Esperando a los bárbaros, novela de Coetzee
julio 12, 2013![]() |
Coetzee en Bogotá, noviembre 2012 |
¿Sería
mejor el mundo mejor sin los pobres, sin los negros, amarillos, cobrizos, sin
los bárbaros, esos tristes personajes que afean las limpias ciudades con sus
chabolas de miseria, su suciedad e ignorancia?, se pregunta el magistrado que
gobierna un puesto de frontera entre el imperio
y el indeterminado territorio de los bárbaros?
“Lo mejor sería que ese oscuro capítulo de la
historia del mundo acabara de una vez, que borraran a esos feos seres de la faz
de la tierra y nosotros juráramos empezarlo todo desde el principio, gobernar
un imperio en el que no hubiera más injusticia, más dolor”. Así razona el
magistrado y luego contra razona: su vida ha estado al servicio de la virtud y
la verdad, además de alguna (romántica, idílica) manera admira las virtudes de
los bárbaros: “Decidí que cuando la civilización supusiera la corrupción de las
virtudes de los bárbaros y la creación de un pueblo dependiente, estaría en
contra de la civilización; y en esta resolución he basado mi conducta en la
administración. (¡Y esto lo digo yo, que ahora meto a una muchacha bárbara en
mi cama!)”
“¡Cuándo aprenderé a no decir lo que
pienso!”, se dice el único hombre justo de la novela Esperando a los bárbaros, de
Coetzee, una vez que es reducido a la miseria, a la indigencia y al ostracismo
por defender a los bárbaros, a los otros, y por haber entretenido sus
concupiscencias de anciano (de forma bastante fetichista, utilitaria, perversa)
de una joven bárbara.
Los bárbaros de esta novela son los nómadas
que viven libremente, en estado semi salvaje, lejos del imperio. Un imperio que en la obra de Coetzee sintetiza los estados “civilizados” que quieren imponer su ley a todos los que lo rodean
y extenderse al resto del mundo, como se extendieron los mongoles, los romanos,
los persas, los aztecas, los incas.
Es claro que bajo el neutro disfraz del
ambiguo imperio que es el espacio narrativo de la novela, Coetzee
nos ofrece una visión aciaga, sin esperanza, de lo que fue y sigue siendo
Sudáfrica, con impolutos barrios boers e interminables y míseros barrios de
negros. Pero no es a Sudáfrica a la que pinta (alude) Coetzee en esta novela,
sino el mundo entero, el mundo de hoy y de siempre: España y su tormentosa frontera
con África; Alemania invadida por gitanos, checos, rumanos; Estados Unidos,
tomada por hordas de seres de todas las nacionalidades; Austria, de la que
están huyendo los nativos, atosigados por oleadas de árabes, checos, croatas,
etc.
El mundo hoy: la tragedia sin solución. Esto
es lo que subyace a la novela de Coetzee, el Premio Nobel, cuyas obras han
apasionado por su crudeza, su falta de sutileza: aquí no hay un mundo feliz: lo
que hay es un mundo infeliz, sin esperanza.
“Un
camino que quizá no conduzca a ninguna parte”: éstas son las últimas palabras
de la novela y gracias a ellas la obra se dispara de ser la crónica del último
año de la existencia de un pueblo de frontera entre los bárbaros y los
“civilizados”, a ser una cifra de la historia de la humanidad: “un camino que
quizá no conduzca a ninguna parte”.
Ésta,
como las otras novelas de Coetzee, nos muestran un mundo sin salida, ante el
cual no hay otra alternativa que ejercer la virtud y el arte, aunque sepamos
que no llevan a nada que no sea la íntima salvación individual: el mundo está
perdido, sólo el individuo puede salvarse en el estrecho mundo de su vida
personal.
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