Villavicencio, historias terribles
marzo 24, 2013
El
azar me lleva a Villavicencio y al origen de mi novela Agua
clara en el alto Amazonas. De nuevo
es la mujer, la casi niña, de Pedro Botero la que habla. Su hijo, con cabellera
de sibundoy, pasa la yema de un dedo sobre una mesa. Una y otra vez pasa el
dedo. Algo conoce este niño tan ensimismado. Algo ha visto que a nadie quiere
contar, pienso. “Yo trabajé en un proyecto de cocina tradicional y conocí
historias que cuentan las mujeres alrededor del fogón. Esto me contaron en el
corregimiento de Boca Chica, isla de Tierra Bomba, Cartagena de Indias.
Recuerdo a una negrita hablando sobre los efectos de la picadura de la raya
sobre los hombres. Todo el pueblo participaba en el asunto, era un juego
divertidísimo. La picadura inmediatamente produce una erección. El hombre con
ese dolor se tapa sus partes y grita como endemoniado. Las mujeres salen
corriendo para ver la envergadura del asunto y para hacerle burla al hombre y
para jugar con él un juego bastante erótico y de una crueldad muy despiadada.
Las mujeres saben que se están arriesgando a que las cojan. Todo el mundo en el
pueblo se entera. Los hombres se solidarizan con el hombre erecto porque saben
del dolor y porque conocen que el picado por la raya es la burla de todas las
mujeres. Cuando ya las hembras lo han acosado y han hecho burla del hombre
salen corriendo monte adentro. Los hombres las persiguen tratando de
atraparlas, si agarran a una le abren las piernas y hacen un untado de su
vagina. Con el untado calman el dolor de la picadura. La mujer elegida tiene
que estar hedionda, no haberse bañado tras conocer hombre varias veces. Con un
algodón los perseguidores le limpian bien los fluidos de su cuca y ese algodón
se le pone como emplasto a la picadura al cuitado. Se quita el dolor y la
erección, que puede durar hasta dos horas, va bajando. Parte del cuento está en
que las mujeres disfruten, suden y cedan su untado. Aquello es como una
fiesta”. Es una de las historias extraordinarias y simpáticas de Pedro Botero,
el cartógrafo de la Amazonia Colombiana y mi informante. Pedro me llevo a
conocer el lecho de sus amores. Está en el segundo piso. Se sube por unas
escaleras metálicas mal hechas, en las que hay que hacer equilibrios casi
circenses. Las escaleras las hizo el hermano soldador, remendador de lanchas y
cultivador de peces. Vive en una casa muy cerca de la de Pedro. Arriba sólo hay
una habitación con una cama enorme, un baladaquín imperial primoroso y un
mosquitero prácticamente invulnerable. Ni Salomón tenía tanta magnificencia
para el amor, dice Pedro Botero. No hay paredes, sólo las columnas que sostienen
el techo, no hay ventanas, todo es un enorme claro, hay una integración
perfecta con la naturaleza. El clima de Villavicencio es tan extremoso que lo
mejor es vivir al aire libre. Desde el baño mientras uno se desahoga o se ducha
contempla un panorama de árboles, pájaros, lagunas, ríos, el horizonte completo
del mundo hasta donde alcanza la vista, un cielo de un azul imposible. Allí se
respira un aire que acrisola todos los aromas vegetales. Planean los gavilanes,
las águilas, los gallinazos como por un territorio nunca vulnerado por el
hombre. He escuchado y leído muchas historias sobre los Llanos Orientales de
Colombia. Allí vive gente dura, seca. Se come mucha carne y se bebe mucha
cerveza. Se suda día y noche. El paisaje es todo. Escribe Gheerbrant: Fuera de los domingos y de la feria de
ganado de Villavicencio, que no es sino un superdomingo, una vez al año, el
llanero lleva la existencia austera y monótona de todos los solitarios. A las
seis de la mañana, levantado con el amanecer, traga una taza de café amargo que
será su única comida hasta que baje del caballo, doce horas más tarde. Luego se
marcha. Atornillado al caballo, formando un cuerpo con él, su pequeña silueta
negra y seca desaparece en el horizonte, el machete golpeando el arzón trasero,
y el gran lazo de cuero bruto en el delantero. Sus ojos se adivinan apenas,
bajo el sombrero de fieltro o de paja bajado para resguardarse del ardor del
sol. Fija la mirada en el horizonte y, por más lejos que vea, durante horas y
más horas, sólo hay el cielo y la inmensidad del llano de olas de hierbas
movidas por el viento, y que su caballo, paso tras paso, aparta con el pecho.
Por fin divisa algunos animales: un toro de pelo amarillento y cinco o seis
vacas inmóviles. Por muy lejos que estén, las reconoce, sabe si son de su hato,
y las cuenta y las acaricia, las mira minuciosamente, buscando con escrúpulo
casi tierno si no les ha ocurrido algún accidente.
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