, que ha subyugado a las tribus y
ha saqueado todos los alrededores, mediante la violencia. Y sin embargo, tiene
el poder de encantar a quienes lo conocen. He aquí la paradoja. Es como si
Kurtz estuviera atrapado en el fondo de la selva y el marfil fuera el pretexto
para seguir allá. Es como si hubiera algo más, algo aterrador y subyugador, que
Marlowe (y Conrad) sugiere pero no revela, quizás porque no alcanza a
comprenderlo. Se intuye que Marlowe termina por admirar el imperio de Kurtz
sobre los indígenas, sin importar los medios mediante los cuales haya logrado
su dominio.
Tratar de
encuadrar la novela de Conrad en un tipo sería evidentemente empobrecedor:
alguien diría naturalista, otro, de misterio, el de más allá, psicológica, o
quizás de aventuras escuetamente, o de aventuras metafísicas, autobiográfica en
cierto sentido, pero también de crítica social, de denuncia, demoníaca, en fin,
básicamente compleja, y, como los sueños, con un ombligo que la ligará siempre
con lo desconocido. Si trato de relacionar esta novela con otras lecturas,
buscaría El Túnel de Sábato, Muerte en Venecia, Las
flores del mal.
[1] Utilizo la versión de Araceli García,
publicada por Alianza Editorial, 1976;
en algunos casos la confronto con la de Sergio Pitol, publicada en la
Universidad Veracruzana, 1966.
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