Oficio de Caín. Una vieja conferencia
octubre 17, 2013
Escribir
una novela es un acto de soberbia. Aspirar, en cualquiera de los campos a
cumplimentar una obra de arte, es una insolencia. Es una insolencia contra la
tradición y, por ende --ya lo ha escrito Vargas Llosa repitiendo lo que sabían
los trágicos griegos-- contra Dios o contra los dioses. Cómo atreverse a
escribir después de El Quijote, Muerte en Venecia, Ferdydurque,
La Divina Comedia. Cómo atreverse. Sólo en un acto de soberana
independencia, de individualidad rabiosa, de caprichosa soberbia. La línea
genealógica de los novelistas parte de Caín, el primero que se atrevió a
imaginar otra versión de la historia, diferente a la oficial. Raza de cainitas
es la de los novelistas, traidores a toda institución: la familia, la patria,
la sociedad que los alimenta. Por eso hay que desconfiar de los novelistas que
son universalmente aceptados. En algún lugar de su concepción del mundo yace la
trampa, la componenda, la aceptación de un orden preestablecido. Quien quiera
desprenderse de lo que ha sido la línea oficial, de lo que se da por
definitivo, es un loco y un soberbio. Es por ello que sólo con una buena dosis
de locura se puede aspirar a escribir una novela que sea eso: novela: novedad,
nueva visión del mundo, modificación de lo dado, no repetición.
Qué tienen las grandes novelas que ha hecho
que lo sean y que aparte de ello permanezcan como tales? Tomemos Rojo y
Negro: qué narración tan certera, qué trazo de los personajes, que
violencia se hace sobre la moral reinante. Lo mismo sucede con El amante de
Lady Chatterley: cuánto trastorno no causó en su época y sigue causando esa
historia tan común de amor apasionado y erotismo encendido entre un tosco y
elemental guardabosques y una delicada dama de la nobleza.
Y luego, cuánto ensimismamiento y rencor y
admiración no hay en ese seguimiento tan minucioso de un espíritu sensible, que
es En busca del tiempo perdido, obra tan llena de páginas que hoy nos
parecen tan insustanciales.
La novela es el género degenerado: el que
permite todo porque la única ley que la domina es la de la libertad: son
novelas el Ulises y El Tunel, Los abedules y Rayuela,
son novelas las series de mosqueteros de Alejandro Dumas y las aventuras contadas
por Salgari y las cartas encontradas que conforman Las relaciones peligrosas.
Tal vez se pueda establecer una ley sobre el
arte, sobre la ciencia del novelar: siempre se debe aspirar a la totalidad de
un hecho, a abarcarlo todo, a crear un mundo que no deje duda alguna sobre su
verosimilitud y autotrofía.
Que escribir una novela es una ciencia no
tengo duda alguna. Es una ciencia que se comunica con otras pero que tiene una
relación que se me ocurre muy cercana con la de la construcción de casas y
edificios. Las novelas y las casas deben tener cimientos firmes: tales
cimientos podrían ser historias vigorosas, o personajes dignos de memoria, o
una idea directriz. Las casas y las novelas deben tener una estructura, es
decir, diversas partes que estén bien ligadas. Así como las casas están armadas
con varillas metálicas que se amarran unas con otras, las novelas deben o
pueden tener diversos capítulos que se relacionan unos con otros. Las novelas y
las casas deben tener ventanas. Las ventanas de las casas son una forma de
sociabilizar, de entrar en relación con el mundo, y además sirven como
ventilación y para que entre la luz. Podríamos decir que las ventanas de las
novelas son los vasos comunicantes que posibilitan que el lector se comunique,
entienda y disfrute de la obra.
Virginia Woolf en una conferencia que se ha
hecho célebre y que se convirtió en una especie de manifiesto de las mujeres
que han aspirado a ser escritoras y seres humanos plenos, señala que el gran
defecto de muchos novelistas hombres, es que escriben exclusivamente con la
parte masculina de sus espíritus. Y señala que los de espíritus auténticamente
grandes son andróginos, pues pueden dar cuenta de la naturaleza humana en su
complejidad. El novelista ha de aspirar a comprender a los demás, desde su
individualidad rabiosa: no debe tratar de hacer el mundo a su imagen sino que
debe intentar comprender el mundo, no su mundo.
Quiénes son novelistas de éxito? Quiénes
venden lo que escriben? Aquellos que se han convertido en voceros de un grupo
de personas, que lo adoptan como bandera. Benedetti es una bandera que ondean
muchos adolescentes latinoamericanos, también lo son Onetti, García Márquez y
José Donoso. Fuentes es ondeado predominantemente por los académicos
norteamericanos y por los lectores mexicanos de clase media culta. Cada quien
ha hallado su cantera, su veta, y la va explotando poco a poco. El realismo
mágico ocupa gran parte de este fin de siglo y tiene sus paladines. La retórica
enciclopedista del tipo de la que practica Fernando del Paso, descendiente sin
duda degradada del estilo de Carpentier, tiene su espacio. La novela histórica se va abriendo brecha. La
novela erótica apenas despunta en latinoamérica y está bien diferenciada de lo
que se produce por toneladas en España. El vanguardismo, la experimentación, va
cediendo terreno, como ya lo perdió la novela objetalista, que hoy se nos
antoja un oprobio que defenestró más de un bosque del mundo.
Así como se va volviendo a la idea de que el
núcleo familiar no es tan absurdo y humillante como lo planteaban el marxismo y
el feminismo, se está retornando a la claridad, al clasicismo en la escritura.
Tal vez el miedo al sida tenga una relación bastante estrecha con el desarrollo
de los medios audiovisales. El miedo al sida es un virus que ha vuelto a dar
alas a la religión y a la familia como refugio contra un mundo cada vez más
peligroso. Así como el sida ha obligado a la monogamia y a la fidelidad, la
agresión del cine, el video y la tecnología informática ha hecho repensar a los
escritores sobre su función en el mundo. Ahora en general los escritores buscan
la originalidad en la claridad, no en la confusión. Los novelsiatas persiguen
con ahínco el paraíso perdido de la relación cercana con el lector.
Para qué sirve una novela? Para lo mismo que
sirve el cine: para prestarnos fantasías, para hacernos vivir vidas que no nos
atrevemos a vivir, para enseñarnos lo que no conoceríamos. Es por ello que el
novelista tiene algo de desaforado, de excesivo, de ser humano elevado a su más
alta potencia. Pero la diferencia entre el cine y la novela es que la novela
constituye una reflexión menos plana sobre el mundo y sus posibilidades.
Entiendo la novela como una especie de tesis de grado sobre la realidad. El
novelista serio dispone sobre su mesa de trabajo todos los elementos que han de
configurar su obra. Se sienta y los estudia. Planea, ensaya un capítulo,
intenta un estilo, busca un tono, descubre un ritmo. El novelista es como el
músico, que se somete a la repetición mortal de las escalas hasta que descubre
que las leyes de la armonía dependen de una serie de combinaciones que se van
configurando en su mente sobre un número limitado de notas. El escritor puede
escribir de un tirón, como hizo Dostoyevski con El jugador, toda su novela.
O puede escribir un borrador, otro, otro. Puede vivir obsesionado con una
novela un año o quince años, hasta que le suena la campana. Un día descubre que
está listo. Se sienta y escribe lo que ha estado buscando. El novelista en un
trabajador que labora en su obra sin pensar ni remotamente en la ganancia
económica. Si un novelista serio gastara en pegar ladrillos el tiempo que tarda
en escribir una novela, sin duda terminaría antes un edificio de diez pisos que
una obra medianamente satisfactoria. Con esto quiero decir que un novelista es
un artista, alguien que trabaja en primera medida por amor al arte, porque
tiene la sospecha de que hay algo más importante, y sobre todo más
satisfactorio, que ganar dinero. Por eso en general los novelistas, como cualquier
artista, son más descuidados, se visten desaliñadamente, no atienden a los
coqueteos de los políticos, se ríen de lo que a otros parece serio y consideran
que en verdad casi nada que no sea la literatura amerita verdaderamente su
atención.
La profesión del novelista tiene su parte
humillante y ella tiene que ver, casi siempre, con los editores. Es falso lo
que dice García Márquez de que si un escritor escribe bien, llegarán los
editores de rodillas a su puerta a pedirle sus libros. Eso es retórica, típica
de señora rica o de triunfador. Es fácil ser humilde cuando se es grande y es
fácil dar consejos a los jóvenes cuando se han olvidados las penurias de los
años difíciles. La verdad es que para que un editor llegue a arrodillarse a la
puerta de un escritor, éste ha de pasar antes por muchos umbrales, no todos muy
acogedores. Es extraño el caso del escritor que escribe a temprana edad su obra
maestra, se la lleva a un consagrado y éste inmediatamente echa a volar las
campanas anunciando al nuevo genio. Es frecuente que antes de que un grande se
arrodille ante un nuevo talento y le dé un empujoncito en una editorial o
pregone su descubrimiento, lo use de alguna forma para conseguir que su
pedestal sea más inexpugnable. El mundo de los escritores está lleno de
mezquinos, mediocres y farsantes, aunque hay excepciones salvadoras. En México
conozco a un hombre generoso por encima de cualquier interés: Edmundo Valadés.
Se sabe que la república literaria mexicana
es un mundillo lleno de cotos vedados, de iluminados, de impunes, de eternos
acaparadores de prebendas --es célebre el caso de que uno de los peores
novelistas de México, haya recibido todos los honores imaginables, todos los
agasajos, todos los respetos y que represente a este país en el extranjero, sin
que nadie haga nada por desenmascararlo--. Pero tal situación no es
excepcional, más bien es la regla del ambiente literario universal. Y aquí
regreso al inicio de mi divagación sobre la novela y la actitud que debe tener
el novelista: hay que ser soberbio en la humildad: saber que uno trabaja a
fondo, ser sincero por encima de cualquier coqueteo de la fortuna, no mentir ni
por omisión, no inscribirse en ningún grupo sino más bien hacer uso de los
grupos para difundir los trabajos personales. La independencia es vital, la
rabia, la lucha contra toda complacencia. Si los editores no se arrodillan ante
el buen novelista, hay formas de hacerlos doblar la cerviz. Y sin embargo
México es un buen país para los novelistas. Hay muchas oportunidades, muchos concursos,
editoriales, publicaciones, y aunque en ellas predomine la selección natural,
el novelista que no tenga vocación de genio secreto, hallará la forma de ver
sus libros publicados.
No soy partidario del novelista profeta ni
del novelista todólogo, ni del novelista espectáculo, sino del novelista
trabajador, que de vez en cuando sale al mundo a cosechar unos cuantos frutos y
regresa a refugiarse a su mundo. Los novelistas deben ser como las hembras
traidoras. Nadie sabe lo que puede esperarse de ellas, como nadie sabe lo que
puede esperar cuando humilla a un novelista. Y sin embargo el novelista no debe
escribir por venganza, sino que debe aprovechar la energía de sus rencores para
acrisolar su voluntad, su temple y su valor. El novelista debe vivir en peligro
porque lo suyo es retar al viejo mundo para anunciar el nuevo. El novelista
dice lo que otros callan. De ahí que muchos busquen en ellos a los guías
espirituales, sin darse cuenta de que en la vida cotidiana ellos son tan
frágiles, tan falibles, como los demás seres humanos. Sólo ante la dura roca de
la página en blanco se prueba el temple del escritor, no frente a los
fotógrafos, los micrófonos o el público. Y, sin embargo, humanos, simplemente
humanos, los novelistas se prestan a formar parte de los números de circo como
éste al cual estamos asistiendo. Es parte del juego de la vida. Y quien juega
este juego con sentido del humor corre el riesgo de descubrir que, después de
todo, la existencia no se limita a subir y dejar caer la piedra de Sísifo, sino
que entre un esfuerzo y una desilusión media un espacio fundamental: el de la
imaginación, que no es fracaso ni triunfo, sino superación de todos los
extremos. La sabiduría acaso sea solamente esa tranquila aceptación de que
nadie nunca tuvo razón y que estamos sujetos a las leyes del azar. Escribir
novelas es una de las formas de jugar a combinar las piezas dispersas de la
vida, un intento de entender lo que, acaso, nunca entenderemos pero siempre
queremos entender.
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