Un momento irrepetible. Crónica del regreso a San Isidro III
noviembre 28, 2013![]() | |
Sólo los habitantes del viejo San Isidro saben lo que significaba "MUSOC": | línea de transporte y apodo de la prostituta más famosa del pueblo. |
Una conferencia tras otra se precipitan en cascada y no hay tiempo sino para
comer y dormir y si es posible ser fugazmente feliz con L. Ayer en la Sede
Brunca de la Universidad una charla ante un enorme auditorio de jóvenes que
parecían ignorarlo todo sobre mí. Hablé del viejo San Isidro y de quienes fueron
los padres fundadores de esta ciudad que de alguna manera es mía, una ciudad de
la que me apropie en una novela hace más de treinta años y que desde entonces
es mía.
Miraba yo a aquella multitud y trataba de adivinar en cada rostro el
rostro de sus padres, que quizás fueran modelos de mis personajes. Identifiqué
entre todas las personas a una chica de larga cabellera negra, un rostro de
belleza sublime, idéntico a un rostro que vi en el San Isidro, tras el vidrio
de la taquilla en el Cine Paulina en 1965: Nidia Ramírez, una de las cinco
maravillas de San Isidro.
Le pregunté si porcasualidad no era hija o nieta de
doña Lala, la mujer que engendró a las cinco mujeres más bellas de San Isidro y
del mundo.
Ella me miró sonriente, serena, como me había quizás mirado en 1965
su madre o su tía y me dijo no:
No, no soy hija de una hija de Lala.
Y terció la
decana de la Universidad:
Pero sí eres hija de Helena que es hermana de
Yesenia, y es posible que tus genes estén repitiendo la figura de Nidia, porque
, muchacha, eres casi una copia de Nidia, la mujer que durante años vendió
boletos en la taquilla del Cine Paulina y que era tan bella que se convirtió en
atracción turística de San Isidro.
Dije:
Nidia Ramírez era tan hermosa que yo
llevaba a los turistas a verla y cobraba una peseta por mostrarles a la mujer
más linda del mundo.
Hable con fluidez ante los estudiantes de la Universidad
Autónoma de Costa Rica, Sede Brunca. Eran quizás 200 muchachos. Escuchaban con
atención, había muchas sonrisas, rostros agradables, divertidos.
No faltaron algunas bromas.
Básicamente
les dije quién soy yo ahora y quién era hace más de 35 años: un muchacho flaco,
alto, insolente, que pasaba la vida jugando básquet en el Prado Bar y mirando a
las chicas lindas en el parque.
Había en ese público y en general en los
sanisidrogeneraleños entusiasmo por oír a ese antiguo habitante de sus calles que
había salido del limitado mundo de ese pueblo remoto, polvoriento, chismoso. Hay que decirlo: el chisme es una de las costumbres más arraigadas en San
Isidro: todo se sabe de todos, hay mil historias circulando, se cuentan, se
repiten, se agrandan. Ello pude comprobarlo cuando escuché “noticias” sobre
Momotombo, Lindor, don Danilo Salas, Simón Solís, Sergio Barrantes.
Me
escuchaban con fervor los muchachos. Alguien dijo ser hijo de don Danilo, el
dentista de la novela; otro me dijo que Alexis, el loco que se decía Príncipe de Mónaco, sigue
vivo recorriendo las calles de San Isidro. Una chica comentó:
Las monjitas lo odian a usted,
Marco Tulio, porque dijo que en su colegio pasaba esto y esto.
Uno mas dijo "yo soy hijo de un constructor de la Carretera Panamericana que usted pinta
en la novela".
Al final un largo aplauso.
Sentí que por un momento había logrado
unir dos épocas de San Isidro e iluminar algunas circunstancias presentes.
Después de más horas de platica en medio de un calor abrumador en el que nadie
se movió de su sitio, disfruté de ese largo, larguísimo aplauso y sentí que mi vida
estaba justificada porque había conquistado a aquel desconocido monstruo de
muchas cabezas y que de alguna manera era amado por todos y todas, y que
aquella escena no era la culminación de mi insoportable vanidad ni un sueño
sino un hecho irrefutable: yo quería a toda esa juventud y esa juventud me
quería. Yo les estaba iluminando el mundo de sus padres y ellos lo agradecían y
sin duda muchos iban a leer mi novela.
Y algo verdaderamente increíble: a San
Isidro llegaron pocos ejemplares de la obra, pero los habitantes de la vieja
guardia, casi todos, tenían ejemplares casi idénticos, clonados, y algunos
tenían la vieja edición de La Flor de Buenos Aires, con su papel amarillento
casi convertido en pergamino y otros tenían la edición de Plaza y Janés de
Colombia en papel blanco. Pero eso lo sabría más tarde, cuando me reuniera con
un grupo de veinte personas de mi edad.
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